sábado, 30 de noviembre de 2013

Políticos, vendedores y curas

Es un tópico acusar a los políticos de embusteros, y también a los publicitarios. Pero quizás no nos hemos parado a pensar lo suficiente en lo que sucedería si políticos y vendedores dijeran siempre, y ante todo, toda la verdad y nada más que la verdad. Un político, un vendedor de crecepelo o un fabricante de lavadoras que dijeran la pura verdad, no se comerían un rosco. El político debería, por ejemplo, decir que un sistema sanitario gratuito (costeado por los contribuyentes) tiende al colapso, porque favorece una demanda ilimitada e inasumible. ("Ya que pago mis impuestos, tengo derecho a..., etc.") O que subsidiar durante dos años a los desempleados favorece que estos no se esfuercen lo suficiente en encontrar un trabajo, aunque no esté tan bien pagado como desearían. ("Para eso, prefiero seguir cobrando el paro.") Un político que fuera lo suficientemente honrado para decirle a la cara a los ciudadanos estas verdades, y otras muchas, se encontraría con que estos preferirían escuchar (y votar) a competidores menos escrupulosos con la verdad, más dispuestos a halagar al público y a decirle lo que este quiere oír, y por supuesto a tachar de "insensibles" a sus sinceros contrincantes.

Lo mismo le sucede a cualquier vendedor, que sabe que su producto, aunque sea bueno, rara vez es el mejor, y que tiene ventajas e inconvenientes frente a la competencia o frente a otras alternativas. Es obvio que si le planteara la cuestión al cliente en términos puramente racionales, este diferiría la adquisición y posiblemente acabara efectuándola a otro comerciante más avispado, que no renunciara a pulsar los resortes emocionales que nos llevan a toda decisión de compra, desde una determinada marca de champú hasta un seguro de vida. Todos los manuales de técnicas de ventas inciden en tratar de encontrar esos resortes, que en esencia se reducen a un único principio fundamental: agradar al cliente y no contrariarle bajo ninguna circunstancia; "el cliente siempre tiene la razón". Como observa un viejo manual de ventas titulado El placer de vender, de Jean T. Auer: "A nadie le gusta ser criticado; no critique pues a su cliente, ¡no lo corrija!"

Por lo dicho, es un error de principio esperar de un político que trate de elevarnos moralmente. Semejante expectativa es poco menos ingenua que esperar del dueño de un bar un discurso en contra del consumo inmoderado de alcohol. Ahora bien, un fenómeno de los tiempos modernos es que quien debería realizar esta función profética (en el sentido del Antiguo Testamento), quien debería sacudirnos de nuestra autocomplacencia, se ha desentendido hace mucho tiempo de su responsabilidad. Nos referimos a la clase intelectual. Por lo general, la mayoría de intelectuales, al igual que los políticos, han optado por caer simpáticos a cualquier precio, hasta el punto de que se permiten criticar a los gobernantes por no ser todavía más serviles ante las pretensiones y demandas de las masas (las llaman "derechos"), o por no cumplir promesas que son imposibles de cumplir, y que nunca deberían haberse hecho.

Lo que resulta ya verdaderamente chocante es cuando estos mismos intelectuales adoptan una postura de crítica hacia lo que ellos llaman "populismo" y se oponen firmemente a "legislar en caliente". Es decir, por un lado asumen las demandas de providencialismo estatal más irresponsables, y por el otro se muestran como exquisitos legalistas, que deploran exigencias tan legítimas como la cadena perpetua para el crimen de asesinato, o se atreven a afear a las víctimas del terrorismo su oposición a la excarcelación anticipada de los verdugos de sus familiares. Al parecer, inclinarse ante el pueblo sólo es válido cuando ello redunda en entregar más poder a los gobernantes, en entregarles más dinero y en exonerarlos de su obligación principal de salvaguardar el orden y la justicia. Y así vemos que estos mismos políticos que se reparten impúdicamente el poder judicial, se muestran hipócritamente impotentes ante decisiones judiciales aberrantes, con el apoyo de editorialistas "progresistas" por encima del bien y del mal.

El origen de esta contradicción se halla en el mito del Buen Salvaje, que no es más que el olvido del pecado original. Para Pascal, el cristianismo se reduce a dos verdades fundamentales: "la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo." Desde el momento que desconocemos nuestra miseria, nuestra condición finita, creemos que podemos prescindir de Dios y por tanto nos negamos a escuchar a cualquiera que pretenda recordarnos que somos mortales, como susurraban los esclavos al oído de los cónsules romanos victoriosos. Esto conduce directamente a cosas tan nefastas como el Estado niñera, y a que los criminales sean equiparados a las víctimas. Y es tan difícil oponerse a esta corriente de autoendiosamiento del individuo, que incluso en las iglesias se echan en falta sermones incómodos, reprobatorios, que sacudan verdaderamente las conciencias; que no se limiten a una retórica muy cercana a la del progresismo, que no obliga a nada más que a experimentar buenos sentimientos, en los cuales los culpables siempre son otros, entidades etéreas como los "poderes políticos y económicos", o la "sociedad", con nuestra participación individual casi infinitesimalmente diluída.

