sábado, 27 de octubre de 2012

Por qué los progres odian la caridad

Bill Gates, el segundo hombre más rico del mundo, cuya fortuna se calcula en 51.000 millones de euros, ha donado otros 23.000 millones a la lucha contra la pobreza y las enfermedades y al desarrollo de la educación. (Información del suplemento "Economía y empresas" de El Mundo, 14 de octubre de 2012, pág. 10.) El tercer hombre más rico del mundo, Amancio Ortega, que acumula 38.000 millones de euros, acaba de donar 20 millones a Cáritas. No ha sido tan generoso como el americano, pero por muy rico que uno sea, veinte millones son veinte millones. A quién no le temblaría el pulso firmando un cheque con tantos ceros.

Hace escasos meses, algunos potentados como Warren Buffet (ex tercer hombre más rico del planeta, desplazado ahora por Ortega) se lamentaban de los pocos impuestos que pagaban. Como ha señalado Barcepundit, nada hay que impida a cualquier ciudadano pagar más a Hacienda, si lo desea, o donarlo directamente a su causa favorita. Pero claro, estas almas solidarias lo que quieren es -pequeño detalle- que paguen los demás. Como era de prever, nuestra progresía local atrapó al vuelo la ocasión de deplorar que los acaudalados de estos lares no se sumaran a similares demostraciones de fe socialdemócrata. Sin embargo, ha sido conocer la noticia de la donación del dueño de Zara para que le hayan llovido improperios desde todas las covachuelas digitales izquierdosas.

Es un hecho incontestable que la izquierda detesta el concepto de caridad. Los progres quieren que los ricos contribuyan por obligación, no que hagan donativos, ni que sean mecenas, ni patrocinadores. No pueden sufrir que una biblioteca, un museo o una institución benéfica reciban el nombre de un ciudadano o una empresa, que además de crear miles de puestos de trabajo y pagar sus impuestos, decide invertir parte de sus beneficios en proyectos culturales o sociales. El Gran Benefactor solo puede ser el Estado, y del individuo solo cabe sospechar, incluso cuando se muestra generoso.

La mentalidad de izquierdas considera que la caridad no es más que una válvula de escape que permite a un sistema injusto, basado en la explotación, seguir sosteniéndose, cultivando encima la gratitud de los humildes. De manera análoga, las feministas radicales se pondrán como fieras si a un hombre se le ocurre declarar que ayuda a su mujer en las labores domésticas. ¡Cómo que "ayuda"! El trabajo doméstico tiene que estar repartido -por ley, idealmente- estrictamente al 50 %, porque cualquier otra cosa supone justificar un sistema machista opresor, etc.

Obsérvese que en la sociedad ideal que imagina el progresista, no hay lugar para la generosidad arbitraria... ni por tanto para la gratitud. Todo está pactado, regulado de antemano, por lo que nadie puede esperar recibir más que lo que merece. Quién y cómo decide lo que merece cada cual nos llevaría por un camino de arduas reflexiones que acabaría con la infundada certeza moral que anima al progresista. Y nos llevaría, si quisiéramos llegar hasta el final, a la disyuntiva entre dos visiones radicales de la existencia: La de quienes sentimos gratitud por el solo hecho de existir, y por tanto consideramos todo derecho como un don, como algo que nos ha sido dado generosamente, por un acto de amor. Y la de quienes no creen deber su existencia a ningún Ser personal, ni por tanto creen que procedan de Él sus derechos. Son estos últimos quienes creen que no deben dar las gracias por nada, sino que el Estado (o sea, todos los contribuyentes) les debe esto o aquello, la sanidad, la educación, la pensión de jubilación y hasta la felicidad.

