martes, 29 de marzo de 2011

Progresismo, liberalismo, conservadurismo

Uno empieza a dudar y a veces no se sabe a dónde puede ir a parar. No es lo más importante el punto de partida; con frecuencia, ni siquiera se recuerda después. A veces, son hechos menores, anecdóticos, los que por alguna razón consiguen impresionarnos, y terminan arrojando su luz sobre los grandes acontecimientos históricos, que hasta entonces habíamos visto mediante el espejo deformante de la ideología. Puede que te impacte más, en determinado momento, conocer cómo los jefes sandinistas se apoderaron para su solazamiento personal de las principales mansiones de Nicaragua ("todo para el pueblo"), que la caída del muro de Berlín.

La cuestión es que, atando cabos, un día uno se da cuenta de que ya no es progre (ahora utiliza esta expresión despectiva), sino liberal. Ya no cree que apoderarse revolucionariamente del Estado sea la salvación, sino al contrario, lo que hay que hacer es limitar todo lo posible al Estado.

El proceso, psicológicamente, es complejo. Posiblemente, uno siempre admiró secretamente a Reagan. Quiero decir: secretamente hasta para uno mismo. Por eso, la sensación no es la de haber traicionado los ideales pasados, sino más bien la de haberse librado de ellos. Supongo que debe ser algo parecido a lo que siente un homosexual que se decide a "salir del armario", pero atención: Se trataba de un homosexual tan reprimido que ni siquiera ante sí mismo reconocía su orientación sexual.

Así pues, hemos salido del armario ideológico. Somos liberales. O por seguir con la metáfora, ahora ya se proclama uno abiertamente gay. Lo que ocurre es que, en esta fase de la evolución, un día se ve en medio del desfile del Día del Orgullo Gay, mezclado con toda una serie de cosas entre las cuales, para qué negarlo, no se siente cómodo. Traduzco: Nos vemos en medio de liberales (así se denominan) que están a favor del aborto, a favor de legalizar todas las drogas, a favor de privatizar los jueces y el ejército, y a favor (aquí la metáfora y su objeto coinciden) del matrimonio gay. Y que están contra Estados Unidos e Israel, porque son Estados opresores, imperialistas, etc.

¿Para esto habíamos leído tanto, reflexionado tanto, roto tantos tabúes? ¿Para volver al punto de partida? (Inciso autobiográfico: En mi caso, nunca he sido antiisraelí, aunque sí antiamericano, en mi etapa progre.) Al gay le sucede que, una vez ha conseguido liberarse, se encuentra con que muchos quieren que vaya por la vida poniendo por delante su condición de homosexual. Pero precisamente él no quería eso, no quería que se le discriminase, que se le tratara diferente, que le señalaran (o algo peor) como "maricón". Y ahora, hay quienes quieren mantenerlo en esa diferencia, hacer que su identidad gay absorba a todas sus otras identidades (pongamos, ser cristiano, español, ingeniero aeronáutico y del Getafe). Quieren incluso que se case, cuando él se encuentra bien tal como está, viviendo discretamente con su pareja. No oculta nada, pero él y su compañero no van por ahí ejerciendo la parodia del matrimonio heterosexual, al cual nunca pretendieron parecerse.

De la misma manera que cuando éramos de izquierdas, llevamos mal el conflicto con el sentido común. Antes debíamos adherirnos a consignas que íntimamente nos desagradaban, debíamos defender o comprender regímenes que sencillamente eran dictaduras descarnadas. Ahora, parece que como liberal debiéramos estar a favor, por supuesta coherencia, de cosas que no nos convencen. No creemos que la libertad total (como la entienden algunos: poder hacer todo lo que quiera, mientras no agreda directamente a nadie) sea la mejor forma de poner límites a la acción del Estado, más bien sospechamos que le hace el caldo gordo, que deja a los individuos más inermes ante él. No creemos que esté bien el aborto, la eutanasia, ni muchas otras cosas que pretenden justificarse en nombre de (un cierto concepto de) la libertad.

Nuestro liberal piensa, digámoslo claramente, que debe haber unas normas morales que, por definición, limiten las libertades. Es más, son estas normas morales las que, en última instancia, nos sirven para limitar el poder de los propios gobernantes. Es decir, no hay liberalismo sin principios morales, sin tradición. O como ha dicho lapidariamente Marcello Pera: "El liberal es cristiano. Lo es aunque no lo sepa." (Gracias, Curro, por la cita.) Queda claro que aquí tradición no vale por cualquier tradición. El relativismo, a la postre, es el mayor enemigo de la tradición, pues si todas valen lo mismo, ninguna vale nada.

En cuanto uno ha completado esta evolución, siente que, pese a compartir tanto con los liberales, sobre todo en el campo económico, y pese a ser un ferviente lector de Hayek, el término liberal ya no le resulta suficiente. También Hayek tenía sus problemas con él, aunque derivados del contexto anglosajón, en el que liberal significa progre. No deja de ser significativo que todos los partidos que se denominan liberales, tanto en América como en Europa, coincidan en tantas cosas con la izquierda.

El término conservador no está libre de equívocos. De nuevo Hayek manifestó sus distancias con él. Hoy se utiliza abusivamente con el sentido de persona temerosa de los cambios, o interesada por motivos egoístas en que nada cambie. Para mí significa algo muy distinto. Conservador es la persona que cree que no puede haber una evolución verdadera que no sea acumulativa, es decir, que no conserve lo adquirido, o aquella parte de lo adquirido que vale la pena. Conservador es el que cree que la tradición es un tesoro, no un lastre. Naturalmente, estas son palabras demasiado vagas, que cualquiera podría admitir. Pero creo que lo importante no es la retórica, sino el quehacer cotidiano. Unos (y esto incluye progres y cierta clase de liberales o libertarios) quieren cambiar la sociedad; los otros, los conservadores, creemos que la sociedad cambia por sí misma, sin necesidad de grandilocuencias ideológicas, siempre y cuando la dejemos hacerlo. Los gobiernos no son nadie para introducir cambios morales, ni en sentido positivo ni negativo. No deben intervenir más allá del mantenimiento de la seguridad, ni para obligar ni para levantar prohibiciones que ellos no establecieron, porque son anteriores a todo derecho positivo.

El conservador no es un místico. Valora enormemente la razón, pero cree que la razón tiene límites, que ella misma puede descubrir. "El último paso de la razón estriba en reconocer que una infinidad de cosas la superan." (Pascal.) En realidad, el conservador es mucho más racional que el progre-liberal, que tiene un concepto más bien romántico de la razón, la ve como una diosa. "Hoy, las personas más anticuadas y arcaicas son aquellas que tratan todavía de creer en la inevitabilidad del progreso y en el poder de la Razón para transformar a los hombres en dioses." (Russell Kirk.) El conservador no quiere secularizar a Dios bajo el término progreso. Cree que Él es el fundamento de la dignidad del hombre, y por tanto de toda libertad y progreso. El conservadurismo es el progresismo depurado de romanticismo.

Progresismo à Liberalismo à Conservadurismo

domingo, 27 de marzo de 2011

En misa de una

Como ya he dicho alguna vez, a partir de la adolescencia fui perdiendo gradualmente la fe religiosa. No hubo ninguna experiencia traumática; sencillamente, cada vez me resultaba más difícil aceptar los dogmas cristianos que me habían inculcado en la infancia. Uno a uno fueron cayendo hasta que un día me pregunté si a fin de cuentas, ni siquiera Dios existía.

Ya adulto, tuve incluso mi etapa de laicismo militante. Sin embargo, duró poco, porque pronto empecé a experimentar un íntimo disgusto ante el ateísmo de salón. Sentía respeto por Nietzsche, que se atrevía a extraer las consecuencias de la muerte de Dios. Y seguramente hubiera admirado a Max Stirner (El Único y su propiedad) si lo hubiera leído entonces. Pero esa clase de ateos neoilustrados que tratan de demostrarte que pese a su descreimiento son unos tíos estupendos, que ayudan a cruzar la calle a las ancianitas, me producían un invencible fastidio. Y la verdad es que no sabía muy bien por qué, pues yo mismo encajaba en esa caracterización de buen chico, pero impío.

Pasó el tiempo, conocí a mi actual mujer, nos casamos por la Iglesia, bautizamos a nuestros dos hijos y elegimos clase de religión para ellos cuando fueron al colegio. ¿Me había vuelto creyente, o sencillamente un burgués hipócrita? Ninguna de las dos cosas. Sí había dejado de ser progre, y de alguna manera no estaba dispuesto a renunciar a mi identidad cultural católica. Todavía no creía, pero me di cuenta que me hubiera gustado volver a creer. El cristianismo es el románico, el gótico, nuestro Siglo de Oro, Johann Sebastian Bach y tantas cosas de lo mejor de nuestra civilización. Me parecía estúpido ponerlo al mismo nivel de... ¿de qué? ¿De dos o tres silogismos pretenciosos que se le ocurren algún día a casi todos los adolescentes en fase de inquietud existencial? (A la juventud del botellón no necesita ocurrírsele nada, sencillamente se lo cuentan en la tele.)