Sorprende que el papa Francisco sostenga que la Iglesia no debe estar todo el día hablando de temas como el aborto, cuando apenas he escuchado nunca en una misa dominical alguna leve alusión al derecho a la vida del no nacido, y en cambio, sin ir más lejos, hace un par de semanas escuché a un cura criticar la sentencia del "Prestige", como un tertuliano al uso cualquiera. No sólo los intelectuales: ni siquiera los clérigos se atreven ya a echarnos en cara nuestra irresponsabilidad, nuestra concupiscencia y nuestros numerosos defectos, de una manera concreta y punzante, en la cual cada uno reconozca dolorosamente sus pecados, y no meramente una vaga mala conciencia compartida. Por supuesto, el término "pecado" está pasado de moda, y sólo se escucha en contextos rituales, rara vez en el sermón del cura.

Nos hemos acomodado, nos hemos acostumbrado demasiado a lo fácil, y cuando la realidad nos pasa factura, lo llamamos "crisis". Nos creíamos materialmente ricos, y acabamos de descubrir que somos pobres. Pero nos queda lo más importante, redescubrir nuestra pobreza esencial, nuestra miseria constitutiva: recuperar la humildad. Y de momento no se advierten síntomas de que estemos en camino de ello. Ni siquiera desde el papado actual, empeñado en ganar adeptos culpando al maestro armero del capitalismo, y a cualquiera que sea lo suficientemente impersonal para no contrariarnos demasiado.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Franco, ese dictador de derechas

Franco fue un dictador. Franco fue de derechas. La primera proposición no se puede discutir, salvo que cambiemos el uso habitual de las palabras por otro más excéntrico, en el que dictador signifique algo en lo cual no encaje la figura del militar gallego. La segunda proposición ha sido discutida, aunque con nulo éxito. Hay quien ha propuesto algo así como el silogismo siguiente: La izquierda es estatista. Franco era estatista; luego Franco era de izquierdas. Por supuesto, este silogismo es lógicamente tan falaz como uno que afirmara que los perros son mamíferos, Juan es un mamífero; luego Juan es un perro. Pero es que además podemos incluso cuestionar las premisas. No toda izquierda es estatista (al menos, en teoría). Y no todo autoritarismo es necesariamente estatista. Es decir, un estado puede no ser democrático, y aún así reducido y poco invasivo.

Parece claro que el franquismo fue de derechas en dos sentidos que suelen adscribirse a este término: la defensa de un estado reducido (el estado franquista equivalía grosso modo a una tercera parte del actual, en relación con el PIB) y la fundamentación ideológica en los principios de la moral católica. Por supuesto, en la derecha no predomina el liberalismo económico, ni antes ni ahora. En el régimen de Franco había un sector tan importante como el falangista, claramente antiliberal. (De la derecha actual no quiero hablar ahora, que me pongo de mal humor.) Pero lo que importa es que Franco era el que mandaba, y supo intuitivamente equilibrar los delirios nacional-sindicalistas con las mucho más sensatas nociones económicas de los cerebritos del Opus, para entendernos. El resultado no fue, ni mucho menos, plenamente coherente, pero sí aceptablemente liberal: progreso sostenido de la renta per cápita, tasas de paro prácticamente nulas y niveles de libertad individual muy superiores a los de Europa Oriental. Los españoles podían vivir donde querían (incluido el extranjero), trabajar e invertir donde querían, tener propiedades y beneficios, y la censura era cada vez más laxa.

El segundo aspecto (moral católica) tampoco creo que suscite muchas discrepancias. De hecho, la izquierda sigue, casi cuarenta años después de muerto Franco, recriminando a la Iglesia el haber apoyado a su régimen, en lugar de dejarse masacrar dócilmente por el Frente Popular. Por supuesto que la derecha, al igual que ocurre con el liberalismo económico, está muy lejos de ser por definición católica, especialmente en nuestros días. Pero lo cierto es que la España de Franco era un país en el que no existía el divorcio, las familias eran mucho más estables y predominaba un notable "orden burgués" (baja delincuencia, disciplina en las aulas, decencia en los medios de comunicación). Sería erróneo atribuir este orden exclusivamente a un efecto colateral de la dictadura: ejemplos como el de Venezuela demuestran que cierto tipo de autoritarismo es perfectamente compatible (por no decir cómplice) con elevadas tasas de criminalidad e inseguridad ciudadana.

