sábado, 31 de marzo de 2012

El relato feminista

La crítica al feminismo, incluyendo la de quien escribe, a menudo lo adjetiva como radical. Pero si el feminismo no es radical, ¿en qué consiste? Afirmar que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres es una trivial constatación, que solo discuten clérigos islámicos. La palabra feminismo no es de gran utilidad si resulta que todos somos feministas. Cuando el anterior presidente de gobierno se definía a sí mismo como feminista, es evidente que no se limitaba a defender la igualdad jurídica de la mujer.

El feminismo es una ideología basada en un relato, como todas las ideologías. Relato, cuento, fábula, llamémoslo como queramos. Más o menos se podría explicar así: Durante miles de años, los hombres han sometido a las mujeres, confinándolas a la crianza de los hijos y a las tareas domésticas. Hace aproximadamente un siglo que se inició el lento proceso de liberación de la mujer, el cual todavía prosigue, consistente en derribar las barreras institucionales y los prejuicios que se oponen a la total igualdad entre los dos sexos.

Basta contar así esta historia para percibir su carencia de verosimilitud. Si aproximadamente existe igual número de mujeres que hombres, y si en conjunto los dos sexos tienen parecida inteligencia, es muy difícil sostener que una mera especificidad muscular haya bastado para mantener a las mujeres sometidas durante miles de años. Contraejemplo de ello es que ya desde la Antigüedad no han sido tan raros los ejemplos de mujeres con poder político, desde Nefertiti hasta Isabel la Católica, por no hablar de los tiempos modernos.

La realidad es que durante milenios ha existido una división del trabajo entre los dos sexos, basada en razones biológicas. Las mujeres del paleolítico, condicionadas por los períodos de gestación y lactancia, tendieron a especializarse en la crianza de los hijos, en tareas de recolección y de administración doméstica. Los hombres pudieron especializarse en la caza y en la defensa (u hostilidad) frente a otros grupos. Sería absurdo pretender que alguna de las dos funciones era más importante o satisfactoria que la otra. Que las mujeres se vieron contra su voluntad relegadas a las labores de crianza y elaboración de alimentos o vestidos.

Ahora bien, en tiempos recentísimos se ha producido una revolución innegable. El aumento de la riqueza económica ha permitido prolongar el período de educación, durante la infancia y la juventud, con lo cual también las mujeres han tenido acceso a la misma formación que los varones. El acceso de las mujeres a los estudios superiores no ha sido consecuencia de ninguna lucha por la igualdad, más allá de casos anecdóticos, sino que más bien la ideología feminista ha sido la consecuencia de lo primero. En las aulas se produce una apariencia de igualdad de hecho entre chicos y chicas, que luego en la vida real no es tal. De ahí la tentación, inherente a toda ideología, de transformar la realidad para amoldarla a modelos ideales, que surgen con facilidad en ámbitos académicos o laborales.

En cuanto dejamos de creer en el relato feminista, el predominio masculino en puestos de responsabilidad deja de ser efecto de una injusticia histórica. Lo que subyacen son diferentes escalas de valores. A los hombres nos atraen más los puestos de relumbrón, el prestigio, los uniformes y las medallas, mientras que las mujeres se sienten más a gusto en tareas de cooperación no jerarquizada. Es innegable que en el pasado, la mujer que se salía de estos parámetros lo tenía mucho más difícil, pero las presiones o barreras con que se encontraba procedían tanto de los hombres como de las demás mujeres. Esto es lo único que ha cambiado en los últimos decenios. La mujer occidental, como individuo, si decide no incorporarse al trabajo remunerado y dedicarse al cuidado de la familia lo hace porque opta libremente por su propia escala de valores, distinta de la de los hombres... ¡y de las feministas!

Como ha señalado Miquel Porta Perales, "quien sostiene que la permanencia de la mujer en el hogar, con el objeto de dedicarse al trabajo doméstico, es una condena, suele ser la mujer con trabajo gratificante, socialmente considerado y bien remunerado (...) [E]stas mujeres privilegiadas no deberían imponer, casi por decreto ideológico, su modelo de liberación a las económicamente no privilegiadas." (La tentación liberal, 2009, pág. 258.) El feminismo, como las demás ideologías emancipatorias que componen la visión izquierdista de la sociedad, es un lujo de determinadas élites que tratan de imponer sus particulares preferencias al común de los mortales, generando una frustración artificial, cuando no algo peor, un sentimiento de remordimiento o vergüenza ante los propios sentimientos naturales.