Sin embargo, tampoco esta actitud culturalista me satisfacía. ¿No estaría confundiendo religión con estética? Hoy, vía Barcepundit, he leído el artículo de Elvira Lindo, "En misa de ocho". Es un ejemplo de esta actitud frívola, y un tanto engreída, de no querer privarse de ciertas experiencias estéticas por remilgos laicistas, pero tampoco llegar al extremo de mezclarse con el populacho creyente. La Lindo hasta se permite aconsejarle a la Iglesia (que solo tiene 2000 años) que eche más mano de Bach, y menos de "guitarrerío". Que a lo mejor así la gente culta como ella, que presume de que ha conseguido dos entradas para "el concierto más cotizado de la temporada del Carnegie", condescenderá a santificar el día del Señor más a menudo.

Tiene gracia que después de todo Elvira Lindo no eluda el peaje anticlerical, obligatorio en el periódico que le paga, y hable de la "furia" predicadora de los clérigos. Por un lado, nuestros exquisitos intelectuales de El País, que no suelen ir a misa, quieren una Iglesia "moderna"; por el otro, desdeñan el guitarrerío y demás concesiones del Concilio Vaticano II a los tiempos que corren.

Su parte de razón tiene Lindo en la cuestión musical, tampoco lo negaré. Yo he acudido a la iglesia de mi barrio algunas veces (pocas, lo confieso) y siempre he sentido la misma frustración. De entrada, la acústica del edificio es horrible, lo que obliga a un fatigoso esfuerzo para captar las palabras. A decir verdad, tampoco se pierde uno gran cosa. Ni el orador ni el acompañamiento musical, con un triste órgano eléctrico (no hablemos de las voces), ayudan gran cosa al recogimiento espiritual.

A pesar de estos inconvenientes, de un tiempo a esta parte siento que no me valen pretextos tan prosaicos para mantenerme alejado de la Iglesia. Quizás sea una reacción por el recrudecimiento del fanatismo laicista. Quizás haya también una actitud defensiva frente al islamismo, que avanza sin obstáculos en la relativista y escéptica Europa. Puede que haya llegado el momento de que los europeos volvamos a llenar las iglesias, a demostrar que nosotros también creemos en algo, aparte del bienestar material y cuatro bonitas palabras. Y aunque solo fuera por solidaridad con los cristianos martirizados en todo el mundo, tanto que se nos bombardea con esta palabra, por otras razones.

Este domingo le propuse a mi mujer que asistiéramos a la misa del Santuario de la Virgen de Loreto en Tarragona.
-¿Ahora te vas a volver religioso? -me preguntó ella, entre divertida y comprensiva.
-A lo mejor sí.
Mi mujer, al igual que Elvira Lindo, nunca tuvo vocación de monja, pero siempre ha sido creyente.

Me gustó mucho más la ceremonia del Santuario de Loreto que la que se oficia en la iglesia del barrio. Sí, había guitarras, pero sonaban mucho mejor que el órgano eléctrico; había una apreciable vocalista... ¡y hasta el cura no tenía mala voz! Por lo demás, me encantó la sobriedad y al mismo tiempo la intensidad de toda la celebración. La misa, oficiada por los Padres Rogacionistas, fue en castellano, no en catalán, cosa que le confiere más universalidad, què voleu que us digui. Eso no fue impedimento para que se cantara alguna bella canción en catalán. Al final, tras la comunión, se cerró el acto con el Salve Regina en latín. Precioso. Furia, lo que se dice furia, yo no percibí ninguna, más bien todo lo contrario. De vez en cuando, se escuchaban los balbuceos o el lloriqueo de algún niño. En el Carnegie Hall seguro que eso no pasa.

jueves, 24 de marzo de 2011

Independentistas y tocapelotas

Salvador Sostres posiblemente sea el mejor columnista actual. Escribe admirablemente. Para mí escribir bien es decir las cosas de manera que si cambiáramos algún adjetivo, añadiéramos o quitáramos cualquier palabra, no mejoraríamos el texto. Ello implica claridad, concisión y prescindir de todo eufemismo falsamente caritativo. Incluso aunque a veces se incurra en un lenguaje poco delicado. Además, aunque esto es subjetivo, comparto casi siempre sus opiniones. Del casi hablo a continuación.

Por supuesto, Sostres tiene defectos, son perfectamente conocidos. Es amigo de Joan Laporta, con lo cual está dicho todo. Pero por si esto no fuera suficiente, él ya se ha encargado de dejar las cosas claras en algunos de sus escritos. En uno, titulado "Parlar espanyol és de pobres", empezaba afirmando que él solo hablaba español con la criada y con algunos empleados. (Es de suponer que ahora también lo hará con su jefe Pedro J.) Y concluía: "El independentismo en Cataluña está justificado, aunque solo sea para huir de la caspa y el polvo, de la tristeza de ser español."

Aunque este artículo causó un gran revuelo, fue más explícito, si cabe, en otro titulado "La cosa hispana". Allí no dejaba lugar a dudas sobre su pensamiento racista. No es que él piense que los catalanes somos superiores, es que piensa que los hispanos en general son una raza inferior. Bueno, acabo de utilizar la primera persona, porque soy catalán, pero no sé si un descendiente de castellanos y de murcianos (como eran mis abuelos maternos y paternos, respectivamente) se puede considerar catalán de pura raza, según las concepciones de Sostres. Pero a lo que iba. Dice en ese artículo, que vierto al castellano:

"Hay un gen español, un gen hispano si se quiere, que habría que dar el Premio Nobel a quien consiguiese aislarlo. Es un gen que lleva esta información: 'Soy nieto de Sancho Panza y no me adapto ni pa Dios. Coño.' [En castellano en el original.] El segundo Premio Nobel debería darse, sin duda, a quien, una vez aislado este gen, consiguiese erradicarlo. (...) Por allá donde van, los españoles y los hispanos son siempre la miseria. En los Estados Unidos son chusma los hispanos, cuestan a la administración mucho más dinero del que aportan o ayudan a crear; y no hace falta decir qué son los españoles en Cataluña, lo que nos cuestan y cuáles son sus nefastas aportaciones: Montilla, por ejemplo. La pasta que nos han costado y encima Montilla." (Blog de Salvador Sostres, entrada 1-IX-2007.)

Samuel P. Huntington, el célebre autor de El choque de civilizaciones, manifestaba, en un lenguaje más académico, parecidas opiniones. En su libro ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, venía a decir lo mismo que Sostres, que los Estados Unidos eran una nación culturalmente anglosajona, y que la inmigración hispana suponía una amenaza para los valores y virtudes en los que se cimentaba dicha nación. Ya entonces, mientras leía este libro, unos dos o tres años antes del citado post de Sostres, me llamaron la atención los paralelismos de sus argumentaciones con las de nacionalistas catalanes como Jordi Pujol o Heribert Barrera, que bordeaban o entraban de lleno en el puro racismo cultural, e incluso el biológico.

No creo que valga la pena detenerse demasiado a refutar estos argumentos. En todos los países donde a los inmigrantes no se les regala nada, sino que no tienen más remedio que trabajar duro y asimilarse (sin que ello suponga necesariamente olvidar su propia cultura) estos terminan confundiéndose con el paisaje cultural, y enriqueciéndolo. Es lo que ha pasado con los mejicano-tejanos, irlandeses, polacos, italianos, chinos, cubanos, etc, en los Estados Unidos; y con murcianos, andaluces o extremeños instalados en Cataluña en el siglo pasado. Yo trabajé ocho años para un empresario nacido en Almería, que de niño vivió en una chabola en Tarragona. Ya mayor, tras ganar dinero en los sesenta como fontanero, su empresa llegó a tener más de veinte trabajadores. Decir que "los españoles" como este le han costado algo a Cataluña es una idiotez y una mezquindad de tal calibre que se refuta por sí sola.

En cambio, desde el momento en que los inmigrantes llegan a un país sin trabajo, o lo pierden al poco de llegar, y las administraciones les ofrecen, sin contrapartida alguna, ayudas a las que ni siquiera los nativos tienen acceso, además de todas las prestaciones sociales que estos costean con sus impuestos, entonces evidentemente los inmigrantes serán un problema, y producirán una subcultura victimista que todavía les dificultará más integrarse. Es lo que pasa con los musulmanes del norte de África o de Asia en Europa. Si a ello añadimos que los nativos ni siquiera valoren su propia cultura, que renieguen de su tradición moral y religiosa y de su historia ¿cómo podemos pretender que los recién llegados las respeten?