Sentadas las precisiones anteriores, propongo la siguiente tesis: La izquierda odia mucho más al Franco derechista que al Franco dictador, aunque suele querer hacernos ver lo contrario, con el fin propagandístico de identificar derechismo y autoritarismo. Tres son las razones en las cuales se puede sustentar esta tesis.

En primer lugar, con las dictaduras de izquierda (léase Cuba, y antaño la URSS y la China maoísta), nuestros progresistas nunca han manifestado escrúpulos comparables, ni siquiera hoy, en que siguen negándose a condenar el comunismo con la misma intensidad con la que condenan el fascismo, pese a que el primero ha causado en el siglo XX muchas más muertes, debido posiblemente a su mayor duración y extensión. En el caso de España, esto lleva a relativizar y disculpar los crímenes del Frente Popular y del antifranquismo violento, como el de ETA. Esto nos inclina a pensar que, aunque no lo confiesen abiertamente, para ellos hay dictaduras malas y dictaduras buenas. Y las buenas son las suyas, obviamente.

En segundo lugar, la izquierda siempre ha exagerado las muertes y represalias atribuidas al franquismo, presentándolo como un régimen de terror que estuvo matando hasta el último minuto. En realidad, la mayor parte de condenas a muerte ejecutadas (que se calculan en torno a doce mil) recayeron en criminales con las manos manchadas de sangre durante la guerra civil o en terroristas que actuaron en tiempos de paz, como los integrantes del FRAP ejecutados apenas dos meses antes de la muerte del general Franco, en medio de una campaña internacional de protestas. Si el régimen franquista hubiera sido tan asesino como el de los actuales Irán o Corea del Norte, difícilmente hubiera llamado la atención el fusilamiento de cinco terroristas. Lo cierto es que la España de los años 60 y 70 era un país donde sólo comunistas y sobre todo terroristas corrían verdaderos riesgos, y aún así, los primeros campaban casi a sus anchas en la Universidad y en la Iglesia, cada vez más infiltrada. Finalmente, a la muerte de Franco, el régimen se autodisolvió pilotado por el sucesor del Jefe de Estado, el rey Juan Carlos, y el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez.

En tercer y último lugar, la izquierda tampoco disimula, después de todo, su odio a los valores del mercado, la familia y el orden. Desde antiguo ha puesto bajo sospecha a los empresarios y comerciantes, ha cuestionado la autoridad paterna y ha saboteado con gran éxito la autoridad de maestros y agentes del orden. El resultado es la difusión de una mentalidad estatista y libertaria a la vez, que ha alimentado por un lado a un Leviatán estatal, entorpecedor de la libre iniciativa y causante, con sus regulaciones, de una tasa de desempleo que provoca rubor; y por otro un aumento notable de las familias desestructuradas, los abortos, el fracaso escolar, la delincuencia y la drogadicción.

Ante estos hechos objetivos, existen varias posiciones. Una es la de la izquierda, consistente en negarlos, atribuirlos a causas falsas o incluso interpretarlos como fenómenos loables, como manifestaciones de libertad. Así, a la degradación de la institución familiar se la presenta como una eclosión de "otros modelos de familia" que antes estaban reprimidos; y al aborto como un "derecho" de la mujer. El paro se atribuye a los siniestros mercados, que (por alguna razón incomprensible) no querrían que hubiera más producción, ni más consumo. Y el aumento de la delincuencia se relaciona con la pobreza, cuando si analizamos los datos, la relación es exactamente la inversa: en la España más pobre de los años sesenta había muchos menos robos, asesinatos, etc. Y también menos policías, proporcionalmente.

Otra actitud posible, aunque muy minoritaria, es la que atribuye las patologías sociales de nuestros días a la democracia en sí. Todo sistema político tiene ventajas e inconvenientes, pero no hay ninguna razón a priori por la cual la democracia deba estar unida al paro o a la delincuencia. Existen suficientes ejemplos en contra para que ahora sea preciso detenernos en ello. El problema surge cuando, bajo el disfraz de la democracia, la izquierda intenta implantar un régimen en el que no exista verdadera alternancia, cosa que por cierto sólo puede lograrse con la complicidad, la estolidez o la cobardía de la derecha.