La otra característica de las ideologías, compartida por el feminismo, es el razonamiento circular. Si alguien argumenta que las diferencias sexuales en el mercado laboral son debidas a que las mujeres, por lo general, valoran más los empleos y cargos que se pueden conciliar más fácilmente con la vida familiar, aun a costa de unas menores retribuciones o responsabilidades, replicará que eso es debido a una educación machista que les ha inculcado un sentimiento de culpabilidad por no dedicar suficiente tiempo a los hijos. Así, el feminismo, al igual que ocurre con el marxismo, es de imposible refutación. Incluso si las mujeres o los obreros no comparten las línea política de los intelectuales y dirigentes progresistas, es porque están alienados. Suerte que tenemos precisamente a estos intelectuales y dirigentes que saben mejor que el pueblo lo que le conviene.

sábado, 24 de marzo de 2012

El ser y la nada. Réplica a Francisco Capella

Pocas cosas hay más presuntuosas que declararse racionalista -más allá de cierta claridad en la expresión, detalle siempre de agradecer. Creer que, a diferencia de una gran parte de la humanidad, quizás de la mayoría, uno emplea ese instrumento llamado razón. ¿Qué hace todo ser humano, por el mero hecho de serlo, si no ejercer sus capacidades deductiva y argumentativa para alcanzar determinados objetivos, entre ellos tratar de convencer a los demás de sus propias opiniones?

Por supuesto, mucha gente razona mal, es decir, parte de supuestos equivocados, y a veces incluso comete errores lógicos, aunque esto último sospecho que es menos trascendente, en sus repercusiones cotidianas, de lo que pretende hacernos creer cierta literatura sobre las falacias. (En todo caso, es relativamente fácil de corregir.)

En cambio, las premisas erróneas (el input) son el problema fundamental del conocimiento humano, y este carece por completo de solución. Siempre estaremos expuestos a partir de premisas equivocadas, no tiene remedio. Si por racionalista, precisando más, entendemos una persona que cree haber detectado determinados supuestos erróneos, dentro de un campo concreto, cualquier pensador lo es. Si por racionalista entendemos una persona que cree poseer el método general y definitivo para detectar supuestos erróneos, se trata de una variante de la megalomanía.

El blog intelib, de Francisco Capella, aunque estimable por muchas razones, es un ejemplo de este tipo de delirio. En su presentación podemos leer este párrafo:

La superstición religiosa es una causa fundamental del mantenimiento y la propagación de la ignorancia. Los núcleos de las principales religiones son dogmas o sistemas doctrinales irracionales basados en la creencia en entidades sobrenaturales imaginarias, irreales, inexistentes, que supuestamente controlan la naturaleza e influyen sobre los seres humanos.

Subyace aquí una argumentación circular. Las entidades sobrenaturales son irracionales porque son imaginarias, irreales, inexistentes... ¿Y cómo sabemos que tales entidades son (en general y siempre) todo esto? Quizás porque son irracionales... Como decía Chesterton, negamos credibilidad a los testimonios medievales sobre los milagros porque los hombres de aquellos tiempos eran supersticiosos. Y si pregunto “en qué sentido eran supersticiosos, se me contesta que porque creían en los milagros.”

El señor Capella, como todo hijo de vecino, incurre ocasionalmente en malos razonamientos, producto de supuestos en absoluto autoevidentes e incluso de falacias lógicas que no suele cometer tanto la gente corriente (“ignorante”, según su clasificación dualista de la humanidad) como los intelectuales preclaros. Así, en su entrada “¿Por qué existe algo en vez de nada?” dice:

Porque la nada es precisamente lo que no hay; y el algo es lo que hay. Sólo puede haber algo. Todo lo que existe tiene alguna característica: la nada no tiene ninguna; es la ausencia total de características. La nada no existe.

La idea de que la nada no puede existir es al menos tan vieja como Parménides. Sin embargo, la argumentación en favor de esta tesis no pasa de ser un juego de palabras, tanto en el poema parmenídeo como en la formulación menos literaria de Capella. Ciertamente, es muy difícil expresar pensamientos sobre la nada, porque el lenguaje por naturaleza es referencial, implica la existencia de un objeto. Pero desde un punto de vista lógico, solo es imposible la existencia de algo contradictorio en sí mismo. No puedo pensar que un triángulo tenga dos vértices, o que 2 = 3. Ahora bien, la nada no entraña ninguna autocontradicción. Puedo pensar que algo no existe, y extrapolar este pensamiento al todo. No hay imposibilidad lógica en que nada absolutamente hubiera existido.