Los magrebíes que llegan a Cataluña viven esto todavía con más intensidad. Aquí se les enseña que ser español es una desgracia, una vergüenza. No hace falta que sepan quién es Sostres, sencillamente basta con que vean TV3 o sus hijos vayan a la escuela, donde ni siquiera se pronuncia la palabra "España", sino "Estat espanyol". Ahora bien, pronto descubren que la diferencia entre un español y un catalán es solo una de las dos lenguas románicas que habla en ocasiones el segundo, y que aquí untamos el pan con tomate. O sea, unas diferencias ridículas, absolutamente superficiales. Conclusión, que para aquellos extranjeros que deciden adoptar una identidad catalana, se trata de una forma engañosamente cortés de declinar el menor esfuerzo de asimilarse. Bastará que chapurreen el catalán y digan que son del Barça (como ya lo son muchos marroquíes que ni siquiera han pisado nuestro suelo) para que aquí se sientan puerilmente halagados; pero todo es una burla, una coartada para odiar tras una sonrisa la cultura que les acoge. Porque nuestra identidad, que es una identidad hispanocatalana, forjada en la Reconquista (desde Jaime I hasta Fernando el Católico, ambos reyes de Aragón y condes de Barcelona) nos la hemos cargado nosotros solitos hace tiempo. Si los catalanes siguen empeñados en odiar a España (o sea, a una parte esencial de sí mismos, sin la cual son incomprensibles), será más fácil que Cataluña acabe siendo islámica, que no al revés.

Recientemente, Sostres ha escrito otro artículo sobre el nacionalismo que yo mismo firmaría, sin cambiar una coma. Se titula Jodemos nosotros, "president". Se refiere a las palabras de Jordi Pujol, quien hace poco se nos ha confesado independentista (qué sorpresa), porque España "va a jodernos". Sostres replica que quienes están todo el día jodiendo son los catalanes:

"Estamos todo el día jodiendo, todo el día tocando las narices, todo el día quejándonos de todo, todo el día reclamando esto y lo otro pero al final, cuando llega la hora de la verdad, cuando es hora de tomar una decisión política seria, todo se desvanece y nunca damos un paso al frente... (...) El catalanismo político es demasiado cobarde para hablar en serio y se conforma tocando los huevos (...). Si quiere la independencia, luche por ella, muera por ella, pero sino [sic] no joda la marrana porque es evidente que mientras esto sea España no puede haber provincias de excepción (...)."

El artículo hay que leerlo entero, es inapelable, y divertido, como suelen ser los suyos. Pero el autor no entra a desarrollar la alternativa que implícitamente propone: En lugar de exigir a España ningún reconocimiento ni trato diferencial, la independencia ya, ahora mismo. Sencillamente la separación. Con una sinceridad y lucidez que pocos nacionalistas demuestran, Sostres admite que no tiene sentido que ninguna nación deba reconocer que en alguna parte de su territorio no se pueda estudiar en su lengua oficial. La única solución es que Cataluña deje de pertenecer a España.

Ahora bien, ya que hablamos en serio ¿qué ganamos realmente los catalanes separándonos, aparte de dejar de tocar las narices? Su respuesta se encuentra en los artículos arriba citados. Los españoles son una raza fracasada, de la que conviene alejarse. No busquen más hondura intelectual, esto es lo que hay. Tanta inteligencia que despliega hablando de otros temas... Pero cuando se trata de Cataluña Sostres pierde el oremus, se transforma en un Alfred Rosenberg. Quizás no entienda raza en un sentido biológico, pero lo expresa de manera que lo parezca. Los chistes racistas son chistes, y son racistas. Dada la franqueza con la cual gusta habitualmente de expresarse, no tenemos derecho a dulcificar sus ideas.

Si proferir exabruptos semejantes no es tocar los huevos a base de bien, no sé qué será. Tiene gracia que quien ha escrito majaderías como que el español es de pobres, o que habría que erradicar el gen de la hispanidad, califique al viejo president como un tocapelotas.

Seguro que Sostres no es partidario de que se le declare la guerra a España desde el balcón de la Generalidad, aunque solo sea porque es fácil imaginar quién la perdería. Entre otras cosas, no parece que los follones convengan mucho a la empresa de alimentación selecta de su familia, que tiene entre sus clientes al rey. No en vano, desaconsejó a su amigo Laporta que se presentara a las últimas elecciones autonómicas, porque no era el momento de aventuras. Sostres cree en el día después de la independencia, pero no en el conflicto que conduce a ella, ahorrándonos la gota malaya nacionalista, y asumiendo los catalanes los costes políticos, económicos y personales que sean menester. Definitivamente, él no está dispuesto a dar ejemplo de lo que predica: Morir por la independencia o callarse de una puta vez.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Zapatero incrédulo

En cuestión de pocos días, Zapatero ha dejado caer tres comentarios irónicos acerca de Dios. Primero, replicando a Rajoy -quien le había conminado a hacer un plan (creo que hablaban de energía) "como Dios manda"- el presidente del gobierno dijo: "Pues que [Rajoy] hable con Dios." Qué ocurrente ¿verdad? Apenas una semana más tarde, hizo uso del socorrido latiguillo "que baje Dios y lo vea", para sostener su versión de la supuesta mejora de la coyuntura. Y ayer en el Senado, al deseo expresado por el portavoz del PP, García Escudero, de que la divinidad "ilumine" al jefe del ejecutivo, este le ha devuelto el deseo, puesto que, ha dicho, "usted confía más en esas cosas que yo." Ja, ja, ja. Pero qué gracia que tiene el hombre.

Zapatero es muy libre de no creer en Dios, faltaría más. Pero ironizar sobre su existencia o providencia, no solo está feo en un gobernante, sino que, en un país donde dos terceras partes de la población se definen como católicas, resulta indecente. Jamás un presidente de los Estados Unidos osaría manifestarse en público como agnóstico o ateo, sean cuales sean sus creencias íntimas. Y no es solo una cuestión de votos, es de elemental respeto a las convicciones y los sentimientos de la mayoría de los ciudadanos.

Cuando Azaña pronunció su famosa y nefasta frase, "España ha dejado de ser católica", la República mostró ser lo que era: Un régimen excluyente, en el que, pese a abanderarse con la palabra democracia, bastante más que media España no tenía cabida. Zapatero, como se ha encargado de recordarnos hasta la saciedad, se considera heredero de ese régimen.

Con todo, admito que prefiero al Zapatero agnóstico, o ateo, que al José Bono creyente. Hay algo peor que el descreimiento, y es la hipocresía, la doblez, decirse católico y aprobar el aborto, porque así lo ha decidido el gobierno que apoya tu partido.

domingo, 20 de marzo de 2011

Los españoles se merecen un gobierno de Rubalcaba

"Los ciudadanos españoles se merecen un gobierno que no les mienta."

(Alfredo Pérez Rubalcaba, durante la jornada de reflexión electoral del 13 de marzo de 2004.)



Porque millones de españoles votaron al PSOE el 14 de marzo de 2004, convencidos de que los atentados del 11-M eran un acto de la guerra de Iraq, en la que los había metido Aznar. Y porque confiaron en que el pacifista Zapatero los sacaría de esa guerra, tal como pretendían los yijadistas que, supuestamente, habían cometido los atentados de Madrid.

Porque, tras una legislatura en la cual se dilapidaron buena parte de los logros del gobierno anterior en materia antiterrorista y en política exterior; se procedió a una regularización masiva de inmigrantes (muchos de los cuales se encuentran actualmente en paro); se aprobó el matrimonio gay, que solo algunos lobbies subvencionados reclamaban; se aprobó un Estatuto catalán que la mayoría de catalanes ni siquiera habían votado, y sólo una ínfima minoría había pedido; se impuso una nueva asignatura de adoctrinamiento en las escuelas, llamada Educación para la Ciudadanía; se negó que la crisis financiera que estalló en Estados Unidos en el verano de 2007 pudiera afectar a España, y se prometió incluso el pleno empleo; porque, tras todo esto y más, los españoles volvieron a votar al PSOE en 2008.

Porque en los sondeos de opinión Rubalcaba es el miembro del gobierno más valorado, a pesar de los casos JAG, Bar Faisán, de su renuencia a colaborar en la investigación de las irregularidades policiales del 11-M, y a pesar también de su pasado como portavoz del gobierno felipista, en la etapa de los GAL.

Porque los millones que no votamos al PSOE, ni en 2004 ni en 2008, no hemos tenido el valor de emigrar de este país "donde no cabe un tonto más" (que diría Carlos Herrera), o bien no hemos sabido hacer lo suficiente para abrirles los ojos al resto. Por todo ello, no me cabe la menor duda: Los españoles se merecen un gobierno de Rubalcaba.

sábado, 19 de marzo de 2011

¿Qué le pasa a la Iglesia en Cataluña?

