viernes, 24 de enero de 2014

Reflexiones sobre el mal y la ignorancia

La idea de que el mal se reduce a ignorancia es ciertamente venerable. Se remonta al menos a Sócrates, constituyó el eje de la Ilustración y todavía hoy inspira la idea progresista de que la educación es la clave para conseguir un mundo más justo y pacífico. Lamentablemente, es una idea falsa, como los hechos demuestran sobradamente. El mal es una potencia irreductible, que brota lo mismo en sociedades cultas y prósperas que en medio de la miseria y el salvajismo; lo mismo entre los hutu que entre los civilizados alemanes de los años treinta. Hay un sentido en el que la vieja concepción socrática es rescatable, y que probablemente es el que está más cerca del verdadero pensamiento de Sócrates, por quien personalmente siento la mayor veneración: el mal encuentra en la ignorancia, en el error, su mayor aliado. El diablo exulta en medio de la estupidez y la confusión.

En la idea de que el mal es sólo un error late... un profundo error, al que podemos referirnos como el mito del buen salvaje o el olvido del pecado original. Fue sin duda Nietzsche quien legó a la modernidad las formulaciones más deslumbrantes: "Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser pecador", confiesa pícaramente en Ecce homo. Nietzsche tenía una habilidad insuperable para intuir verdades y luego escamoteárselas a sí mismo. Su inquina contra Sócrates (o contra lo superficial en Sócrates) no iba tan mal encaminada, pero él se las arregló para enfangarse de nuevo en el error que había atisbado, y por supuesto para traspapelar la valiosa verdad que había en el genial protagonista de los diálogos de Platón.

Ese extravío fundamental suele además ir unido a otro, el olvido de los límites del conocimiento. Y ambos tienen el mismo origen: nos creemos inocentes y nos creemos poderosos, capaces de desentrañar por completo la realidad. Nos falta humildad. Esta carencia es lo que nos lleva a los mayores errores, lo que a su vez nos hace ser más soberbios. El mal y el error se retroalimentan y no es fácil salir de su círculo diabólico.

El mal existe por sí mismo; es fundamentalmente soberbia. Esta es la que nos ciega, la que nos lleva al error y sobre todo a persistir en él. Así engendra el mal a su mayor servidor, que es el error, que son las sombras.

El error puede exponerse en un plano material o económico. Consiste en creer que la inteligencia humana es capaz de diseñar un sistema social perfecto, en el que, entre otros males, se puede erradicar la pobreza mediante la redistribución coactiva, lo que llamamos socialismo. La experiencia y la razón demuestran que el cálculo socialista siempre fracasa, es esencialmente ineficaz. No consigue crear la riqueza que promete y requiere emplear mucha más coacción de la necesaria. Un mero razonamiento, reforzado por la experiencia, nos indica que el mercado libre (la carencia de un diseño centralizado) es mucho más efectivo que cualquier constructivismo social.

Si generalizamos el error económico llegamos al enunciado del error ético capital. Este consiste en creer que la moral se puede fundar de manera inatacable en principios puramente inmanentistas. La experiencia de nuevo demuestra que esto siempre supone abrir la puerta a la justificación de los peores crímenes, desde Auschwitz hasta los abortos masivos de nuestros días. Y el razonamiento nos lleva a una crítica implacable de los fundamentos de la moral, que nos deja sólo dos opciones: un nihilismo radical o la apelación a lo trascendente, a la revelación y la gracia divinas.

Por supuesto, muchas personas están contra el aborto o la esclavitud sin ser creyentes. También a partir de razonamientos erróneos o débiles se llega a veces a la verdad. Pero esto, paradójicamente, sirve más para justificar a esos errores que a la propia verdad que pretenda tener unos cimientos tan precarios.

Hay que decir que el mal, astutamente, no suele adoptar la apariencia nihilista, sino la del humanismo y el racionalismo. Una excepción fue el nazismo, que reniega de un principio humanista tan básico como el universalismo. Por ello su carácter maligno es difícilmente ocultable. El comunismo, en cambio, con su piel de cordero humanista, ha sabido preservar un prestigio perfectamente inmerecido. Sin embargo, si todo es materia, como sostiene el marxismo (el inmanentismo hegeliano expresado sin miramientos), el hombre no es nada, es sólo una parte sacrificable del todo. Suena humilde, pero no lo es, porque quien se rebaja a sí mismo rebajando todo lo demás, quien adora a una totalidad que no es nadie, no es humilde, sino soberbio en el más alto y perverso grado.

El mal engendra confusión, y la confusión por excelencia es conseguir encubrirse a sí mismo. El mayor éxito del diablo es hacernos creer que no existe, y su más absoluta genialidad se manifiesta en hacernos creer que el mal no es más que un error de seres en el fondo inocentes. Por eso es crucial distinguirlos, separarlos para combatirlos mejor. Y esto implica, en justa reciprocidad, distinguir el bien de su gran aliada, la inteligencia. Pensar que basta el progreso científico para que el mundo se salve, que basta acabar con todos los supuestos prejuicios para acabar con el mal, es la formulación del viejo error socrático, o que pasa por socrático. Es recaer por enésima vez en la vieja soberbia, madre de todos los males y todos los errores. La ciencia, siendo indeciblemente valiosa, no es el bien en sí, ni el progreso es por definición el bien. Quien no entiende esto no entiende nada, y acaba no siendo otra cosa que un esclavo del mal.

miércoles, 22 de enero de 2014

Tolerancia en neolengua

Aunque parezca mentira, hay quien todavía no se ha enterado de que tolerar no es aprobar la opinión de otro, sino reconocer el derecho que le asiste a expresarla, pese a nuestra discrepancia con ella. Como dijo Voltaire (cito de memoria), "no estoy de acuerdo con usted, pero daría la vida por defender el derecho a expresar su opinión".

La homosexualidad, por ejemplo, debe tolerarse en una sociedad civilizada. Pero esto no nos obliga a aprobarla, ni mucho menos a favorecerla o fomentarla. Uno puede perfectamente expresar que la homosexualidad es algo malo, pecaminoso o patológico, mientras no obligue a nadie a dejar de tener esa inclinación o a someterse a un tratamiento supuestamente curativo. Uno puede defender una sociedad donde se favorezca la familia natural, donde no se equipare moralmente la monogamia heterosexual a cualquier otro tipo de relaciones sexuales. Y por supuesto, es lícito también que haya quien defienda lo contrario, en el libre juego democrático.

Pero en nuestros días, en el mundo occidental, se ha difundido una concepción muy distinta de la tolerancia. Ser una persona moderna y progresista (lo que se pretende hacer equivaler a decente), significa, por lo visto, no sólo tolerar a los homosexuales, sino aprobar su conducta, enseñar a los niños que es una opción inocua y que no hay ninguna razón para preferir otro tipo de comportamientos. Es decir, no basta con ser tolerante con determinadas creencias, hay que convertirse a ellas: precisamente lo que reprochan, casi siempre injustamente en la actualidad, a la moral católica.

Así, cuando un cardenal sostiene (equivocadamente o no, no entro ahora en la cuestión) que la homosexualidad es una deficiencia médicamente tratable, desde el PSOE exigen a la fiscalía que actúe contra él. Lo cual, quizás lo hayan notado, viene a ser exactamente lo contrario de la tolerancia.