Por eso Javier Marías ha rechazado el Premio Nacional de Narrativa: para no tener que dar las gracias. Por lo mismo que los progres odian la caridad: porque odian dar las gracias, que es algo que va contra lo más profundo de su manera de ser.

domingo, 14 de octubre de 2012

La felicidad de la apariencia

Un mundo sin principios es un mundo regido por las modas. El ciclo de las modas empieza siempre por adinerados aburridos, que encuentran cierta excitación en romper las convenciones, porque así se hacen la ilusión de distinguirse de la gente vulgar. En una segunda fase, las masas acaban adoptando la nueva moda, lo cual obliga a los ricos a adoptar alguna otra moda para recuperar la distinción. Y vuelta a empezar.

Algunas modas son pasajeras, pero no todas. Existe un efecto progresivo en el terreno de las costumbres, por el cual, determinadas innovaciones sientan precedente para ensayar otras más osadas. Esta es la razón por la cual la Iglesia se oponía a las llamadas, hace unas décadas, "relaciones prematrimoniales". El resultado confirma que la Iglesia tenía razón. Hoy la expresión ha caído en desuso, por la sencilla razón de que el matrimonio ya no es la institución de referencia en las relaciones entre hombre y mujer. Cada vez se casa menos gente y los matrimonios duran menos. Y en todo caso, ¿para qué ensayar la convivencia, si de todos modos no hay impedimento alguno para disolverla a los poco meses de la boda?

Pero la espiral de las modas continúa. Junto al matrimonio homosexual, el siguiente paso es destruir la intimidad del matrimonio, para convertirlo en algo en lo que pueden inmiscuirse terceras personas. Un ejemplo lo proporciona el reportaje del Magazine de El Mundo de este domingo, que habla de los álbumes fotográficos de la noche de bodas: "Último grito", "ahora es lo que se lleva", "cada vez se demanda más en Estados Unidos", etc, son algunos de los latiguillos en los que abunda el texto. Como es habitual en estos casos, se insiste en que no hay un "perfil" del cliente que demanda una sesión de fotos eróticas con su pareja, en un día tan señalado, que "hay de todo". Y se trata de desvanecer cualquier otra prevención, asegurando que no se llega al "sexo explícito". Pero si se llegara, no duden en que tanto el periodista como el profesional interesado (el fotógrafo que obtiene suculentos encargos) exclamarían, con falsa inoncencia: "¿Qué hay de malo en ello, mientras no se difunda sin consentimiento de los clientes?"

Lo tristemente irónico del caso es que posiblemente, la mayoría de matrimonios que se prestan a esta marranada (permitan que llame a las cosas como me plazca), se disolverán en poco tiempo, si atendemos a las estadísticas. ¿Qué ocurrirá entonces con esas fotos? ¿Acabará viéndolas el nuevo novio o la nueva novia? ¿Tendrán que pasar por ese trance, como el amante que no puede evitar leer en la penumbra, en el hombro o espalda de su pareja, en pleno acto sexual, el nombre tatuado de una anterior pareja?

Todo ello no hace más que contribuir a deteriorar aún más las relaciones entre hombres y mujeres, a convertir el sexo en un motivo de sórdidos pensamientos, a hacer más difícil que existan parejas basadas en una relación pura, sin las rémoras de un pasado poblado de experiencias no compartidas, en una forma de onanismo a dúo. La banalización del sexo lo convierte en algo que no es cosa de dos, en algo de lo que se habla sin pudor, y hasta se difunde audiovisualmente. Los sexólogos recomiendan las fantasías sexuales, aunque sean con personas distintas de la pareja, y animan a utilizar material pornográfico para mejorar las relaciones. Algunos psicólogos, como Rafael Santandreu, relativizan explícitamente la importancia de la fidelidad, considerando los celos como una idea irracional, incluso cuando están fundados. (Véase su libro, estimable en otros aspectos, El arte de no amargarse la vida, una exposición para el gran público de la psicoterapia cognitiva.)

El abandono de los "prejuicios" tiene siempre como fin último confesado la felicidad. Pero existen razones empíricas abundantes para preguntarse si el resultado no es exactamente el contrario. ¿Qué es más feliz, un matrimonio estable que dura toda la vida o el tipo de emparejamientos efímeros que hoy parece ser la norma? Y los niños ¿en que ambiente crecen más felices, en el de una familia "tradicional", o debiendo desde temprana edad convivir con el nuevo noviete de la madre, o la novieta del padre?