El documento de los obispos catalanes, "Al servei del nostre poble" ("Al servicio de nuestro pueblo"), ha sido interpretado por varios medios de comunicación como un respaldo de la jerarquía eclesiástica en Cataluña al nuevo gobierno de Artur Mas, y más ampliamente, al nacionalismo catalán. Una lectura atenta del texto no desmiente esta impresión. Dicen los obispos:

"Reconocemos la personalidad y los rasgos nacionales propios de Cataluña, en el sentido genuino de la expresión, y defendemos el derecho a reivindicar y promover todo lo que esto comporta."

Se trata sin duda de una frase calculadamente inconcreta, pero que de modo claro se presta a su utilización por el régimen nacionalista que impera en esta comunidad autónoma desde hace treinta años. Bien es verdad que si algún día Cataluña se convirtiera en un Estado independiente, la Iglesia no tendría más remedio que reconocer la nueva realidad. Así es como ha sobrevivido durante 2.000 años, navegando con pericia entre poderes terrenales mucho más fuertes que ella, en el sentido material. Pero ¿qué necesidad hay de adelantarse a un escenario que no parece realizable de manera inminente?

En la primera página, los obispos muestran su preocupación por un "clima cultural en el que Dios desaparece del horizonte del hombre, que así intenta ser el centro de todo". Ahora bien, el nacionalismo puede describirse como una variante de este neopaganismo, que sitúa la nación como valor supremo, de manera análoga a como otras ideologías lo han hecho con la clase social, la raza o la naturaleza.

Bien es cierto que el documento no se refiere explícitamente al nacionalismo, salvo una única vez que lo hace curiosamente en un sentido crítico, hablando de la inmigración, ante la cual -al tiempo que propugna la integración de los recién llegados- aconseja "superar todo egoísmo nacionalista". Pero la aquiescencia del conjunto del texto con el "clima cultural" del nacionalismo es difícil de negar.

Este posicionamiento del episcopado catalán resulta especialmente llamativo en un momento en que parece que, por fin, desde el Vaticano se estaría intentando corregir la tradicional deriva nacionalista de la Iglesia vasca. Me gustaría creer que la Iglesia sabe lo que hace en el caso de Cataluña.

El gen autoritario

Una de las mayores falacias políticas, si no la mayor, es que la derecha es por definición autoritaria, mientras que la izquierda es liberal. O al menos, que la primera tiende al autoritarismo en mayor grado que la segunda. De ahí que, para muchos, si la derecha aspira a recibir el marbete de "civilizada", debe tender hacia el centro, es decir, ser menos derecha.

El problema es que este proceso puede no terminar nunca, porque lo que deba entenderse por centro puede redefinirse cada equis tiempo, siempre más hacia la izquierda. Así, hace veinte o treinta años, los foros progresistas sostenían que una derecha moderna, europea, etc, debía aceptar el divorcio y la despenalización del aborto en determinados casos. Hoy, el criterio de aceptación de la derecha en sociedad, por así decirlo, pasaría, según algunos, por aceptar el "matrimonio" gay, el "derecho" al aborto con una mera limitación de plazos y la eutanasia activa. ¿Qué será lo que mañana se entenderá por moderación centrista? ¿Tolerar la poligamia en pro del multiculturalismo? ¿Admitir la clonación de seres humanos con tendencias genéticamente progresistas?

Lo cierto es que las encuestas demuestran que esa concepción de la derecha ha calado hondo. En el Barómetro de Opinión del CIS de enero de 2010, se preguntaba, de una lista de términos, si se los identificaba con "ser de izquierdas" o "ser de derechas". Un 51,5 % asociaba autoritarismo con la derecha, frente al 9,2 % que lo hacía con la izquierda. La batalla ideológica parece perdida.

Sin embargo, resignarse al uso empírico de las palabras nos conduciría primero a un empobrecimiento del lenguaje, y segundo a una limitación drástica de cualquier asomo de pensamiento crítico. Decir que la derecha es autoritaria porque así lo piensa la mayoría de la gente, sería como aceptar que cualquier incorrección gramatical o conceptual deja de serlo en cuanto una mayoría de la sociedad incurre en ella.

En el contexto español, es evidente que la asociación derecha y autoritarismo obedece en buena parte a una circunstancia histórica. La dictadura de Franco se sostuvo, como es notorio, en un ideario con elementos inequívocamente de derechas, a saber: la defensa de la moral católica, la unidad territorial de España, la aceptación en líneas generales de la economía de mercado y el discurso anticomunista.

No han faltado los amigos de las paradojas que, a pesar de todo, han pretendido que el franquismo en realidad era de izquierdas, porque el autoritarismo, en contra del mito, sería una cualidad intrínseca de la izquierda, no de la derecha. Personalmente, no osaré sostener una tesis tan refractaria al sentido común. Me parece no menos absurda que la tesis opuesta, a la que se adhería no hace mucho el cineasta Fernando Trueba, cuando decía que todas las dictaduras, por definición, son de derechas.

Ahora bien, sin llegar a esos extremos aporéticos, sí me atrevo a afirmar que la izquierda tiende por naturaleza, en mayor o menor grado, a ser más autoritaria que la derecha. Mi argumento es el siguiente:

La derecha, o al menos una de sus corrientes principales, tiende a valorar en gran medida la existencia de una ley natural, sea concebida desde un punto de vista más o menos secularizado, o más o menos religioso. Esto significa que para una persona de derechas, existen ciertas normas que no solo los individuos, sino tampoco los gobiernos pueden transgredir, por mucha legitimidad democrática que ostenten (por lo demás, ¡siempre se las apañan para ostentarla, sea verdad o no!).

Dicho de otro modo, la diferencia entre el autoritarismo y el liberalismo no es la cantidad de prohibiciones que tolera cada una de estas concepciones, sino el origen de esas prohibiciones. Para el autoritario, el Estado tiene la prerrogativa de decidir lo que está bien o no. Para el liberal, el bien y el mal (los derechos humanos, etc) preexisten al derecho positivo generado por el Estado, y de la misma manera que nadie puede inventarse su propia moral particular, no pueden hacerlo tampoco los gobernantes, por muy representativos que sean de la voluntad popular.

En cambio, la izquierda, o al menos su corriente principal, tiende al utilitarismo, es decir, a la concepción según la cual las normas ético-jurídicas son creaciones conscientes del hombre, o deberían serlo, con el único objetivo de incrementar la felicidad general.

Ambas concepciones presentan problemas filosóficos insolubles. ¿Cómo podemos conocer la ley natural? ¿Cómo definimos la felicidad general? ¿Cómo podemos conocer los efectos a largo plazo de nuestras decisiones normativas? Sin embargo, lo que me interesa destacar es que, si bien el utilitarismo puede conducir a conclusiones liberales (la felicidad general se obtiene reduciendo al máximo la coacción), también puede servir para justificar desde el intervencionismo más moderado, hasta el totalitarismo más opresivo; siempre "por nuestro bien", naturalmente.

Por el contrario, la creencia en una ley natural determinada (especialmente la tradición judeocristiana; no soy competente para valorar otras), por sí sola, aunque no nos inmunice absolutamente contra el autoritarismo, presupone la noción de que existen unos límites últimos que ningún gobernante estará autorizado a traspasar, bajo ningún concepto.


Las formas en que estas cosmovisiones se traducen en regímenes concretos pueden ser muy complejas. De ahí que sería tan ingenuo sostener que en la práctica la derecha siempre tiende al liberalismo como que la izquierda necesariamente derivará hacia un incremento del autoritarismo. Los contraejemplos de lo uno y lo otro son suficientemente abundantes y conocidos. Pero afirmar, como se sigue haciendo constantemente, que el autoritarismo está en el ADN de la derecha, solo contribuye a preparar o justificar cualquier despotismo que se vista de progresista y moderno. Y además es falso.

jueves, 17 de marzo de 2011

La vigencia del Decálogo

Contaba Ortega en el que quizá sea su libro más conocido (aunque no el más importante, a mi entender), La rebelión de las masas, el chiste del cura que le pregunta al gitano si se sabe los diez mandamientos. A lo que el gitano responde: "Misté padre; yo loh iba a aprendé; pero he oído un runrún de que loh iban a quitá."

Lo cierto es que el gitano orteguiano, en su tosquedad, no parecía tan desencaminado. El mero hecho de acordarse hoy de los diez mandamientos les sonará a muchos a integrismo. Hoy parece regir no solo un pensamiento débil, sino una moral débil, una forma de hedonismo discreto, basado en buenos sentimientos y desprovisto por completo no ya de cualquier noción de disciplina o sacrificio, sino de la menor incomodidad. Hace solo unas décadas, si le hubieran preguntado a cualquier padre o madre qué deseaba que fueran sus hijos, muchos hubieran contestado "buenas personas", o "decentes" o algo similar. Hoy la mayoría dirán que les basta con que sean "felices".