Esto está conectado con una tercera actitud muy extendida entre la derecha, consistente en maldecir el franquismo por haberle acarreado tan mala fama. Es la que exponía Josep Martí en un interesante libro, que reseñé en su día, titulado Ets de dretes i no ho saps ("Eres de derechas y no lo sabes"), en el capítulo titulado precisamente "Maldito Franco". Según Martí (traduzco del catalán), "la persona que ha hecho mas daño al ideario conservador es Francisco Franco Bahamonde", porque ello ha sido aprovechado por la izquierda para "la identificación del tirano con los valores conservadores". Sin embargo, la reacción de la derecha ante esta estrategia no ha podido ser más torpe. En lugar de distinguir entre el dictador y el derechista, tratando de cortocircuitar esa falaz identificación, la derecha política, representada principalmente por el PP, o bien ha rehuido el debate (dejando a la izquierda todo el campo libre de la cultura), o bien ha renegado del franquismo como un todo (como hace de hecho Martí), aceptando con ello, implícitamente, las tesis izquierdistas.

En lugar de ello, propongo una cuarta actitud, que consiste, como acabo de sugerir, en diferenciar entre el Franco dictador y el Franco de derechas. Podemos entrar en un debate sobre si hubiera sido posible impedir la guerra civil y la dictadura, pero se trata de una discusión estéril, por ucrónica. Más fecundo es reivindicar el Franco conservador, que precisamente por ser tal, eludió las brutalidades y disparates revolucionarios de los fascismos. En contra de la fábula que se nos ha tratado de inculcar en las últimas décadas, no sólo Franco no fue un dictador por ser de derechas, sino que fue este carácter de su pensamiento el que permitió dulcificar el aspecto dictatorial de su régimen, y que la prosperidad se abriera paso. Las principales amenazas que se ciernen hoy sobre España proceden de la baja natalidad, el excesivo endeudamiento y el separatismo, fenómenos a su vez estrechamente relacionados con el desprestigio de la familia tradicional, y con el olvido de valores cristiano-burgueses como el ahorro, la austeridad y el respeto a la ley. Casualmente, instituciones y valores típicamente de derechas.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Feminoicas

Estábamos mi mujer y yo en el skatepark, viendo a nuestros hijos, junto a decenas de otros niños y adolescentes, ejecutando acrobacias con sus monopatines, con la evidente intención de romperse algún hueso. En eso que veo a una niña montada en un patín con manillar y no puedo evitar advertir que es la única representante de su sexo. No sin cierta sorna, me pregunto qué dirían nuestras feministas paranoicas (permítanme el neologismo bárbaro: feminoicas) de este hecho: "una demostración patente de los procesos de aculturación sexista, que imponen a los niños y niñas roles de género, y bla, bla bla". ¡Cómo si yo no me hubiera resistido todo lo posible a comprarles a mis dos vástagos varones esas tablas suicidas!

El feminismo original sostenía que las mujeres son iguales a los hombres en derechos: que pueden desempeñar cualquier actividad y participar en política exactamente igual que cualquier varón. Algo que nos parece obvio a los occidentales del siglo XXI, pero que no se lo parece a los árabes, ni se lo parecía a nuestros abuelos.

El feminismo de segunda ola, o feminismo paranoico, parte de una idea completamente distinta. Lo que afirman las feminoicas es que cualquier desigualdad estadística observada en la conducta y las características culturales y económicas entre hombres y mujeres (incluidas sus elecciones) es necesariamente consecuencia de una injusta dominación de los primeros sobre las segundas. Por ejemplo: si nos encontramos con que hay un porcentaje claramente superior de ingenieros de caminos de sexo masculino (no sé si es así, pero supongámoslo), ello sólo puede deberse a una conspiración varonil para dificultar el acceso de las mujeres a esta profesión.

Uno de los mantras de las feminoicas es la brecha salarial. Como es cierto que, en conjunto, las mujeres cobran menos que los hombres, se deduce de ello que existe una discriminación más o menos soterrada, una confabulación de los empresarios para pagarles menos por el mismo trabajo. Sin embargo, la tesis de la confabulación no es la única explicación posible de esa diferencia salarial global. Porque sabemos que muchas más mujeres trabajan en jornadas parciales, muchas más mujeres que hombres solicitan bajas por maternidad y, sobre todo, muchas más mujeres optan por puestos o cargos conciliables con la vida familiar, aunque sean menos competitivos y menos bien pagados.

A esto las feminoicas responden que la culpa es de los varones, que se desentienden de la familia y las tareas domésticas, aprovechándose de la pócima de la culpabilidad que han instilado en un descuido en la copa de las mujeres, que por ello experimentan mucha más preocupación que sus parejas por no ser tildadas de "malas madres". Es decir, si las mujeres demuestran tener una escala de prioridades distintas a la de los hombres; si demuestran, estadísticamente hablando, ser menos obsesivas con su profesión, o con los puestos de mayor poder o prestigio económico y político, no es porque las mujeres sean así, sino porque han interiorizado ideas machistas, de las cuales es preciso liberarlas. Incluso aunque no muestren mucho interés en ello.