Por supuesto, podemos defender una felicidad de mínimos como hace Santandreu, es decir, autoconvencernos de que es muy poco lo que necesitamos para ser felices. ¿Que tu mujer o tu marido te ponen los cuernos? Bueno, no te vas a morir por eso, indudablemente. Pero una voz interior, por mucho que pretendamos acallarla, nos dice que en algún momento nos hemos extraviado por un camino de irresponsabilidad, un camino que prometía placeres fáciles, sin efectos secundarios, pero en realidad acaba conduciendo al desamparo, a la carencia de amor auténtico. Quizás no seremos del todo desgraciados, pero relativizándolo todo tampoco conoceremos la plena felicidad, y además tampoco podremos eludir el dolor o la enfermedad.

Sé cuál es la réplica del moralismo secular a estas reflexiones. Que las personas tienen derecho a elegir su modo de vida. Pero nadie niega eso. Nadie dice que haya que obligar a nadie a seguir el camino de la moralidad católica. Todo lo contrario, el cristianismo se basa en dos o tres ideas fundamentales, entre las cuales se encuentra la libertad última para elegir entre el bien y el mal. Pero que no nos pinten de color de rosa las alternativas, que no nos vendan la moto de una felicidad de la impúdica apariencia, sin otra referencia que la inmediatez, aunque quede congelada en la falsa eternidad de una fotografía.

sábado, 13 de octubre de 2012

¿Barcelona cocapital?

No es la primera vez que se propone una cocapitalidad Madrid-Bacelona, con el fin de resolver de una vez por todas el problema del nacionalismo separatista. Ahora el candidato socialista a la Generalidad, Pere Navarro, ha vuelto a desempolvar la propuesta, en el marco de un programa federalista.

Tiene cierta lógica, hay que reconocerlo. Si Barcelona hubiera sido la capital de España, seguramente no hubiera llegado a surgir jamás el nacionalismo catalán. (Aunque quién sabe, quizás entonces hubiera surgido el nacionalismo castellano...)

Desde luego hay razones históricas profundas que explican la capitalidad de Madrid. Significativamente, la primera capital de España fue en la antigüedad romana Tarragona, a 90 km de Barcelona, y ya en los inicios de la época visigótica, durante un breve período, la propia Barcelona. La dinámica de la expansión de los visigodos, sin embargo, acabó finalmente fijando la capitalidad en Toledo. Que la capital haya acabado siendo la cercana Madrid es acaso un accidente, pero no que se haya situado en el centro de la península. La Reconquista se planteó, como indica el término, como una recuperación del legado cultural y político visigodo, es decir como el restablecimiento del primer Estado unitario de España y del cristianismo.

Con todo, España como Estado moderno nace con la unión de Castilla y Aragón. No hubiera sido imposible que entonces se hubiera desarrollado un modelo dual, con capital oscilante entre Madrid y Barcelona. De hecho, algo de eso hubo, en la medida en que los descendientes de los Reyes Católicos tuvieron que seguir jurando las constituciones de Aragón y Cataluña hasta el siglo XVIII. Eran reyes de toda España en virtud, entre otros títulos, de ser reyes de Aragón y condes de Barcelona, y no al revés, al menos formalmente.

Como es sabido, Felipe V terminó con esta -si se quiere- ficción jurídica, cuando al final de la Guerra de Sucesión, el 11 de setiembre de 1714, sus tropas entraron en Barcelona, tras haberla bombardeado y sitiado durante meses, y abolió las instituciones y las constituciones de Cataluña. (Para entonces decadentes y reducidas prácticamente a mero refugio de privilegios oligárquicos.) No fue sin embargo hasta casi dos siglos después, a principios del siglo XX, que surgió el nacionalismo catalán, y reivindicó aquella fecha histórica, que los catalanes habían parecido dispuestos a olvidar desde el mismo día que cayó Barcelona. A pesar de todo, la actual estructura autonómica ha facilitado que, con los nacionalistas en el poder regional durante treinta años, su ideología se haya hecho mayoritaria. Y de ahí surgen los planteamientos de reconsiderar la estructura del Estado para responder al peligro de secesión.