Desde luego, releyendo el Éxodo o el Deuteronomio, nos encontramos con preceptos y penas que actualmente vemos, con toda razón, como bárbaras. Hoy no castigamos la zoofilia con la pena de muerte (Ex 22, 18). Nos parecería incluso ridículo legislar sobre semejante cosa, porque consideramos que no es más que una extravagancia; repugnante, sí, pero intrascendente.

Sin embargo, nuestro punto de vista moderno tiende a veces a olvidar que la civilización es el resultado de un largo y penoso proceso de interiorización de las normas (Norbert Elias) por el cual la sociedad puede permitirse el lujo, por así decirlo, de reducir la coacción (sobre todo en forma de castigos crueles) sobre los individuos. Hoy nos reímos de que nuestros antepasados de hace tres mil años pudieran estar preocupados por la zoofilia, pero en las sociedades ganaderas de la Antigüedad, donde la lucha entre la natalidad y la mortalidad era una cuestión de supervivencia colectiva, ciertas normas de moralidad sexual cobraban una trascendencia que ahora nos resulta difícil imaginar. Lo mismo puede decirse de las prescripciones contra el incesto, el adulterio, etc, cuya función mantenedora de unas estructuras familiares estables no puede escapársenos.

Ahora bien, este olvido de los orígenes del tipo humano civilizado puede tener consecuencias más graves de lo que se cree. Pues nos lleva insensiblemente a pensar que las comunidades humanas por naturaleza observarán una conducta "normal", en el sentido que hoy le damos a esta palabra, sin necesidad ya no de coerción, sino de la mera existencia de normas preexistentes al derecho positivo. Es típico de los agnósticos bienintencionados asegurar que ellos no necesitan del recurso a ningún Dios justiciero como el del Antiguo Testamento para obrar bien.

Sin embargo, esta actitud buenista ni mucho menos viene avalada por los hechos. La historia del siglo XX nos ha demostrado que incluso pueblos tan civilizados como los europeos son capaces de atrocidades sin límite cuando las ideologías totalitarias se apoderan del Estado, y cuestionan los más elementales principios de la moral judeocristiana, aunque sea en sus formas más secularizadas. Reivindicar la vigencia del Decálogo (no evidentemente de la literalidad de todos los preceptos bíblicos, surgidos en una sociedad muy distinta a la nuestra) no sería, pues, una cuestión de fundamentalismo religioso, sino de elemental preocupación por los fundamentos de la vida civilizada.

Lo cierto es que, desde que se difundió la idea de que los mandamientos "los iban a quitar", no solo han dejado de memorizarse (junto con la tabla de multiplicar, el orden alfabético y cualquier otra cosa que no sea "divertida"), sino de respetarse. No creo que sea necesario aducir pruebas respecto a los tres primeros, los de contenido teológico. Pero quizás sea interesante pasar revista al estado de los otros siete.

La violación del 4º mandamiento ("Honra a tu padre y a tu madre", Ex 20, 12) se ha convertido en los últimos años en un tema recurrente de los medios de comunicación. Los reportajes de padres severamente maltratados por niños-monstruo se recrean en los aspectos morbosos, pero sin aportar reflexiones que vayan más allá de vagas trivialidades sobre la pérdida de los valores. ¿Qué valores? Pues esos valores de los cuales esos mismos medios, tanto en sus programas "informativos" como de entretenimiento y telebasura, hacen mofa a diario, claro.

Los otros mandamientos que compendian el concepto judeocristiano de familia y moral sexual son el 6º ("No cometerás adulterio", Ex 20, 14; el catecismo católico dice "actos impuros") y el 9º ("No codiciarás la mujer de tu prójimo", Ex, 20, 17; en el catecismo, "no consentirás pensamientos ni deseos impuros"). Sobreentiéndase también, claro, "no desearás al marido de tu prójima", no sea que las feministas políticamente ultracorrectas se nos sofoquen demasiado por la expresión bíblica. ¿Qué duda cabe del descrédito que hoy sufren estos preceptos? Un elevado porcentaje de los matrimonios que todavía se celebran se rompen hoy por cualquier fruslería, es decir, cuando "el amor se acaba". Se habla del amor como de una especie de dios caprichoso a cuyos dictados estamos sujetos sin la menor responsabilidad por nuestra parte. Y los "pensamientos impuros" no solo se admiten, sino que se promueven. Hay toda una literatura idiota de manuales de autoayuda y "expertos" en psicología y sexología que aconsejan tener "fantasías sexuales", e incluso el consumo de pornografía como terapia para parejas inapetentes. Por no hablar de esas sesiones atrozmente estúpidas de venta de juguetes eróticos. ¿De qué se reirán histéricamente, en todas ellas, esas señoras supuestamente tan "liberadas"?

Es fácil, por supuesto, burlarse de quienes seguimos valorando la moralidad sexual tradicional, aunque sea sin gazmoñería alguna. Lo difícil es estar dispuesto a reflexionar seriamente sobre las consecuencias de su abandono, más allá de los eslóganes de moda. Una sociedad que trivializa el sexo es una sociedad donde la familia es más precaria, está más amenazada. Y por tanto, es más vulnerable a formas de totalitarismo débil, o no tan débil, que encuentran terreno abonado en la atomización social y el desarraigo de unos individuos sin otro norte que los placeres efímeros.

Pero nos queda hablar de los mandamientos restantes, aquellos que aparentemente todavía siguen inspirando respeto. El 5º, "No matarás"; el 7º, "No robarás"; el 8º, "No levantarás falsos testimonios ni mentirás"; y el 10º, "No codiciarás los bienes ajenos". En realidad son conculcados constantemente, al amparo de unas interpretaciones trivializadoras. Para empezar, el aborto es una radical violación del 5º mandamiento. El sedicente progresista se preocupa mucho por la pena de muerte, especialmente por su aplicación en Estados Unidos. El Antiguo Testamento, en cambio, prescribe precisamente la pena de muerte en caso de homicidio y otros delitos. (Ex 21, 12-17). ¿Costumbres bárbaras? No más que el exterminio de los seres humanos más inocentes e indefensos, que son los que se hallan en las edades embrionaria y fetal.

De los demás mandamientos podemos afirmar que estipulan las bases de un sistema económico civilizado, basado en el respeto a la propiedad privada, a los contratos y acuerdos, y a lo obtenido por el propio esfuerzo. El "No robarás" va mucho más allá de prohibir llevarse el whisky del supermercado sin pagar. Una sociedad basada en impuestos abusivos y en el despilfarro público ("socialdemocracia" o "Estado del bienestar", la llaman) incurre en la conculcación sistemática del 7º mandamiento. Un Estado intervencionista, en el que la seguridad jurídica se ve gravemente amenazada, atenta contra los contratos y los pactos, avalados por el principio del 8º mandamiento.

Por último, es desesperante la manera como incluso desde cierto cristianismo "social" (sea lo que sea que esto signifique) se acostumbra a entender el 10º mandamiento. Se nos sugiere que entraña una condena de la competitividad y el consumismo, pero esta es la interpretación más pueril. No codiciar los bienes ajenos no significa necesariamente que sea malo prosperar, ni por tanto competir ateniéndose a las reglas del mercado. Más bien puede entenderse como todo lo contrario: Debe respetarse todo aquello adquirido legítimamente por el propio esfuerzo y mérito, lo cual se contradice con los sentimientos de envidia y de codicia.

Desgraciadamente, como digo, incluso entre muchos cristianos y católicos están extendidos prejuicios antieconómicos, falazmente basados en el Evangelio. No hace mucho, escuché decir a un cura en misa, tras la lectura del pasaje de Mateo 6, 24-34, ("no podéis servir a Dios y al Dinero", etc), que la causa de la pobreza es que algunos acaparan más de lo que realmente necesitan. Sin duda, en el Evangelio se critica a los ricos por su falta de caridad y su excesivo apego a los bienes materiales. Pero ni este pasaje ni que yo recuerde ningún otro ofrece una explicación sobre las causas de la pobreza. Y si lo hiciera en los términos anteriores, no podríamos estar de acuerdo, pues se trata de nociones primitivas, sobradamente refutadas por la experiencia y por la teoría. Una cosa es decir que los ricos deberían ayudar a los pobres, y otra muy distinta que ellos tengan la culpa de que haya pobres.