Los homosexualistas (que no son todos los homosexuales, ni siquiera principalmente homosexuales) no son tolerantes ni demócratas. Pretenden imponer a los demás unas determinadas concepciones, sin tolerar que sean criticadas ni admitir que se sometan a las reglas de la democracia. Lo manifestó claramente Zapatero, en el XXXVII Congreso del Partido Socialista, en 2008, cuando aseguró que sus reformas debían prevalecer más allá de la alternancia política. (Y Rajoy, en esto como en otros temas, se ha mostrado solícito y colaborador.)

Tanto el homosexualismo como la ideología de género se amparan en la libertad de expresión y en la democracia, pero aspiran a restringirlas, como toda ingeniería social o totalitarismo. Lo que pretenden no es que cada cual piense o haga lo que quiera (pues entonces no se meterían con la Iglesia ni con nadie que discrepara de ellos), sino que no pensemos ni queramos cosas distintas de las que ellos piensan y quieren (lo que llaman "luchar contra los prejuicios"). Conseguido su objetivo final, entonces puede que nos dejen en paz, y a eso lo llamarán cínicamente libertad.

La esencia de la corrección política fue genialmente descrita por Orwell mediante el concepto de "neolengua". Esta sería un lenguaje en el que las ideas inconvenientes para el poder político habrían dejado de ser siquiera pensables, porque se habrían eliminado o desviado de su uso tradicional los términos que permitirían expresarlas.

Quizás un error de 1984 fue imaginar que los totalitarismos futuros serían sexualmente represivos. Todo indica lo contrario, que favorece más los intereses del poder la promiscuidad generalizada que no una sociedad con referencias morales insobornables; una sociedad formada principalmente por familias estables, capaces de transmitir valores sin la supervisión total del estado.

Bastaría con adulterar el uso lingüístico de palabras como familiamatrimonio, tolerancialibertad como primer paso para borrar su significado original de las mentes, y así acabar de una vez por todas con la vieja idea de la libertad, tal y como la conocemos.

La ley seca y la madre que la parió

Según una extendida opinión, que ya va resultando un tanto cargante, un liberal coherente debería ser favorable a la legalización de las drogas. John Stuart Mill argumentó que la coacción estatal sólo se justifica para impedir daños a terceros, no los daños que un adulto en plena posesión de sus facultades se pueda infligir a sí mismo. De aquí se desprende que no se puede prohibir a un adulto que consuma drogas, por poco recomendable que nos parezca tal práctica.

Hasta aquí, creo que la mayoría de liberales estamos de acuerdo en esto. Pero la rama libertaria del liberalismo va más lejos, y deduce de lo anterior que también debería ser lícito el tráfico de drogas, pues los adultos en posesión de sus plenas facultades mentales son libres de participar o no en él. El traficante que suministra cocaína no sería distinto del dueño del bar que nos sirve una cerveza sin preguntarnos si somos alcohólicos.

La prohibición de las drogas incurriría, por tanto, en el mismo error que cometieron los legisladores de Estados Unidos en los años veinte con la ley seca, que sólo consiguió que proliferara de modo espeluznante el crimen organizado, con sus secuelas de violencia, corrupción, e incremento excesivo de los poderes de la policía.

Debe reconocerse que el ejemplo de la ley seca es muy sugestivo, por lo que los libertarios suelen aducirlo con cierto triunfalismo, como si con ello quedara zanjado el debate. Pero en realidad, es un argumento muy débil.

El crimen organizado es por supuesto anterior a la prohibición de las drogas. Las mafias, antes y ahora, se han dedicado fundamentalmente a todas las modalidades de extorsión: "protección" a pequeños negocios, cobro de préstamos usurarios, proxenetismo, explotación laboral, etc. La ley seca encumbró a nuevos jefes del crimen como Al Capone, pero no creó la figura del gángster, que ya existía.

Lo malo de la ley seca no fue que personas sin escrúpulos la violaran, pues por ese razonamiento, todas las leyes serían malas. El error de la ley seca fue sencillamente prohibir bebidas que en un buen porcentaje de los casos no hacen ningún daño, y que se remontan a los orígenes de la civilización. Lo realmente grave no fue que algunos mafiosos se mataran entre ellos por controlar el negocio del alcohol (se hubieran matado por otras causas igualmente), sino que la gran mayoría de ciudadanos se convirtieran en cómplices de los delincuentes, simplemente por no alterar costumbres muchas veces inocuas. El resultado fue que el respeto a la ley quedara en entredicho, promoviendo una mentalidad cínica que corrompió moralmente a una parte considerable de la sociedad.

La analogía entre determinadas bebidas alcohólicas y las drogas estupefacientes como la cocaína y el opio es una grosería: hay que decirlo con toda claridad de una vez. Sí, ya sabemos que hay alcohólicos, igual que hay diabéticos que ponen en riesgo su vida por un dulce. Pero equiparar la densa tradición cultural del vino y otros productos a sustancias cuya única finalidad es inducir estados alterados de consciencia, es un insulto a miles de años de tradición vinícola y cervecera, y a siglos de alambiques y recetas elaboradas por sabios monjes.

Sí, ya sabemos que algunos gurús libertarios como Antonio Escohotado sostienen que lo que nos falta es una "cultura de las drogas" y tal. Explorar las profundidades de la mente y todo eso. Pues lo siento, pero yo me rebelo contra todos estos misticismos baratos estilo Nueva Era. Yo quiero estar siempre en plenas facultades mentales, en lo que dependa de mí. Y si un día, en una comida familiar, le doy un buen homenaje a alguna botella de Priorato o Terra Alta (que en Tarragona tenemos unos caldos que quitan el hipo, entérense), lo que haré será dormirme una buena siesta. Fin del exceso.

No me vengan con cuentos. Soy un acérrimo partidario de la libertad de mercado, incluso de la envidiable libertad de armas que tienen en USA. Pero los venenos, las drogas estupefacientes, los explosivos, las armas químicas y bacteriológicas, deben ser controlados, y por supuesto prohibidos cuando lo contrario sea claramente una locura, salvo para alguien que haya leído demasiado apresuradamente a Hayek. No dejemos que los libros y los artículos nos impidan ver la realidad. El vino sirve para enriquecerse sensorialmente, aunque tenga también un empleo patológico. Las drogas, por el contrario, además de para hacer el gilipollas, y lo que es mucho más grave, provocar miles de muertes directamente (con o sin prohibición) ¿para qué sirven?

Me dirán que eso debe decidirlo cada cual. Pues nada, que cada cual decida si quiere tener en casa una almacén de cianuro o de explosivos. Me dirán que las muertes de drogadictos son debidas generalmente a la adulteración provocada por el mercado negro, lo que no ocurriría si se dispensaran en farmacias. Que las sobredosis son consecuencia del desconocimiento del grado de pureza, lo que no ocurriría en un mercado legal. Pero es más que dudoso que facilitar el libre acceso a sustancias psicoactivas no fuera a aumentar las adicciones y los abusos, y por tanto los daños para la salud y las muertes. Pasa con el alcohol, que es barato y abundante. Pero la diferencia crucial es que uno no compra una botella de vino del Mercadona para emborracharse, aunque pueda hacerlo. En cambio, díganme para qué compraría alguien una dosis de cocaína, si no es para colocarse.

