domingo, 31 de agosto de 2008

El origen de la guerra civil: La premisa legalista

La Versión Progresista Estándar de la Guerra Civil (VPEGC) se basa en dos premisas principales, la legalista y la relativista. De la segunda he hablado a propósito del interesantísimo libro L'òmnibus de la mort, en mi anterior post. Quisiera ahora anotar algunas observaciones sobre la primera, que expuse en estos términos -y perdón por la autocita:

"[Según] la premisa legalista (...) en 1936 existía un gobierno legítimo e inequívocamente democrático, contra el cual se sublevó una parte del ejército -de lo que se deduce que la Guerra Civil fue un conflicto entre los que tenían la legitimidad y los que no, entre los demócratas y los antidemócratas."

Es curioso que la izquierda se haya aferrado de tal manera al punto de vista legalista, ella que se caracteriza por considerar el derecho como una superestructura de la clase dominante, y que por tanto puede y debe ser violentado si con ello se beneficia a la clase ascendente. Bueno, ahora no suelen emplear la terminología marxista, pero en esencia, todo indica que la izquierda sigue abrigando en su seno esa concepción (o falta de concepción) de las leyes. Desde las coacciones de los sindicatos hasta los allanamientos de los okupas, pasando por los gobiernos que pactan con terroristas, el pensamiento seudoprogresista se muestra extremadamente comprensivo con todas estas actitudes tan poco respetuosas de los formalismos legales.

Pero si a eso vamos, el propio nacimiento de la República, tras unas elecciones municipales en las que los partidos republicanos sólo ganaron en determinadas capitales, debería ser cuestionado.

Si a eso vamos también, la violencia ejercida por las izquierdas, que culminó (pero no terminó) con el cruento golpe de Estado del 34, habría deslegitimado a los partidos integrantes del Frente Popular para presentarse a unas elecciones en el 36.

Y si a eso vamos, por último, que la propia policía de la república asesinara a uno de los principales líderes de la oposición, por mucho que la sublevación militar ya estuviera en marcha, no contribuye mucho a la credibilidad del argumentario legalista.

La premisa legalista sólo convence, pues, a quien ya está convencido, y por tanto se niega a mirar nada más allá de determinadas constataciones jurídicas positivas (como que los militares deben obediencia al gobierno de turno), del mismo modo que los actuales voceros del "No a la guerra" no quieren saber nada del régimen de Saddam Hussein derrocado por los Estados Unidos y sus aliados, y se agarran a unas resoluciones de la ONU que son el producto de equilibrios de fuerza entre Estados que persiguen intereses rara vez confesables.

La crítica de la VPEGC no entraña necesariamente justificar al bando vencedor. Al menos, yo no siento simpatía por ninguno de los dos bandos, a pesar de que podría presumir, como hacen muchos, de tener un abuelo que murió en la batalla del Ebro, en el bando republicano. (Por supuesto, mi abuelo no era "rojo", ni tampoco lo contrario; era uno de tantos españoles que fueron movilizados a la fuerza en ambas zonas.) Pero lo que no es normal es que, setenta años después, haya quien siga considerando como legítimo y digno de loas poéticas a uno de los dos bandos, y hasta considerándose su heredero.

Franco gobernó casi cuarenta años, pero hace treinta y tres que murió. ¿Y nos vienen ahora con esa mamarrachada de la Memoria Histórica, después de tres décadas de propaganda de signo contrario a la del franquismo? Creo que ya es hora de poner fin a tantas mentiras, y la peor mentira de todas quizá sea que nos tilden de neofranquistas a quienes no comulgamos con las ruedas de molino del cuento seudoprogresista de la Guerra Civil.

El ómnibus de la muerte

Acabo de leer el éxito de ventas del periodista Toni Orensanz, L'òmnibus de la mort: Parada Falset. El libro trata de los crímenes cometidos durante la Guerra Civil por la conocida como "Brigada de la Muerte", una banda de anarquistas que recorrió diversos pueblos de las provincias de Tarragona y Zaragoza, a bordo de un autobús Ford AA de cuatro cilindros, pintado de calaveras, y sembrando la muerte a su paso. Como es natural, el autor se detiene especialmente en los hechos acaecidos en su pueblo natal, Falset (capital de la comarca del Priorat, merecidamente famosa por sus vinos), entre el 13 y el 14 de septiembre de 1936, y que terminaron con el fusilamiento, frente a la tapia del cementerio, de veintisiete vecinos.

Aparte del interés en sí de unos hechos que Orensanz ha conseguido aclarar por vez primera (¡hasta el punto de descubrir, muy a pesar suyo, la implicación de un miembro de su propia familia!), el libro es notable por el modo en que está escrito. El autor ha optado, con gran olfato literario, por ir desvelándonos la historia dentro del relato de su propia investigación, que le lleva durante varios años a entrevistar a historiadores y a decenas de testigos directos o a sus descendientes, y a recorrerse archivos históricos de Madrid, Barcelona o incluso Holanda (donde se encuentran unos archivos históricos de la CNT).

El resultado es una obra que se lee como una verdadera novela policiaca, con giros inesperados y momentos dramáticos, como cuando Orensanz descubre una de las pocas fotografías que tenemos de los integrantes de la Brigada de la Muerte, que reproduzco aquí. Observen al sujeto del bigotillo a lo Errol Flynn, con sus manos sacrílegas en la imagen del Cristo y el pistolón al cinto. Este era Fresquet, el cabecilla de la banda, y claro protagonista del libro, que efectivamente daría para escribir una novela.


Por cierto que, como ha señalado Antoni Coll en el Diari de Tarragona, es inevitable acordarse de la magnífica Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Aunque ésta, a diferencia del libro de Orensanz, es una obra de ficción, ambas coinciden (aparte del paralelismo de la indagación del pasado, narrada desde el presente) en tomar como punto de partida hechos reales poco favorables al bando republicano. En el caso de Cercas, eso le lleva, después de todo, a componer la que acaso sea la última gran elegía de los que lucharon a favor de la República (o más bien lo que creían seguía siendo la República del 31). Toni Orensanz no se ha permitido semejantes expansiones, pero ha tenido la suficiente habilidad para no cuestionar (o que no parezca que lo hace) lo que llamaré Versión Progresista Estándar de la Guerra Civil (VPEGC), lo cual le ha evitado sufrir el silencio hostil del establishment mediático-académico. Y me explico.

La VPEGC se erige básicamente sobre dos premisas:
  • La premisa legalista, según la cual, en 1936 existía un gobierno legítimo e inequívocamente democrático, contra el cual se sublevó una parte del ejército -de lo que se deduce que la Guerra Civil fue un conflicto entre los que tenían la legitimidad y los que no, entre los demócratas y los antidemócratas.
  • La premisa relativista, según la cual, la violencia en la zona republicana sólo puede juzgarse comparándola con la de la zona franquista (más sistemática, intensa y duradera) y no puede achacarse a las autoridades del Frente Popular, sino a "incontrolados" que actuaron sólo en los primeros meses, algo muy distinto del carácter de la represión en el bando nacional.
El autor de L'òmnibus de la mort asume sin amago de crítica la premisa legalista. Esta, de todos modos, no afecta esencialmente al tema del libro, por lo cual no me detendré en ella (aunque pienso tratarla en una próxima entrada). En cambio, sus conclusiones concernientes a la premisa relativista son mucho más matizadas.

Por un lado, sus averiguaciones acerca de los miembros de la Brigada de la Muerte y sus procedimientos le hacen ser muy crítico con el demasiado cómodo concepto de los "incontrolados". Traduzco del catalán a Orensanz:

"¿Incontrolados, espontáneos, desorganizados, unas personas capaces de reunirse y actuar concertadas en determinados momentos, en según qué sitios? Permítanme que lo dude. (...) Mi hipótesis no es otra que toda esta gente -forjada en el pistolerismo anarquista de la Guerra Civil- no hicieron otra cosa que poner en marcha la Revolución con todas sus consecuencias y de manera más bien organizada de lo que podríamos habernos imaginado." (p. 267).

Pero por otro lado, en el libro existe un claro empeño en minusvalorar la responsabilidad de las autoridades frentepopulistas en los asesinatos de gente de derechas y religiosos. Así, en el caso de Falset, el comité izquierdista que dirigía el pueblo cuando llegó la siniestra columna capitaneada por Fresquet, habría sido formalmente detenido por los anarquistas, y varios de sus miembros obligados contra su voluntad a colaborar en los registros y detenciones de los "fascistas" que terminaron siendo fusilados. El libro es también, por tanto, una especie de desagravio póstumo a los miembros de ese comité a los que el franquismo condenó a muerte, bajo la acusación de colaboración con los asesinos. A ello hay que añadir los casos de otros pueblos en los que las autoridades locales, alertadas a tiempo de la llegada de la Brigada de la Muerte, consiguieron frustrar sus propósitos, con la persuasiva intervención de los Guardias de Asalto. (Que sin embargo no sólo no detenían a esa banda de criminales, sino que les permitían proseguir su macabra ruta hacia otras localidades más desprevenidas o quién sabe si acogedoras.)

Incluso si nos limitamos a los hechos narrados en el libro, este es su aspecto menos consistente, a mi modo de ver. Quizás los dirigentes de Falset colaboraron con Fresquet y sus hombres por temor a perder sus propias vidas, pero aunque humanamente podamos comprenderlo ¿qué pensaríamos de un magistrado que dejara libre a un terrorista por miedo a ser asesinado -no digamos ya si se pusiera a su servicio? ¿Se puede justificar que la policía republicana no detuviera a todos los componentes de la Brigada de la Muerte?

Pues Orensanz, si no justificarlo, al menos intenta explicarlo. Dice:

"¿Quién era el guapo que se atrevía a plantar cara a los anarquistas violentos en las primeras semanas de guerra? Habían contribuido a parar a los fascistas los primeros días del golpe de estado. Los equilibrios eran frágiles en exceso, y detener a Fresquet y su gente hubiese representado desencadenar, ya entonces, un conflicto de magnitud similar al que vivieron Barcelona y Cataluña en mayo de 1937, con comunistas y anarquistas disparándose en pleno día." (p. 103)

O sea, que como la amenaza eran los franquistas, había que tolerar los asesinatos en la zona republicana, para no crear divisiones en la retaguardia. Sin duda, como explicación es muy válida, aunque quizás algo incompleta. Pero no habla muy a favor de las autoridades frentepopulistas, creo yo. Es como si dijéramos que el PNV no quiere el fin de ETA, porque aunque desaprueba sus "métodos", coincide en el objetivo final. No creo que nadie pueda considerar eso como un gran elogio del partido fundado por Sabino Arana, aunque sí quizás una "explicación".