Existen numerosos estudios empíricos que demuestran que la concepción feminoica probablemente es falsa, en términos generales. (Una excelente presentación de estos resultados se puede hallar en el libro de Susan Pinker, La paradoja sexual, que toda feminoica debería leer, acompañándolo de ejercicios de relajación y una dieta rica en fibra.) El problema es que la dictadura de la corrección política convierte en algo verdaderamente heroico airear estos estudios. Nadie quiere que le ocurra como al presidente de la Universidad de Harvard, Larry Summers, que se vio obligado a dimitir en 2006 por haber señalado un hecho estadístico bien conocido, y es que, si bien hombres y mujeres tienen promedios similares de inteligencia y otras características psicológicas, la variabilidad masculina (las desviaciones por debajo o por encima de la media) es mucho mayor, lo que hace que existan más varones en el extremo superior (¡y en el inferior!) del talento humano, en disciplinas como la ingeniería o la matemática.

Incluso personas con alta formación interpretaron erróneamente que Summers estaba sugiriendo que las mujeres están menos dotadas para las ciencias que los hombres (cosa que por supuesto desmienten sus calificaciones académicas, universalmente, en todas las carreras). En realidad, lo que se deduce de la conferencia del presidente de Harvard era que ciertas diferencias en la distribución sexual podían deberse a diferencias en los rasgos psicogenéticos, y no a un machismo atávico, sin descartar tampoco a priori este factor. Susan Pinker relaciona estas diferencias genéticas con otros hechos sobradamente conocidos, como la mucha mayor propensión de los varones a padecer TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad) o a ingresar en el mundo de la delincuencia. La reflexión final de esta autora podría formularse como: "¿Por qué diablos las mujeres tenemos que seguir empeñándonos en imitar modelos masculinos de competitividad, poder y estatus, si lo que preferimos es alcanzar un equilibrio en el que la obsesión por la profesión y las ganancias no absorba todo lo demás?"

La tendencia, por desgracia, sigue siendo de dominio de la histeria feminoica, y esto se aprecia en la manera cómo derecha e izquierda compiten por ser más feministas que nadie. Así, el gobierno del PP amenaza con gastarse más de 40 millones de euros en promover el uso de móviles avanzados (o sea, con internet) entre las mujeres. Intentos como este de liberar a las mujeres a pesar de sí mismas suponen tratarlas como seres infantilizados, a los cuales hay que enseñar a descubrir sus propios intereses, independientemente de sus preferencias y predisposiciones.

El grado máximo de delirio del feminismo paranoico se muestra en la politización del matrimonio. Este deja de ser una institución en la que un hombre y una mujer se entregan mutuamente, para convertirse en un estricto equilibrio de poderes, hasta el punto que deja de comprenderse por qué debería existir, salvo como una unión de interés económico mutuo, basado en compartir una vivienda y unos gastos determinados. De ahí todo el discurso que pretende equiparar las familias monoparentales y homoparentales a la familia "tradicional", como se denomina con evidente ánimo despreciativo a la situación que cualquier niño del mundo desearía: tener una madre y un padre.

Los feminoicos y feminoicas de derecha e izquierda han puesto el grito en el cielo por un libro titulado (con torpe provocación, hay que decirlo) Cásate y sé sumisa, de la escritora italiana Costanza Miriano. Bueno, no se han limitado a rasgarse las vestiduras, sino que exigen directamente retirar el libro, en una franca manifestación del auténtico carácter despótico de las ideologías liberacionistas. Ellos han decidido de antemano cómo debe ser la relación entre dos personas de distinto sexo, excluyendo al posibilidad de una jerarquía libremente aceptada.

He dicho muy conscientemente jerarquía, palabra tabú fuera de las prácticas sadomasoquistas (en cuyo caso no provoca el menor recelo). No he leído el libro objeto de la polémica, pero sí he leído Mero cristianismo, de C. S. Lewis, que dedica un capítulo al tema del matrimonio, en el que defiende que este idealmente no está presidido por la igualdad entre hombre y mujer (nada que ver con la igualdad de derechos) y en que es preferible una preeminencia del hombre. Y sus argumentos me parecen sumamente convincentes y razonables. En primer lugar, Lewis concibe el matrimonio como una institución de vocación vitalicia, por lo cual, en caso de desacuerdo, sólo un "voto de calidad" de uno de los dos cónyuges puede evitar un bloqueo absurdo, o la disolución. Y en segundo lugar, el autor propone que esta prerrogativa encaja mejor con el carácter del hombre, por tener este un talante más ecuánime en las relaciones externas de la familia, lo que contrapesa el visceral (aunque bendito) "patriotismo familiar" de las mujeres, facilitando la cohesión social. Espero no estar dando información a nuestros censores de derecha e izquierda para que la emprendan ahora contra los libros de C. S. Lewis, ni contra el Nuevo Testamento.