Prosigue Capella afirmando que es mucho más probable la existencia de algo que de nada, pues hay infinitos algos posibles, y solo una nada. Esto es uno de los peores argumentos que he hallado hace tiempo. Por esta vía podríamos demostrar que cualquier cosa real es menos probable que las infinitas variantes imaginarias que podamos concebir.

Dice, acudiendo a un sobado tópico de la seudodivulgación científica, que el vacío cuántico (del que supuestamente habría surgido el universo) es lo más cercano a la nada que se pueda concebir. Pero el vacío cuántico es algo, no existen grados en la nihilidad. La nada es nada y nada más.

Aunque fuera cierto que la energía total del universo, sumadas la energía positiva y la negativa, fuese cero, eso no significa que estemos exentos de explicar por qué hay algo (energía positiva, negativa, o lo que sea) en lugar de nada. Son tentadores esos intentos perezosos de demostrar que no existe misterio, que todo es esencialmente simple. Pero uno no puede eludir el problema de la existencia del universo con una ficción contable.

Claro que el tema de Capella no responde a mera especulación ociosa, posee una intención que revela al final:

Si intentas colar una divinidad que explique el algo como su creación de la nada, esa divinidad ya es algo. Y no sólo es algo, sino algo imposible.

Por eso le interesa a Capella demostrar que el ser es necesario, porque cree que así elimina la idea de Dios. No nos explica por qué Dios es “imposible”, pero dejemos eso ahora. Lo que está claro es que al eliminar la idea de contingencia (que el universo –cualquier universo–  podría no haber existido), no es necesario un Dios creador. Sin embargo, lo incontestablemente cierto es que la nada absoluta es lógicamente posible, o como dicen los teólogos, el universo es contingente. Por tanto, si Dios no existe, el universo es irremediablemente absurdo. Existe sin motivo alguno, pudiendo no haber existido nada. Postular no sé qué leyes cuánticas (carentes de voluntad, a diferencia de Dios) que expliquen su existencia es hacer trampa, es escamotear injustificadamente la posibilidad de la nada absoluta. Que nada hubiera existido vale para vacíos cuánticos y para cualquier otra idea de la palabrería cientifista.

La existencia del cosmos, si no consideramos la posibilidad de una Inteligencia creadora, es tan surrealista como que ahora mismo apareciera un rinoceronte montado en bicicleta frente al lector. No es lógicamente imposible, pero sí intelectualmente repugnante. Esto lo vio perfectamente el Sartre joven, que en este sentido era un ateo mucho más coherente que Capella. Pero él está enamorado de la religión de la racionalidad científica, y por tanto se cree obligado a rechazar la náusea sartreana. Es un ateo que en el fondo no llega a las últimas consecuencias de su ateísmo, es decir, desea preservar la racionalidad constitutiva de lo real, sin la cual la inteligencia no podría existir. Y niega la existencia de un Dios personal, sin la cual toda libertad es una ilusión, pues no habría más que determinismo o azar. Inteligencia y libertad; curiosamente, el lema de Capella.

Los ateos tienen toda la razón cuando afirman que no podemos demostrar formalmente la existencia de Dios. Y tienen razón también cuando aducen que Dios no es una explicación, en el sentido de que se trata de un ser más allá de nuestra comprensión. ("Ahorrémonos un paso" -proponen; "digamos que el universo es incomprensible".) Se equivocan solo cuando dicen que no se necesita demostrar su inexistencia, o que no se necesita explicación.

Acusan a los teístas de antropomorfismo, pero del mismo modo se les podría acusar a ellos de cosimorfismo, si se me disculpa el neologismo. Ellos dan por sentado, sin justificación racional, que su metafísica basada en extrapolar ciertas características de nuestra experiencia con los objetos inertes a todo lo existente, equivale a una supuesta visión científica del mundo, que lo clarifica todo. Pero los ateos se equivocan profundamente cuando pretenden que el ateísmo no tiene consecuencias deletéreas para la racionalidad ni para la moral, cuando pretenden que sin misterio, los cimientos de la razón y la ética son más sólidos. Y con tal de eliminar lo primero, se cargan los segundos. En su furor higiénico, acaban esterilizando. Y ya se sabe que en un ambiente esterilizado (racionalizado) somos más vulnerables a cualquier ataque microbiano. Mucha gente ve ridículo rezar el padrenuestro, pero practica el yoga sin tener ni idea de lo que es, más allá de cuatro espantosas superficialidades. No creerá en Dios, pero creerá en el cambio climático, porque "lo dicen los científicos".