Una cosa es que el liberalismo económico no pueda funcionar sin un sustrato moral (plenamente de acuerdo) y otra cosa absolutamente distinta, y equivocada, es decir que el problema es el liberalismo. Incluso personas tan cultas como el veterano periodista católico Antoni Coll andan confundidas en esto. Dice Coll, refiriéndose a la caída del muro de Berlín:

"Pese a que la Iglesia se congratuló mucho de estos sucesos, no dejó de considerar con preocupación que la ideología que en la práctica sustituiría al comunismo no sería tanto el humanismo cristiano como el capitalismo. La sensación de alivio por haberse librado del yugo comunista cedía a la vista de otro yugo más intangible, pero no menos efectivo [?], que sustituía al anterior: El liberalismo capitalista con frecuentes expresiones salvajes. La Iglesia escapaba del fuego para caer en la brasas." (Antoni Coll, Dios y los periódicos, Planeta, 2006, pág. 82.)

¿Qué tengo en contra de estas palabras? Pues obviamente, que también las podría haber dicho un Hugo Chávez cualquiera. Decir que el capitalismo es un "yugo" no muy distinto del comunismo, y proponer una tercera vía, llámese humanismo cristiano o como se quiera, es caer en la equidistancia entre la libertad y la tiranía, lo que solo beneficia a esta última. Y no creo que tenga base alguna en el cristianismo.

Otra cosa es decir que el mercado por sí solo no se sostiene, sino que necesitamos normas morales trascendentes (en el sentido de que no las puede generar el hombre conscientemente). Superficialmente parecen diferentes maneras de decir la misma cosa, pero en realidad son antitéticas. Por un lado, el Estado, con su ilimitada capacidad generadora de normas arbitrarias. Por el otro, la moral judeocristiana, en la cual se ha basado la civilización occidental hasta ahora. Pero el mercado no sólo es compatible con la moralidad cristiana, sino que se desprende de manera natural de sus principios. Por el contrario, toda crítica del mercado como tal sirve solo al crecimiento desmesurado del Estado, desde donde casualmente han partido los ataques más formidables al cristianismo, es decir, a cada uno de los diez mandamientos.

martes, 15 de marzo de 2011

La propiedad y la familia

Josep Ramoneda trata de convencernos de que el impuesto de sucesiones es absolutamente liberal. Su razonamiento se resume con el siguiente silogismo:

El liberalismo defiende la meritocracia;

beneficiarse de una herencia carece de mérito;

en consecuencia, penalizar la herencia con un impuesto es liberal.

Podemos hacer dos críticas a este razonamiento. En primer lugar, defender la meritocracia no significa necesariamente que debamos partir de una situación perfecta de igualdad de oportunidades. Para conseguir esto no sería suficiente con la escolarización universal, puesto que los niños de familias más acomodadas o con padres de mayor formación siempre tendrán algún tipo de ventaja sobre los demás. ¿Sería justo intervenir también en esto? Desde un punto de vista liberal, evidentemente no.

En segundo lugar, Ramoneda olvida que el impuesto de sucesiones no sólo penaliza a quien recibe la herencia, sino a quien la transmite. En una sociedad meritocrática debería respetarse que quien ha obtenido un cierto patrimonio por sus propios méritos, pueda emplearlo como más le plazca, por ejemplo dejándoselo a sus hijos en herencia. O dicho de otro modo, al liberalismo le es consustancial la defensa de la propiedad.

Ramoneda no lo ve así. Él confiesa que le entra "susto" cada vez que alguien dice "esto es mío". Supongo que debe tenerlo todo a nombre de la mujer... Pero si lo que pretende es convencernos de que la propiedad no es un concepto liberal, a no ser que entienda liberal en el sentido de Estados Unidos (donde significa progre), lo tiene francamente difícil.

Lo mismo puede decirse del concepto de familia. El columnista contrapone la familia basada en lazos de sangre a la familia basada en la elección personal. Pero olvida que sin la primera, no existiría siquiera el concepto de la segunda, hablaríamos simplemente de amistad o asociación. Y en un mundo sin familia, funciones esenciales que hoy realizan en parte las familias, como la educación o la asistencia a ancianos o enfermos, pasarían a ser asunto exclusivo del Estado.

Así que, lo siento señor Ramoneda, no nos ha convencido. Castigar a la propiedad y la familia no es liberal, ni por asomo. Dios nos libre de "liberales" como usted.

El sionismo que nos domina

El presidente iraní Mahmud Ahmadineyah, a una pregunta de la periodista española Ana Pastor sobre las lapidaciones de mujeres y las ejecuciones de homosexuales, ha replicado con su habitual diatriba de perturbado antisemita, asegurando que el pueblo europeo es el más "reprimido del mundo" porque es "prisionero del régimen sionista". (Vídeo, a partir del minuto 22 aprox.)

Ahmadineyah debe pensar eso porque no lee los editoriales de El País. Vean si no el de hoy, titulado "Ceguera israelí". El editorialista se indigna porque al asesinato de una familia judía a manos de un palestino, Netanyahu ha respondido autorizando la construcción de nuevas viviendas en Cisjordania. Llama la atención la negligencia de la redacción, que condena la "aplicación sistemática del ojo por ojo" y la "arbitrariedad opresora sobre los palestinos cada vez que algo no sale a su gusto." ¿Matar a un matrimonio y sus tres hijos es comparable con las referidas medidas del gobierno israelí? ¿El asesinato de una familia se puede calificar como "algo que no sale a su gusto"?

El becario que habrá escrito este editorial tiene futuro en este peculiar régimen sionista que nos sojuzga, donde por cada crítica a la teocracia iraní, se pueden leer diez a Israel.

domingo, 13 de marzo de 2011

La Iglesia, los nazis y la modernidad

Benedicto XVI concedió en 2009 a Pío XII (papa entre 1939 y 1958) el título de venerable, lo que se considera el paso previo a su beatificación. Muchas personalidades judías, entre ellas Golda Meir, habían agradecido al papa Eugenio Pacelli su labor en defensa de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. El historiador israelí Pinchas Lapide calculó que la Santa Sede pudo intermediar para salvar la vida de 850.000 judíos de países como Eslovaquia, Croacia, Rumanía y Hungría, evitando que fueran deportados a los campos de exterminio nazis.

Sin embargo, en el museo israelí Yad Vashem, dedicado a la memoria del Holocausto, se muestra una fotografía del pontífice con un texto que lo acusa de pasividad ante el genocidio. Prácticamente desde la muerte de Pío XII ha existido una leyenda negra del papado contemporáneo, según la cual sus "silencios" ante los crímenes antisemitas del nazismo no se pueden explicar por el temor a represalias contra los cristianos, ni a la intensificación de las brutalidades contra los judíos, sino por un antisemitismo latente, o bien por oscuros intereses de la Curia.

En la historia de la Iglesia, quién lo niega, hay luces y sombras. Pero conviene distinguir los hechos contrastados de aquella propaganda interesada en que predomine el lado sombrío, con el fin de minar el prestigio de la Iglesia, en un primer paso, y del cristianismo después.

Especialmente, debemos estar prevenidos contra el discurso populista de quienes oponen sistemáticamente el mensaje de Cristo a la jerarquía católica, y que generalmente lo que pretenden es vaciar ese mensaje de contenido. Se critica a la Iglesia por su inadaptación a la modernidad, se deplora su visión de la moral sexual, su oposición al aborto, al sacerdocio femenino, etc. Al final, si la Iglesia atendiera todas estas demandas de "modernización" (tal como la entienden algunos), ya no sería la Iglesia, claro. Ser católico o más genéricamente cristiano se convertiría en algo tan trivial como ser demócrata, algo que casi nadie niega, pero que como declaración apenas compromete a nada concreto.

Un ejemplo de este populismo que finge distinguir entre el cristianismo de base y los obispos, pero que acaba convirtiendo al primero en algo insustancial y manipulable, es precisamente la leyenda negra sobre las relaciones entre la Iglesia y el nazismo. Aunque la bibliografía, tanto de los críticos como los apologistas de Pío XII, es enorme, dos son las obras que por su repercusión más han contribuido a difundir una imagen aborrecible del papa Pacelli.

La primera es El Vicario, obra de teatro del alemán Rolf Hohhuth, estrenada en 1963. En ella un sacerdote católico y un SS renegado tratan de oponerse a los crímenes de los nazis. La pieza contrapone esta actitud heroica con la indiferencia, o mejor dicho complicidad, de Pío XII, un ser representado como cínico y glacial, solo preocupado por defender los intereses económicos del Vaticano y por frenar el avance del comunismo. El argumento de la obra es tan ridículo que no merecería se hablase de ella, máxime tratándose de un ejercicio de ficción, si no fuera por la influencia que ha tenido. Todavía no hace mucho, en 2002, el director Costa Gavras realizó una película basada en el texto de Hohhuth, titulada Amén.