Se compartan o no esos razonamientos, lo importante es que admitir la jerarquía (sea en la familia, en la empresa, en el ejército o incluso en la amistad), no tiene nada que ver con ningún rebajamiento de nadie, salvo cuando se convierte en un disfraz del abuso. La literatura nos ofrece ejemplos de relaciones de amistad jerarquizadas que nadie en su sano juicio consideraría atentatorias contra la dignidad humana. ¿Habría que "liberar" a Sancho Panza o al doctor Watson de la opresión intolerable sufrida a manos de don Quijote o de Sherlock Holmes?

Al día siguiente de mi sufrida visita a la pista de patinaje, presencié una escena con la que cierro estas reflexiones. Una soleada mañana, un matrimonio de ancianos almorzaba en la terraza de un bar. Por las palabras del marido, me percaté de que la mujer sufría un estado de senilidad severa, que requería cuidados constantes. Aquel, con paciente delicadeza, le estaba diciendo que no se bebiera toda el agua antes de comer. Me pareció conmovedora esa estampa de un matrimonio como los de antes, para toda la vida, en la salud y en la enfermedad. E imaginé que aquel amante esposo no se sentía más "esclavo" de lo que debía sentirse su mujer cuando durante años le estuvo lavando los calzoncillos. Ellos no concebían su matrimonio como un equilibrio de poder, sino como una relación de amor, en la cual uno lo da todo, sin esperar nada a cambio.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Dios y la libertad

La libertad es un concepto central del catolicismo, al igual que lo es del liberalismo. Si no somos libres para elegir entre el bien y el mal, conceptos como el de creación o salvación se convierten en misterios incomprensibles, esto es, en irracionales. ¿Por qué Dios habría creado a unos seres conscientes cuyos actos estuvieran ya predeterminados desde toda la eternidad? ¿Qué sentido tendría la moral si no hubiera realmente elección? Pero el concepto de libertad reside en un nivel todavía más profundo: en el mismo Dios. Pues un Dios que no fuera libre de crear el mundo, o de haberse encarnado en su Hijo, no sería un Dios personal, sino la forma equívoca en que Spinoza denominó a la "sustancia infinita", o como diría ahora cualquier sabio de taberna, "la energía".

Dicho esto, la traducción política de la idea metafísica de libertad no es algo evidente ni sencillo, como lo demuestran los desencuentros decimonónicos entre el liberalismo clásico (la libertad de prensa, el mercado libre, los derechos individuales, el sufragio universal, etc) y la Iglesia. Aunque ciertos debates parecen definitivamente superados desde el Concilio Vaticano II, persisten recelos desde ambos lados. Así, algunos católicos siguen mostrando su desconfianza hacia las reglas supuestamente inhumanas del mercado, que consideran incompatibles con las enseñanzas de los evangelios, y más concretamente con la Doctrina Social de la Iglesia. Por su parte, algunos liberales clásicos (coincidiendo en esto con los progresistas socialdemócratas) consideran que la moral católica, contraria al aborto, a las bodas gays y al sexo fuera del matrimonio, debe mantenerse en la más estricta privacidad, sin que la legislación pueda obstaculizar el "derecho de las mujeres sobre su propio cuerpo", favorecer un "modelo de familia" por encima de los otros o "decirle a la gente con quién se puede acostar".

Francisco José Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla, profundiza en estas cuestiones en su último y, a mi parecer, más importante libro, Liberalismo, catolicismo y ley natural (ed. Encuentro, 2013). Con su habitual estilo de documentación portentosa y nitidez expositiva, Contreras tiene esa rara virtud de hacer accesibles los debates más elevados y hasta esotéricos a cualquier persona que simplemente ponga de su parte la pasión por la verdad y la razón. Pero tampoco se limita a presentarnos el estado de una cuestión. Contreras toma partido argumentadamente y sin ambigüedades, y resulta que este partido es lo más políticamente incorrecto que se puede ser en nuestros días: católico y liberal; por resumirlo rápidamente, provida, pro-familia y pro-mercado. Si alguien quiere saber cómo se pueden "conciliar" estos conceptos, inexcusablemente debe leer este libro. Pero, sobre todo, debería leerlo si está convencido de que los dos primeros son incompatibles con el tercero.