Capella quizás no crea en el cambio climático, pero creerá otra cosa que a la postre será falsa, porque estará adornada con un cierto marchamo "científico". Y por supuesto, eso nos pasa a todos, que tomamos soja porque queremos creer que reduce el colesterol o cualquier otra charlatanería con la que nos bombardean a diario. Algo siempre nos acaban colando, porque el espíritu crítico no puede estar permanentemente activado, sin desfallecer. Pero al menos algunos no vamos de neoilustrados cargantes por la vida. Intentamos usar bien nuestra razón, sabiendo que pese a ello no podremos evitar equivocarnos más de una vez. Sabiendo que no tenemos la varita mágica de la racionalidad, porque si tuviéramos una varita mágica, tendríamos la sinceridad de no llamarla racionalidad.

domingo, 11 de marzo de 2012

Lecciones de conspiranoia

Ocho años después, siguen existiendo dos posturas irreconciliables ante los atentados del 11-M. Unos aseguran saber perfectamente lo que ocurrió, gracias a las investigaciones policiales y los procesos judiciales; en todo caso solo quedarían por aclarar detalles menores. Otros seguimos sin saber quién planeó y ordenó los atentados, y por tanto no podemos conformarnos con la tesis oficial, que se detiene en la trama islamista, sin plantearse si podría haber otra cosa detrás o por encima de ella.

Las razones de los inconformistas son de dos tipos. Primero me referiré a las más habituales en los debates. Son las basadas en las numerosas irregularidades policiales y judiciales que han sido dadas a conocer por unos pocos medios de comunicación. Este es un tema complejo en el que los oficialistas se atrincheran con facilidad, confundiendo a la opinión pública con un manejo aparentemente desenvuelto de los pormenores del caso. Por supuesto, parecida crítica podría hacerse a quienes cuestionan la versión oficial, pero hay algo que distingue ambas posturas.

Los oficialistas, aunque con frecuencia se internen en discusiones de detalle, al final siempre se refugian en argumentaciones de tipo formalista, que dan pie a dudar de su sinceridad o de su íntimo convencimiento. Así, dicen que ellos confían en la Justicia, mientras que los "conspiranoicos" (como nos llaman) cuestionamos el Estado de derecho. O afirman que lo importante no era la marca del explosivo, sino que basta con saber que era dinamita (después de la matraca que dieron con la Goma 2 Eco.) O, ya rozando el ridículo, que es absurdo reabrir un caso de obstrucción a la Justicia, porque semejante delito ya habría prescrito. Esto es tan absurdo como si a alguien que tuviera algo nuevo que decir sobre el asesinato de Kennedy le replicáramos que ya no tiene sentido seguir investigando, porque no podemos dudar del sistema democrático de los Estados Unidos; o que no importa qué arma fue la utilizada para matar al presidente, sino que basta con saber que se trató de un fusil... O que el magnicidio ya habría prescrito.

Quien de verdad quiere saber la verdad sobre algo no hace distinciones entre la verdad judicial y la material. No hace profesiones de fe sobre los maravillosos jueces y policías de nuestro sistema democrático. Si de verdad valoramos el Estado de derecho, trataremos de arrojar luz sobre cualquier sombra de duda que se cierna sobre él. El repetir de manera apriorística que nuestra democracia es ejemplar no ayuda para nada a que realmente lo sea. Toda persona adulta sabe que hay policías y jueces corruptos, que se mueven no por criterios de estricta profesionalidad, sino de ambición económica o política. El Estado de derecho no es aquella Arcadia feliz en la que tales personas no existen, sino aquel sistema lo suficientemente afianzado para detectar a los corruptos y expulsarlos de las estructuras del Estado. E incluso esto no deja de ser un ideal que no siempre se cumple, por desgracia. El ejemplo del asesinato de Kennnedy ilustra perfectamente las limitaciones de una de las democracias más sólidas del mundo.