Las personas honradas tienen botellas de vino en sus casas, whisky de malta de doce años y armas de fuego para defenderse. No almacenan anfetaminas ni virus ébolas ni narices, que sólo pueden servir para hacer el mal, sea a sí mismas o a otras. Por supuesto, uno es libre de emborracharse, drogarse y envenenarse a solas. Pero no debería ser libre de vender sustancias que no tienen usos alternativos razonables, que sabemos que son objetivamente dañinas en todos los casos, o en la inmensa mayoría. Y no me vengan con las pamplinas de las aplicaciones terapéuticas: eso ya está contemplado por la ley, y cualquiera que haya perdido a un familiar víctima de un cáncer sabe de los parches de morfina. Prohibir y controlar; son verbos que los liberales también debemos aprender a conjugar sin complejos, si no queremos quedar anclados en posiciones simplistas, irreales e insostenibles.

sábado, 18 de enero de 2014

Vox o volver a creer en la política

Desde que Santiago Abascal publicó, hace tres [siete] semanas, su carta abierta a Mariano Rajoy, explicándole los motivos por los que abandonaba el Partido Popular, arreciaron los rumores de que iba a crear una nueva formación, junto a figuras como José Antonio Ortega Lara y, quizás (sólo quizás), algunos pesos pesados del PP, como Vidal-Quadras y Mayor Oreja.

Estos rumores se hicieron realidad el pasado 16 de enero, con la presentación en rueda de prensa de Vox, a cargo del propio Abascal, flanqueado por Ortega Lara, José Luis González Quirós, Ignacio Camuñas y Cristina Seguí. Véase el vídeo aquí, a partir del minuto 12:20. (¡Gracias, Elentir, por el enlace!)

Mi impresión general (juzgando prácticamente sólo por esa presentación y un par de entrevistas a Santiago, que he escuchado en los últimos días) es que Vox, por el simple hecho de haber nacido (ya veremos si llega a caminar: es muy pronto), supone un desafío frontal al régimen bipartidista del PPSOE. Y ello, en mucha mayor medida que lo que supuso la irrupción de Ciudadanos en Cataluña, y UPyD en el conjunto de España. Explico por qué, antes de analizar con más detalle el ideario del nuevo partido.

Ciudadanos y UPyD aparecen como una respuesta a los nacionalismos separatistas de Cataluña y el País Vasco, y a un establishment político que, por acción u omisión, ha permitido que los primeros se hayan crecido hasta el punto de amenazar seriamente con destruir España como nación. Solo por eso ya debemos estar agradecidos a sus líderes, Albert Rivera y Rosa Díez, junto a otras personas que hicieron posible esos movimientos de regeneración de nuestra democracia.

Ahora bien, C's y UPyD se quedan básicamente en la crítica del régimen partidocrático, sin cuestionar, salvo en minucias, el consenso socialdemócrata (disculpen el autoenlace) que impera en prácticamente toda Europa y que es la ideología estructural que está en la raíz de los problemas más graves que tenemos como sociedad. Si los partidos políticos mayoritarios se han convertido en un problema es porque el estado constituye una maquinaria formidable que PP y PSOE ambicionan ante todo controlar, para su uso y disfrute, y que prefieren conservar con toda su potencia incluso aunque se encuentren temporalmente en la oposición, porque confían en volver a ocuparla algún día. Y a su vez, que el estado haya cobrado un peso hipertrofiado se debe a una ideología que ha minado el concepto de responsabilidad individual, que ha acostumbrado a la gente a esperarlo y a exigirlo casi todo del gobierno; y a un relativismo moral que convierte el bien y el mal en ideas subjetivas, con lo cual, cualquier ocurrencia, desde el separatismo hasta la destrucción de la vida humana, encuentra apologistas que exigen su legalización, cuando no a imponerla por las bravas.

Veamos ahora, por temas, las razones por las cuales creo que Vox, si se consolida con el ideario que hasta ahora han expuesto sus fundadores, vendría no sólo a enfrentarse a la partidocracia, sino a dar la batalla cultural contra el consenso socialdemócrata.

Unidad nacional

La propuesta estrella de Vox es la franca superación del modelo autonómico (algo que no ha defendido ningún partido tan abiertamente hasta ahora, fuera de grupúsculos irrelevantes), es decir, una España con un solo gobierno, un solo parlamento y un solo tribunal supremo, que sería también la última instancia constitucional. Abascal, en una breve entrevista que le hizo ayer Carlos Herrera en Onda Cero, admitió que se trataba, evidentemente, de un objetivo de máximos, que requiere una reforma constitucional, y se anticipó a la acusación de radicalismo: cuando hay quien propone nada menos que romper la unidad territorial de España, nadie debería rasgarse las vestiduras ante la idea de una democracia basada en un estado unitario, como lo es por ejemplo Francia, sin ir más lejos. Quizás quien mejor lo expresó, en la presentación del jueves, fue González Quirós, al referirse a la floración de parlamentos, defensores del pueblo, etc., dedicados a gastarse un dinero que no tenemos, y que no responden a una realidad regional, sino al interés de unas camarillas políticas.

Por supuesto, el tema nacional va íntimamente ligado a la política antiterrorista. Ortega Lara acusó sin ambages al actual gobierno de haber asumido los pactos de Zapatero con la ETA, y resumió la propuesta de Vox de manera cristalina: no negociar con los terroristas bajo ningún concepto. Y González Quirós añadió un comentario de no poco calado conceptual: "La violencia nunca puede tener réditos", porque eso supone cuestionar la esencia misma de la democracia.

Pero quizá lo más importante es que Vox no se opone a los separatismos partiendo de una simplista condena de todo nacionalismo, en la línea de Albert Rivera, que ha llegado a proponer el desplazamiento de la fiesta nacional española del 12 de octubre al 6 de diciembre, aniversario de la Constitución. (Recomiendo leer, en relación con esto, el último libro de Pío Moa, Los separatismos vasco y catalán, Encuentro, 2013; en concreto, la introducción.) Ortega Lara habló de recuperar "valores que hemos perdido por el camino" como, entre otros, el "orgullo nacional". Ignacio Camuñas se refirió a nuestros tres grandes activos, el prestigio de la Corona (pese a problemas coyunturales), la fuerza cultural y económica de la lengua española común, y la situación geoestratégica de España. Y abogó por recuperar nuestra influencia de potencia media en Europa, dilapidada por el anterior gobierno. Quizás donde flaqueó este discurso de Camuñas fue precisamente en su apuesta por profundizar en la unificación de Europa. Aquí cabe preguntarse: ¿unificación para qué, para perder soberanía nacional en favor de burocracias de difícil control democrático? Esto debería aclararse en el desarrollo programático de Vox, en los próximos meses.


