jueves, 17 de marzo de 2011

La vigencia del Decálogo

Contaba Ortega en el que quizá sea su libro más conocido (aunque no el más importante, a mi entender), La rebelión de las masas, el chiste del cura que le pregunta al gitano si se sabe los diez mandamientos. A lo que el gitano responde: "Misté padre; yo loh iba a aprendé; pero he oído un runrún de que loh iban a quitá."

Lo cierto es que el gitano orteguiano, en su tosquedad, no parecía tan desencaminado. El mero hecho de acordarse hoy de los diez mandamientos les sonará a muchos a integrismo. Hoy parece regir no solo un pensamiento débil, sino una moral débil, una forma de hedonismo discreto, basado en buenos sentimientos y desprovisto por completo no ya de cualquier noción de disciplina o sacrificio, sino de la menor incomodidad. Hace solo unas décadas, si le hubieran preguntado a cualquier padre o madre qué deseaba que fueran sus hijos, muchos hubieran contestado "buenas personas", o "decentes" o algo similar. Hoy la mayoría dirán que les basta con que sean "felices".

Desde luego, releyendo el Éxodo o el Deuteronomio, nos encontramos con preceptos y penas que actualmente vemos, con toda razón, como bárbaras. Hoy no castigamos la zoofilia con la pena de muerte (Ex 22, 18). Nos parecería incluso ridículo legislar sobre semejante cosa, porque consideramos que no es más que una extravagancia; repugnante, sí, pero intrascendente.

Sin embargo, nuestro punto de vista moderno tiende a veces a olvidar que la civilización es el resultado de un largo y penoso proceso de interiorización de las normas (Norbert Elias) por el cual la sociedad puede permitirse el lujo, por así decirlo, de reducir la coacción (sobre todo en forma de castigos crueles) sobre los individuos. Hoy nos reímos de que nuestros antepasados de hace tres mil años pudieran estar preocupados por la zoofilia, pero en las sociedades ganaderas de la Antigüedad, donde la lucha entre la natalidad y la mortalidad era una cuestión de supervivencia colectiva, ciertas normas de moralidad sexual cobraban una trascendencia que ahora nos resulta difícil imaginar. Lo mismo puede decirse de las prescripciones contra el incesto, el adulterio, etc, cuya función mantenedora de unas estructuras familiares estables no puede escapársenos.

Ahora bien, este olvido de los orígenes del tipo humano civilizado puede tener consecuencias más graves de lo que se cree. Pues nos lleva insensiblemente a pensar que las comunidades humanas por naturaleza observarán una conducta "normal", en el sentido que hoy le damos a esta palabra, sin necesidad ya no de coerción, sino de la mera existencia de normas preexistentes al derecho positivo. Es típico de los agnósticos bienintencionados asegurar que ellos no necesitan del recurso a ningún Dios justiciero como el del Antiguo Testamento para obrar bien.

Sin embargo, esta actitud buenista ni mucho menos viene avalada por los hechos. La historia del siglo XX nos ha demostrado que incluso pueblos tan civilizados como los europeos son capaces de atrocidades sin límite cuando las ideologías totalitarias se apoderan del Estado, y cuestionan los más elementales principios de la moral judeocristiana, aunque sea en sus formas más secularizadas. Reivindicar la vigencia del Decálogo (no evidentemente de la literalidad de todos los preceptos bíblicos, surgidos en una sociedad muy distinta a la nuestra) no sería, pues, una cuestión de fundamentalismo religioso, sino de elemental preocupación por los fundamentos de la vida civilizada.

Lo cierto es que, desde que se difundió la idea de que los mandamientos "los iban a quitar", no solo han dejado de memorizarse (junto con la tabla de multiplicar, el orden alfabético y cualquier otra cosa que no sea "divertida"), sino de respetarse. No creo que sea necesario aducir pruebas respecto a los tres primeros, los de contenido teológico. Pero quizás sea interesante pasar revista al estado de los otros siete.