Aparte del tema de la relación del Frente Popular con la violencia, Orensanz también se mete en un jardín intentando desentrañar las causas de la violencia revolucionaria, pintándonos el acostumbrado cuadro de miseria y explotación. Tampoco es que con ello pretenda justificarla, pero es que incluso como explicación, me parece sumamente tópica y simplista. Desde Tocqueville al menos, muchos autores vienen sospechando que las revoluciones no nacen de la miseria absoluta, sino de otro tipo de agravios más relativos, más subjetivos. Y de hecho, su propio relato de los hechos -una vez más- nos permite entrever esta verdad, cuando describiendo el conflicto entre jornaleros y patronos, que podían castigar a los primeros sencillamente con no darles trabajo, retrata a uno de los cenetistas de Falset que colaboraron en los asesinatos como un hombre que

"sufría el rechazo de los amos por su carácter belicoso, su pose chulesca, porque se enfrentaba de palabra y porque les escupía a la cara si hacía falta." (p. 252)

Hombre, ¡no querría que con esta actitud encima le ascendieran!

De todo lo dicho se desprenden dos cosas. Primero, que el autor evidentemente no pretende cuestionar la VPEGC, que defiende con tanto celo el gremio historiográfico de los embates del herético Pío Moa. Gremio al que pertenece sin ir más lejos el propio prologuista del libro, que en mi opinión le hace un flaco favor al prologado, perdonándole la vida por no ser historiador profesional y reduciendo casi a anécdota los hechos narrados en el libro (hay que "evitar el riesgo de convertir episodios extremos como este en norma"). Y segundo, que L'òmnibus de la mort es lo suficientemente honesto, en su relato de los hechos, como para que cada cual pueda sacar sus propias conclusiones. Creo que a pesar del prologuista, y no sé si del propio autor, serán muchos los lectores que empiecen a ver puesta en entredicho la imagen romántica del bando republicano que siguen transmitiendo tantos textos y películas. Porque los hechos son los hechos, y por mucho que se adornen y se presenten correctamente "interpretados", para el seudoprogresismo dominante, la violencia en la retaguardia republicana sigue siendo, no ante todo un "episodio" condenable y atroz, sino... "delicado". Desde luego, para quien tiene en gran estima su prejuicios ideológicos, debe serlo.

viernes, 29 de agosto de 2008

Neolengua: un ejemplo práctico

Lo podemos encontrar -dónde si no- en El País de hoy, en el siguiente titular: El Gobierno prohibirá los anuncios que limiten la libertad del consumidor.

Hasta ahora yo pensaba que por muy agresiva o engañosa que fuera una determinada publicidad, éramos libres de no comprar ningún producto que no quisiéramos o del que desconfiáramos. Pues resulta que no, que sólo seremos libres cuando el gobierno promulgue una ley (otra más: suma y sigue) de restricción de la libertad económica.

Resulta curioso que quienes declaran querer protegernos de posibles engaños, no retrocedan ante tan flagrante perversión del lenguaje. Parece que no se aplican el cuento a ellos mismos.

Me temo que esta sociedad ya está madura para que un día de estos se pueda leer un titular del siguiente tenor: "El gobierno prohibirá los sitios web que limiten la libertad del internauta."

Pero que muy madura.

martes, 26 de agosto de 2008

Puede dormir tranquilo, Sr. Foix

El señor Foix escribe en La Vanguardia sobre el "absurdo" de la división de la península de Corea. Ciertamente, es una forma de verlo. No es difícil captar el lado absurdo de toda frontera, la mera existencia de pasaportes, visados y aranceles; que los seres humanos se limiten a sí mismos su libertad de movimiento sobre la superficie de la Tierra, al tiempo que los medios de comunicación y de transporte son cada vez más veloces y accesibles.

Pero ¿realmente esa es la cuestión de fondo en este caso? Ingenuamente, yo tendía a pensar que lo terrible y dramático es que millones de coreanos estén condenados al hambre y la esclavitud bajo la bota de un régimen comunista criminal -quizás el más cruelmente despótico que se conoce. La división de Corea en dos Estados es, o eso pensaba yo, una consecuencia absolutamente secundaria de lo anterior.

Cierto que el señor Foix alude de pasada al régimen dictatorial de Corea del Norte y a las vicisitudes por las que atraviesan sus habitantes. Pero el enfoque de su artículo, una olímpica meditación sobre el surrealismo de ese pasillo desmilitarizado a lo largo del paralelo 38, equivale a adoptar algo demasiado parecido a una imposible equidistancia entre un sistema democrático y otro profundamente inhumano, por mucho que sepamos que no es la intención del autor.

Claro que sabemos que el señor Foix no simpatiza lo más mínimo con Pyongyang. Es más, sospecho que en realidad, su artículo en el fondo quiere ser una condena del régimen comunista, sí, aunque no lo parezca. El problema es ese, que en su prurito de eludir "maniqueísmos" -de mimetizarse con el paisaje antiamericano, antioccidental y anticapitalista para no ofender a nadie- su crítica del peor infierno socialista existente hoy sobre la Tierra pasa tan desapercibida, resulta tan discreta, que en un congreso del Partido Comunista el señor Foix seguramente no sería mal recibido. A lo mejor incluso aunque fuera el de Corea del Norte.

Puede estar tranquilo, señor Foix: No hay peligro de que le confundan ni remotamente con Jiménez Losantos o algún otro exaltado de Red Liberal. Objetivo cumplido.

domingo, 24 de agosto de 2008

Es muy difícil razonar con los progres

Alguno dirá que he tardado en darme cuenta, transcurrido un año largo desde que inicié este blog. Pero como suele decirse, siempre hay una gota que colma el vaso, y en mi caso ha sido mi reciente post "Consejos para evitar una violación", el cual provocó algunas reacciones que me han hecho prácticamente abandonar toda expectativa de que pueda entablarse un debate racional sobre determinados temas.

En esa entrada criticaba yo cierta tesis políticamente correcta según la cual, la violencia sexual sería básicamente consecuencia de un afán machista de dominio, y la motivación estrictamente sexual un mero elemento justificatorio. Sobre todo, intenté distinguir mi crítica de cualquier asomo de justificación de los delincuentes sexuales, pues el pensamiento políticamente correcto se basa en gran medida en esa falacia. Si tú cuestionas que el machismo o la agresividad en general sea un fenómeno puramente cultural, resulta que lo estás justificando.

Pues bien, fue inútil tratar de explicarlo. Los comentarios progres no ahorraron ironías del estilo "si es que las visten como putas"; categóricas condenas de los violadores, como si los demás no experimentáramos la misma repugnancia hacia tales sujetos; ni solemnes apologías del derecho de las mujeres a vestir y comportarse como quieran, como si yo hubiera defendido lo contrario, y no me hubiera esforzado en distinguir entre tener absoluto derecho a algo, y que sea prudente ejercer ese derecho en determinadas circunstancias.

Pero nuestros progres no atienden a los argumentos ni a las matizaciones. Si les parece que un discurso no encaja dentro del pensamiento único "progresista", el procedimiento habitual consiste en denunciar el mero hecho de que pueda existir, ridiculizándolo o criminalizándolo, para lo cual se le atribuyen determinadas tesis del pensamiento más reaccionario o más cínico, incluso aunque -como suele ser habitual, y en previsión de las críticas más burdas- dicho discurso se haya empeñado en disipar cualquier tipo de confusión al respecto.

Es decir, uno puede criticar, por ejemplo, las leyes de igualdad de género, poniendo todo el énfasis necesario en la igualdad entre hombres y mujeres. Da igual, se le acusará de machista, y de defender aquello de "la mujer en casa y con la pata quebrada".

Los progres no atacan argumentos, sino estereotipos. Uno ya puede desgañitarse exponiendo su posición, que es lo mismo. Si te apartas de la ortodoxia progre, eres un facha irrecuperable, cuyas opiniones no merecen siquiera ser debatidas, sino que en sí mismas son la ilustración de aquello en lo que no se puede caer nunca. Sólo cabe, pues, la mofa y la repetición de las consabidas consignas. Sin pretender compararme, es el mismo tipo de táctica que se emplea con autores como Pío Moa. Como su interpretación de la II República y la guerra civil no casa con los prejuicios en boga, se le tacha de neofranquista y se evita el verdadero debate, con lo cual el paradigma historiográfico "progresista", que garantiza el endogámico reparto de cargos académicos, no se ve amenazado.

Por todo ello me propongo ser más riguroso en la moderación de los comentarios. Si hasta ahora me he limitado a rechazar los ofensivos o de mal gusto, en adelante rechazaré sistemáticamente todos los off topic, las descalificaciones que no entren al fondo de los argumentos y los anónimos que no aporten nada. Con ello espero evitar que se degrade el nivel y no perder tiempo replicando las tonterías más previsibles. Así que amigos progres, habrá que esforzarse un poco más.

sábado, 23 de agosto de 2008

La obsesión antiliberal

Una de las lumbreras progres habituales de las páginas de El País, Sami Naïr, nos deleita hoy con un artículo titulado "El alcance geopolítico de la crisis", en el cual nos anuncia por enésima vez el fatal declive de la potencia estadounidense, esta vez prefigurado por la crisis económica. Se trata del ejercicio habitual de confusión entre el deseo y la realidad, y no me molestaré en comentar las vaguedades insustanciales a las cuales se entrega a propósito de las "potencias emergentes".

Pero a pesar de lo que da a entender el título, casi dos terceras partes del texto se dedican a analizar (es un decir) la crisis en sí. Sus causas serían la falta de control de los movimientos del capital, la "especulación salvaje" y el monumental déficit estadounidense. Y la solución, por tanto, sólo puede venir de la mano de "nuevos mecanismos posliberales" -que al final resultan ser las recetas antiliberales de siempre: Más regulaciones, más déficits presupuestarios e incluso nacionalizaciones. Pero ¿no quedamos en que el déficit norteamericano era malo?

Se arguye que el mismo Bush está inyectando dinero público en la economía. ¿Y qué demuestra eso? Esa política puede ser acertada o errónea, y desde luego yo creo que es lo último, y que sólo servirá para prolongar la duración de la crisis. Pero en todo caso, mientras no conozcamos los resultados, es puro razonamiento circular justificar determinadas premisas señalando la puesta en marcha de aquellas políticas que se inspiran en ellas. A no ser que los únicos que puedan equivocarse sean los financieros e inversores privados, no los políticos. A juzgar por su fe ilimitada en la intervención estatal, es indudable que el articulista realmente cree en semejante disparate.

Con fidelidad inquebrantable a esta superstición, Naïr propone "acciones reguladoras de los tipos de interés", como si hasta ahora estos no hubieran estado regulados, y no se encuentre precisamente en esa regulación, que ha propiciado el endeudamiento de los últimos años basado en el dinero excesivamente barato, una de las causas principales de la crisis subprime.

