sábado, 29 de agosto de 2015

De Johann S. Bach a Justin Bieber

Nuestro bienamado mundo periodístico aguarda con indisimulado alborozo el Sínodo de octubre, pues parece que de él podrían surgir ciertos cambios en la doctrina católica. Entre ellos, la aceptación de iure de que los divorciados que han vuelto a casarse civilmente puedan recibir la comunión. Digo de iure porque de facto cualquier persona en esa situación puede tomar cuando quiera la comunión: ningún cura suele preguntar por su estado civil a quienes se acercan a recibir la sagrada forma, aunque no los conozca de nada.
Por otra parte, la inmensa mayoría de personas con pareja sexual más o menos estable, fuera del matrimonio católico, no va a misa prácticamente nunca. Si en España hay un diez por ciento de católicos practicantes (es decir, que además de estar bautizados y haber comulgado una vez en la vida, se reúnen al menos los domingos en la iglesia), el porcentaje de los que se han divorciado y vuelto a casar sin abandonar la mínima práctica católica reglada tiene que ser bastante inferior; probablemente muy inferior al cinco por ciento.
Lo cual no deja de ser bastante lógico. Si uno desoye las enseñanzas de la Iglesia acerca del matrimonio como sacramento, no se ve por qué no debería ser como mínimo indiferente ante los demás sacramentos, en concreto la eucaristía. Con todo, sin duda habrá una minoría de personas que sufren por esta situación. Personas que desearían poder comulgar al menos una vez al año (lo que considera obligatorio el Catecismo, aunque recomiende hacerlo al menos semanalmente) pero que viven en pareja con una persona distinta de su cónyuge por la Iglesia. Y dentro de estas personas que sufren, habría que distinguir dos clases. Los hay que asumen este dolor y lo sobrellevan, confiando en la misericordia divina, participando de la misa pero sin levantarse para comulgar cuando llega el momento, como por lo demás hacen tantas personas por otros motivos íntimos; y los hay quienes consideran que no se merecen ese sufrimiento, porque no entienden que su situación constituya un pecado. Y aún cabría hacer otra distinción, dentro de este último grupo, entre los que optan simplemente por tomar la comunión a la brava, aprovechándose del anonimato, como decíamos antes; y los que, no contentos con ello, quieren que se les reconozca de derecho, es decir, desean simple y llanamente que se modifique la doctrina católica a su gusto y conveniencia.
La posición de este último sub-subgrupo (¿cuántos son, un uno por ciento de la población, quizás menos?) es desde luego completamente indefendible para cualquier observador desapasionado, sea o no católico. Pretender que una doctrina con dos mil años debe ser alterada para adaptarse a los caprichos de una ínfima minoría es claramente injusto, por no decir elitista y despótico. Sin embargo, esta actitud encuentra una innegable resonancia en sociedades de cultura católica que hace tiempo que han dejado de creer en el concepto del pecado; sin el cual, dicho sea de paso, el cristianismo es por completo incomprensible.
Dentro de la comunidad católica son muchas e influyentes las voces que, desde hace mucho tiempo, se apuntan a todas las consignas y reivindicaciones que tratan de conciliar el catolicismo y el pensamiento progresista, adaptando el primero al segundo y no al revés, como si les preocupara mucho más la opinión del mundo que el juicio de Dios. Y ahora estas voces parecen más envalentonadas, desde que tienen un papa que es de su cuerda, o al menos que no deshace el posible equívoco.
El método propagandístico del sector progresista de la Iglesia es calcado de los procedimientos del progresismo en general. Este trata de presentar como extremistas, de la noche a la mañana, a quienes discrepan de tesis que eran mayoritariamente compartidas hasta ayer, para lo cual les dirige los epítetos más caritativos: ultracatólicos, ultratradicionalistas, rigoristas, ultraconservadores... (Véase un ejemplo.) De este modo, sabe convertir en auténticas demandas masivas lo que no son más que reivindicaciones de grupos muy minoritarios. Se trata de apelar al instinto gregario y cobarde de una opinión pública que no quiere pasar por anticuada y carca. Así ocurrió con el matrimonio entre personas del mismo sexo. Todo el mundo, hasta dos días antes, fuese de izquierdas o de derechas, pensó siempre que el matrimonio era por definición algo entre una mujer y un hombre. Se necesitaron unos pocos años de propaganda del lobby homosexual en la televisión y el cine para que, casi de un día para otro, sostener esta misma tesis fuera algo propio de integristas fanáticos.