El segundo tipo de razones de quienes no nos conformamos con la versión oficial surge de la comparación del 11-M con otros atentados islamistas. La fecha del atentado, tres días antes de unas elecciones generales; el hecho de que los autores materiales no se inmolaran en los trenes, sino que varios de ellos lo hicieran semanas después, en un piso sitiado por la policía; la implicación de elementos del hampa y confidentes policiales; el uso de teléfonos móviles con tarjeta que permitían a la policía seguir la pista con sorprendente facilidad... Incluso si ponemos en duda las informaciones sobre irregularidades policiales, los atentados de Atocha son demasiado singulares para que podamos aceptar las apariencias sin más.

Pero estas consideraciones serían harto incompletas si no aludiéramos al componente ideológico. La mayoría de los oficialistas son del sector "progresista". Cierto que en la derecha no existe una unanimidad sin fisuras, porque al igual que ocurriera con el asunto de los GAL, determinados medios de comunicación conservadores estarán siempre a lo que digan las autoridades. Pero dejando de lado esta deformación del conservadurismo, que antepone las formas a los principios, lo que es obvio es que la izquierda, sin excepción, ha cerrado filas en torno a la versión oficial.

Los motivos son obvios. La utilización mediática del atentado benefició al PSOE, que ganó las elecciones de 2004 contra todo pronóstico. Todavía hoy se sigue repitiendo el mantra de que el gobierno de Aznar mintió al atribuir los atentados a ETA. Esto es falso o, como mucho, una media verdad. Al principio, todo el mundo (el lehendakari Ibarretxe, el diario El País, etc) creyó que había sido ETA. A las pocas horas (noche del jueves), sin embargo, fue el propio gobierno, a través del ministro Acebes, quien informó a la población de una segunda línea de investigación, centrada en la implicación islamista. Y el ministerio del Interior siguió informando de los progresos en esta dirección hasta escasas horas antes de que abrieran los colegios electorales. El error del gobierno fue dar a entender que privilegiaba una determinada línea de investigación, pero eso no es mentir. Mentir es lo que hizo la cadena SER, afín al PSOE, diciendo que se habían hallado cadáveres de terroristas suicidas en los trenes.

Ahora bien, mientras no sepamos quién está detrás de los atentados del 11-M, la izquierda seguirá repitiendo impunemente su tesis de que el gobierno mintió, y por eso perdió aquellas elecciones. En realidad, lo que ocurrió es que, bajo la capa de la impostada indignación por la supuesta falta de transparencia del gobierno, la izquierda inoculó y amplificó un mensaje perverso: Que el 11-M era un acto de la guerra de Iraq, en la que nos había metido Aznar. O sea, que había que votar a Zapatero, quien había prometido sacarnos del país mesopotámico. Dicho crudamente, demos la razón a los terroristas con tal de tener la fiesta en paz.

Todo este relato se cae, evidentemente, en el momento en que alguien cuestiona la tesis oficial. Aunque el 11-M no haya sido cometido por ETA, si tampoco es lo que nos dicen los oficialistas, un atentado islamista puro, entonces toda la película de la izquierda basada en el malvado Aznar que se fotografió en las Azores al lado de Bush y Blair pierde la mitad de su gracia. Y mucho peor, pueden quedar como encubridores de los verdaderos culpables, sean quienes sean. Por eso los progresistas de los medios, de la judicatura y de la política se revuelven y destilan bilis cada vez que alguien les cuestiona su historieta preferida. Se juegan mucho.

lunes, 5 de marzo de 2012

Premisas discutibles

El artículo contra las guías de lenguaje no sexista, publicado por la Academia de la Lengua, ha sido saludado como una crítica valiente. A mí me parece que, siendo muy atinado, resulta insuficiente, aunque otra cosa seguramente supondría salirse del campo estrictamente lingüístico. El autor empieza admitiendo que acepta las premisas de partida de la corrección política feminista, aunque no comparta todas sus conclusiones en la materia que le atañe. Las premisas que enumera son las siguientes:

1) La mujer sufre aún discriminación en la sociedad actual (más allá de casos aislados, se entiende).
2) Existen comportamientos verbales sexistas.
3) Numerosas instituciones han abogado por el uso de un lenguaje no sexista
4) Es necesario incrementar la igualdad social entre hombres y mujeres y lograr que la presencia de la mujer en la sociedad sea más visible.