Libertad económica

Vox defiende los principios del liberalismo con claridad, sin las típicas concesiones retóricas a "lo social", que en la práctica se traducen en "más de lo mismo", esto es, intervencionismo desaforado so pretexto de corregir desigualdades y "desequilibrios". Estos principios liberales no son más que el desarrollo de los conceptos de Estado de derecho, imperio de la ley y separación de poderes, cuando se unen al derecho de propiedad. Ignacio Camuñas señaló la importancia crucial para el libre mercado de unos organismos reguladores (Banco de España, CNMV, Competencia, Tribunal de Cuentas) serios e independientes de los partidos políticos, así como de reformar un sistema fiscal "expoliatorio", que lleva a la asfixia de las clases medias con el único fin de financiar un gasto público insoportable, propio de un sector que no se ha apretado ni mucho menos el cinturón como sí lo han hecho las familias y las empresas. Abascal utilizó en su intervención los términos "un estado cohesionado, sencillo, austero, más funcional, eficiente y financieramente sostenible" y defendió la supresión de subvenciones a partidos, sindicatos y patronales, medida por cierto imprescindible. González Quirós, en respuesta a una pregunta sobre el paro, ofreció una pequeña joya de lección acerca de la raíz moral de nuestros problemas económicos. Dijo que el desempleo se produce porque las sociedades son poco creativas y se acostumbran a vivir demasiado de las protecciones públicas, lo que conduce al crecimiento desmesurado de la administración y de los impuestos. Una política económica debe favorecer la iniciativa, el sentido del riesgo y la responsabilidad, y que el gobierno no se convierta en un obstáculo para la creación de riqueza.

Democracia

Vox defiende un poder judicial independiente, la reforma de la ley electoral para hacerla más representativa, la democracia interna de los partidos... Todas ellas, entiendo yo, reformas meramente instrumentales, que han de permitir romper el blindaje del sistema, para poder aplicar los principios de cohesión nacional y libertad económica. Camuñas realizó un interesante diagnóstico, en su intervención inicial, sobre el excesivo fortalecimiento de los partidos, junto con el estado autonómico, como legados de la Transición que ya han cumplido su ciclo.

Defensa de la vida

Pese a tratarla en último lugar, se trata de la cuestión más decisiva de todas. Cristina Seguí, aunque intervino menos que sus compañeros, tuvo una intervención notable al respecto. Señaló que una "derecha liberal y democrática" solo puede defender "el valor supremo de la vida", y consecuentemente no puede concebir el aborto como un "derecho", sino como un drama, refiriéndose a las "cien mil vidas truncadas" cada año. Valoró favorablemente el anteproyecto de ley de Gallardón, pero sin dejar de advertir la falta de consenso interno en el PP en torno a un punto de su programa electoral. Cristina arremetió contra el cinismo demagógico de la izquierda y finalmente abogó por políticas que protejan a la familia y a las madres.

La cuestión del aborto es la más importante de todas por una razón evidente, por esas cien mil vidas destruidas al año. Pero además, la posición ante la vida humana afecta a cualquier otra cuestión ideológica de la que tratemos. Porque una cultura que ve como normal matar a sus hijos en el vientre de la madre es una cultura enferma, y eso se trasluce en todos los ámbitos, en la carencia de responsabilidad, en el hedonismo suicida que nos conduce al envejecimiento demográfico, la contracción de la economía, la aparición de tics populistas que tratan de contrarrestar la decadencia profundizando aún más en los errores que son causa y efecto de ella, el crecimiento invasivo del estado, el desprecio a las leyes y todos los males que conlleva semejante proceso, como son la corrupción económica y moral, la destrucción de la convivencia y el agravamiento de la decadencia civilizatoria.

Ser "liberales en lo económico" y "conservadores en lo moral" (como dijo Santiago, de manera muy didáctica, en una entrevista en Intereconomía, el día antes de la presentación), no es elegir entre dos camisas y dos pantalones, en que las cuatro combinaciones posibles son válidas, estética aparte. No se puede (con plena coherencia) defender la libertad sino desde la concepción de la dignidad de la vida humana, la responsabilidad individual y el respeto a la ley. La libertad es una quimera si los seres indefensos pueden ser legalmente liquidados, si no se responde de los propios actos y si las leyes están sujetas a la inseguridad de asambleas o gobernantes sin control. Hay una lógica interna que lo relaciona todo, desde la política económica a la antiterrorista, pasando por la protección de la familia. A esta lógica la podemos llamar "centroderecha", y aunque las etiquetas no sean lo más importante, quien las usa mirando de frente me inspira confianza.

Por supuesto, el camino que Vox tiene por delante es muy difícil. Pero el mayor peligro de todos es interno: que la impaciencia le llevara a difuminar su ideario para crecer en militantes y votos a cualquier precio, convirtiéndose en una copia de UPyD, con matices diferenciales irrelevantes. Necesitamos partidos en los que, como dijo González Quirós, las ideas estén por encima de las ambiciones personales, porque son las ideas las que mueven el mundo. Ello implica resistir las tentaciones de los atajos ideológicos y afrontar una larga travesía hasta obtener representaciones parlamentarias suficientes, a fin de que, como mínimo, muchos ciudadanos volvamos a tener voz.

sábado, 11 de enero de 2014

Esto no puede ser

Puede que usted no lo sepa, pero promover una campaña para pedir un trasplante de médula, o de otro tipo, para un niño o adulto con nombre y apellidos, está prohibido. Así es desde el pasado miércoles, 8 de enero, en que fue publicada en el BOE la nueva Orden SSI/2512/2013, art. 4.1. b), de 18 de diciembre:

"La promoción y publicidad de la donación u obtención de tejidos se realizará en todo caso de forma general, sin buscar beneficio para personas concretas, debiendo evitar los llamamientos colectivos para la donación en favor de un paciente concreto."

¿Sorprendido? Yo también. Pero todavía me sorprenden más los argumentos utilizados para justificar la enésima norma que se añade a las innumerables leyes estúpidas y de efectos perversos, elaboradas por los dos mil quinientos diputados y senadores que componen, en números redondos, las Cortes españolas, el parlamento europeo y los autonómicos.

Un primer argumento sería que hay que prohibir las campañas de donaciones para personas concretas porque algunos inscritos como donantes, cuando descubren que sus órganos o tejidos, llegado el momento, son requeridos para un desconocido, y no para la persona por la cual se movilizaron, "se echan para atrás".

Se trata de un razonamiento a todas luces idiota. Quienes se sienten conmovidos por la foto de un niño en un hospital pueden ser dos clases de personas: o bien (pese a haber reaccionado ante un reclamo particular) están convencidos de la necesidad genérica de las donaciones (con lo cual, llegado el momento, no tendrán inconveniente en beneficiar a un desconocido); o bien sólo están dispuestos a molestarse por un determinado paciente que ha despertado su compasión. En el primer caso, la campaña para favorecer a un paciente concreto probablemente contribuye a que muchos potenciales donantes den el primer paso. En el segundo caso, como mínimo logrará que otras personas terminen también donando, aunque sea sin tanto entusiasmo. Los que se borran del registro, de todos modos no se hubieran apuntado.

Pero vamos al segundo y mucho más atroz argumento que expone el director de la Organización Nacional de Trasplantes, Rafael Matesanz, en los siguientes términos:

"El problema con este tipo de llamamientos [de trasplantes para personas concretas] es la imagen que se transmite de que las personas que no lo piden no están haciendo todo lo posible para salvar a un familiar y esto no puede ser. Por tanto, cuando se hacen este tipo de llamamientos tienen que ser genéricos y no para una persona en concreto."