En cuanto a los argumentos propiamente dichos del catolicismo progresista, sus falacias no  son menos características. Una es la de los falsos precedentes. Por ejemplo, en la carta que unos teólogos han dirigido al papa, comparando la cuestión de la comunión de los divorciados con la posición de los primeros cristianos que rompieron con la obligatoriedad de la circuncisión, y cuyo triunfo permitió que el cristianismo dejara de ser una secta judía, para abrirse a todas las culturas. Hoy el cristianismo está extendido por todo el mundo, mientras que su sector progresista es fundamentalmente europeo, por lo que su éxito en esta y otras cuestiones no laboraría en pro de la universalidad (que es lo que significa católico), sino al contrario, supondría un claro reforzamiento del eurocentrismo.
Otros argumentos están basados en ideas muy populares y extendidas, aunque carecen de toda fundamentación seria. Así, aquello tan socorrido de los matrimonios que fracasan no por culpa de uno de los cónyuges o ambos, sino por una fatal “incompatiblidad de caracteres” de la que no serían más que víctimas, en el fondo. Siempre he sentido una fuerte prevención contra quienes se excusan en aquello de “es mi carácter” para negarse a la más mínima mejora de su conducta o de sus relaciones con los demás. Esta concepción es completamente antitética con el cristianismo, que considera que, con la ayuda de Dios, no hay nada que nos impida absolutamente ser más pacientes, más caritativos, más humildes; menos egoístas en suma, tanto en general como en las relaciones de pareja.
Y no podía faltar, en la citada carta, el viejo truco de traer a colación la economía, expediente muy útil para dividir el campo entre progresistas solidarios y reaccionarios egoístas. Así, resultaría que “una mayoría de católicos” no pone sus bienes a disposición de los pobres, y no por ello deja de recibir la comunión. Aparte de la dudosa moralidad de pretender relativizar unos pecados con otros, llama la atención, en un texto cuyos términos se supone que han sido cuidadosamente elegidos, que se hable de “mayoría”. Seguramente es cierto que la mayoría de cristianos no hacemos lo suficiente para ayudar a los pobres, pero también es verdad que resulta muy difícil fijar con precisión qué es “lo suficiente” en cada caso. Aquí todos somos pecadores, si bien en grados muy diversos. En cambio, tratándose del adulterio no tiene sentido hablar de grados; se comete o no se comete, por lo que la comparación entre una cosa y otra sólo puede llevar a conclusiones absurdas.
En general, el error fundamental de quienes hablan de “misericordia” para justificar un cambio doctrinal de la Iglesia sobre cuestiones de moral sexual se basa en una burda interpretación del Evangelio. Jesús aceptaba el trato con pecadores, salvaba de la pena de muerte a la mujer adúltera y exponía en la parábola del hijo pródigo cómo un padre recibía amorosamente al hijo que había regresado de una vida crapulosa. Y actuaba así porque Dios siempre está dispuesto a perdonar a quien se arrepiente sinceramente de sus pecados. Pero con la mentalidad progresista, al menos en el terreno de la sexualidad consentida entre adultos, no habría pecado alguno que perdonar. Sólo existirían diferentes modos de vida, que deberíamos no sólo tolerar, sino aprobar y poner en pie de igualdad valorativa. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con el evangelio, con la misericordia y ni siquiera con la tolerancia. Perdonar es algo completamente distinto, radicalmente incompatible con no admitir la existencia de pecado. Y consustancial al merecimiento del perdón es que medie arrepentimiento y propósito de enmienda. Hoy casi nadie quiere arrepentirse de nada; no son pocos quienes aseguran orgullosamente no estar arrepentidos de nada de lo que han hecho en su vida. Y así, el problema no son las miles de familias rotas por el egoísmo, de tantos niños que sufren por la separación de sus padres, por el doloroso descubrimiento a edades tempranas de la ausencia de amor entre sus progenitores. No, el problema es que la Iglesia es muy retrógrada.
Los firmantes de la carta al papa rechazan ser identificados con una misericordia “blandengue”, y creen perfectamente asimilables sus reivindicaciones con una misericordia “exigente”. De nuevo, se trata del procedimiento de mostrarse como moderados, como parte de la corriente principal de pensamiento, y relegar a la marginalidad de los extremismos a quienes creen que la exigencia, si es algo más que una palabra vacía, implica la capacidad de sacrificio y de renuncia, que hoy muy pocos parecen dispuestos a asumir.