Naturalmente, cambiar la capital de España sería un disparate, por razones no solo económicas. No se puede realizar una mudanza de tanta envergadura sin meditar gravemente las consecuencias de todo tipo que podría tener, quizás indeseadas además de impensadas. El sentido común aconseja siempre dejar las cosas como están, cuando no está claro que el cambio vaya a conseguir lo que se pretende, y además no vaya a tener otras consecuencias acaso peores que el mal que supuestamente remediaría.

Otra cosa es sin embargo el concepto de cocapital, que no implica desposeer a Madrid de su actual estatus constitucional (aunque sí reformarlo), ni trasladar todas las sedes administrativas y políticas, sino repartirlas con Barcelona. Esta es una idea que se puede discutir, se pueden sopesar sus inconvenientes (principalmente de orden económico) y sus ventajas. Pero no es ningún absurdo, a tenor de la historia pasada.

El principal problema de la cocapitalidad Madrid-Barcelona es que la propuesta llega tarde y, sobre todo, en un contexto de mero oportunismo electoralista. Es decir, que no se plantea seriamente. Unos cuantos miles de catalanes se manifiestan el 11 de setiembre en Barcelona pidiendo tener un Estado propio, y entonces el señor Pere Navarro propone que la capital sea compartida con esta ciudad. Es como si yo amenazo a mi jefe con irme, después de mis repetidas demandas de aumento de sueldo, y entonces él me ofrece ser su socio en la empresa. La primera reacción que tendría cualquiera en circunstancias similares es pensar: ¿Y no podías habérmelo propuesto antes?

Entiéndaseme, no estoy sugiriendo que las demandas del nacionalismo catalán sean justas. Al contrario, creo que no lo son, porque a los catalanes les ha ido bien dentro de España, y cualquier otra consideración nace del resentimiento y el autoodio, no de razones objetivas. Sin embargo, si tu jefe (la metáfora me temo que no es muy feliz) hasta ahora se ha opuesto a tus peticiones salariales con argumentos puramente defensivos, cuando de repente te propone ser socio suyo, ello significa que antes no estaba siendo sincero ni generoso, independientemente de quién de los dos tuviera razón. Uno pierde la razón cuando no sabe argumentarla, y se limita a objeciones pragmáticas o circunstanciales ("ahora no es oportuno") contra quien asegura defender legítimos intereses.

El nacionalismo no surge a principios del siglo XX porque los catalanes se sientan incómodos dentro de España, sino por causas antes aludidas. De ahí que las propuestas de configurar el Estado de manera que el sentimiento catalanista encaje dentro de la nación española, están viciadas de origen. ¿Hubiera evitado que surgiera el nacionalismo un Estado con capital dual? Es posible, pero emprender esa reforma en respuesta a demandas que no nacen de ahí ya no arregla nada, y es un error de negociación evidente.

¿Qué solución propongo?, se me preguntará. La pregunta, así formulada, en realidad ya asume los planteamientos nacionalistas, es decir, que existe un problema de encaje de Cataluña con España. Pero el problema no es ese, el problema es el propio nacionalismo, es decir, el postulado de que existe un problema objetivo, una injusticia a reparar, un pueblo oprimido al cual hay que liberar. Así que no hay otra que denunciar una y otra vez esa falacia. Eso no asegura que la irracionalidad separatista no acabe triunfando, pero la alternativa es perder la batalla de las ideas antes de disparar el primer tiro dialéctico.

domingo, 7 de octubre de 2012

Recuperar el orgullo

Existe un tópico sobre el origen del nacionalismo catalán (aplicable también al vasco) que incluso ha sido interiorizado por muchos que no son nacionalistas. En resumen, nos vienen a decir que la culpa de todo la tuvo el franquismo, con su obsesión por castellanizar España, la cual habría provocado la comprensible reacción pendular en la que consiste a fin de cuentas el nacionalismo catalán.