Las negritas son mías. Debo todavía restregarme los ojos para convencerme de que es verdad que he leído esto. Si lo he entendido bien, las anteriores palabras significan, ni más ni menos, que si alguien pide un trasplante de médula ósea para su hijo enfermo, está agraviando de alguna manera a quien se halla en un trance similar, pero que por la razón que sea, no cree que pedir ayuda personalmente vaya a servir de algo.

Si aplicáramos este razonamiento a cualquier otra iniciativa individual ¿qué nos quedaría? Quien monta un negocio está agraviando a quienes no han tenido la inventiva o el arrojo para hacer lo propio. El estudiante que obtiene matrícula de honor está agraviando al que obtiene calificaciones mediocres, porque este no creyó que valiera la pena hincar los codos. Y quienes tienen hijos están agraviando a los que no se han decidido a perpetuarse. Quizás habría que ir pensando en restringir comportamientos tan insolidarios. En el caso de las empresas, por ejemplo, bastaría con una legislación fiscal, laboral, medioambiental, etc. lo suficientemente tupida para disuadir a un buen número de ilusos con ganas de emprender algo. Con los estudiantes, convencerlos de que obtener un título académico es un derecho, y no un merecimiento, desengañaría a no pocos jóvenes. Y en cuanto a la procreación, oigan, nada como reducir la educación sexual al conocimiento de las técnicas anticonceptivas, higiénicas y eróticas para combatir esa idea anticuada de que reproducirse tiene alguna importancia.

La cuestión es que nadie sobresalga, que ninguna oveja se crea diferente de las demás y alborote así al resto del rebaño. ¿Qué se han creído quienes hacen todo lo posible por salvar la vida de sus hijos yendo "a su bola" en lugar de ponerse ciegamente en manos de la administración? Empezamos tolerando tales conductas y al final habrá quien se dé cuenta de que el asociacionismo voluntario nos permitiría prescindir de un buen porcentaje de burócratas y políticos. "Y esto no puede ser", que diría el señor Matesanz.

lunes, 6 de enero de 2014

La coherencia como último refugio de los canallas

Según escribió Kant en la Crítica de la razón práctica, "ser consecuente es la obligación suma de un filósofo." Algo muy parecido sostuvo John Staurt Mill en su ensayo Sobre la libertad: "nadie puede ser un gran pensador sin reconocer que su primer deber como tal consiste en seguir a su inteligencia cualesquiera que sean las conclusiones a que se vea conducido." Siempre, más allá de todos los cambios de opiniones y hasta de creencias que he tenido en mi vida, he estado de acuerdo con tales afirmaciones, y lo sigo estando. Ahora bien, si la coherencia es condición necesaria para el intelectual, es evidente que para la persona en su integridad no es ni mucho menos suficiente. Se puede ser perfectamente coherente en la maldad. Posiblemente, Hitler, Stalin y Mao fueron de los políticos más consecuentes que han existido. Lo fueron en tal grado que, con el fin de aplicar sus principios ideológicos, consideraron adecuado perseguir y matar a millones de seres humanos.

En la festividad de la Epifanía del Señor, un pacifista y un teólogo han firmado su particular regalo de Reyes. En un artículo titulado "Coherencia ante el aborto" y publicado, cómo no, en El País, ofrecen un resumen bastante completo de las insidias y despropósitos conceptuales más bochornosos que componen la Postura Oficial Progresista acerca del tema aludido en el título. Lo más gracioso de todo (si es que la cuestión tuviera maldita la gracia) es que quienes acusan a los demás de incoherencia son, de modo absolutamente característico, incapaces de llevar hasta las últimas consecuencias su propia posición, como veremos.

Lo que no puede reprochárseles es que empiecen con rodeos. El primer párrafo lanza la piedra directamente a la frente: "Demuestran una grave incoherencia quienes (...) condenan el aborto con la misma vehemencia con que defienden la pena de muerte, propician la confrontación bélica o permanecen impasibles ante el genocidio colectivo (sic), por hambre o desamparo, de más de 60.000 personas mientras se invierten en la seguridad de unos pocos -menos del 20 % de la humanidad- 4.000 millones de dólares diarios en armas y gastos militares."

Se trata de un ejemplo bastante claro de falacia del hombre de paja. Los señores Mayor Zaragoza y Tamayo, a fin de presentar del peor modo posible a quienes sostienen la posición de la que ellos discrepan, la asocian a otras que les parecen también odiosas. Ningún provida tiene por que ser, al mismo tiempo, defensor de la pena de muerte, y de hecho esto es bastante raro en Europa. Tampoco todos los provida mantienen unanimidad de criterios en cuestiones tales como la política exterior o la económica.

Sin embargo, recojamos el guante que se nos arroja. ¿Se puede ser coherentemente provida y defender la pena de muerte o la guerra justa? Por supuesto que sí. Porque una persona condenada a muerte por cometer un crimen era, por definición, libre de no haber cometido ese delito, mientras que un embrión o un feto humano es un ser inocente e indefenso. Diferencia crucial que por sí misma no justifica la pena capital (al menos, yo no soy favorable a ella) pero que permite apoyarla al tiempo que se condena el aborto. De manera análoga se puede razonar en el caso de la guerra justa, entendida como legítima defensa ante una agresión o amenaza de agresión de un estado, cuando cualquier medio pacífico ha resultado ser impracticable e ineficaz, y la respuesta es proporcionada al daño que se quiere evitar. Podemos discutir casos concretos; esto es, si tal persona ha sido condenada a muerte con todas las garantías, o si tal guerra reúne los requisitos que la legitiman, pero entramos entonces en otro tipo de debate, de carácter empírico y del que no cabe extraer conclusiones generales.

La alusión melodramática al "genocidio colectivo" (desconocía que hubiera genocidios individuales) y a los gastos militares, ante los cuales, supuestamente, los provida se mantienen "impasibles" (todo se lo guisan y se lo comen los autores de la soflama) es, si cabe aún, más impertinente e innoble. Pero además, analizada por sí misma, es muy típica de la mentalidad izquierdista más sectaria, que pretende sugerir que todas las iniquidades, más que estar causadas por personas malvadas concretas, están conectadas estructuralmente y se perpetúan, en última instancia, porque unos señores burgueses se empeñan egoístamente en no votar a determinados mesías de la izquierda.

Esta postura indisimuladamente ideológica de los autores se manifiesta especialmente en los tres párrafos finales, donde las consignas del laicismo radical y del discurso contra los "recortes" alcanzan el paroxismo. Así, en un estilo retórico de acumulación de supuestos desmanes, a la propuesta de legislación sobre el aborto, puesta sobre la mesa por el gobierno, se "añade" una fantasmal "complicidad con la jerarquía católica", que revela "tendencias claramente confesionales de carácter nacional-católico" y la imposición de una "moral privada regida por la religión, y no una ética laica, común a todos los ciudadanos", de manera que se "considera delito lo que los dirigentes eclesiásticos califican de pecado".