Decir, como dicen nuestros abajofirmantes, que “es discutible que personas célibes pudieran abstenerse de mantener relaciones sexuales con una persona con la que se convive día y noche y a la que se ama” es negar a priori que el espíritu pueda dominar a la carne, lo que equivale a negar uno de los fundamentos del cristianismo. Ya sabemos que la castidad es muy difícil, y el propio Cristo afirmó, en otro contexto, aunque sirve igual, que “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mateo, 26, 41.) Pero lo que no dijo Jesús es que, por eso, debíamos dejar de aspirar a la perfección. Al contrario: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” (Mateo, 5, 48.) Sólo si intentamos lo imposible, podremos lograr lo posible, confiando en la ayuda de Dios. Sólo si no perdemos de vista la referencia de la perfección, podemos llegar a ser menos imperfectos. Esto es lo que desesperan de conseguir nuestros extraviados teólogos abajofirmantes; han perdido por completo el norte acerca de lo que significa verdaderamente el cristianismo, han renegado de su dificultad inherente. Han olvidado que la puerta de entrada a la salvación es estrecha (Mateo, 7,13), que el cristianismo tiene poco que ver con lo que le gustaría a la mayoría. Dudo incluso que realmente sigan creyendo en los dogmas católicos y que no los consideren, en el mejor de los casos, más que inocuos ornamentos del buen progresista, de ese barato buenismo que tiene tanta similitud con el Evangelio como Justin Bieber con Johann S. Bach.

lunes, 24 de agosto de 2015

Teta o biberón

Por lo visto había un debate entre el feminismo diferencialista (FD) y el feminismo universalista (FU), y yo sin enterarme. El primero incide en las diferencias entre hombres y mujeres, y propugna feminizar el mundo, o al menos que exista un equilibrio justo entre la mitad femenina de la humanidad y la otra mitad. El segundo niega esas diferencias entre sexos, niega que exista el instinto maternal, en el más amplio sentido de la palabra: algo así como una forma de hacer típicamente femenina más dialogante y empática. El FD es partidario de los métodos naturales de crianza, de la lactancia materna, del contacto prolongado de la madre con el hijo. El FU, por el contrario, ve en el biberón un gran liberador de la mujer, pues lo mismo puede darlo el padre que la madre. Y es partidario decidido de los anticonceptivos, de la anestesia en el parto y del aborto. Es decir, de todo lo que anula o neutraliza, hasta cierto punto, las diferencias biológicas entre mujeres y hombres. Para el FU, “el separatismo entre sexos tiene que terminar, o la paz entre hombres y mujeres nunca llegará” (Élisabeth Badinter). Es decir, que hay una guerra entre los sexos (y yo con estos pelos) que sólo terminará cuando las diferencias entre ellas y ellos sean puramente anatómicas; o cuando ni siquiera queden estas, si confiamos en el avance imparable de la biotecnología.
En un artículo en El Mundo, Berta González se muestra partidaria de la Badinter y califica de “feminismo machista” al FD, lo que viene a colación del comentario de una representante política malagueña, acerca de la conducta de algunas jóvenes, en uno de esos festejos estivales típicos de nuestro país. Sí, seguro que se habrán enterado: aquello tan edificante de las chicas que van durante las fiestas con las bragas en la mano para secarlas. El caso es que no tardaron otros políticos en rasgarse un poquito las vestiduras por una supuesta ofensa a la dignidad de la mujer. Muy atinadamente, Berta González se queja de este victimismo que trata de hiperproteger a las mujeres como si fueran menores de edad, y observa que las primeras en sabotear su propia dignidad son esas aludidas que van lo suficientemente borrachas para perder la más elemental noción del pudor. Pero Berta se equivoca cuando apunta al sujeto de su crítica. No es principalmente el feminismo diferencialista el que ve agravios y opresión del patriarcado por doquier. Es el feminismo en su conjunto. Culpar al “feminismo machista” (o sea, al machismo, después de todo) de que muchas mujeres hayan caído en la trampa de sentirse antes que nada víctimas me parece tan retorcido como aquello tan viejo de llamar “capitalismo de Estado” al comunismo soviético, para así poder culpar nuevamente de todos los males al capitalismo, dejando a los “verdaderos” comunistas como santos varones que jamás han fusilado a nadie y ni siquiera han roto un plato.
Es verdad que el feminismo no fusila, pero sí que promueve el aborto, que es una práctica mucho más brutal que el fusilamiento. (En internet hay cumplida información sobre los métodos empleados por algunos matarifes, que se hacen llamar médicos, para acabar con la vida de seres humanos en el útero materno. Les advierto que no es para estómagos delicados.) Por supuesto, habrá feministas (tanto hombres como mujeres) contrarios al aborto, pero casi nadie, salvo ellos mismos, los consideraría feministas. No sé si el feminismo diferencialista tiene su propia posición en este tema, pero en general no me parece ni más ni menos victimista y paranoico que el universalista. Quizás sólo un poco más realista, pero eso no compensa su error de partida; sólo lo enmascara.