La violación del 4º mandamiento ("Honra a tu padre y a tu madre", Ex 20, 12) se ha convertido en los últimos años en un tema recurrente de los medios de comunicación. Los reportajes de padres severamente maltratados por niños-monstruo se recrean en los aspectos morbosos, pero sin aportar reflexiones que vayan más allá de vagas trivialidades sobre la pérdida de los valores. ¿Qué valores? Pues esos valores de los cuales esos mismos medios, tanto en sus programas "informativos" como de entretenimiento y telebasura, hacen mofa a diario, claro.

Los otros mandamientos que compendian el concepto judeocristiano de familia y moral sexual son el 6º ("No cometerás adulterio", Ex 20, 14; el catecismo católico dice "actos impuros") y el 9º ("No codiciarás la mujer de tu prójimo", Ex, 20, 17; en el catecismo, "no consentirás pensamientos ni deseos impuros"). Sobreentiéndase también, claro, "no desearás al marido de tu prójima", no sea que las feministas políticamente ultracorrectas se nos sofoquen demasiado por la expresión bíblica. ¿Qué duda cabe del descrédito que hoy sufren estos preceptos? Un elevado porcentaje de los matrimonios que todavía se celebran se rompen hoy por cualquier fruslería, es decir, cuando "el amor se acaba". Se habla del amor como de una especie de dios caprichoso a cuyos dictados estamos sujetos sin la menor responsabilidad por nuestra parte. Y los "pensamientos impuros" no solo se admiten, sino que se promueven. Hay toda una literatura idiota de manuales de autoayuda y "expertos" en psicología y sexología que aconsejan tener "fantasías sexuales", e incluso el consumo de pornografía como terapia para parejas inapetentes. Por no hablar de esas sesiones atrozmente estúpidas de venta de juguetes eróticos. ¿De qué se reirán histéricamente, en todas ellas, esas señoras supuestamente tan "liberadas"?

Es fácil, por supuesto, burlarse de quienes seguimos valorando la moralidad sexual tradicional, aunque sea sin gazmoñería alguna. Lo difícil es estar dispuesto a reflexionar seriamente sobre las consecuencias de su abandono, más allá de los eslóganes de moda. Una sociedad que trivializa el sexo es una sociedad donde la familia es más precaria, está más amenazada. Y por tanto, es más vulnerable a formas de totalitarismo débil, o no tan débil, que encuentran terreno abonado en la atomización social y el desarraigo de unos individuos sin otro norte que los placeres efímeros.

Pero nos queda hablar de los mandamientos restantes, aquellos que aparentemente todavía siguen inspirando respeto. El 5º, "No matarás"; el 7º, "No robarás"; el 8º, "No levantarás falsos testimonios ni mentirás"; y el 10º, "No codiciarás los bienes ajenos". En realidad son conculcados constantemente, al amparo de unas interpretaciones trivializadoras. Para empezar, el aborto es una radical violación del 5º mandamiento. El sedicente progresista se preocupa mucho por la pena de muerte, especialmente por su aplicación en Estados Unidos. El Antiguo Testamento, en cambio, prescribe precisamente la pena de muerte en caso de homicidio y otros delitos. (Ex 21, 12-17). ¿Costumbres bárbaras? No más que el exterminio de los seres humanos más inocentes e indefensos, que son los que se hallan en las edades embrionaria y fetal.

De los demás mandamientos podemos afirmar que estipulan las bases de un sistema económico civilizado, basado en el respeto a la propiedad privada, a los contratos y acuerdos, y a lo obtenido por el propio esfuerzo. El "No robarás" va mucho más allá de prohibir llevarse el whisky del supermercado sin pagar. Una sociedad basada en impuestos abusivos y en el despilfarro público ("socialdemocracia" o "Estado del bienestar", la llaman) incurre en la conculcación sistemática del 7º mandamiento. Un Estado intervencionista, en el que la seguridad jurídica se ve gravemente amenazada, atenta contra los contratos y los pactos, avalados por el principio del 8º mandamiento.