Pero da igual que las autoridades monetarias sean políticas. La culpa es siempre del mercado, y punto. Es preciso, en consecuencia, ridiculizar "las sacrosantas leyes del mercado", y desechar "las recetas tradicionales del laissez faire liberal." En el colmo de no ver la viga en el propio ojo, nos dice el autor que, frente a la crisis, "nada sería peor que reaccionar ideológicamente [!], para proteger una religión económica dada." Claro, lo del señor Naïr no es ideología (y mucho menos religión: no le ofendamos). Es, se deduce, una forma de aprehensión directa de la realidad, que le permite entrar en contacto con la verdad absoluta, sin mediación. Vamos, algo así como la ciencia infusa, pero en versión laica.

Hay que señalar que el seudoprogresismo no se conforma con suposiciones infundadas, sino que recurre directamente a falsedades palmarias, como cuando afirma que la característica del "liberalismo mundial (...) es la competición a la baja de todo: calidad, sueldos, etcétera." Justo lo contrario de lo que demuestran todos los datos económicos de las últimas décadas, pero es que es tan difícil resistirse a hacer frases que quedan tan bien...

Esta es la intelectualidad que pasa por prestigiosa, y a la que ninguna crisis -nos tememos- curará jamás de su obsesión antiliberal. El problema es que, jaleadas por los medios de comunicación, sus ideas tienen repercusiones, que acabamos padeciendo todos.

viernes, 22 de agosto de 2008

La monstruosa conspiración judeo-transgénica

Que un diario supuestamente conservador como La Vanguardia le haga una entrevista abiertamente cómplice a un activista antitransgénicos titulada "A las multinacionales farmacéuticas les interesa mantener la sociedad medio enferma", ya no nos sorprende a estas alturas. Es más, casi me atrevo a decir, sin sorna, que me hace concebir cierta esperanza. Los progres están empezando a perder glamour a chorros desde que cualquier botiguer es capaz de propinarnos una soflama contra las multinacionales, y esa señora mayor que tiene un perrito llamado Cuqui asiente con sincera aprobación. "On anirem a parar?"

El activista en cuestión, llamado Josep Pàmies (no Jordi, como por error lo llama la edición digital, si no lo han corregido), una especie de José Bové catalán, aporta en la entrevista las siguientes afirmaciones en apoyo de sus tesis conspiratorias y catastrofistas:

-El sistema de salud se desplomará por los problemas derivados de la alimentación. Lo cual, suponiendo que sea cierto, no dice mucho en favor de la capacidad del sector público para satisfacer una demanda de salud cada vez más exigente.

-La OMS alerta de que la diabetes aumentará del 10 % actual al 25 % en 2030. Por supuesto, esto está relacionado con el aumento de la obesidad, lo cual a su vez es una consecuencia del crecimiento mundial de la riqueza. En cualquier caso, no parece, al igual que lo anterior, que ello tenga sólo que ver con los transgénicos.

-"La Unión Europea prohibió el maiz transgénico porque se comprobó que provocaba resistencia a antibióticos en humanos". Una inexactitud y una mentira. Desde luego, la política de la UE es claramente intervencionista en esta cuestión, pero no mantiene actualmente ninguna prohibición genérica. En cuanto a los efectos de resistencia en los antibióticos, según el profesor del CSIC Daniel Ramón Vidal, no existe ningún estudio que lo demuestre, y por ello la OMS declaró que no había riesgo per se en el consumo de alimentos genéticamente modificados.

-Los estudios sobre los efectos adversos de los trasgénicos, "no interesa que salgan a la luz". Por definición, indemostrable, claro. Tampoco se molesta Pàmies en aportar la menor prueba.

-"La Agencia Europea de Seguridad Alimentaria está terriblemente influenciada por las grandes industrias farmacéuticas." Y por los agricultores no. Ellos, que representan menos del 5 % de la población activa, pero se tragan en subvenciones buena parte del presupuesto comunitario, no son un grupo de presión poderosísimo, qué va.

-Si no se usan transgénicos, las plagas que atacan los cultivos se equilibran "de forma natural". Pero los transgénicos han surgido entre otras razones para evitar el uso de plaguicidas. ¿Sugiere Pàmies que renunciemos también a ellos? Hombre, como medida para hundir la producción agrícola y sumir a la población mundial en el hambre, no está mal pensada.

-Un premio Nobel de medicina, Richard J. Roberts ha afirmado en una entrevista que las farmacéuticas no quieren producir medicamentos que curen totalmente, porque si no, se acaba el negocio. Hace poco, Albert Esplugas se refirió en un artículo a estas declaraciones. Suponiendo que el doctor Roberts tuviera pruebas de algún caso concreto en favor de lo que dice, su extrapolación a toda la industria farmacéutica sólo es posible si ignoramos la existencia de la competencia, e imaginamos a las farmacéuticas actuando de manera concertada, como un bloque ominoso.

-Abundando en lo mismo, el médico alemán Mattias Rath, denuncia que las farmacéuticas no están interesadas en prevenir las enfermedades mediante una alimentación natural. Lo que no menciona este activista es que el señor Rath también es de los que niegan que el VIH sea la causa del SIDA, y cuestiona por tanto el tratamiento con retrovirales... Menudo personaje.

En resumidas cuentas, la aparente profusión de "datos" ofrecida por Pàmies se reduce a una mera colección de opiniones, suposiciones y falsedades, sin un sólo hecho tangible.

Con ello no pretendo afirmar que los alimentos transgénicos tengan que ser a priori fantásticos, sin distinciones. Afirmar esto sería caer en un fundamentalismo de signo opuesto, aunque igual de condenable que el de los ecologistas.

Pero me parece que es tener una cara muy dura que un miembro del sector más protegido de Europa cargue contra no sé qué conspiraciones. A mí conspiración me parece que un grupo minoritario consiga casi la mitad del presupuesto comunitario en subvenciones, y le sea tolerado que oferte sus productos a un precio superior al de mercado, imponiendo aranceles que ayudan a mantener en la miseria a millones de personas de países pobres. Eso sí que es una conspiración como la copa de un pino. Aunque bien mirado, las conspiraciones se caracterizan por actuar en la sombra, y estos no lo necesitan, porque cuentan con el apoyo de la mayoría de los medios, como por ejemplo La Vanguardia, cada día más defensores de todo lo que huela a ese provincianismo de botiguer, que en todo ve la mano negra de las multinacionales.

jueves, 21 de agosto de 2008

¿Una utopía socialista?

En 1932, Aldous Huxley publicó Un mundo feliz, la que a mi juicio es la novela de ciencia-ficción más lograda y penetrante jamás escrita.

El argumento es sobradamente conocido. En un futuro siglo VII de la Era Fordiana, el mundo está gobernado por un Estado mundial que ha abolido todas las instituciones, creencias, principios morales y costumbres por las cuales ha venido rigiéndose la humanidad desde tiempo inmemorial, incluyendo la propia familia. Los seres humanos son producidos en serie en condiciones extrauterinas desde la misma fecundación, de manera que ya no existen padres ni madres, ni siquiera en sentido biológico.

"Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado."

"-¿Y saben ustedes lo que era un 'hogar'? (...) Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio, una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores."

Los niños, en efecto, son criados colectivamente y adoctrinados mediante métodos pavlovianos e hipnopédicos, que les impedirán desarrollar jamás el menor atisbo de crítica o descontento ("inadaptación"). Los tiempos en que existían cosas como la familia, la religión, la literatura, son descritos como un periodo precientífico, caracterizado por las enfermedades, tanto físicas como psíquicas, los conflictos generados por las pasiones y la infelicidad. Ahora, todo eso está felizmente superado. Ya en la etapa adulta, todos los individuos gozan de un estado de equilibrio y satisfacción ininterrumpidos, gracias al condicionamiento recibido y al uso de una droga llamada soma:

"Euforica, narcótica, agradablemente alucinante. (...) Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes."

A ello debe añadirse una organización deliberada del ocio de masas, así como una promiscuidad sexual elevada a patrón moral de referencia, hasta el extremo que las parejas estables son mal vistas. No existen, recordémoslo, hijos. Tampoco hay ancianos. La medicina ha progresado lo suficiente para que todos los hombres y mujeres mantengan un aspecto juvenil hasta avanzada edad. Cuando llega el momento de la muerte, son convenientemente sedados y prácticamente desaparecen, siendo rápidamente olvidados por sus amigos y conocidos. El dolor por la pérdida de seres queridos también ha pasado a la historia. Y la historia misma ha sido prácticamente borrada, salvo el relato oficial y en gran parte mítico de los orígenes del Mundo Feliz, en torno a los cuales se ha organizado una ridícula parodia de religión.

Aunque el Estado preside todos los aspectos de la existencia, la distopía huxleyana no parece un sistema socialista puro. Huxley no es demasiado explícito en este terreno, pero en el Mundo Feliz se alienta obsesivamente el consumismo, lo cual no parece congruente con un sistema económico (totalmente) planificado. De hecho, en la novela es patente una crítica mordaz de la sociedad de consumo, a la que se juzga como vulgar y degradante.

Sospecho que el autor, como tantos intelectuales del periodo de entreguerras, no tenía del capitalismo una imagen mucho más favorable que del socialismo (por el que es evidente que no abriga excesivas simpatías) y que de alguna manera creía intuir que el destino de ambos sistemas era acabar convergiendo, como en el cuento de Asimov del que hablaba el otro día.

Aunque no comparto su elitista rechazo del capitalismo, sí que me inquieta, hasta diría que me persigue a veces, la idea insidiosa de que Huxley pueda haber estado más cerca que nadie de la verdad acerca del porvenir que nos aguarda.

Es evidente que el estatismo no es incompatible con un cierto grado de libertad económica, sino más bien al contrario, los recursos ingentes que manejan los Estados actuales no serían posibles sin un mercado (relativamente) libre que los genere. Incluso una dictadura tan férrea como la China continental ha aprendido la lección, y por el momento mucho nos tememos que el Partido Comunista chino no sólo no ve amenzado su poder, sino que lo ha reforzado. Cierto que el dinamismo de la sociedad podría acabar provocando un deshielo del regimen político. Incluso los incomparablemente más benévolos Estados del Bienestar europeos ven cíclicamente cuestionada su sostenibilidad. Puede que el sistema de prestaciones sociales acabe quebrando y obligue a las sociedades europeas a reformas liberalizadoras, pero tampoco debe descartarse que, de producirse una gran crisis, no acaben triunfando los partidarios de más Estado, que culparán indefectiblemente al "liberalismo salvaje" de los desaguisados provocados por la burocracia.
Incluso en Estados Unidos coexisten ambas tendencias, liberales y estatistas. ¿Cuál triunfará? El futuro es incierto.