A mí el biberón no me parece una conquista de la mujer, pero sí un gran invento del género humano, que además nunca ha sido incompatible con la lactancia materna. Creo que hay excesivos histerismo y charlatanería sobre los métodos naturales de crianza, o más bien sobre los métodos supuestamente naturales aplicados a cualquier cosa. Aquí, algo de razón le daría a la señora Badinter. En cambio, está en lo cierto el FD cuando reconoce la existencia de diferencias genéticas (y no meramente culturales) entre las psicologías femenina y la masculina. Pero ambas variantes del feminismo sostienen lo mismo, que las mujeres necesitan ser liberadas, salvadas colectivamente. Uno es de los que piensan que, en todo caso, si algo nos libera es salirnos del colectivo, del rebaño. Quizá por eso no soy feminista de ninguna clase.

sábado, 15 de agosto de 2015

El cristianismo no es progresista, gracias a Dios

El progresismo es una ideología cuya tesis fundamental podría sintetizarse así:
El ser humano es capaz de alcanzar la felicidad plena (o, al menos, acercarse indefinidamente a ella) exclusivamente por sus propios medios.
Los medios a los que se refiere el progresismo son fundamentalmente de dos tipos: técnicos (medicina, química, ingeniería, etc.) y políticos. Estos últimos se concretan en una acción decidida del Estado en la economía, en la educación, en regular las relaciones entre los sexos y en la protección del medio ambiente.
El progresismo, así definido de una manera tan genérica, ya nos revela sus dos características fundamentales. En primer lugar, es inevitablemente anticristiano. Y en segundo lugar, es antiliberal. Empiezo por razonar la segunda afirmación. En algunos círculos católicos, se confunde liberalismo con progresismo, en el sentido de que esencialmente serían lo mismo. Si el valor fundamental es la libertad, es evidente que bastará con liberar al individuo de todas las ataduras (económicas, políticas, culturales, religiosas) como condición previa para alcanzar la felicidad. Esto entronca indudablemente con la tesis fundamental del progresismo que acabamos de formular. Ciertamente, son muchos los liberales que no ocultan sus coincidencias con el progresismo, aun cuando subrayen las diferencias, principalmente en el terreno económico.
Así, por ejemplo, determinados liberales son partidarios de un supuesto derecho de la mujer a abortar, de los matrimonios entre personas del mismo sexo, de los vientres de alquiler, etc. Creen que el Estado no debe legislar restringiendo la capacidad de decisión de las mujeres ni de los individuos en general, en determinadas cuestiones morales, del mismo modo que no debe restringir la libertad de comercio.
Ahora bien, este razonamiento parte de una confusión. Una cosa es que el Estado intervenga para evitar que los individuos puedan entablar libremente relaciones o intercambios entre ellos, que no afecten a la supervivencia o las libertades de una de las partes o de terceros. Esto lo rechazan los liberales, a diferencia, en muchos casos, de los progresistas. Y cosa muy distinta es que el Estado prohíba relaciones o acuerdos entre individuos que supongan la violación del derecho a la vida o que impliquen lesionar la libertad de expresión o de objeción de conciencia (como ocurre al imponer el “matrimonio homosexual”, cuando el legislador trata de sobreprotegerlo contra cualquier crítica o disensión). En el segundo caso, no es más liberal quien defiende el aborto, sino menos. Porque todo sistema liberal requiere un Estado que proteja a los individuos de las agresiones de terceros, y eso incluye a los seres humanos nonatos, aunque carezcan de la capacidad de proclamar sus derechos, o más bien especialmente por eso.
Sin la protección de los derechos, la libertad carece de sentido legal. Es decir, equivale a esa “libertad de la selva” con la cual los enemigos del liberalismo pretenden caricaturizarlo. Fuera de la civilización, la libertad se reduce a la fuerza física. Es más libre quien es más capaz de rechazar o disuadir por sí mismo otra agresión. En cambio, en una sociedad donde impera la ley, por principio, la libertad no está ligada a la fuerza individual. La confusión de que hablaba antes procede de aquí. La libertad no es simplemente hacer lo que queramos, porque eso nos expondría a perderla en cualquier momento a manos de otros. La libertad es inseparable de la obediencia a la ley, y eso implica que no cualquier abolición de una norma basada en la religión o en la costumbre es necesariamente liberadora, por mucho que sus promotores la presenten así.