Vamos por partes. Si la reforma de la ley del aborto es en sí misma mala, la supuesta "complicidad" con los dirigentes eclesiásticos no es un mal añadido, sino el mismo mal. Por tanto, no se "añade" nada a ningún catálogo de horrores. Bien es verdad que el artículo rezuma en cada línea el mismo estilo de juego sucio tremendista. Pero vayamos a la cuestión mollar. Que un delito sea además pecado, no es ninguna razón para que deje de ser delito, a menos que queramos despenalizar también el robo, el fraude o incluso el asesinato. Por tanto, no hay en tal coincidencia entre el derecho y la moral religiosa, por sí misma, ninguna prueba de que nos hallemos ante una amenaza teocrática. Por lo demás, produce ya pereza el viejo recurso (muy caro al firmante teólogo) de la oposición entre una jerarquía eclesiástica que se nos pinta con los trazos más tenebrosos y unas bases católicas que cada cual puede imaginar a su capricho. ¿Que hay católicos que apoyan el aborto? Seguro.Y también hay católicos cierrabares y puteros, lo cual nos dice tanto acerca de las doctrinas que supuestamente profesan como los médicos abortistas ejemplifican el juramento hipocrático.

¿Qué decir de la cantinela de los "recortes de derechos humanos", que hace equivaler la austeridad en la gestión del dinero público a poco menos que un crimen de lesa humanidad? Si abortar es un derecho, cómo no va a serlo que el estado continúe endeudando a nuestros hijos y nietos, como pretenden los socialdemócratas de todos los partidos.

Pero dejemos estas cuestiones tangenciales y vayamos a la parte central y más grave del panfleto abortista que nos ocupa. Los autores nos ofrecen su particular definición de vida humana. Para ellos, "por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia (sic) autónoma y por 'humana' la aparición de las cualidades propias de la persona." ¿Y cuáles son esas cualidades propias? Pues un cierto "desarrollo neuronal" que tiene lugar "después del nacimiento." Hay que decir que el teólogo y el activista del "no-a-la-guerra" se abstienen cautamente de precisar en qué momento un ser humano adquiere el "desarrollo neuronal" que le dota del derecho a la vida. Porque cabe preguntarse qué motivo tendríamos para prohibir el infanticidio de seres "neuronalmente subdesarrollados", por decirlo en consonancia con la delicada jerga seudocientífica de estos cuates. Sospecho que los progresistas pueden exigir coherencia a los demás, pero exigírsela a ellos es fascista y de mal gusto.

Si un embrión no es autónomo, evidentemente tampoco lo es un recién nacido, que sin el cuidado de su madre o de otra persona adulta moriría probablemente a las pocas horas. Más precisamente, es evidente que el embrión no puede desarrollarse fuera del vientre materno. Pero tampoco un ser plenamente adulto puede sobrevivir fuera de la atmósfera terrestre o en ausencia de ciertas condiciones mínimas de presión, temperatura, etc. Quien quiera sacrificar a un embrión humano por el motivo que sea, siempre encontrará hechos diferenciales que le permitan dar apariencia de racionalidad a su siniestra intención. Y esos hechos diferenciales serán tan arbitrarios como cualquier otro que se haya empleado en el pasado para esclavizar a quienes tienen un determinado color de piel o para perseguir y exterminar a quienes tienen unos determinados apellidos.

Pero debemos hacer justicia al nivel intelectual de Mayor Zaragoza y Tamayo. Porque es incluso aún peor de lo que hasta ahora podría deducirse, por las palabras citadas. Pasen y vean: "El cigoto posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello". O sea, hay potencialidades y potencialidades. Pero por si acaso alguien es tan obtuso para no entender tan preclaros razonamientos, el dúo de pensadores añade otros elementos de su propia cosecha, como que una gestación con malformación del feto "probablemente, concluiría con graves riesgos para la vida de la progenitora". Hay que creerlo porque lo dicen ellos. Y hay que cargar las tintas ahí, hablando de "una vida de sufrimiento e inhumanidad" que se impone a "las personas que nacerán con graves discapacidades, a sus familias y cuidadores". Conmovedor apoyo a los padres de niños con síndrome de Down y otras graves enfermedades congénitas, decirles que su vida es una vida de sufrimiento e inhumanidad. ¡Valientes canallas quienes se erigen en dictaminar qué vidas vale la pena vivir!

Ah, pero cuidado, que ahora llegamos a un punto crucial. Eso (quién debe vivir) debe decidirlo la madre, no el Estado. Vaya, nuestros socialdemócratas nos salen ahora individualistas libertarios. Lástima que ellos lo expresen como "decidir la maternidad", lo que no es más que una extendida falacia, que el filósofo de la ciencia Francisco J. Soler Gil ha puesto al desnudo en un reciente e implacablemente lógico artículo. Porque una mujer embarazada ya es madre, y los hechos no se pueden cambiar. Una mujer embarazada no es libre de ser madre, no porque lo diga ningún estado, ni porque lo digan los curas, sino porque lo dice la realidad: de lo único que es libre es de matar al hijo que tiene en su seno, o de permitirle que siga viviendo.

Acabemos ya con esto. Nuestros abanderados de la coherencia, en su empeño por pisotear esa virtud intelectual que tanto gustan de exigir, alcanzan su nivel más alto en el sexto párrafo de su sesuda disquisición. Pues al mismo tiempo que ven admisible el aborto en seres humanos que no reúnen determinados requisitos neuronales, opinan que habría que eliminar "las circunstancias que inducen a abortar". O sea, el aborto no tiene nada de malo, dentro de ciertos límites (que tampoco especifican demasiado), pero hay que prevenir el aborto. ¿Por qué, si no es tan malo? ¿No quedamos (perdón porque lo recuerde de nuevo, pero está en el título) en ser coherentes? Pero no seremos tiquismiquis y admitiremos de buen grado en que hay que prevenir las supuestas causas del aborto (aunque pensemos que la responsabilidad individual también pinta aquí algo, con permiso del señor teólogofirmante). ¿Cómo se consigue tal objetivo? Pues haciendo, entre otras cosas, que el aborto no sea una privilegio de las "personas adineradas"; vamos, poniendo todas las facilidades legales y sociales para que las mujeres más pobres puedan abortar. Esta es la gran propuesta progresista: que las ricas no tengan que molestarse en ir al extranjero para abortar, porque puedan hacerlo en los mismos abortorios que las pobres. No parece nada claro que eso vaya a ayudar a reducir los abortos, pero sí quizás el número de pobres, el sueño de ese gran amigo de la humanidad doliente que fue Malthus.

Esta diarrea mental es representativa del nivel con el que la mayor parte de la izquierda, y de la derecha más necia, trata la cuestión del aborto. Ante tal incuria intelectual y moral, la tentación de desesperarse y hasta dejar de leer periódicos es muy poderosa. Cuando el concepto más básico de todos, la vida humana, no sólo se pone en cuestión, sino que se tergiversa y retuerce el lenguaje de la manera más vil, uno se pregunta si vale la pena tratar de introducir algo de racionalidad en un clima tan enrarecido. Pero la respuesta sólo puede ser que sí. Hay que continuar desenmascarando sin descanso al mal y a su mayor aliada, que es la estupidez.

sábado, 4 de enero de 2014

Quiero vivir en un país anormal

Se trata de una oración condicional frecuente: si este fuera un país normal -nos dicen- no se habría permitido la celebración del acto de expresos etarras en Durango. Si fuera un país normal no se toleraría, desde el gobierno central, que Artur Mas hubiera puesto fecha a un referéndum separatista. Y del otro lado, también son muy aficionados a eso de la normalidad. Los etarras reclaman la "normalización política democrática", que significa soltar a todos los presos de ETA, con o sin el pretexto de Estrasburgo, y permitir la separación del País Vasco y la anexión de Navarra al nuevo estado socialista-feminista-gay-lésbico-ecologista de Europa. En Cataluña, por su parte, la organización independentista Òmnium Cultural, generosamente subvencionada por la Generalidad, promueve la campaña "Un país normal", basada en una serie de eslóganes que insisten machaconamente en convertir la normalidad en la máxima aspiración del ser humano: "es normal querer un país normal", "es normal que la gente pueda decir lo que piensa", "es normal que un país gestione sus recursos", "es normal que un país decida su educación", etc.