Hay sin embargo un detalle en la novela de Huxley que resulta significativo, y en cierto modo permite abrigar una esperanza, dentro del pesimismo sin concesiones de esta obra literaria. Aunque la existencia del Mundo Feliz requiere un considerable grado de desarrollo tecnológico (¡pero hoy parece menos descabellada que en 1932!) la innovación científica es deliberadamente controlada y hasta cierto punto contenida, porque sus dirigentes la perciben como potencialmente desestabilizadora. Y sin duda así es.

La Unión Soviética impresionó a muchos por sus logros espaciales y militares. Pero quedó muy por detrás en otros campos, quizás a corto plazo menos espectaculares, pero que a la larga se han revelado más decisivos. El ejemplo más notorio es la informática. El ordenador personal, y luego Internet, no se desarrollaron en la antigua URSS, sino en los Estados Unidos, gracias entre otras cosas a que hubo unos cuantos pirados que empezaron experimentando en garajes particulares, y no fueron encerrados en frenopáticos, ni siquiera molestados por funcionarios que pudieran ver en actividades tan extrañas intenciones subversivas. Aunque en un sentido profundo, tal vez sí lo fueron.

El progreso tecnológico es por esencia imprevisible y por tanto, va estrechamente ligado a una sociedad libre. Sólo ésta logra beneficiarse al máximo de él, al tiempo que ofrece el entorno más adecuado para su florecimiento. Y mientras haya sociedades más o menos imperfectamente libres, esa será su ventaja decisiva sobre los totalitarismos que sólo ven en la ciencia un instrumento al servicio del poder.

Nota bibliográfica: Las citas proceden de Un mundo feliz, Plaza y Janés, 2000.

Más especulaciones sobre el socialismo

Desde un punto de vista puramente lógico, existen cuatro posiciones posibles frente al socialismo definido como un sistema económico totalmente planificado:

Llamamos propiamente socialista a la posición representada por la casilla A, es decir, la de quien no se limita a pensar que "la justa distribución de la riqueza" es deseable, sino que además es posible. Las tres restantes casillas representan distintas variantes de liberalismo, aunque también podrían contener otras ideologías no liberales. En mi anterior entrada, discutí la columna AC, es decir, descartando por hipótesis las casillas B y D, intenté reflexionar sobre la cuestión de si sería posible determinar cuál de las otras dos casillas sería la verdadera, es decir, si el socialismo, en cuanto a sus resultados, es deseable o no. Mi respuesta fue agnóstica, aunque con una importante precisión. Puesto que todo indica que un intento precipitado de instaurar el socialismo tiene en cualquier caso consecuencias nefastas, sería una estrategia más "sabia" optar por C, porque o bien es verdadera, en cuyo caso acertamos de pleno, o bien es falsa, pero no hemos alcanzado todavía el nivel tecnológico requerido.

Sin embargo, tenemos argumentos muy sólidos, tanto teóricos (escuela austriaca) como empíricos (la caida del comunismo a finales del siglo XX) para pensar que la verdad se encuentra precisamente en la columna BD, es decir, que el socialismo no es realmente factible. Nótese entonces que, a diferencia de la discusión anterior, aquí no tiene sentido plantearse la cuestión de cuál es la posición verdadera, la de la casilla B o D. Es decir, si el socialismo no es posible, carece ya de todo interés práctico saber si es deseable o no.

Ahora bien, es evidente que la imposibilidad del cálculo económico en una economía totalmente planificada no conlleva inevitablemente, por desgracia, el triunfo del libre mercado.

Un moderno sistema económico autoritario se puede sostener, a pesar de su ineficiencia, durante un tiempo determinado. La existencia de la Unión Soviética en el siglo XX lo demuestra. Todo indica que su desmoronamiento se produjo al no poder competir con el mundo capitalista, cuya clase media disfrutaba de un nivel de vida (y no digamos una libertad) superior en muchos aspectos al de los propios privilegiados dentro del régimen comunista. Posiblemente, el hastío de estos últimos fue decisivo: Ningún régimen sobrevive a la desafección de sus dirigentes.

Pero ¿qué ocurriría si el socialismo se hubiera implantado en todo el mundo? Semejante escenario de pesadilla fue imaginado por George Orwell en su celebérrima novela 1984. En ella nos describe un Londres destartalado y sucio, sumido en la pobreza y el racionamiento, cuyos habitantes se encuentran sometidos a una propaganda intensiva y omnipresente, así como al terror político más despiadado y brutal.

Afortunadamente, después de la caída del comunismo, este infierno parece mucho menos probable. La literatura nos ha proporcionado, sin embargo, otro tipo de distopía que a mí se me antoja mucho más inquietantemente factible. Se trata del también famoso "Mundo Feliz" (Brave New World) de Aldous Huxley. Pero esto se merece una próxima entrada.

martes, 19 de agosto de 2008

De Asimov a Heidegger

Isaac Asimov ha sido uno de los más grandes autores de ciencia-ficción de todos los tiempos. Guardo un entrañable recuerdo de muchas de sus novelas, como la trilogía iniciada por Fundación, El fin de la eternidad o Yo, robot. No conozco ningún otro autor que haya trazado un cuadro del futuro, desde el más cercano hasta el más remoto, tan consistente, detallado y reflexivo. Y lo de reflexivo verán hasta donde puede llevarnos.

En Yo, robot, Asimov aborda el futuro más próximo, la segunda mitad del siglo XXI. El mundo está dividido en cuatro Regiones, y la economía de cada una de ellas está gobernada por una Máquina de inteligencia sobrehumana. La pobreza y los conflictos sociales han desaparecido. El sistema económico dirigido por las Máquinas no es ni capitalista ni socialista, el mundo ya no debe elegir entre "Adam Smith o Karl Marx", dice Asimov. Ya no tiene sentido hablar de propiedad pública o privada, porque las decisiones no las toman ni los empresarios ni los políticos y burócratas, sino las computadoras. De hecho, una de las cuatro áreas en que se divide el planeta, la Región Nórdica, incluye los territorios de los antiguos Estados Unidos y la Unión Soviética. (El libro se publicó en 1950).

Sin embargo, años antes, el economista austriaco Ludwig Von Mises ya había formulado su teoría de la imposibilidad del cálculo socialista, que es lo que de hecho llevan a cabo las Máquinas asimovianas, por mucho que no se quiera calificar de socialismo al resultado. Un sistema en el que los precios no están determinados por el libre mercado, carece de la información indispensable para tomar las decisiones económicas básicas. Ninguna autoridad central puede saber qué debe producirse ni en qué cantidad, porque ello es el resultado de la experiencia y las actuaciones interrelacionadas de millones de individuos. Toda intervención autoritaria en la formación de los precios sólo puede conducir a una mayor ineficiencia, esto es, a un menor aprovechamiento de los recursos y a un menor nivel de vida de toda la poblacion -salvo previsiblemente, la casta de los dirigentes.

El relato de Asimov plantea, por tanto, una cuestión fascinante. ¿Podría la Inteligencia Artificial resolver el problema del socialismo? ¿Podría ser que, a fin de cuentas, el advenimiento del socialismo sólo fuera una cuestión de progreso tecnológico? El blogger K Budai (recientemente agregado a Red Liberal) contestó negativamente a esta pregunta en un post antiguo titulado "Inteligencia artificial y el teorema de la imposibilidad del socialismo", partiendo de una crítica formal a los argumentos ofrecidos por Jesús Huerta de Soto en el mismo sentido. Sus razonamientos suenan convincentes, aunque admito no haberlos estudiado a fondo.

Con todo, vamos a suponer que fuera posible un mundo como el descrito por Asimov, regido por máquinas. ¿Sería además deseable? ¿No se trataría de hecho del sueño del liberalismo clásico, de un mundo regido por leyes objetivas e impersonales, no por hombres parciales y caprichosos? Evidentemente, aquí surgen toda una serie de interrogantes sobre quién programa a las máquinas, quién les proporciona los datos con los que trabajan y cómo se garantiza la obediencia de los humanos a sus benévolas decisiones. Asimov se plantea todas estas cuestiones en su relato, y la verdad es que no podemos decir que sus respuestas sean plenamente satisfactorias, pero vamos a seguir con la reflexión. Supongamos que efectivamente, tal y como imagina el autor, las máquinas son inmunes a cualquier intento de manipulación, y actúan guiadas exclusivamente por el bien de la humanidad, que sólo ellas conocen. Y que los seres humanos aceptan con mayor docilidad el dictado de las máquinas que no el de sus congéneres -esto último no lo veo descabellado, y podemos hallar ejemplos de ello en el presente. La pregunta obvia es si nos encontramos ante la descripción del paraíso o de la pesadilla. ¿No habremos sacrificado la libertad en nombre de la felicidad, pero esta vez de verdad, a diferencia de los totalitarismos históricos que en realidad no son más que groseras -y crueles- parodias de semejante Utopía?

Planteemos la cuestión en toda su radicalidad: Si tal Utopía fuera factible ¿qué sentido tendría el concepto de libertad? ¿No sería acaso una reliquia romántica destinada a ser barrida por el progreso, como una de tantas supersticiones que han acompañado a la humanidad en sus fases iniciales de desarrollo? Según la respuesta que se dé a esta pregunta, tendríamos dos clases de liberales. Quienes piensen que, llegados a ese grado de evolución tecnológica, el concepto de libertad, tal como ahora lo entendemos, ya no sería necesario, ya habría cumplido su función histórica; que una vez conseguidos los resultados que se perseguían por medio de la libertad, habría llegado el momento de desprenderse de ella -estos son los utilitaristas. (Los socialistas serían unos utilitaristas impacientes, que creen que incluso sin los robots positrónicos de Asimov, ya es realizable su sueño.) En el otro lado tenemos los moralistas, aquellos que piensan que la libertad es un derecho inalienable del ser humano, que no es un medio, sino un fin, y que sin ella la vida no es digna de ser vivida.

Obsérvese que existe una sutil variante del argumento utilitarista que a veces se confunde con la posición moralista. Consiste en afirmar que, en un mundo regido por las máquinas, el ser humano languidecería, que la libertad, el derecho a equivocarse, el riesgo, son esenciales para la vida, la cual sin estos ingredientes, decae y se extingue. No se está afirmando -nótese- que la libertad sea un valor absoluto, sino que es -en esencia- saludable. Sin embargo, aunque sin duda se encierra aquí una verdad no desdeñable, también podría decirse que hay en ello una atávica desconfianza hacia el progreso material, algo así como el de uno que temiera que los automóviles atrofiarán las extremidades inferiores de la especie humana. Pasemos por alto también, de momento, esta última objeción. ¿Dónde está la verdad, pues, en el utilitarismo o en el moralismo?

