domingo, 31 de agosto de 2008

El origen de la guerra civil: La premisa legalista

La Versión Progresista Estándar de la Guerra Civil (VPEGC) se basa en dos premisas principales, la legalista y la relativista. De la segunda he hablado a propósito del interesantísimo libro L'òmnibus de la mort, en mi anterior post. Quisiera ahora anotar algunas observaciones sobre la primera, que expuse en estos términos -y perdón por la autocita:

"[Según] la premisa legalista (...) en 1936 existía un gobierno legítimo e inequívocamente democrático, contra el cual se sublevó una parte del ejército -de lo que se deduce que la Guerra Civil fue un conflicto entre los que tenían la legitimidad y los que no, entre los demócratas y los antidemócratas."

Es curioso que la izquierda se haya aferrado de tal manera al punto de vista legalista, ella que se caracteriza por considerar el derecho como una superestructura de la clase dominante, y que por tanto puede y debe ser violentado si con ello se beneficia a la clase ascendente. Bueno, ahora no suelen emplear la terminología marxista, pero en esencia, todo indica que la izquierda sigue abrigando en su seno esa concepción (o falta de concepción) de las leyes. Desde las coacciones de los sindicatos hasta los allanamientos de los okupas, pasando por los gobiernos que pactan con terroristas, el pensamiento seudoprogresista se muestra extremadamente comprensivo con todas estas actitudes tan poco respetuosas de los formalismos legales.

Pero si a eso vamos, el propio nacimiento de la República, tras unas elecciones municipales en las que los partidos republicanos sólo ganaron en determinadas capitales, debería ser cuestionado.

Si a eso vamos también, la violencia ejercida por las izquierdas, que culminó (pero no terminó) con el cruento golpe de Estado del 34, habría deslegitimado a los partidos integrantes del Frente Popular para presentarse a unas elecciones en el 36.

Y si a eso vamos, por último, que la propia policía de la república asesinara a uno de los principales líderes de la oposición, por mucho que la sublevación militar ya estuviera en marcha, no contribuye mucho a la credibilidad del argumentario legalista.

La premisa legalista sólo convence, pues, a quien ya está convencido, y por tanto se niega a mirar nada más allá de determinadas constataciones jurídicas positivas (como que los militares deben obediencia al gobierno de turno), del mismo modo que los actuales voceros del "No a la guerra" no quieren saber nada del régimen de Saddam Hussein derrocado por los Estados Unidos y sus aliados, y se agarran a unas resoluciones de la ONU que son el producto de equilibrios de fuerza entre Estados que persiguen intereses rara vez confesables.

La crítica de la VPEGC no entraña necesariamente justificar al bando vencedor. Al menos, yo no siento simpatía por ninguno de los dos bandos, a pesar de que podría presumir, como hacen muchos, de tener un abuelo que murió en la batalla del Ebro, en el bando republicano. (Por supuesto, mi abuelo no era "rojo", ni tampoco lo contrario; era uno de tantos españoles que fueron movilizados a la fuerza en ambas zonas.) Pero lo que no es normal es que, setenta años después, haya quien siga considerando como legítimo y digno de loas poéticas a uno de los dos bandos, y hasta considerándose su heredero.

Franco gobernó casi cuarenta años, pero hace treinta y tres que murió. ¿Y nos vienen ahora con esa mamarrachada de la Memoria Histórica, después de tres décadas de propaganda de signo contrario a la del franquismo? Creo que ya es hora de poner fin a tantas mentiras, y la peor mentira de todas quizá sea que nos tilden de neofranquistas a quienes no comulgamos con las ruedas de molino del cuento seudoprogresista de la Guerra Civil.