Entre quienes pretenden subvertir el estado, la moral o ambas cosas, el concepto de normalidad cumple la función que podríamos denominar "piel de cordero". Declarar que uno quiere ser normal es una forma de presentarse como un moderado, como alguien que sólo aspira a ver realizadas aspiraciones ya no meramente legítimas, sino además bastante modestas y elementales, como poder "decir lo que piensa" o "casarse con quien quiera". O dicho de otro modo, se pretende sugerir que, si la constitución de un estado no permite que los secesionistas organicen un referéndum, es que la gente no es libre de decir lo que piensa. O que si no existe el reconocimiento de una cosa llamada "matrimonio homosexual", es que la gente ya no puede casarse con quien quiera. O que si se ponen unos mínimos requisitos legales a la liquidación de un feto humano, es que no se permite a las mujeres "decidir sobre su propio cuerpo".

En el caso de quienes exigen cosas tan extravagantes como que se cumplan las leyes, el concepto de normalidad tiene un sentido distinto. Es un pobre argumento que denota poca confianza en las propias convicciones, como si el criterio de lo correcto fuera simplemente lo que hacen los demás. Porque en muchos países supuestamente normales suceden cosas que sólo un sentido moral desviado por décadas de lavado de cerebro masivo puede considerar normal: por ejemplo, que existan leyes permisivas con el aborto.

Si lo normal es abortar, yo no quiero pertenecer a un país normal. Si lo normal fuera que en una democracia occidental hubiera un "colectivo de presos y presas politicos vascos"; si lo normal fuera que al salir de la cárcel, los etarras calificaran sus crímenes terroristas de "ciclo armado" (y no de errores de los que se arrepienten), que exigieran al estado que liberase a todos los asesinos en nombre de la patria vasca y que acatara el programa político de ETA; si esto fuera lo normal, les aseguro que preferiría mil veces pertenecer a un país anormal.

jueves, 2 de enero de 2014

Obediencia progresista

Escribe Salvador Sostres:

"El 71 por ciento de los españoles no cree que este año vaya a ser el de la recuperación y yo pienso que esta es la cifra del atraso moral de España. Seguramente estos pesimistas creen que alguien tiene que sacarles de la crisis, el Estado o una ave mítica, y que ellos no tienen culpa ninguna, y que todo se les debe y que nada se les puede exigir." ("Fueron ellos", elmundo.es).

Una vez más, el provocador articulista señala la raíz moral de todos los problemas. Una vez más, se le tildará de exagerado y de simplista. Algo de verdad puede haber en lo primero, pero si la exageración nos pone en el camino de la verdad (luego siempre vendrá el Tío Paco con las matizaciones), bienvenida sea. Y sospecho que sólo por esta vía se puede lograr que te escuchen, en medio de tanto ruido informativo y de tanto político y tertuliano en busca del aplauso fácil. Hoy la palabra "demagogia" sufre un desgaste irreversible, porque vivimos y respiramos en ella.

Puedo conceder que exista cierto simplismo en el diagnóstico de Sostres, pero no en el sentido en que se suele pensar. Muchos protestarán, nos dirán que hay millones de parados que nada querrían más que tener trabajo, pero que no lo encuentran; que mucha gente lo ha perdido todo sin culpa alguna, etc. Pero aunque hay casos de todo tipo, quién lo niega, sigo pensando que Sostres está más cerca de la antipática verdad que quienes confunden sensibilidad con racionalidad.

La simplificación se encuentra más bien en la caracterización sociológica de esos pesimistas, a los que el columnista catalán se refiere, entre otros epítetos, como "siniestra costra de gandules". Sin duda, estos son una buena parte, puede que la mayor, de quienes componen el perfil. Pero no debemos olvidar a los otros, a quienes viven pasablemente bien por su esfuerzo, aunque acaso hayan dejado de percibir una paga extra, o incluso les hayan reducido el sueldo, e incluso estén trabajando más horas. Personas que obtuvieron en su juventud buenas calificaciones académicas y tienen un empleo o una profesión acorde con sus méritos, o incluso dirigen su propia empresa. Y que pese a todo, se unen al coro de las lamentaciones y de la negación de la responsabilidad individual.

Esta actitud es análoga (y con frecuencia superpuesta) a la de quienes, pese a llevar una existencia ordenadamente burguesa (casados, dos hijos inscritos en colegios concertados, incluso puede que religiosos), apoyan todas las reivindicaciones de las tiorras abortistas, de los gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, okupas y perroflautas de toda laya. Leen con aprobación las columnas de Juan José Millás y Almudena Grandes y son sociológicamente de izquierdas, a todos los efectos. Votan consecuentemente PSOE o IU, al menos en las generales. (ERC en Cataluña.) No son, en un noventa por ciento o más, homosexuales, ni viven de ningún subsidio, ni posiblemente hayan jamás abortado o presionado para que lo haga su pareja. Consumen vino de reserva, leen novelas de Paul Auster y ven películas de Woody Allen. Son personas sensibles, acomodadas y "de orden", como se decía antes, aunque ellos por supuesto rechazarían con horror lo último.

Son, en definitiva, personas que reproducen con obediencia de empollones el discurso que se espera de ellas. Se oponen a la cadena perpetua, defienden el aborto más o menos libre, les preocupa el crecimiento de la "ultraderecha" (que en España lleva décadas sin tener representación parlamentaria) y el cambio climático... Están pensando incluso en comprarse un coche híbrido para contribuir a reducir las emisiones de CO2. Piensan lo que toda persona decente y cultivada debería pensar; según El País, claro. Y según sus profesores del instituto y la universidad. Son un triunfo del adoctrinamiento masivo que la izquierda ha llevado a cabo desde el 68. Son los toyotaflautas.

Irónicamente, son también la refutación viviente de la epistemología marxista, según la cual los burgueses piensan necesariamente como burgueses y los proletarios como proletarios. En realidad, que esto nunca ha sido así ya lo ejemplificaban los propios Marx y Engels, que tenían cualquier origen excepto obrero.

Conviene, con todo, rebatir la autocomplaciente explicación que los sedicentes progresistas ofrecen de su adscripción ideológica, en cuanto se olvidan del materialismo histórico, que es la mayor parte del día. A ellos les gusta creer que sus opiniones son el resultado de una educación superior a la media. Como rezaba una pancarta de una manifestación izquierdista, contraria a algún gobierno del PP: "A votar se va leído". Sin embargo, basta pasearse un poco por las redes sociales para comprobar que la ortografía debe ser puro fascismo, dada la forma en que la pisotea nuestra izquierda.