Mi respuesta personal a este profundo interrogante parecerá decepcionante a muchos. Creo que no existe
[podemos dar con la demostración de] tal respuesta. Creo que, al igual que en otros muchos problemas filosóficos, no existe una solución definitiva e incontrovertible. Por supuesto, la Utopía planteada es extremadamente improbable, por no decir imposible. Pero lo único realmente incuestionable es que el ser humano desconoce lo que le depara el futuro. Otra cosa es que, mientras ese futuro no llega, quizás la actitud más sabia (¡que no necesariamente "verdadera"!) sea la moralista, en el sentido de que es la que mejor permite luchar contra la coacción política (expresión redundante para algunos) y a favor del progreso de la especie humana.

El utilitarismo y el moralismo entrañan en el fondo concepciones profundamente distintas de la existencia, y quizás por ello nunca existirá unanimidad en torno a ellos. El utilitarismo es esencialmente ateo, y el moralismo, teológico. Esto no significa que no existan utilitaristas creyentes o moralistas ateos, sino que la forma más depurada de utilitarismo consiste en considerar al hombre como la medida de todas las cosas, según la fórmula de Protágoras, mientras que el moralismo, en su forma más potente, y en contra (soy consciente) de lo que defienden autores como Rothbard, requiere un Dios, es decir, tiende a considerar al hombre como un ser que aspira a trascenderse, y por tanto reconoce normas inamovibles, que no proceden de sí mismo, aunque lógicamente sean congruentes con su naturaleza.

Existe una tercera posibilidad, que es la desarrollada por Heidegger a partir de su pensamiento sobre el Ser, pero al estar éste desprovisto del carácter personal, propio del Dios judeocristiano, entraña el peligro cierto de fundamentar un antihumanismo radical. De ahí el rechazo a la técnica en el pensamiento del filósofo alemán. Quizás lo que nos demuestra esta deriva del pensamiento es que la verdadera oposición no se encuentra entre la Ilustración y el cristianismo, sino entre el humanismo en sentido amplio, y las ideologías o las religiones antihistóricas, como el nacional-socialismo o el islamismo, basadas en conceptos de tipo telúrico o comunitario, en los cuales el individuo queda en una posición totalmente subordinada. En cuanto al socialismo, sería como ya he dicho simplemente un utilitarismo mal entendido, aunque por sus consecuencias prácticas pueda resultar en ocasiones tan nefasto como el antihumanismo. Pero creo que, para haber empezado hablando de Asimov, por hoy ya es suficiente.

domingo, 17 de agosto de 2008

Apostillas a "Por un Estado más fuerte"

En un comentario a mi post anterior, argumentaba, en relación a temas como la eutanasia o el aborto, que el Estado no debe estar por encima de los principios morales, porque eso significa que en la práctica no reconoce límites a su poder. Un comentarista que prefiere no ser mencionado me replicaba lo siguiente:

"Mi opinión es exactamente la misma que la tuya. El Estado no debe estar por encima de los principios morales. Para mí es faltar a mis principios morales que el Estado me prohiba la eutanasia en el nombre de la moral de otros. Y si una pareja decide abortar, que el Estado se lo prohiba es faltar a sus derechos. No podemos coartar libertades en el nombre de la moral de otros."

El comentarista repite dos veces la expresión "la moral de otros". Esto es, entiende que existen distintos sistemas morales, ante los cuales el Estado debe adoptar una posición de neutralidad, al igual que frente a las distintas religiones. Es evidente que esta concepción relativista beneficia al Estado, pues le permite presentarse como el protector del pluralismo, frente a quienes supuestamente querrían imponer su moral o incluso su religión. Y digo supuestamente porque no es imprescindible que una amenaza sea real para que el Estado acuda a "protegernos" de ella, como es bien sabido.

El relativismo, sin embargo, además de esa enojosa consecuencia política, entraña un problema intelectual mucho más profundo. ¿Cuáles son sus límites? ¿Todos los sistemas morales merecen ser respetados? Eso es lo que parece implicar la cómoda posición de "que cada cual decida". La que quiera abortar que aborte, a ninguna mujer se la obligará si no quiere, se nos dice. Aquellas personas cuyos principios morales les impiden ejercer el mal llamado "derecho" al aborto, o el "derecho" a la muerte digna, sencillamente no deben preocuparse por el hecho de que existan clínicas (hoy ilegales, mañana quizás legales) donde son asesinados fetos perfectamente formados sin mayor motivo que el deseo de la madre, ni deben sentir inquietud porque se administre una inyeccción letal a cualquiera con sólo acogerse a un trámite rutinario. "A mí no me incumbe", dice el aludido comentarista en un comentario anterior.

Pero sí le incumbe. El relativismo y su variante el multiculturalismo, claramente no soluciona nada, porque nos conduciría a tener que aceptar prácticas aberrantes. (Que claro, son sólo aberrantes desde un determinado punto de vista moral: Cuidadito con entrar en el círculo infernal del relativismo, que luego no se puede salir.) Por tanto, por hipótesis, debemos aceptar que existen unos principios morales universales que no pueden estar sujetos a discusión. El estatus ontológico-gnoseológico de estos principios no es cuestión en la que podamos entrar ahora, baste por el momento aceptar la existencia de esos axiomas éticos. Para entendernos, debiéramos considerarlos como preceptos divinos, o como si lo fueran (dependiendo de que seamos creyentes o no).

Entre esos preceptos, creo que todo el mundo estará de acuerdo en que debe incluirse el derecho a la vida. La vida debe ser sagrada, lo que significa o bien que Dios existe, o bien que debemos actuar como si existiera. ¿Qué ocurre si un humanitarismo mal entendido nos lleva a buscar subterfugios para saltarnos este precepto, cuya obediencia puede resultar a veces gravosa, por ejemplo en el caso de la mujer que ha quedado embarazada a consecuencia de una violación? Pues sencillamente que la vida deja de ser sagrada, desde el momento que la felicidad se antepone a ella. Y cuando la vida deja de ser sagrada, todo es posible. Alguien puede decidir un día que los disminuidos psíquicos carecen de una "calidad de vida" adecuada, y que sería una gran gesta "humanitaria" administrarles la eutanasia. Alguien puede decidir un día producir seres humanos mejores a los actuales, etc. Una vez aceptamos que no existen normas absolutas, no existen límites al poder político, es decir, no hay límites a la arbitrariedad ni por tanto a la coacción estatal.

Para mí, la libertad es precisamente lo contrario de la arbitrariedad. No entiendo por libertad la mera realización de mis deseos. Los deseos del ser humano son ilimitados, existen infinitas cosas que no podremos nunca hacer. No puedo ahora mismo, por un simple ejercicio de mi voluntad, plantarme en medio de una calle de Manhattan. ¿Soy menos libre por ello, y por ver inevitablemente frustradas mil y una fantasías que podrían ocurrírseme, no todas necesariamente innobles o caprichosas? Por supuesto, podemos dar a las palabras el significado que nos parezca más oportuno, pero los juegos semánticos entrañan el riesgo de que determinados conceptos queden a la intemperie, sin términos que nos permitan pensarlos.

Creo en el concepto de libertad entendido como el derecho a que nadie -arbitrariamente- me obligue a modificar mi conducta. Y aquí "arbitrariamente" es crucial, porque de la misma manera que existen leyes de la naturaleza que no podemos saltarnos, existen leyes sociales (creadas por el hombre espontáneamente, no por un proceso consciente) cuya violación nos conduce a lo desconocido, porque nuestra civilización es en gran medida producto de ese orden espontáneo.

Por tanto, ante normas de tipo fundamental como son el derecho a la vida, mi posición es conservadora, en el sentido de que me opongo a que de la noche a la mañana, por la decisión de una asamblea o no digamos del poder ejecutivo, se pueda legislar sobre cuestiones tan trascendentes. La actitud de los gobernantes y de las personas cultivadas debiera ser mucho más humilde, no deberían arrogarse el derecho a reformarlo todo, incluido lo más sagrado. (O lo que es lo mismo, pensar que nada es sagrado.) Porque de lo contrario, se volverán demasiado fuertes, demasiado insolentes y poderosos. Así está hecho el ser humano.

Eso no implica oponerse al progreso, sino todo lo contrario. Porque el verdadero motor del progreso es la libertad individual, y la mayor amenaza a la que se enfrenta ésta no es el derecho consuetudinario, ni la costumbre, sino el poder político... ¡Sobre todo liberado de las trabas de la costumbre y la moral!

Sé que con estos argumentos no habré convencido a nuestro comentarista, porque él sigue atormentado por la casuística ("¿Y si el feto padece una deformación terrible? ¿Y si el embarazo es producto de una violación?", etc). Sin embargo, no me niego rotundamente a discutir casos concretos. Es evidente que si un feto carece de extremidades y además presenta otros órganos dañados, sería una obcecación fanática pretender por encima de todo que el embarazo llegue a su término. Aprobaría lógicamente el aborto en casos como este o similares. En cambio, otro tipo de circunstancias menos graves, no me parecen motivo suficiente para justificar la destrucción de una vida. Eso sí, no debería obligarse a la madre a criar un hijo no querido, debería ser lícito, si es que no lo es actualmente, que pudiera ceder su patria potestad a otras personas o instituciones que se hicieran cargo del niño.

Sin embargo, los que gustan de abrumarnos con la casuística, seleccionando especialmente los casos más dramáticos y más extremos (seguramente también los menos frecuentes), en realidad desdeñan cualquier análisis individualizado. Para ellos, cada caso es por sí solo justificación suficiente para que se reformen las leyes y se dé una "solución" simple y genérica para todas las situaciones, consistente en que decida la madre o que decida el enfermo (en el caso de la eutanasia). Es el mismo espíritu que anima a muchos a reclamar la intervención de los gobiernos en la economía, creyendo que con medidas conscientes y deliberadas, dirigidas desde una autoridad central, se resolverán todas las injusticias sociales, reales o supuestas. Por eso ambas variantes del mismo error racionalista conducen a parecidos resultados, a la consolidación del poder.

sábado, 16 de agosto de 2008

Por un Estado más fuerte

Rosa Díez, tan admirada -de manera incomprensible para mí- por algunos liberales, exige un "Estado más fuerte". Que por supuesto se refiera al Estado central frente a las taifas autonómicas, no cambia mucho el sentido último de su exigencia. Los socialistas siempre consiguen justificar sus pretensiones de reforzar el poder político de una manera u otra; lógicamente si presentaran sus objetivos bajo la luz más cruda, en lugar de conseguir adeptos los espantarían.

Lo que necesitamos no es más Estado, sino menos, y a todos los niveles, es decir, empezando por las autonomías. En lugar de que Cataluña siga reclamando mejoras en su financiación, el gobierno catalán debería recortar drásticamente sus gastos y su intervencionismo (tanto lingüístico como de otro tipo) en la sociedad. Desgraciadamente, ni siquiera el PP catalán parece estar dispuesto a enarbolar esta bandera.