De estas premisas, solo estoy de acuerdo con la 2 y la 3, aunque son de carácter trivial. Existen comportamientos verbales sexistas, aunque casi siempre son inconscientes e insignificantes. El autor pone algunos ejemplos, así: “En el turismo accidentado viajaban dos noruegos con sus mujeres”; o “los ingleses prefieren el té al café, como prefieren las mujeres rubias a las morenas”. En ambas frases, implícitamente se sugiere que los  hombres son el sujeto principal, mientras que las mujeres son simples acompañantes de quienes sufren accidentes o de los ingleses. Pero este tipo de deslices cada vez son menos frecuentes, y desde luego es muy difícil verlos en medios de comunicación (es más frecuente encontrar faltas ortográficas o sintácticas).

La tercera premisa es indudablemente cierta pero no prueba nada. Que ayuntamientos, universidades y otro tipo de organismos públicos aboguen por el lenguaje no sexista es algo a lo que estamos acostumbrados, y lo que deberíamos preguntarnos es si el tiempo dedicado a estos golpes de pecho políticamente correctos sirve para algo.

En cuanto a la cuarta premisa, se desprende de la primera, que paso a abordar sin más: ¿Es cierto que persiste una fuerte discriminación de la mujer en nuestra sociedad? Ante todo, cabe discutir que la respuesta sea un sí o un no rotundo. Si comparamos nuestra sociedad, por ejemplo, con la de Arabia Saudí, es evidente que aquí existe una innegable igualdad social entre hombres y mujeres, no solo legal, sino de hecho. A nadie le sorprende que le atienda una doctora, o que le lleve al trabajo un autobús conducido por una mujer, o encontrarse en un juzgado con una jueza, o en la calle con una policía. Por tanto, cuando decimos que existe discriminación, nos referimos a la ausencia de paridad, a que todavía hay más hombres que mujeres en muchos puestos y circunstancias. El autor se refiere concretamente a los casos de violencia doméstica y acoso sexual, las diferencias salariales, las condiciones de capacitación laboral, la imagen de la mujer en la publicidad como “objeto sexual”, el reparto de las tareas domésticas y otras más vagas, como “la actitud paternalista que algunos hombres muestran hacia las mujeres”. (¿Entiende por ello que se ceda el paso, o el asiento, a una señora? Si se trata de eso, puede estar tranquilo, porque estas viejas normas de urbanidad van cayendo en desuso. Desgraciadamente.)

Según la RAE, discriminar tiene dos acepciones, “seleccionar excluyendo” y “dar trato de inferioridad”. Ahora bien, si yo maltrato a alguien, abusando de mi fuerza, no lo estoy discriminando necesariamente. No estoy diciendo “yo te maltrato porque tengo derecho a ello, puesto que soy tu superior”, sino que simplemente estoy haciendo uso ilegítimo de mi fuerza. Decir que toda violencia del hombre contra la mujer es violencia machista es tan absurdo como lo sería decir que si un ladrón atraca a un negro, es por racismo, necesariamente. Esta es una de las falacias más repetidas de la ideología de género. En todo caso, en una relación individual, es bastante irrelevante la motivación ideológica que puede aducir un maltratador.

Esto llega al absurdo cuando ya no se habla de maltrato, sino de reparto de tareas domésticas. Es cierto que en muchos hogares, determinadas tareas las realizan las mujeres, y que los hombres a veces tendemos a eludirlas, ya sea porque somos más torpes, o fingimos serlo, o no nos molestamos en aprenderlas. Pero de ello no se infiere que las tengamos por inferiores, sino, o bien que somos más vagos, o bien que efectivamente existe una predisposición psicogenética (no meramente cultural) a cierta división del trabajo. Posiblemente la verdad sea una mezcla de ambas cosas. Si esto último escandaliza a las feministas no es porque tengan pruebas en contra, sino porque entienden que sirve para justificar el rol de la mujer como ama de casa. Pero que una afirmación pueda ser usada de un modo u otro no nos indica nada acerca de su verdad o falsedad. La corrección política deliberadamente reduce todo juicio sobre verdad o falsedad a un juicio moral, con lo cual se convierte en el dogmatismo más extremo, que no solo sostiene la verdad absoluta de sus premisas, sino que ni siquiera admite que se plantee esa cuestión.

En cuanto a la presencia de la mujer en el mercado laboral, mi argumentación es análoga. Que haya más hombres que mujeres en determinados puestos no implica necesariamente que ello sea debido a una discriminación; puede deberse a otras causas, como las siguientes:

1) Puede ser que las mujeres prefieran determinadas profesiones o cargos a otros. Aunque el salario medio del hombre sea superior al de la mujer, esto podría indicar solo una preferencia de los varones por ciertas profesiones cualificadas y bien pagadas, así como una mayor disponibilidad para asumir puestos de responsabilidad que entrañan ausencias más prolongadas del hogar.
2) Que en determinados puestos se requieran determinadas características fisiológicas (fuerza física, estatura, etc) no significa que haya voluntad discriminatoria, salvo que la selección de esas características fuera arbitraria y deliberadamente ideada para excluir a las mujeres.