Hay indicios de que en realidad, El Vicario pudo ser una obra de encargo del KGB, según reveló en 2007 un antiguo asesor de Ceaucescu, huido a los Estados Unidos, llamado Ion Mihai Pacepa. Este afirmó que la obra teatral formaba parte de un intento de la propaganda soviética de desacreditar a la Iglesia Católica. La información encaja con el hecho de que el director en su estreno era el comunista Erwin Piscator, y que El Vicario se representó con profusión en todos los países comunistas. Aunque las revelaciones de Pacepa fueran falsas o inexactas, el carácter burdamente propagandístico del drama es evidente. No importa tanto si fue iniciativa de un autor solitario, o alguien más tuvo que ver en su creación.

La segunda obra que ha reeditado el mito de un Pío XII cómplice de los nazis es El Papa de Hitler (1999) de John Cornwell, hermano del mucho más famoso John Le Carré (seudónimo de David John Moore Cornwell). Este autor, que asegura ser católico, pretende que empezó a investigar la vida de Pío XII para desvanecer las sospechas sobre su pasividad ante las atrocidades del Tercer Reich, pero que el descubrimiento de documentos inéditos o poco accesibles lo llevaron a conclusiones totalmente opuestas. Llama la atención, sin embargo, el carácter prejuicioso del libro desde las primeras páginas. No parece escrito por una persona que, a pesar suyo, haya descubierto algunos datos que contradigan su tesis inicial. Todas las suposiciones e interpretaciones de Cornwell (en las cuales consiste la mayor parte del texto) son invariablemente hostiles a Eugenio Pacelli, incluso cuando parten de hechos que sugieren exactamente lo contrario, aunque con frecuencia estos prefiera omitirlos.

Un ejemplo casi cómico es la manera torticera como interpreta Cornwell el episodio del arzobispo de Viena, Theodor Innitzer, que había recibido calurosamente a Hitler tras la anexión de Austria en 1938. Pacelli, que entonces era el Secretario de Estado vaticano, llamó al arzobispo a Roma para reprenderlo severamente, dejando claro que los católicos en ningún caso podían mostrarse favorables al régimen hitleriano. Pues bien, para el escritor inglés esta anécdota solo demuestra el "formidable ejercicio de poder centralista" del entonces futuro papa, lo que le permite insistir en la crítica del modelo "piramidal y monolítico" de la Iglesia, obsesivo leitmotiv de todo el libro.

Si alguien espera encontrar revelaciones incómodas o escandalosas sobre Pío XII, leyendo El Papa de Hitler quedará decepcionado. No hay un solo documento firmado por Pacelli o alguno de sus subordinados directos que explícitamente manifieste actitudes antisemitas o remotamente favorables al régimen de Hitler. Y en cambio sí los hay que rechazan sin ambigüedades las doctrinas racistas. Pero ello no obsta para que Cornwell, a base de meras suposiciones, condene de manera global la compleja diplomacia vaticana, cuyos archivos publicados del período ocupan doce volúmenes, editados entre 1965 y 1981. Un resumen sobrio pero bastante ameno de esta colección documental puede encontrarse en el libro de Pierre Blet, Pío XII y la segunda guerra mundial (1997). El contraste con el tono sensacionalista del libro de Cornwell es suficientemente elocuente.

Los intentos más influyentes de desprestigiar a Pío XII carecen del mínimo rigor exigible. Pero como obra de propaganda han conseguido lo que pretendían y también algo quizás de más calado: desviar la atención de la resistencia admirable que el cristianismo, y particularmente el catolicismo, ha opuesto a los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nacional-socialismo y el comunismo.

Desde el principio la Iglesia declaró que el nazismo era incompatible con la conciencia católica. A consecuencia de ello, los nazis encarcelaron y asesinaron sacerdotes, cerraron escuelas religiosas y conventos, trataron de obstaculizar actos católicos públicos y de retirar los crucifijos de las aulas. También se prestaron con entusiasmo a campañas contra supuestos casos de pedofilia entre el clero, al tiempo que trataban de imponer lecciones de higiene sexual "científica" en las escuelas, en oposición a la moral católica. (¿Les suena a algo todo esto?)

Si Hitler no atacó de manera frontal a la Iglesia es porque era consciente de su arraigo social, pero confiaba en que, tras ganar la guerra, llegaría el momento de erradicar por completo el cristianismo de Alemania. Esta es la razón por la cual no encarceló al obispo de Münster, Clemens August von Galen, que se distinguió por sus predicaciones contra el nazismo en plena guerra.

Von Galen es sobre todo célebre por su predicación del 3 de agosto de 1941, en la cual denunció sin tapujos el programa de eutanasia de "vidas inútiles" promovido por los nazis, con la vergonzosa colaboración de buena parte de la clase médica. Su discurso posiblemente sea la defensa más dramática de la concepción del Estado de derecho que jamás se haya pronunciado. Pero para terminar quiero llamar la atención sobre un fragmento de una de sus predicaciones anteriores, la del 20 de julio de ese mismo año. En ella el obispo de Münster dijo lo siguiente:

"¿Qué aprenden en los colegios a los que hoy los niños, sin tener en cuenta la voluntad de los padres, están obligados a acudir? ¿Qué leen en los nuevos libros del colegio? ¡Haceos mostrar, padres cristianos, los libros, especialmente los de historia de los institutos! Os quedaréis aterrados al ver con qué descuido de la verdad histórica se intenta inculcar en los niños inexpertos la desconfianza hacia el cristianismo y la Iglesia, se busca llenarles de odio contra la fe cristiana. En las escuelas estatales (...) está excluida cualquier influencia cristiana, es más, cualquier actividad religiosa es excluida por principio." (Reproducido en Stefania Falasca, Un obispo contra Hitler, Ed. Palabra, 2008, pág. 231.)

No, no se trata de un sermón de un cura español de nuestros días en contra de Educación para la Ciudadanía. Es el alegato de un obispo alemán carca y casposo, de un reaccionario ensotanado frente a la modernidad y el progreso que representaba el Estado nacional-socialista. O esto, o habrá que admitir que el concepto de modernidad desde el cual tantos critican acerbamente a la Iglesia, apesta mucho más a totalitarismo de lo que posiblemente la mayoría de la sociedad imagina.

viernes, 11 de marzo de 2011

La verdad verdadera

Han transcurrido siete años desde el 11-M, el atentado más sangriento de la historia de España. Hoy mismo, los interrogatorios judiciales continúan. Una jueza ha citado a declarar como testigos a 24 miembros de los TEDAX, con el fin de saber qué ocurrió con las toneladas de restos de las explosiones de cuatro trenes, que jamás llegaron al laboratorio de la policía científica.

Algunos se empeñan todavía en hablar de "verdad judicial". El empleo de determinados adjetivos con frecuencia delata una actitud, si no deshonesta, sí de íntima inseguridad ante cuestiones incómodas. Quienes hablaban de "democracia popular" trataban vanamente de camuflar el hecho de que los regímenes así denominados eran todo menos democráticos. Y quienes hablan de "verdad judicial" parecen olvidar que verdad no hay más que una, y es independiente del observador. La verdad objetiva existe, otra cosa es que la conozcamos o no. La verdad sobre el 11-M es qué ocurrió exactamente aquel día, hasta donde sea humanamente posible conocerlo. Los jueces no son dioses ni extraterrestres, pueden equivocarse, prevaricar, recibir presiones, etc. Y en todo caso, ningún juez ha afirmado que ya sabemos todo sobre aquellos atentados y que no queda nada por investigar.

Cuando se enuncian obviedades como estas, algunos objetan que no se debe cuestionar el poder judicial en un Estado de Derecho. Pero nadie cuestiona una institución porque exprese dudas sobre su funcionamiento en un caso concreto. De lo contrario, llegaríamos al absurdo de que en democracia no se podría criticar ni a los jueces, ni a la policía, ni al gobierno, ni al jefe del Estado.

¿Quién ideó y ordenó el 11-M? No lo sabemos. Pero si algún día se abre paso la verdad, será debido seguramente a una combinación de investigaciones judiciales y periodísticas. Nadie hablará entonces de la verdad judicial o la verdad periodística, se hablará de la verdad a secas.

Mientras tanto solo podemos especular. Las hipótesis posibles sobre la autoría creo que podrían reducirse a las siguientes, mencionadas en orden arbitrario:
  1. ETA.
  2. Al-Qaeda.
  3. Una célula terrorista islámica que actuara por libre.
  4. Los servicios secretos marroquíes.
  5. Los servicios secretos españoles, o elementos de los mismos.
  6. Una combinación de algunas de las anteriores.
  7. Otros.
En cualquier caso, sea quien sea el autor intelectual de los atentados, los indicios de que una parte de las fuerzas policiales y de seguridad cometieron irregularidades en su investigación, por decirlo suavemente, son abrumadores. Necesitamos saber la verdad, primero por una elemental cuestión de justicia hacia las víctimas y sus familias, pero segundo para disipar o confirmar las terribles sospechas que inspiran las actuaciones policiales y judiciales de las horas y los días posteriores al 11-M. En particular, una España que aspire a ser un país políticamente digno deberá despejar tarde o temprano la duda de si existió alguna implicación -por acción u omisión- de las "cloacas del Estado" en el 11-M.