Pero lo que me ha llamado la atención, casi más que la frase de Rosa Díez en sí, es el contexto en el que la ha pronunciado. Se trata de unas jornadas sobre la crisis económica organizadas en Valencia por Unificación Comunista de España, un partido que en su sitio web se proclama seguidor de "los principios de la teoría de Marx, Lenin y Mao" y continuador de "la tradición revolucionaria del PSOE de Pablo Iglesias y del PCE de José Díaz y del Frente Popular".


Es digno de nota que en la página principal de este partido de extrema izquierda, que aboga por la abolición de la propiedad privada, aparte del apoyo explícito a UPyD en las pasadas elecciones, se puede ver un enlace a una web favorable a Rosa Díez (en la que es presentada como el Obama español), así como un banner con una foto y una frase de Álvaro Pombo, conocido escritor y candidato al senado por UPyD.

Evidentemente, con ello no estoy intentado decir que Rosa Díez sea una especie de Pasionaria. Simplemente pretendo ilustrar su carácter fundamentalmente izquierdista, es decir, estatista. Muchos se han dejado impresionar por sus críticas al nacionalismo, y a la escasa independencia del poder judicial, y tal vez creyendo que no tiene la más mínima posibilidad de gobernar, han creído interesante "castigar" la tibieza del Partido Popular en estos temas votando a UPyD y manifestado sus simpatías hacia esta formación.

Sin embargo, aunque Rosa Díez no llegue a ser nunca presidenta del gobierno, la ideología que defiende, por mucho que en algunos temas pueda parecer sensata, es lo último que necesita este país ni ningún otro, o sea, más impuestos, más gasto público, más intervencionismo y más "guerras culturales" contra los principios morales de buena parte de la población, en lo que no se distingue en nada del proyecto de Zapatero; si acaso en su mayor radicalismo, propio de un partido pequeño que tiene mucho más que ganar que perder.

Todo esto es -también- Rosa Díez, y me parece un grave error olvidarlo.

Historias animales

El presidente ruso Medvédev asegura que el escudo antimisiles que Estados Unidos pretende instalar en Polonia, "va dirigido contra Rusia".

Un escudo es, por definición, un arma puramente defensiva, que no está concebido para atacar a nadie, sino para repeler una agresión. En el caso particular de un escudo antimisiles, se supone que su objetivo es destruir los misiles lanzados por un país agresor, antes de que puedan impactar en sus blancos. Por tanto, conceptualmente es absurdo decir que un sistema defensivo está dirigido contra alguien. Es como si los lobos protestaran porque los erizos ostentan sus irritantes púas contra ellos.

¿Qué problema puede tener el Estado ruso con que se instale un sistema antimisiles en un país vecino, si jamás piensa atacarlo o intimidarlo con su potencia nuclear?

Al hilo de este interrogante, existe un sentido en el que los rusos tienen razón. Yo no me creo que el escudo antimisiles sólo vaya a servir para prevenir un hipotético ataque de un Irán en posesión de armas nucleares. Es evidente que Bush aprovecha para matar dos pájaros de un tiro, y aunque Moscú ha dejado de ser el gran enemigo de la guerra fría, tampoco podemos decir que se trate de una potencia muy de fiar. Rusia sigue siendo una inquietante anomalía, tanto por la precariedad de su democracia (que es más bien una mafiocracia), como por la inestabilidad de sus territorios fronterizos.

Por eso, el acuerdo entre Estados Unidos y Polonia debe ser saludado con agrado por toda Europa. Esté pensado como una protección frente a las hienas del desierto, o frente a los lobos de las estepas -o lo que es más probable, frente a ambos, sólo puede molestar a los borregos que creen que a ellos nunca se los van a comer, así como a los papagayos del "no a la guerra, no a la guerra" que estos días de conflicto caucásico infestan... las playas.

viernes, 15 de agosto de 2008

Sarkozy, mátame

El País continúa dale que te pego con su campaña pro eutanasia. Esta vez destaca el caso de Rémy Salvat, un joven francés que padecía una enfermedad incurable, y que se ha suicidado en su casa ingiriendo una sobredosis de medicamentos. El artículo sutilmente nos presenta al presidente Sarkozy, por haberse negado a que el sistema público de sanidad le "ayudara a morir", como un ser insensible.

Ya he expresado mi opinión sobre el tema en entradas anteriores (ver etiquetas) y no quiero repetirme. En vez de ello, el caso particular de este joven me lleva a hacerme la siguiente pregunta:

¿Qué es lo que conduce a una persona a desear que en su muerte intervenga la administración, cuando todavía está capacitada físicamente para acabar con su vida sin necesidad de ninguna ayuda?

Por supuesto, es imposible conocer con certeza lo que pasa dentro de la cabeza de otra persona. Sólo podemos ensayar hipótesis, como por ejemplo:

  • Que no quiera morir solo, pero en este caso, el joven se suicidó en su domicilio familiar. ¿Debemos pensar que la presencia de un funcionario público le habría aportado un mayor consuelo?
  • Que haya querido pasar a la posteridad provocando un cambio en la legislación francesa, o al menos un debate con amplias repercusiones. También me cuesta comprender que se pueda hallar una gran consolación por esta vía.
  • Que pretenda, gracias a la asistencia médica, asegurarse el resultado, evitando sufrimientos innecesarios en el caso de que el intento de suicidio resultara fallido. Tampoco me convence mucho esta posibilidad. La mayoría de suicidios fallidos suelen ser falsos suicidios, ya se realicen para llamar la atención o para intentar despertar compasión. El que quiere matarse de verdad, no suele fallar.
En fin, si a alguien se le ocurren otras explicaciones, no carecería de interés que las diera a conocer.

Por mi parte, soy incapaz de entender que alguien pueda ver como un progreso de la "libertad" el hecho de que sea el Estado quien nos dé la muerte. Al menos, yo prefiero que siga teniendo límites, que sigan existiendo normas morales que los gobernantes no se puedan saltar, incluso en aquellos casos (que no este) en que un peculiar humanitarismo miope nos pudiera llevar a desearlo.

Ah, y desgraciadamente, en estos tiempos embargados por la peor especie de pornografía sentimental -por usar la certera expresión de Josep Pla- se hace preciso decirlo, por obvio que sea: Que alguien sufra, no siempre le da la razón.

jueves, 14 de agosto de 2008

Consejos para evitar una violación

Cuando en el año 2000 el biólogo Randy Thornhill y el antropólogo Craig Palmer publicaron su A Natural History of Rape (Una historia natural de la violación), se produjo un escándalo mayúsculo, incluyendo manifestaciones, sabotajes de conferencias, y todo tipo de improperios contra sus autores. Lo cuenta Steven Pinker en La tabla rasa, cap. 18.

¿El motivo? Que esos autores afirmaban que la violación algo tenía que ver con el deseo sexual. Es posible que algún lector desprevenido se pregunte qué hay de malo en afirmar tal obviedad, pero es que resulta que según la doctrina feminista oficial, eso es inadmisible. El violador, según tal doctrina, es una persona que actúa por un impulso exclusivamente agresivo ("machista", es decir, cultural) hacia las mujeres, en el que el componente sexual funciona sólo como un pretexto. Decir, pues, que la violación tiene al menos un importante componente sexual equivale a considerarla algo natural, es decir, algo "bueno" -o por lo menos disculpable.

Evidentemente, he aquí un típico ejemplo de la falacia naturalista (definir lo bueno como lo natural), estrechamente relacionada con el mito del "buen salvaje", según el cual el mal sólo puede proceder de la sociedad, no de la naturaleza humana en su estado prístino. Pero los terremotos o las enfermedades infecciosas son fenómenos incuestionablemente "naturales", y no por ello a nadie se le ocurriría calificarlos como benéficos. ¿Por qué no podemos aplicar la misma lógica a la especie humana? De hecho, Thornhill y Palmer, como no podía ser menos, abominaban de la violación, y el fin último de su estudio, más allá del aspecto puramente científico, era contribuir a una mejor prevención de los delitos sexuales.

Sin embargo, para el pensamiento seudoprogresista, la búsqueda de soluciones realistas a los problemas se subordina a la aceptación de determinados tabúes ideológicos, con lo cual muchas veces las soluciones se aplazan indefinidamente, e incluso se exacerban los problemas. Así, se deploran los altos índices de desempleo, pero cuidadito con hablar de liberalizaciones (lo que los burócratas denominan con el eufemismo "flexibilizar el mercado laboral"), que se te echan a la yugular. Y análogamente ocurre en otros terrenos.

Es el caso de una publicación católica mexicana, que en un artículo enumera una serie de recomendaciones prácticas para evitar una agresión sexual, como por ejemplo, no usar "ropa provocativa", no dar pie a determinadas familiaridades con según qué personas, etc. Pues bien, le ha faltado tiempo a El País, en su edición digital, para sacar de ello un titular: "Si quieres evitar una agresión sexual, no uses ropa provocativa". Aunque la frase reproduce literalmente palabras del artículo, es obvia su intención de sugerir que la Iglesia está culpabilizando, al menos en parte, a la mujer que es víctima de una violación por no vestir de forma más pudorosa. Es como si, por recomendarle a una persona que no se pasee con un Rolex de oro en la muñeca, sobre todo por determinados barrios y a determinadas horas, se dijera que se está justificando al potencial ladrón y culpabilizando a la víctima, cuando se trata de consejos bienintencionados que responden al más elemental sentido común.

Ello no obsta para que determinadas sentencias judiciales, tristemente famosas, nos parezcan indignantes. Una vez se ha cometido el delito, el juez no es nadie para vejar a la víctima con alusiones a la longitud de la falda que llevaba en el momento de la agresión, y mucho menos para basar en ello atenuante alguno. Pero si una madre le dice a su hija antes de salir de casa que no le parece adecuada la ropa que viste, es retorcido ver en ello algo distinto de una preocupación perfectamente justificada y apegada a la realidad, aun pudiendo pecar de exagerada en algún caso.

Como dice Steven Pinker en el lugar citado:

"Por supuesto que las mujeres tienen derecho a vestirse como les dé la gana, pero la cuestión no es a qué tienen derecho las mujeres en un mundo perfecto, sino cómo pueden maximizar su seguridad en este mundo. La indicación de que las mujeres que se encuentran en situaciones peligrosas deben cuidar las reacciones que puedan estar provocando o las señales que inadvertidamente puedan estar mandando es algo de sentido común, y es difícil creer que una persona adulta pueda pensar lo contrario -a menos que la hayan adoctrinado los programas estándar de prevención de la violación en los que se dice a las mujeres que 'la agresión no es un acto de gratificación sexual' y que 'el aspecto y el atractivo no son relevantes' ". (Paidós, 2003, pág. 537)

El pensamiento seudoprogresista, al amoldar la realidad a sus esquemas, en lugar de al revés, es la receta perfecta para el desastre, sea cual sea el tema de que se trate, y el sexo no es una excepción. Pero lo que resulta más irritante es que se erija en el verdadero defensor de aquellos a quienes en realidad está desprotegiendo con su irresponsable buenismo, sean las mujeres, los trabajadores o cualquier otro colectivo que tenga la desgracia de caer bajo su interés.