Por supuesto que en determinadas empresas se puede discriminar a la mujer por ideas preconcebidas acerca de su capacidad. No es mi idea negar que la discriminación exista, sino que sea el gran problema social que nos pretenden hacer ver. Pero posiblemente, la mayoría de los trabajos donde persisten prejuicios machistas ni siquiera valga la pena luchar por ellos. ¿Tan importante es que haya pocas, o ninguna, mujer encofradora? ¿Se pierden realmente algo, con todos los respetos por los encofradores?

La menor presencia de las mujeres en determinadas profesiones u oficios puede ser debida a prejuicios discriminadores o no, pero en todo caso, no es ella misma discriminación y no es necesariamente algo digno de lamentar. También existen muchas menos mujeres presidiarias que hombres, y no he sabido de ninguna feminista que vea en ello alguna discriminación de las fuerzas policiales a la hora de efectuar detenciones, o de las organizaciones criminales a la hora de reclutar mano de obra...

Decir que la mujer está discriminada porque hay más hombres en consejos de administración es ir más allá de la igualdad de hombre y mujer ante la ley. Es como decir que hay discriminación porque la prostitución es un negocio mayoritariamente centrado en la demanda masculina. Es negar que existan diferencias psicológicas y fisiológicas entre hombres y mujeres. Sostener que estas diferencias existen está basado en una evidencia empírica abrumadora, y no implica en lo más mínimo hablar de superioridad de un sexo sobre otro. Si yo afirmo que los negros tienen un especial talento para la música ¿soy racista por ello? ¿Estoy diciendo que deberían seguir estudios musicales pero no de economía? Sostener algo así sería una imbecilidad, pero en el caso de los debates sobre cuestiones de sexo, esta imbecilidad es la norma. Si alguien osa afirmar, por ejemplo, que las mujeres poseen un determinado instinto maternal, se le acusará de defender que su única misión en la vida es parir y limpiar mocos.

El problema de la ideología de género, y de la corrección política en general, es que negar sistemáticamente la realidad de las cosas conduce directamente al despotismo. Cuando no solo no se pueden sostener determinadas afirmaciones, sino que resulta sospechoso hacer determinadas preguntas, o manifestar dudas, sin ser estigmatizado por ello, el debate libre deja de existir y las condiciones para la democracia liberal se erosionan. Por eso no basta quedarnos con lo superficial de la corrección política, con sus ridiculeces lingüísticas, sino que hay que ir al fondo y poner en cuestión sus premisas. Porque no se trata de una mera cuestión de palabras, sino de poder político y libertad, como el mismo autor reconoce cuando advierte de las propuestas de la Junta de Andalucía de imponer multas a quienes se desvíen del uso políticamente correcto. Si por decir "compañeros" en lugar de "compañeros y compañeras" te pueden sancionar, ¿qué habría que hacer con este blog? ¿Cerrarlo? ¿Meter en la cárcel a su autor?

sábado, 3 de marzo de 2012

Bioética para nazis

El artículo aparecido en Journal of Medical Ethics, que defiende llamar al infanticidio de recién nacidos "aborto postnacimiento", es intelectualmente una basura. Desiste del menor esfuerzo de reflexionar sobre las cuestiones de fondo, algo que hasta ahora pensábamos que definía a la filosofía; se limita a partir de supuestos aceptados acríticamente. Los autores señalan que el aborto es legal en muchas legislaciones, y de ello deducen (no sin coherencia) que el infanticidio también debería serlo. Como ya se ha observado, en realidad tal aserto es un regalo dialéctico para los pro vida, los que pensamos que la vida humana es sagrada, y que ningún comité puede decidir quién es persona y quién no. El método de estos bioéticos, consistente en aceptar sin más los precedentes ("hasta ahora hemos matado fetos... ¿por qué no también bebés?"), permite justificar la liquidación de la mitad de la humanidad, o incluso de toda (con argumentos decrecionistas, por ejemplo, o de ecologismo radical) basándose en el precedente del Holocausto. Si los nazis mataron a millones de judíos ¿por qué no podemos eliminar a siete mil millones de seres humanos que maltratan gravemente -como podrían decir esos pirados- la naturaleza?