Que tras el 11-M hubo un golpe de Estado mediático es algo que podrá discutirse, claro está, pero yo estoy absolutamente convencido de ello. Y que quien planeó los atentados, sea quien sea, pretendía influir en las elecciones, también me parece evidente, por la fecha elegida. Lo que necesitamos conocer imperiosamente, para recuperar el orgullo de ser españoles, es si existe algún tipo de vinculación, ideológica o material, entre quienes planearon el atentado (o acaso no lo impidieron, pudiendo haberlo hecho) y quienes, una vez cometido, lo aprovecharon para organizar una campaña de manipulación sin precedentes, destinada a que el gobierno del PP no ganara sus terceras elecciones.

Por culpa del 11-M hemos tenido dos legislaturas presididas por Zapatero, el gobernante más sectario y más desastroso de los últimos 35 años. Pero lo peor es que quienes idearon los atentados y los pusieron en marcha sigan libres. Ningún país puede vivir con esa vergüenza.

martes, 8 de marzo de 2011

No volveremos a la cocina

Michelle Bachelet, después de perder las elecciones chilenas, lo que no ha perdido es el tiempo. La han nombrado directora de la agencia ONU Mujeres y ha concedido una entrevista en El País con motivo del día de la mujer. En ella asegura, hablando en nombre de todas las de su sexo, que "no estamos dispuestas a volver a la cocina". Recuerdo vagamente lo que decía Cioran acerca que todo aquel que habla en nombre de un colectivo y de la impostura. Otro día buscaré la cita literal.

No sé qué pensarán de semejante declaración Carme Ruscalleda, Montse Estruch o Beatriz Sotelo, por mencionar solo a grandes cocineras españolas. Que a la señora Bachelet no le guste cocinar, no veo que sea motivo para denigrar a aquellas a las que sí les gusta y jamás lo han visto como una esclavitud, sino todo lo contrario, como un privilegio. Me recuerda a esos que como no tienen ni idea de fútbol se defienden despreciando ese supuesto absurdo de "once tíos corriendo detrás de una balón".

Claro que lo que pasa es que yo soy muy bruto, y no comprendo que la expresidenta de Chile se ha referido al trabajo doméstico en general. Pero encuentro que podía haber dicho que las mujeres no volverán a poner lavadoras o a fregar pisos, cosas que hay que reconocer que carecen del atractivo del arte gastronómico, y que de todos modos, alguien deberá hacer, sea hombre, mujer o transexual. Me corroe la duda: Quien le friega la casa a la señora Bachelet ¿es hombre o mujer?

Por lo demás, la entrevista en El País es de antología. Califica de "cínicos" a quienes cuestionan estos organismos de la ONU por estar integrados por países como los islámicos, donde las mujeres carecen de los más elementales derechos. Claro, Occidente no debe injerirse en asuntos internos de regímenes dictatoriales. En cambio, la ONU y los gobiernos "progresistas" sí pueden injerirse en las sociedades occidentales, mediante leyes de discriminación positiva y no discriminación, para cargarse las libertades  en los únicos lugares donde todavía existen.

Y qué me dicen de esta frase de la entrevistadora: "Nadie ha sufrido tanta injusticia, tanta violencia y tan poco reconocimiento durante los siglos como las mujeres." Hasta ahora pensábamos que habían muerto también algunos hombres en guerras, cárceles, campos de concentración y otros tipos de violencia, pero estábamos cegados por los prejuicios. Por supuesto que la mortalidad no es el único índice de la violencia, pero sí es significativo que, en la mayoría de países, la mortalidad masculina sea superior a la femenina en todas las edades. Y que también en la mayoría de países la proporción de población penitenciaria masculina sea superior al 90 %.

Nadie niega que muchas mujeres sufran violencia, pero sostener una visión del mundo del tipo "hombres-opresores" y "mujeres-víctimas" es la esencia de la cretinez políticamente correcta. Como tampoco nadie con dos dedos de frente cree ya en la lucha de clases. Por eso ahora los totalitarios tratan de legitimar sus actos con la ideología de género, el cambio climático y cualquier cosa que les permita asaltar las sociedades prósperas, y mantener en la indigencia a las que podrían aspirar a serlo. Y entre los obstáculos que deben remover para imponer sus proyectos de ingeniería social están la Iglesia, la familia y la tradición. Por eso las odian tanto. Dicen que quieren liberar a las mujeres, pero si tuvieran éxito, de la libertad no quedaría nada. Ni para hombres ni para mujeres.

La libertad según el socialismo

Un dirigente del PSOE, respondiendo a las críticas de la oposición por la obsesión reguladora y prohibicionista del gobierno, se ha puesto faltón, como es costumbre en la izquierda. Según él, el concepto de libertad del PP consiste en "conducir más deprisa, o con unas copitas, o sin cinturón de seguridad".

El concepto de libertad del PSOE, como todo el mundo sabe, es muy distinto. Consiste en poder abortar sin alegar motivo alguno, y en que una niña de dieciséis años pueda hacerlo sin permiso paterno. Ah, y en la venta de la píldora abortiva en las farmacias sin receta médica. Eso sí, a los seres humanos que a pesar de todo consigan nacer, el socialismo se propone protegerlos de sí mismos hasta que mueran, amargándoles la existencia con todo tipo de normas arbitrarias, sean de circulación, económicas, de no discriminación, etc.

Pero tranquilos, hay esperanzas de que se muestran partidarios de abreviarnos este proceso, es decir, de aprobar la eutanasia. Así que quien lo desee, podrá acabar sus días sin mayor dilación. Y todo indica que en el más allá el socialismo no tiene jurisdicción. Como dijo Borges: "Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno."

domingo, 6 de marzo de 2011

La medalla de la paz


El tío de la boina es Egoitz Garmendia, dirigente de Segi (o sea, ETA). La imagen se encuentra entre los minutos 3:13 y 3:40 de este vídeo de TVE. No hace falta saber una palabra de vascuence, como es mi caso, para entender que, aunque en los subtítulos ponga "paz y libertad", en realidad ha dicho "independencia y socialismo" (indenpendentziara eta sozialismora, escucho yo).

En esta línea de rigor, el reportaje alude (minuto 9:56) a un estudio del gobierno vasco, según el cual en los últimos 15 años la kale borroka ha disminuido en un 94 %. Seguramente el dato es correcto, pero se omite el pequeño detalle de que la mayor parte de esta disminución se dio en la etapa de José María Aznar. Ya en el primer cuatrimestre de 2003, la violencia callejera en el País Vasco descendió un 86,4 % respecto al mismo período del año anterior. (Fuente.) Esto se debió a la ilegalización de Batasuna, contra la que muchos habían alertado, porque suponían que iba a provocar un recrudecimiento del "conflicto". Y también fue debido a las medidas judiciales que obligaron a responder civilmente de los daños causados por los niñatos de mierda de ETA, ya fuera a Batasuna o a sus tutores. Medidas que se aprobaron cuando gobernaba el PP.

Fue el presidente Aznar quien acabó prácticamente con la violencia en las calles del País Vasco, y quien estuvo a punto de terminar con ETA, hasta que su partido perdió las elecciones tras un atentado terrorista cuya autoría intelectual no ha sido aclarada y que fue explotado vilmente por el PSOE. Zapatero, nada más llegar al poder, se cargó el pacto antiterrorista, dando oxígeno a la organización criminal, al permitir que se presentara de nuevo a unas elecciones bajo las siglas ANV, y al negociar la "paz" con los asesinos mientras estos no hacían otra cosa que rearmarse, para volver a atentar a los dos años de legislatura socialista.

Entre finales de 2006 y 2010, ETA asesinó, si mis cuentas son correctas, a 13 personas, entre ellas 5 guardias civiles, un inspector jefe de policía y un militar, además de causar numerosos heridos y daños materiales, como la destrucción de la T-4 del aeropuerto Madrid-Barajas. Esto supone una inflexión notable en su actividad criminal, después de que en la segunda legislatura de Aznar no dejara de descender, año tras año.

En el mejor de los casos el llamado "proceso de paz" solo habrá servido para prolongar la agonía de la organización terrorista. Por mucho que se maquille la historia, cuando ETA sea derrotada definitivamente, Zapatero y Rubalcaba no tendrán derecho a ponerse ninguna medalla, aunque no duden que si están todavía en el gobierno lo harán, con la adecuada solemnidad. Podrán verlo en Informe Semanal.