Naturalmente, esto no explica por qué Francesc Macià proclamó el Estado catalán en 1931, ni por qué tres años más tarde Lluís Companys se sumó a un golpe de Estado contra el legítimo gobierno de la República. Entonces los catalanistas nos dirán que las políticas castellanizadoras vienen de más lejos, nos retrotraerán hasta 1714 y más atrás aún, hasta el conde-duque de Olivares, como mínimo. En esto proceden como la izquierda, cuando se le recuerda que fueron el Partido Socialista y la Esquerra Republicana de Catalunya quienes se sublevaron (antes que Franco) contra la república. Te echarán en cara la sanjurjada y si es necesario continuarán remontándose en la cadena causal hasta demostrarnos que Caín era de derechas.

El nacionalista, al igual que el izquierdista, siempre encontrará los pretextos morales para justificar su posición. Y si no existen, los inventará. Quien pretende cometer una injusticia contra alguien (contra quienes no piensan como él ni le apoyan) necesita imperiosamente postular una injusticia previa, invertir la relación entre verdugo y víctima para presentarse como la segunda.

El catalanismo surge del autoodio hacia España. Al alumbrar el siglo XX, tras la pérdida de Cuba, el autoodio español (subvariante del autoodio occidental) podía manifestarse en forma de ideas "progresistas", que hacían suya la Leyenda Negra alimentada por los imperialismos rivales de España, es decir, el francés y el anglosajón. El anticlericalismo es una de sus manifestaciones más evidentes. Pero para uno que hubiera nacido en Barcelona, o en Mollerussa, existía otra forma de autoodio español: No sentirse español, sino catalán. Que fuera minoritario al principio no tiene más relevancia: Todo empieza por las minorías.

Los nacionalismos catalán y vasco han prosperado en un clima en el que los propios españoles no estaban muy orgullosos de serlo, porque habían comprado la mercancía adulterada de una interpretación falaz de la historia, según la cual el catolicismo español no aportó otra cosa que la Inquisición y la superstición, mientras que la conquista de América se redujo a un genocidio contra los indígenas. Con estos planteamientos masoquistas, no es de extrañar que los habitantes de algunas regiones españolas se hayan aferrado a ciertas particularidades culturales y lingüísticas para sostener que ellos no son españoles. Luego han completado la jugada inventándose una historia de opresiones y agravios recibidos de la malvada, oscurantista y decadente España.

Los españoles podemos estar orgullosos de nuestra historia. No tenemos que pedir perdón por la Reconquista, puesto que antes tendrían que pedirlo quienes nos invadieron. No tenemos que pedir perdón por haber defendido la unidad del cristianismo, salvo si se demuestra que el protestantismo no produjo guerras ni masivas cazas de brujas. No tenemos que pedir perdón por haber descubierto y colonizado América, salvo si se demuestra que América era un paraíso terrenal antes de la llegada de Colón. Y no tenemos que pedir perdón por querer mantener nuestra integridad territorial, salvo si se demuestra que los canarios, ceutíes y melillenses vivirán mejor bajo la férula del rey de Marruecos que dentro de España. Y que catalanes y vascos van a atar los perros con longanizas en cuanto se independicen.

Cuando recobremos nuestro orgullo de ser españoles, los nacionalismos separatistas habrán alcanzado su momento culminante. Puede que entonces sea tarde, pero solo desde este momento dejarán de comernos terreno. Dejaremos de estar a la defensiva con pusilánimes apelaciones a que "ahora no es el momento más oportuno para aventuras", etc. Ni ahora ni nunca será el momento para romper España, salvo que ya no quede nadie que se sienta español.