¡Qué no comparezca, por favor!

Una de las cosas que me produce más hastío es cuando la oposición exige la comparecencia del jefe de gobierno o ministro que sea -o cuando reclama "explicaciones". Invariablemente, siempre pienso: ¡No, por favor, que no comparezca, que no nos torturen con sus "explicaciones"! El colmo es ya cuando el propio gobernante "sopesa [¡amenaza!] comparecer".

Exigir explicaciones a los gobernantes es caer en el ritualismo más gris y burocratizado de la política. Es un aburrimiento mortal. Los que estamos hartos del gobierno, sea cual sea, lo último que queremos es escuchar por enésima vez sus mentiras y sus memeces. Mucho menos queremos que, como suele decirse, la pelota esté en el tejado del gobierno (es decir, la oposición tenga que estar callada, esperando ver qué hace el adversario) y encima se permita a los dirigentes que se tomen su tiempo para prepararse mejor sus intervenciones.

La única oposición que me podré tomar en serio es aquella que ya ha dado por imposible hace tiempo al gobierno, que pasa de él y se dirige directamente a los ciudadanos, la que da ella las explicaciones y no ve otra solución que el cambio de gobernantes. Todas esas mandangas de oposición "leal", "responsable" o "constructiva", todo eso de proponerle al gobierno (¡en lugar de a los ciudadanos!) las medidas que debe tomar para reducir la duración de la crisis, refleja a una clase política que sólo aspira a gobernar, y que cuando lo haga no quiere tener una oposición demasiado incómoda, sino que sea también "responsable". Una oposición, en suma, que no aspira a cambiar realmente las cosas.

Empiezo a estar harto de tanto fair play, cuando el país se está yendo al carajo.

Ah, y por mí ZP se puede quedar en Doñana todo el año.

miércoles, 13 de agosto de 2008

La ética de la libertad (y IV)

El núcleo del pensamiento anarcocapitalista podría resumirse diciendo que el Estado no sólo es un mal necesario, como afirma el liberalismo clásico, sino que además es inmoral. Los impuestos, según Rothbard, son literalmente un robo, y el monopolio de la violencia ejercida por el aparato estatal una agresión injustificable. De ahí que engañar, robar o desobedecer al Estado no se pueda considerar moralmente reprobable. Difícilmente podemos encontrar una manifestación más revolucionaria que estas palabras de Rothbard:

“Si, pues, los impuestos son obligatorios, forzosos y coactivos y, por consiguiente, no se distinguen del robo, se sigue que el Estado, que subsiste gracias a ellos, es una organización criminal, mucho más formidable y con muchos mejores resultados que ninguna mafia "privada" de la historia.” (pág. 232)

Personalmente, no tengo problema en aceptar conclusiones tan radicales. Quizás a los ciudadanos de países latinos no nos choquen tanto declaraciones semejantes como puedan hacerlo por ejemplo en personas educadas en la cultura germánica, tan imbuida del respeto reverencial hacia el Estado y su simbología. La opinión que me merecen los gobernantes y las legiones de burócratas que soportamos los contribuyentes nunca ha distado demasiado de la formulada por el anarcocapitalismo, y por ello la lectura de los capítulos dedicados por Rothbard al Estado es la que me ha procurado un placer más salvaje.

Sin embargo, pasado el entusiasmo inicial, surgen dos objeciones clásicas. La primera es la actitud ante las políticas de seguridad, tanto en el interior como en el exterior. De las concepciones de Rothbard se deduce claramente que el libertario consecuente debe oponerse siempre a toda acción militar en el exterior que no sea estrictamente defensiva. Me pregunto si eso incluye la invasión de Normandía por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. O pongamos un ejemplo más reciente. ¿Es aceptable dentro de los rigurosos criterios libertarios la guerra de Afganistán posterior al 11-S?

Y el derrocamiento de Saddam Hussein en Iraq, ¿no excede claramente lo que se puede considerar una acción meramente defensiva? Si las respuestas del anarcocapitalismo son contrarias a todas estas intervenciones del Estado, yo desde luego no las comparto en absoluto. Puede que el Estado sea inmoral y criminal, pero en un mundo donde existen Estados mucho más criminales y nocivos que otros, a veces no hay más remedio que elegir el mal menor. Aunque hay que reconocer que los anarcocapitalistas prestan un servicio nada desdeñable al recordarnos constantemente que se trata de eso, de una elección entre males, evitando caer en la glorificación gratuita de “gestas” militares.

La segunda objeción se refiere al carácter factible o no de la utopía anarquista. En el capítulo XXVIII, Rothbard se entrega a una crítica bastante contundente de un conocido libro del filósofo Robert Nozick, el cual especula sobre el surgimiento inevitable del Estado a partir de unas condiciones ácratas. Aunque no puedo juzgar adecuadamente las afirmaciones de Rothbard, por no haber leído el libro objeto de su crítica (espero remediarlo pronto), estoy dispuesto a conceder que, en efecto, la justificación que hace Nozick de un Estado mínimo, garante del laissez-faire, es inválida. Pero la cuestión que me interesa no es si el Estado puede justificarse o no (ya digo, concedo sin problemas que no), sino si es evitable o no, por muy poco que nos guste.

Rothbard tiende a ridiculizar la idea de que un mercado libre de agencias de seguridad privada, necesariamente conduce al monopolio de una de ellas, que se convierte así en Estado. Según se desprende de sus argumentos, no hay ninguna razón por la que el mercado de la seguridad deba ser distinto de cualquier otro. Y sin embargo, es evidente que la hay, pues el mercado libre se caracteriza precisamente porque las empresas carecen del recurso de la fuerza, de ahí que se vean obligadas a competir limpiamente con mejores productos y precios más baratos. Por supuesto que incluso en el mundo actual estatalizado existen agencias de seguridad privada, pero su fuerza es insignificante comparada con la del aparato estatal.

Imaginemos, por el contrario, que no existe una fuerza claramente dominante. ¿Qué impide a empresas que disponen del recurso a la fuerza intentar saltarse las reglas del mercado, y tratar de obtener el dominio sobre las demás (y por tanto sobre la población), mediante una política de alianzas y de guerras con otros ejércitos o policías privados, hasta lograr imponerse en un determinado territorio?

En realidad, nada. Implícitamente, Rothbard parece reconocerlo al admitir que el ideario libertario, para triunfar, requiere ser asumido por “un número significativamente amplio de ciudadanos” (pág. 354). Es decir, cuando la mayoría de la gente se dé cuenta de que el principio de no agresión y el mercado libre, basado en la propiedad privada, son la única forma de vida moralmente justa, el Estado dejará de existir y la libertad se implantará en toda su plenitud. No lo discuto. Sin embargo, esto también podría decirse de otros idearios, por ejemplo el cristianismo. Si todo el mundo, o buena parte de él, amara al prójimo como a sí mismo, sin duda desaparecería la “necesidad” de la existencia del Estado. Se replicará que el precepto cristiano es irreal, por incompatible con la naturaleza humana, mientras que las ideas libertarias no exigen la adopción por parte del individuo de un código de conducta sobrehumano. Desde luego que no, pero me temo que siempre existirá una parte de la humanidad refractaria a las ideas de libertad, y que se sentirá más motivada por los cantos de sirena del igualitarismo, el nacionalismo o el fanatismo religioso. La suficiente para aguarle la fiesta al resto.

Ya me gustaría ser tan optimista como lo fue Rothbard. Por cierto, por si no quedaba claro, recomiendo vivamente la lectura del libro.


La ética de la libertad (III)

El utilitarismo, que según Rothbard es la filosofía subyacente en las ciencias sociales, rechaza la idea de una ética objetiva. De ahí que cuando grandes economistas como Mises o Hayek defienden la causa de la libertad, lo hacen porque creen que “funciona” (que conduce a sociedades más prósperas), no por juicios morales, que se esfuerzan en evitar metódicamente.

Parecería, tal como decíamos en nuestro primer post dedicado al libro de Rothbard, que Hume se habría cargado la posibilidad de toda ética objetiva. Como vimos, la crítica de Hume iba contra la idea de una fundamentación racional de la moral (que puede conducirnos a absurdos indeseables), no contra la idea, evidentemente, de poder describir una moral universal. El problema que han entrevisto los filósofos de todos los tiempos es que, sin esa fundamentación racional, nada nos impide cuestionarnos las normas positivas. Creo que ese problema es insoluble, y la Ilustración (¡incluyendo al propio Hume!) ha desdeñado con excesiva ligereza las consecuencias de no reconocer que ese problema existe, y es terriblemente serio, porque las ideas de los intelectuales acaban influyendo incluso en personas que desconocen por completo a sus autores. Lo expresó Ortega con cierto casticismo contando el chiste de aquel gitano que, al ser requerido por el cura sobre si se sabía los diez mandamientos, le contestó: “Misté padre, yo loh iba a aprendé; pero he oído un runrún de que loh iban a quitá”. (La rebelión de las masas, cap. XIV, III.)

A veces los chistes, al igual que otros productos de la creatividad popular, encierran grandes verdades. Y qué duda cabe que la actitud del gitano orteguiano la podemos reconocer en las conductas de muchas personas, tanto jóvenes como adultas, que toman en ocasiones decisiones morales trascendentes desdeñando toda crítica como “anticuada”, cuando quizás no siempre es improcedente. Y ello se refleja en los gobernantes que elegimos. ¿Cuántas personas votan al PSOE porque identifican su programa con un estilo de vida basado en concepciones morales menos exigentes (“modernas”)? Seguramente más de lo que se imagina, y ello puede explicar el poco efecto que otras consideraciones más estrictamente políticas parecen tener en grandes masas de votantes.

En este sentido, creo que tiene toda la razón Rothbard cuando señala que sólo el debate sobre cuestiones morales es decisivo a la hora de decantar a la gente hacia un determinado ideario. Las consideraciones utilitaristas, que teóricamente apelan a nuestro interés personal, implican razonamientos y conocimientos demasiado complejos para influir en gran parte de la población. Es muy fácil contrarrestarlos con argumentaciones propagandísticas de signo opuesto, que en el mejor de los casos llevan al ciudadano medio a suspender el juicio (“¿a quién me creo?”), sin que llegue a formarse una opinión verdaderamente fundamentada sobre cuestiones que escapan a su comprensión.