Los católicos no tienen desde luego la exclusiva de la incomprensión de los principios económicos básicos. Las falacias de la "suma cero", de que "los ricos cada vez son más ricos, y los pobres, más pobres", etc. están tan difundidas en las sociedades desarrolladas que resulta verdaderamente difícil escapar a ellas para cualquiera que no se salga de los circuitos de formación y comunicación establecidos o hegemónicos.

El capitalismo recibe dos tipos de críticas, las económicas y las culturales. Las primeras son las más burdas y fáciles de desmontar, pues por mucho que se quiera acusar a "los mercados" de la pobreza y la desigualdad, el hecho incontestable es que no existe ningún sistema económico que haya creado tanta riqueza, ni haya elevado socialmente a tantos millones de personas.

La crítica cultural, más propia del campo conservador, incide en los efectos supuestamente disolventes del capitalismo sobre la familia y los valores tradicionales. Sin embargo, todo parece indicar que tales efectos acaban socavando los mismos principios sobre los que se funda el liberalismo económico (la ética del trabajo, del ahorro, etc.). Si la cultura del hedonismo irresponsable es una consecuencia de la riqueza material (al menos en las generaciones que ya se han encontrado con esa riqueza como algo dado), no hay duda de que el capitalismo tiene mucho que ver en el desarrollo de la primera, pero de un modo indirecto y sobre todo no fatal. No todo el mundo que se enriquece rápidamente, o hereda una fortuna, va necesariamente a dilapidarla en orgías. Y si lo hace, parece más exacto culpar de ello a quien se deja arrastrar por los vicios que a un supuesto carácter intrínsecamente corruptor del dinero. Las sociedades occidentales mostraron de hecho una notable capacidad de progreso ordenado y mesocrático hasta que en décadas relativamente recientes (digamos que desde 1968 para acá, por simplificar), las ideologías emancipatorias empezaron a popularizar con gran éxito propagandístico el cuestionamiento del legado moral judeocristiano.

El liberalismo clásico no siempre imaginó los efectos culturales indeseados de la prosperidad económica y de la democracia, aunque atisbos geniales no faltaron (Tocqueville). Esta es posiblemente la razón por la que algunos de sus herederos actuales tienen dificultades para tomar una posición sobre temas como el aborto o la familia que no se salga de los clichés progresistas: los clásicos, sencillamente, dijeron muy poco al respecto, porque hace escasas décadas a nadie se le hubiera ocurrido, por ejemplo, dudar del carácter heterosexual del matrimonio. Este hueco conceptual, nada menos, es el que viene a llenar el libro de Contreras.

Aunque sus trece capítulos son todos ellos de gran enjundia, a mí particularmente me ha parecido insuperable el capítulo 11, "La crítica liberal del Estado del Bienestar", una verdadera lección magistral (en realidad, da para un curso) sobre el tema, que arranca con una sabrosa confesión personal de los devaneos socialdemócratas de juventud del autor. La conclusión es obvia: leyendo y pensando por nuestra cuenta, es posible escapar del imaginario estatalista, aunque en el caso de un catedrático hay que sumar el mérito que supone renunciar al reconocimiento del establishment académico y los aplausos fáciles. Ahora bien, tras leer Liberalismo, catolicismo y ley natural, uno no puede evitar un cierto pensamiento agridulce: ¡ojalá me hubiera encontrado mucho antes con un libro así! Cuánto tiempo, cuántas lucubraciones estériles, cuántas lecturas olvidables y prescindibles me hubiera ahorrado...

Junto con el capítulo mencionado, me ha resultado especialmente interesante el siguiente, titulado "Laicidad, razón pública y ley natural", quizás la clave de todo el libro, por la profundidad de su análisis. Contreras parte de una distinción elemental entre laicidad y laicismo. La primera tiene su raíz en el propio cristianismo (en contraste, por ejemplo, con el islam) y consiste en defender un Estado "neutral entre las diversas concepciones del mundo", el cual "permite que creyentes y ateos compitan sin discriminación en la plaza pública". Por el contrario, el estado laicista "encubre una situación de efectiva 'confesionalidad inversa': el Estado de hecho da por buena la visión del mundo atea, recela de la religión como una amenaza al sistema y trata a los creyentes como ciudadanos de segunda, impidiéndoles jugar el juego democrático en pie de igualdad con los ateos." (Pág. 299.)