En realidad, la cultura de izquierdas se caracteriza por su carácter endogámico, autárquico. El progre, en el mejor de los casos, lee a Antonio Machado, pero no a Manuel Machado; a José Luis Sampedro, no a Carlos Rodríguez Braun; a Ian Gibson, no a Pío Moa; a John K. Galbraith, no a Thomas Sowell; a Bertrand Russell, no a G. K. Chesterton... Insisto, esto en el mejor de los casos: lo más habitual es que el Día del Libro se compre algún volumen de monólogos de Buenafuente, que también le da caña a la derecha y eso.

Tampoco pretendo sugerir que la derecha sociológica esté mucho más documentada, ni menos aún que tenga la obligación masoquista de leer las gansadas de Michael Moore. Después de todo, el día dura sólo veinticuatro horas; no hay más remedio que seleccionar. Pero cuando todo tu entorno mediático y educativo te conduce abrumadoramente a elegir a Russell y no a Chesterton, lo más probable es que empieces por el primero. Pues bien, el progresista es aquel buen chico que se queda ahí, obedientemente.

miércoles, 1 de enero de 2014

El Estado os hará libres

El consenso socialdemócrata consiste en sustituir el aserto evangélico "la verdad os hará libres" (Juan, 8, 32) por "el Estado os hará libres". Se empieza, como Pilato, preguntándose "¿qué es la verdad?" (Juan, 18, 38). Se empieza sintiéndose, no sin considerable presunción, un escéptico de vuelta de todas las certezas (que, ya se sabe, son cosas propias de fanáticos que no utilizan champú anticaspa). Y se acaba pidiendo que el estado se ocupe de casi todo, y por supuesto, demandando aborto libre y eutanasia para los viejos e inútiles que tienen el detalle colaborador de no querer vivir más. (Los embriones y fetos humanos aún son más amables: ni siquiera opinan.)

No se trata, claro está, de cargarse totalmente el mercado libre, porque conviene que siga habiendo ilusos que inviertan y paguen los impuestos resultantes de su productividad. Cada día me sorprende más que se sigan creando miles de empresas en un entorno regulatorio y fiscal tan asfixiante como el de la Unión Europea, y particularmente el español. (No hablemos ya del catalán, donde te pueden denunciar anónimamente por poner "macarrones" en el menú, en lugar de macarrons.) Pero la cuestión es que el estado sea el mayor empresario y proveedor de servicios.

El intervencionismo avasallador y multiplicador del sector estatal (mal llamado "público", lo que sugiere que son sinónimos) se complementa de maravilla con la ingeniería social, cuyo objetivo es tratar de desacreditar y debilitar cada día un poco más la institución familiar, último bastión que le queda por conquistar totalmente al estado socialdemócrata. Ello se consigue introduciendo la ideología de género en la educación y promoviendo la promiscuidad sexual sin apenas limitaciones.

Si las diferencias entre hombre y mujer no son más que construcciones culturales, y si un embrión o un feto humano no son más que "agregados de células", el concepto tradicional de familia formada por la madre, el padre y los hijos conviviendo en el hogar común, se disuelve en una algarabía de relaciones efímeras y de escasos niños que (si tienen la suerte de haber sobrevivido en un entorno tan desprotegido legalmente como el vientre materno) se enfrentan a un futuro incierto, conviviendo con los diferentes compañeros sexuales (incluyendo homosexuales) de su madre o de su padre biológicos -si es que los conocen. El resultado viene a ser que la única referencia firme de los pocos niños que nazcan será... lo han adivinado: el estado.

En este modelo del estado que nos viene a liberar de nuestra responsabilidad individual, de tener que pensar por nuestra propia cuenta y de poder decidir cómo educamos a nuestros hijos (cargas ciertamente difíciles de sobrellevar, sobre todo en cuanto uno se acostumbra a que las lleve otro), encaja perfectamente la ingeniería nacionalista aplicada durante décadas en el País Vasco y Cataluña. Su lema podría ser: "La independencia os hará libres". Naturalmente, no debe escapársenos que sólo se trata de una variante de "el Estado os hará libres". Cuando el ciudadano está ya convenientemente maduro para esperarlo y hasta exigirlo todo del gobierno, cuando cualquier espacio que quede sin regular se considera un "vacío legislativo" inadmisible, cuando nos manifestamos en la calle, si es necesario, para que nos den unas cadenas más nuevas y más bonitas, estamos sin duda preparados para que el estado nos pregunte qué nombre (España, Cataluña, Euskal Herria o Unión de Repúblicas Socialistas de los Países Catalanes) y qué símbolos queremos, lo que no hará sino vincularnos todavía más a él.

Un amigo me explicó el truco que utilizaba para que sus hijas pequeñas se bebieran la leche sin rechistar. No les preguntaba si querían un vaso de leche, sino "¿de qué color queréis la cañita?" Al decidirse por el verde, el azul o el amarillo, sin darse cuenta las niñas habían otorgado su asentimiento a la propuesta láctea del solícito padre.

El estado socialdemócrata detesta íntimamente las porras y los cañones de agua, porque no hacen más que recordarle, cuando se ve obligado a utilizarlos, que todavía no ha conseguido sus objetivos últimos. La esclavitud perfecta es aquella en la que los esclavos son felices, y por ello ni siquiera sueñan con liberarse. Simplemente están contentos de que les pregunten de vez en cuando de qué color quieren las cadenas. Qué felices seremos cuando nos suba los impuestos una Hacienda catalana, y cuando nos podamos manifestar para que el estado catalán imponga más regulaciones y asuma todavía más gastos, que le obliguen a seguir aumentando la presión fiscal. Qué felices serán las mujeres tras abortar voluntariamente a su hijo con cargo al Servei Català de la Salut y cuando Otegui sea el presidente de un Euzkadi socialista y LGBT.

Hay quien sigue sin enterarse (o haciendo como que no se entera) y que por ejemplo reprocha a la Generalidad su "ejecutoria neoliberal". Esto incapacita a Enrique Gil Calvo para entender algo, conduciéndole a peregrinas explicaciones antropológicas del "caso catalán". Supongo que algunos entienden por "neoliberal" dejar de pagar a los farmacéuticos para seguir endeudándose y subvencionando los medios de comunicación del conde de Godó. En realidad, la política de Artur Mas es tan liberal como la de Mariano Rajoy; es decir, nada. La diferencia es que el primero ha conseguido que una parte de los ciudadanos exija que se profundice en los mismos errores socialdemócratas, con bríos renovados por las estelades ondeantes.

Los más inteligentes entre los políticos socialdemócratas (una Rosa Díez, un Albert Rivera) proponen reeditar el mismo modelo de "el Estado os hará libres" huyendo de un separatismo de consecuencias como mínimo muy inciertas; baste recordar lo que se desató en Sarajevo hace cien años. Por el contrario, unos pocos pensamos que la verdadera esperanza es acabar con la idolatría del estado y volver a defender la familia, el mercado y la nación española, cosas todas ellas que existían antes de 1978, e incluso de 1812. Qué digo: antes de 1714.