viernes, 1 de enero de 2010

La última novela de Muñoz Molina

La última novela de Muñoz Molina, La noche de los tiempos, ha sido saludada como una gran obra literaria, y al mismo tiempo como un intento de aproximación a la guerra civil alejado de sectarismos. Debo decir que el texto, pese a sus cerca de mil páginas, se deja leer con suma facilidad. La pericia del autor es incontestable, y el estudio de su prosa merece absolutamente ser incluido en las lecciones de literatura contemporánea del bachillerato, o como se llame ahora.

Sin embargo, no creo que nos hallemos ante un clásico. Cuando uno cierra el libro, no tiene la sensación de haber estado absorbido por esa novela "total" a la que se refiere la reseña de La Razón, sino una más discreta, aunque perfectamente digna. Muñoz Molina nos narra con maestría la peripecia de dos amantes en la España de 1936, y además lo hace demostrando que puede cautivar el interés del lector durante novecientas cincuenta y ocho páginas. No es poco, pero que nadie espere un fresco histórico denso y complejo, ni una populosa galería de personajes y de tramas secundarias, como el que podría haber ofrecido una obra de similar extensión. El argumento es bastante sencillo, los personajes secundarios, pocos y no excesivamente desarrollados. Los propios protagonistas, Ignacio Abel y Judith Biely, en los cuales por supuesto se profundiza mucho más, carecen, a mi modo de ver, del aliento de las grandes figuras literarias.

En cuanto al tratamiento de la guerra civil, Muñoz Molina se sitúa en algún punto intermedio entre lo que he llamado Versión Progresista Estándar de la Guerra Civil (VPEGC), y la actitud liberal, que no simpatiza con ninguno de los dos bandos. La primera puede sintetizarse en dos premisas:
  • La premisa legalista, según la cual, en 1936 existía un gobierno legítimo e inequívocamente democrático, contra el cual se sublevó una parte del ejército -de lo que se deduce que la Guerra Civil fue un conflicto entre los que tenían la legitimidad y los que no, entre los demócratas y los antidemócratas.
  • La premisa relativista, según la cual, la violencia en la zona republicana sólo puede juzgarse comparándola con la de la zona franquista (más sistemática, intensa y duradera) y no puede achacarse a las autoridades del Frente Popular, sino a "incontrolados" que actuaron sólo en los primeros meses, algo muy distinto del carácter de la represión en el bando nacional.
Podemos decir que, al igual que en el libro de Toni Orensanz a propósito del cual formulé la VPEGC, Muñoz Molina ya no comulga plenamente con la segunda premisa (dejando de lado ciertos tics), pero sigue aferrándose a la primera, es decir, a la idea de que la responsabilidad de la guerra civil recae ante todo en los militares sublevados, y por tanto la violencia de las izquierdas, aunque injustificable y despojada de todo brillo propagandístico, sigue siendo consecuencia de la violencia de las derechas, incurablemente malignas.

El intento de refutación de la premisa legalista más serio que ha habido hasta ahora lo constituyen los libros de Pío Moa, empezando por su fundamental Los orígenes de la Guerra Civil Española. Existían multitud de obras y estudios que nos mostraban la verdadera naturaleza del bando frentepopulista (mal llamado "republicano"), pero nadie había discutido (con argumentos no propagandísticos) la idea de que la guerra civil empezó por un golpe de Estado fallido en 1936. Moa, como es sabido, sitúa el origen de la guerra dos años antes, en el golpe de Estado fallido del 34: Es decir, que fue la izquierda quien la provocó. Desgraciadamente, la tesis de Moa no ha sido objeto apenas de un verdadero debate intelectual, porque el establishment académico ha optado por el ostracismo y se ha limitado a etiquetarla de revisionismo neofranquista.

Así pues, en realidad la postura de Muñoz Molina dista de aportar nada nuevo, porque sigue en la estela de la historiografía "progresista", empeñada en ignorar las recientes aproximaciones que no encajan con la VPEGC, al menos con su primera premisa, de la que la segunda es en realidad sólo un corolario. El protagonista no deja de ser un buen socialista, con carnet del PSOE y la UGT, una especie de modelo de sensatez liberal, cercano al besteirismo, que permite salvar la cara de la izquierda, aún a costa de la verosimilitud literaria. Algunos diálogos, por su lucidez alejada de los extremismos de la época, resultan demasiado ideales, demasiado perfectos, como si se tratara de dejar bien clara en el lector la correcta interpretación de la posición del autor, que no pretende romper con el progresismo estándar.

Con todo, hay que decir que La noche de los tiempos debería desconcertar a mucho lector progre, por los diversos pasajes en los cuales se identifica sin ambages al comunismo y al fascismo, dos formas simétricas de totalitarismo; por condenar por igual a quienes defendían la supremacía racial y a quienes abogaban por la dictadura del proletariado; por el retrato exento de la menor simpatía hacia personajes como Bergamín, o Alberti, con "toda su banda de poetas con monos azules bien planchados"; por personajes como Rossman, huido de los nazis, de los soviéticos, y en España asesinado por los rojos. (La palabra "rojo", que a alguno sonará mal, ¿no la ha vuelto a reivindicar Zapatero?). Por enunciar, mira por dónde, lo que el gran ensayista Jean-François Revel desarrolló en sus libros más importantes, que le valieron recibir de manos de Aznar la Gran Cruz de Isabel la Católica: Que el comunismo merece idéntica condena que el fascismo.

Muñoz Molina, por cierto, es uno de los académicos que se ha mostrado claramente favorable a la propuesta de incluir el término totalitario en la entrada "comunismo" del diccionario. Me parece muy encomiable, pero en cambio veo completamente absurda su propuesta de una comisión parlamentaria de historiadores que fije una especie de versión oficial sobre la guerra civil alejada de maniqueísmos. Celebrar concilios para adaptar la Iglesia Progresista a los tiempos puede ser una forma eficaz de que los fieles no acaben desertando, pero creo que esa no es la función de la ciencia. Ni tampoco, ya que estamos, de la literatura.