Por último, es desesperante la manera como incluso desde cierto cristianismo "social" (sea lo que sea que esto signifique) se acostumbra a entender el 10º mandamiento. Se nos sugiere que entraña una condena de la competitividad y el consumismo, pero esta es la interpretación más pueril. No codiciar los bienes ajenos no significa necesariamente que sea malo prosperar, ni por tanto competir ateniéndose a las reglas del mercado. Más bien puede entenderse como todo lo contrario: Debe respetarse todo aquello adquirido legítimamente por el propio esfuerzo y mérito, lo cual se contradice con los sentimientos de envidia y de codicia.

Desgraciadamente, como digo, incluso entre muchos cristianos y católicos están extendidos prejuicios antieconómicos, falazmente basados en el Evangelio. No hace mucho, escuché decir a un cura en misa, tras la lectura del pasaje de Mateo 6, 24-34, ("no podéis servir a Dios y al Dinero", etc), que la causa de la pobreza es que algunos acaparan más de lo que realmente necesitan. Sin duda, en el Evangelio se critica a los ricos por su falta de caridad y su excesivo apego a los bienes materiales. Pero ni este pasaje ni que yo recuerde ningún otro ofrece una explicación sobre las causas de la pobreza. Y si lo hiciera en los términos anteriores, no podríamos estar de acuerdo, pues se trata de nociones primitivas, sobradamente refutadas por la experiencia y por la teoría. Una cosa es decir que los ricos deberían ayudar a los pobres, y otra muy distinta que ellos tengan la culpa de que haya pobres.

Una cosa es que el liberalismo económico no pueda funcionar sin un sustrato moral (plenamente de acuerdo) y otra cosa absolutamente distinta, y equivocada, es decir que el problema es el liberalismo. Incluso personas tan cultas como el veterano periodista católico Antoni Coll andan confundidas en esto. Dice Coll, refiriéndose a la caída del muro de Berlín:

"Pese a que la Iglesia se congratuló mucho de estos sucesos, no dejó de considerar con preocupación que la ideología que en la práctica sustituiría al comunismo no sería tanto el humanismo cristiano como el capitalismo. La sensación de alivio por haberse librado del yugo comunista cedía a la vista de otro yugo más intangible, pero no menos efectivo [?], que sustituía al anterior: El liberalismo capitalista con frecuentes expresiones salvajes. La Iglesia escapaba del fuego para caer en la brasas." (Antoni Coll, Dios y los periódicos, Planeta, 2006, pág. 82.)

¿Qué tengo en contra de estas palabras? Pues obviamente, que también las podría haber dicho un Hugo Chávez cualquiera. Decir que el capitalismo es un "yugo" no muy distinto del comunismo, y proponer una tercera vía, llámese humanismo cristiano o como se quiera, es caer en la equidistancia entre la libertad y la tiranía, lo que solo beneficia a esta última. Y no creo que tenga base alguna en el cristianismo.

Otra cosa es decir que el mercado por sí solo no se sostiene, sino que necesitamos normas morales trascendentes (en el sentido de que no las puede generar el hombre conscientemente). Superficialmente parecen diferentes maneras de decir la misma cosa, pero en realidad son antitéticas. Por un lado, el Estado, con su ilimitada capacidad generadora de normas arbitrarias. Por el otro, la moral judeocristiana, en la cual se ha basado la civilización occidental hasta ahora. Pero el mercado no sólo es compatible con la moralidad cristiana, sino que se desprende de manera natural de sus principios. Por el contrario, toda crítica del mercado como tal sirve solo al crecimiento desmesurado del Estado, desde donde casualmente han partido los ataques más formidables al cristianismo, es decir, a cada uno de los diez mandamientos.