Se puede comprender ahora por qué decimos que el progresismo es esencialmente antiliberal. Es debido a que su forma de entender la libertad en realidad coincide con la que proyecta, criticándola, en los “neoliberales”, por utilizar su lenguaje. Pero eso no procede del liberalismo clásico, sino de su negación o deformación. Aunque incurran en ella algunos que se consideran más liberales que nadie.
Naturalmente, la cuestión es más compleja de lo que da a entender esta apretada síntesis, pues los progresistas se erigen como campeones de la “verdadera libertad”, que tratarían de desligar del poder económico. En este sentido, coincidirían aparentemente con los fines del liberalismo clásico. Pero con el subterfugio de denunciar el poder económico se termina siempre en el mismo punto, la defensa de un poder político justiciero que se cree con el derecho de robar la riqueza producida por otros, de maneras más o menos cínicas. Y ello equivale necesariamente a negar el principio del imperio de la ley, tal como hacen conscientemente los marxistas y los neomarxistas populistas de nuestros días, que consideran todo orden legal como una superestructura al servicio de la clase dominante. Las consecuencias de esta concepción del derecho son sobradamente conocidas: la dictadura del partido único y los campos de concentración. Es decir, la “ley de la selva” que tanto critican los comunistas identificándola con el capitalismo, pero que es la que erigen ellos allí donde consiguen el poder, en su forma más descarnada: una selva donde ninguna ley limita el poder del Partido, donde el derecho es una ficción mucho más desvergonzada que en la mayoría de lugares donde existen unas mínimas libertad de mercado y garantías formales.
Quizá lo dicho hasta ahora se entenderá mejor con el siguiente ejemplo. Todos entendemos que un liberal es una persona poco amiga de las prohibiciones. Pero al mismo tiempo, nadie consideraría que es más liberal quien permite la esclavitud que quien es partidario de abolirla. Es decir, aunque en conjunto el liberalismo es favorable a reducir todo lo posible las prohibiciones, en determinados casos puede ser, paradójicamente, más liberal prohibir que permitir. Esto debería estar perfectamente claro en el caso del aborto. El partidario de legalizar el aborto no es por ello más liberal, porque sencillamente está defendiendo que el derecho a la vida de algunos seres humanos (condición de cualquier libertad) no merece protección. Y no nos vale el argumento de que la discusión estriba, precisamente, en quién es (plenamente) humano y quién no, pues exactamente esto mismo era lo que argüían los esclavistas, cuando ponían en cuestión que los negros pudieran ser considerados seres humanos al mismo nivel que los blancos. Considerar como “liberales” a los abortistas es una licencia del lenguaje no menos extravagante que calificar de liberales a los esclavistas, mediante el peregrino razonamiento de que ellos están a favor de la “libertad” de que cada uno decida si un feto –perdón, un negro– es un ser humano o no.
En definitiva, el progresismo es antiliberal incluso cuando parece que coincide con el liberalismo, porque en realidad esa coincidencia no se produce con el liberalismo clásico, sino con el delirio prometeico que pasa por legítimo heredero de tal liberalismo –y que más bien es un usurpador. Y esto nos permite enlazar con la característica fundamental del progresismo, su carácter esencialmente anticristiano.