Pero la solución racionalista para establecer los principios morales no parece posible, como demostró Hume. Entonces quizás no queda otro camino que aceptar la existencia de determinados axiomas indemostrables (entre los que se contarían los derechos de propiedad rothbartianos) que no son nada difíciles de defender socialmente, puesto que cuentan con el asentimiento de cualquier persona normal, pero que deberíamos blindar contra ciertos análisis intelectuales “disolventes” (¡como los que efectúo yo aquí, en parte!) con una especie de “pacto de caballeros”, que vendría a consistir en la aceptación de que el cuestionamiento de determinados dogmas es, aparte de metodológicamente estéril, socialmente indeseable. En este aspecto, la religión puede jugar un papel muy valioso, aunque no necesariamente imprescindible. Aceptada la necesidad que la vida tiene de determinados axiomas, toda discusión sobre los fines estaría de más, y podríamos centrarnos en la discusión de los medios. Y sobre todo, podemos combatir los abusos del poder político de una manera mucho más radical, sin caer en la trampa del debate utilitarista.

En otra ocasión trataré de desarrollar mejor estas ideas. En mi siguiente post, me centro en la concepción del Estado de Rothbard, y con ello concluiré mis comentarios sobre La ética de la libertad.

La ética de la libertad (II)

En mi post anterior defendía la concepción de David Hume, según la cual no existe una moral “racional”, ni falta que hace.

Esto es exactamente lo contrario de lo que afirma el gran pensador libertario, Murray N. Rothbard, no dudando en reivindicar el tomismo para reforzar sus tesis. Dudo que esta posición intelectualmente “reaccionaria” sea de gran ayuda para las ideas que defiende, y de verdad lo lamento, pues las principales de ellas me parecen absolutamente defendibles.

El problema es que el racionalismo ingenuamente premoderno de Rothbard le lleva a caer de lleno en el robinsonismo, es decir, en el esquema según el cual el ser humano se enfrenta a los problemas vitales con las meras armas del razonamiento abstracto, cuando de hecho las cosas no son exactamente así. La inteligencia humana, entendida como nuestra facultad de adaptación al medio, no se reduce a nuestra mera capacidad cerebral de cálculo, sino que incluye toda una serie de presupuestos (prejuicios, tradición, como prefieran llamarlos) tanto biológicos como culturales, que son los que por un proceso evolutivo ajeno al individuo, nos han permitido sobrevivir y progresar.

Por eso es una temeridad la pretensión de tantos utopistas y “progresistas” de abolir todos aquellos principios o instituciones sociales que aparentemente carecen de una base racional, porque realmente nuestro conocimiento es demasiado limitado para poder prever todas las consecuencias de semejante decisión. Y afirmar esto no implica ninguna aceptación acrítica de toda tradición, ni mucho menos, sino que se trata de defender un elemental principio de prudencia ante los experimentos sociales.

Rothbard, en cambio, se niega a considerar los hechos en su verdadera complejidad, y por ello cree que todas las normas éticas pueden resumirse en el principio de no agresión y el concepto de propiedad (en la que incluye la del propio cuerpo, con lo que elude utilizar al expresión “derecho a la vida”). Esto le lleva a deducciones inflexibles que en ocasiones atentan contra el más elemental sentido común. Por supuesto, que algo entre en contradicción con el sentido común no es una prueba suficiente de su falsedad, pero sí es un indicio que nos aconseja revisar nuestras premisas, o la cadena de nuestros razonamientos.

Así, por ejemplo, en un momento determinado llega a afirmar que el feto es un “parásito” en el vientre de la madre, y basa en ello el derecho ilimitado al aborto. Incluso no retrocede ante conclusión tan monstruosa como la de que los padres tienen perfecto derecho a dejar morir de hambre a sus hijos (aunque no a matarlos directamente: cap. XIV). Ante el carácter disparatado de semejantes afirmaciones, Rothbard se limita a encogerse de hombros, afirmando que no hay que confundir la moralidad de semejantes conductas (que deja al arbitrio de cada cual) con su legalidad, pero me parece ésta una forma un tanto chusca de esquivar las objeciones, máxime cuando el título del libro incluye la palabra “ética”.

Albert Esplugas ha tratado de demostrar, en un brillante ensayo, que para nada estamos obligados a asumir semejantes conclusiones partiendo de premisas estrictamente libertarias. Puede que sea así, y que el razonamiento de Rothbard sea formalmente defectuoso, pero de hecho Esplugas introduce premisas (por ejemplo sobre la definición de “ser humano”) que en sí mismas no son libertarias ni lo contrario. Ello me reafirma en mi postura de que los principios de Rothbard (con los que simpatizo plenamente, insisto) no son suficientes por sí solos para fundar la moral y el derecho. Desde luego, estoy más próximo a Hayek (gran admirador de Hume, por cierto), y la crítica que lleva a cabo Rothbard (cap. XXVII) del concepto de “imperio de la ley” del pensador austriaco, me parece una burda caricatura de su pensamiento.

Según Rothbard, los principios legales de toda sociedad sólo pueden establecerse

“a) siguiendo las costumbres tradicionales de la tribu o la comunidad; b) obedeciendo la voluntad arbitraria y ad hoc de quienes dirigen el aparato del Estado; o c) utilizando la razón humana para descubrir la ley natural.” (pág. 43)

Naturalmente, él opta por la tercera opción, pero en mi opinión, la tríada es engañosa, y la verdadera oposición es entre la arbitariedad del poder político y las otras dos. Pues la “razón” no puede actuar en el vacío y siempre parte de unos presupuestos dados (lo que Rothbard rechaza como “conformismo servil a la costumbre”) cuyo rechazo absoluto es tan acrítico como lo sería su aceptación sin condiciones. Otra cosa es que el Estado haya utilizado la defensa de la costumbre como pretexto de su coacción, pero se olvida demasiado a menudo cuántas veces utiliza el pretexto opuesto, la defensa del “progreso”.

Otra cosa es que los Estados utilicen la defensa de las costumbres como pretexto para su actividad coactiva, pero tenemos también numerosos ejemplos de lo contrario, de que en nombre la de la “modernidad” acaben invadiendo los derechos individuales, por lo que conviene distinguir una cosa de la otra.

Sin embargo, estoy plenamente de acuerdo en la crítica que Rothbard hace del utilitarismo. Exponer esto se merece otro post.

La ética de la libertad (I)

Como muchos sabrán, es el título del libro de Murray N. Rothbard publicado en 1982, el cual me propongo comentar.

Arranca el gran filósofo del anarcocapitalismo con una defensa cerrada del derecho natural, por la cual siento la mayor de las simpatías, aunque querría hacer algunas observaciones.

En primer lugar, comparto plenamente su crítica del extendido prejuicio (aunque ya de capa caída, en parte después de las andanadas de Steven Pinker) de que no es “científico” hablar de una naturaleza humana innata. Muy acertadamente, empieza Rothbard su ensayo con la defensa de la idea de que existe una naturaleza humana más o menos estable que es posible describir en sus rasgos esenciales, y sobre la cual puede construirse un sistema de valores universales.

Sin embargo, como el autor reconoce en el prefacio, al menos en este libro no ha pretendido llevar a cabo una argumentación en profundidad sobre la fundamentación de los valores. Ello no le impide despachar con cierta ligereza, en mi opinión, la crítica de David Hume a la posibilidad de una moral racional. Según Rothbard, el derecho natural que supuestamente el filósofo escocés expulsa del discurso intelectual no teológico, se habría vuelto a colar por la ventana en su propio sistema filosófico. Pero no es exactamente así, y la cuestión rebasa por su importancia su aparente carácter de disquisición erudita sobre lo que dijo o dejó de decir un autor del siglo XVIII.

En este post y los siguientes me voy a centrar en esta cuestión que, ya digo, me parece crucial, porque está en la base de toda la argumentación de Rothbard.

Conviene antes que nada aclarar el uso del término “razón” (reason) en Hume. Podemos distinguir tres significados, que suelen distinguirse por el contexto. El primero, al que llamaré, con perdón de los puristas preocupados por los anglicismos, “razón [en sentido] fuerte”, equivale a lo que normalmente llamamos lógica formal. Hume incluye dentro de él todo discurso lógico o matemático. Así, por ejemplo, decir que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, o que 3 + 4 = 7, son proposiciones racionales en sentido fuerte, es decir, absolutamente ciertas e irrefutables.

El segundo sentido con el que emplea a veces Hume el vocablo razón, al que podemos referirnos como “razón [en sentido] débil”, incluye todo razonamiento que, además de la lógica, utiliza leyes causales que conocemos por la experiencia. Así, por ejemplo, decir que “el Sol saldrá mañana”, es una proposición de la “razón débil”, en el sentido de que, aunque podemos fundar en ella, a todos los efectos prácticos, un conocimiento perfectamente sólido, no es demostrable. Es decir, no existe ninguna contradicción lógica en la afirmación opuesta, que “mañana no saldrá el Sol”.

Por último, y aunque Hume no es muy partidario de él, no puede dejar de admitir que existe un uso “vulgar” del término razón, por el cual se califica como racional toda conducta que no se origina en una pasión violenta, sino en emociones de carácter más apacible, que obedecen a

ciertos instintos implantados originalmente en nuestra naturaleza, como la benevolencia y el resentimiento, el amor a la vida y la ternura para con los niños... Cuando algunas de estas pasiones está en calma, sin ocasionar desorden en el alma, muy fácilmente se confunde con las determinaciones de la razón, por suponer que procede de la misma facultad que juzga de la verdad y la falsedad.” (Tratado de la naturaleza humana, lib. II, parte III, sec. III)

Pues ahí está la clave: Tanto en su sentido fuerte como débil, la razón es nuestra facultad para distinguir entre lo verdadero y lo falso, es decir, entre lo que no implica contradicción, y aquello que se corresponde con los hechos, pero en absoluto puede distinguir entre el bien y el mal.

¿Significa esto que Hume era un nihilista moral, para el cual todo está permitido, porque no existe base racional para precepto moral alguno? En absoluto. De hecho, Hume estaba convencido de que esos “instintos implantados” en la naturaleza humana a los que se refería en la anterior cita eran base más que suficiente para fundar una moral de carácter universal. Sencillamente, reclamar una fundamentación para la moral es una manía de filósofos, algo que nadie nunca les había pedido, porque gran parte de la humanidad ha podido desenvolverse perfectamente sin ella.

Por eso, no se trata de que Hume quiera desembarazarse del derecho natural, y de que las supuestas incongruencias de su sistema condenen al fracaso dicha pretensión, sino que en ningún momento el escocés niega la existencia de unos valores universales, y sí en cambio el falaz (y superfluo) intento de fudamentarlos en la razón, en lugar de en determinadas constantes psicológicas del ser humano.

¿Qué consecuencias se derivan de todo ello para los argumentos de Rothbard? En mi opinión, ninguna de carácter fatal para las ideas esenciales que defiende, pero sí importantes correcciones y limitaciones, que analizo en mi siguiente post. No se lo pierdan.

Nota bibliográfica:

Murray N. Rothbard, La ética de la libertad, Unión Editorial, 1995

David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Editorial Tecnos, 1998