Hay un aspecto del artículo que, pese a su completa inanidad intelectual, no debería pasar inadvertido. Y son los motivos para el aborto y el infanticidio. Aunque los autores empiezan llamando la atención sobre graves enfermedades congénitas, terminan defendiendo que se pueda abortar, o cometer infanticidio, simplemente porque el bebé no sea deseado, lo que ellos expresan diciendo que compromete el "bienestar" de las personas que deberían encargarse de criar al niño. Y llegan hasta el extremo de argumentar en contra de la adopción, porque supuestamente las madres que dan un niño en adopción pueden sufrir daños psicológicos. (Por lo visto, si abortan, deben experimentar una sensación de alivio fenomenal.) Aunque el director de la revista ha defendido el artículo como un mero ejercicio de reflexión académica, es inevitable preguntarse de dónde procede la manía homicida de estos supuestamente apacibles profesores. ¡El empeño que tienen en que exterminemos bebés, sanos o enfermos, es verdaderamente sobrecogedor!

Vale la pena reflexionar brevemente sobre los motivos aducidos a favor del aborto. Obsérvese en primer lugar que uno empieza defendiendo el aborto, la eutanasia y el infanticidio para evitar sufrimientos extremos, y acaba apoyándolos igualmente para eludir la menor incomodidad. Niños "no deseados"... ¿Por qué no ancianos o enfermos mentalmente deteriorados, o en estado vegetativo, "no deseados"? A fin de cuentas, tiene su lógica, porque el dolor es una sensación subjetiva, difícil de cuantificar.

La fobia histérica al menor sufrimiento es uno de los fenómenos asociados a la descristianización. Si no es en absoluto trivial explicar la existencia del sufrimiento desde una posición cristiana, desde un punto de vista materialista ateo resulta completamente imposible. El dolor es la cosa más absurda que se pueda concebir. ¿Por qué debería existir semejante sensación en un universo reducible a fluctuaciones cuánticas y fuerzas gravitatorias? Las explicaciones corrientes, basadas en la teoría de la "señal de alarma fisiológica", ni siquiera rozan la cuestión. El dolor nos informa, efectivamente, de que algo no va bien en nuestro organismo. Si no sintiera un pinchazo al clavarme una astilla, es posible que esta pasara inadvertida, con los efectos de infecciones, etc. Pero que el dolor transmita información no quiere decir que sea un mero símbolo. Uno no se limita a observar el dolor, sino que este nos embarga, ocupa nuestra consciencia de una forma que solo podemos describir con torpes redundancias, de una manera... dolorosa.

Es por esta razón que desde una posición atea o agnóstica, el sufrimiento debe ser erradicado a toda costa. Esta es la idea que subyace en toda la construcción ideológica del Estado del bienestar. Desde la pedagogía de la "diversión" y las prestaciones sociales que deben protegernos de toda contingencia, hasta el aborto y la eutanasia, hay una línea de razonamiento lógicamente irreprochable. Quien tiene como máxima aspiración eludir el dolor, antepondrá este objetivo a la libertad e incluso a la vida. Y al desacostumbrarnos a los dolores más intensos, nos hacemos menos resistentes incluso a los más banales.  De ahí que se llegue a justificar el aborto con la figura puramente ideológica del "riesgo psicológico para la madre", cuando es científicamente conocido que un aborto resulta indeciblemente más traumático que un parto.

Sacrificar las vidas de niños, ancianos y enfermos, para evitar las molestias que conllevan sus cuidados, es un retroceso brutal de la civilización, posiblemente el mayor imaginable. Exactamente lo contrario de como lo pretende mostrar el sedicente progresismo, pese a que, por lo general, no se atreva a llegar explícitamente hasta las últimas consecuencias. Eso lo hicieron los nazis, que al menos eran menos hipócritas. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, algunos alemanes se consolaban pensando que Hitler no les dejaría caer en manos de los rusos, que administraría alguna suerte de eutanasia colectiva que les permitiría morir sin dolor. Cuando una sociedad declina gravemente, el suicidio colectivo llega a convertirse en una especie de obsesión. Preocuparse por justificar fríamente la muerte de bebés, como si en Europa, nada menos, estuviéramos sobrados de ellos, es otro síntoma siniestro de esta pulsión autodestructiva.