El cristianismo no es una doctrina opuesta al progreso técnico, ni a cualquier mejora social. De hecho, el cristianismo arraigó en Europa en mayor medida que en ninguna otra civilización, y casualmente (o no tan casualmente) es en la civilización europea (lo que incluye, culturalmente hablando, a América) donde se produjo la revolución industrial que ha cambiado, y sigue cambiando, la faz del mundo, y donde se han consolidado las sociedades más libres y prósperas que han existido nunca. Pero el progresismo no consiste simplemente en ser favorable al progreso, sino que, según se desprende de nuestra definición, lo convierte en la medida de todas las cosas, en el secreto de la felicidad presente y futura. Y es aquí donde choca radicalmente con el cristianismo. El primero mide el bien por su cercanía a una felicidad terrenal autosuficiente, mientras que el segundo lo hace por la cercanía del hombre a Dios, sólo posible por la mediación de Jesucristo. El cristianismo no se opone a la felicidad terrena, pero la relativiza, al considerarla por una parte como un don, como algo que no tenemos mayor derecho a exigir; y por otra parte, como un mero anticipo de la felicidad plena, aquella que sólo podemos alcanzar en la otra vida. El progresista considera que estas creencias entorpecen el pleno disfrute del hombre aquí en la tierra, incluso aunque concediera, por hipótesis, la existencia de una realidad trascendente. El cristiano, por el contrario, considera que al cifrar toda esperanza en el mundo, el hombre se incapacita para gozar de los bienes ultraterrenos, e incluso es más que probable que de todos modos tampoco logre disfrutar realmente de aquellos que posee aquí, de manera tan fugaz como precaria. El hombre más rico del mundo en cualquier instante puede perderlo todo, o incluso sin llegar a ello perder la satisfacción que le producen sus muchas riquezas materiales, por la pérdida de un ser amado o el quebranto de su salud.
Pero nada nos revela más a las claras el carácter anticristiano (¡y antiliberal!) del progresismo que sus frutos, y en especial que la ideología de género-homosexualista, auténtica punta de lanza del progresismo global, junto con el alarmismo climático. Nada hay más contrario a la concepción cristiana de la naturaleza humana que sostener que su carácter sexuado es una mera imposición cultural; que pretender imponer coactivamente (es decir, con toda la fuerza del Estado) en la educación y en los medios, la homosexualidad como igualmente válida, en todos los sentidos, que la heterosexualidad; que cualquier acuerdo entre individuos puede ser considerado una “familia”; que el aborto es un “derecho” de la mujer, sólo considerable desde el punto de vista de la llamada “salud reproductiva” (casi siempre, curiosamente, orientada a que la gente no se reproduzca). Y que la mujer estará oprimida por el hombre (el “patriarcado”) mientras se siga distinguiendo de él en cualquier aspecto de su conducta laboral, sexual o de otro tipo.
Todo este cúmulo de aberraciones y necedades se está imponiendo hoy en las “agendas” de casi todos los gobiernos occidentales (incluidos los supuestamente conservadores o de derechas) por la simple razón de que apenas encuentran una contestación elaborada, más allá de una minoría disidente que raramente recibe atención de los medios, salvo cuando se trata de deformar y ridiculizar sus concepciones.

Desde luego, no contribuye lo más mínimo a revertir esta situación el papa Francisco, con sus gestos y algo más que gestos de aproximación al pensamiento progresista. Pero evidentemente, el problema no es solamente este papa, sino que amplios sectores de la Iglesia, desde hace tiempo, o bien están seriamente contaminados por el progresismo –es decir, por una ideología incompatible con la que supuestamente profesan– o bien creen erróneamente que la mejor manera de enfrentarse a ella es eludir la polémica, el choque directo. Ciertamente, son muchos los cristianos que se consideran progresistas sin ver en ello ninguna incompatibilidad, pero ello sólo pone de manifiesto la existencia de empanadas mentales comparables a las de esos católicos que practican el yoga o creen en el tarot. Mantener posiciones ambiguas o contemporizadoras al respecto no ayuda en nada a difundir el Evangelio, sino todo lo contrario, a trivializar, tergiversar y convertir su mensaje en una doctrina más del mercado, que aspira a conseguir seguidores al precio, si es necesario, de rebajar sus exigencias o incluso de confundirse con otras "marcas" de éxito.