Sentada esta distinción crucial, Contreras somete a examen la llamada "doctrina de las razones públicas" (elaborada por Rawls y otros), mostrándonos lo fácilmente que permite el deslizamiento desde la laicidad al laicismo, al excluir del debate público cualquier posición "sospechosa" de tener un fundamento religioso. La crítica que hace el autor de la concepción rawlsiana es doble. Por un lado, niega que la defensa del derecho a la vida del nasciturus (la batalla ideológica decisiva de nuestros días) tenga un fundamento religioso; por el otro, señala que la posición de los defensores del aborto tampoco es "neutral", sino que implica una metafísica materialista tan discutible, en principio, como la cosmovisión basada en la trascendencia. Ahora bien, existe una cierta tensión entre ambas críticas, que a Contreras no se le escapa, pero que creo que elude resolver, quizás prudentemente; aunque la cuestión es intelectualemente de las más apasionantes que se nos pueden plantear. En efecto, si decimos que los laicistas (o más concretamente, los pro-aborto) "tampoco" son neutrales, implícitamente estamos admitiendo que los provida no lo son, que no existen unas ciertas concepciones universales comunes, a partir de las cuales nos podríamos entender creyentes y no creyentes. O dicho de otro modo, de los dos argumentos contra el laicismo, sólo el segundo sería válido (que el laicismo es también una religión, en sentido lato), pero los laicistas tendrían razón cuando argumentan que la defensa de la vida desde la concepción tiene un fundamento teísta. ¡Lo que es muy distinto de afirmar que es irracional y que debe excluirse del debate! Creo que el autor en cierto modo admite esto cuando escribe, pág. 319:

"Quizás la tradición iusnaturalista sobrevaloró la posibilidad de un common ground moral entre la perspectiva teísta y la materialista; quizás las consecuencias morales de la existencia o inexistencia de Dios sean mayores de lo que queremos reconocer, convirtiendo ambas perspectivas en inconmensurables."

Podría quedar todavía un mínimo terreno común, en una especie de normas de etiqueta que obligaran a renunciar a cualquier interlocutor de la plaza pública al uso de argumentos de autoridad, o basados en algún tipo de revelación o gnosis esotérica. Pero personalmente dudo mucho que eso baste para la convivencia cívica. El conflicto de visiones es inevitable; sólo podemos impedir que degenere en violencia aceptando una reglas de juego democráticas, por las cuales tanto creyentes como ateos o agnósticos tengan las mismas posibilidades de influir en las mayorías, sin tiranizar ni excluir a las minorías (esto último es importante, porque permite cuestionar la legitimidad de gobiernos que imponen la ley islámica, aunque surjan de las urnas).

Resulta indignante que por el hecho de que un parlamento vote, por una amplia mayoría, una constitución que (manteniendo la aconfesionalidad del estado) reconoce principios básicos cristianos (es el caso de Hungría, asunto del que trata el capítulo 5), las instituciones europeas y los medios de comunicación pongan el grito en el cielo, hablando de fascismo y otros despropósitos, y amenacen con medidas contra ese país. Una sociedad en que no se pueda siquiera discutir sobre el aborto o el llamado "matrimonio homosexual" no es más libre, sino evidentemente menos. En este sentido, los intentos de borrar las raíces cristianas de Europa (véase el capítulo 3) son propios de una mentalidad intransigente y totalitaria que debería inquietarnos profundamente. El origen de tal mentalidad en el "antidiscriminacionismo" desbocado es otra reflexión que acomete el capítulo 7 del libro con gran brillantez. Y sobre sus consecuencias devastadoras (baja natalidad y envejecimiento de la población a medio plazo) nos alerta ya desde el capítulo 2, "El invierno demográfico europeo". El debate sobre el papel de las convicciones cristianas, por tanto, no es algo que deba preocupar sólo a los cristianos, sino que está en el centro de la cuestión de nuestra mera supervivencia como civilización. Sólo me queda rogar efusivamente que lean este libro. Si el lector coincide con sus ideas, porque le ofrece una claridad argumentativa que es vital para intentar frenar la decadencia europea. Y si está todavía en el sueño dogmático progresista, porque ya va siendo hora de despertar.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La generación Oriol

Aunque el presidente de ERC, Oriol Junqueras, nació en 1969, fue en los años setenta y ochenta cuando el nombre de origen carolingio Oriol se puso de moda entre esos padres catalanes que sólo leían el Avui y educaban a sus hijos en una burbuja de catalanismo esterilizado. Junqueras ha asegurado que con ocho años ya tenía muy claro que estaba contra la Constitución española: imaginen el régimen al que los padres tenían sometida a la criatura.

Según el INE, a 1 de enero de 2012, los españoles de nombre Oriol (el 95 % de los cuales residen en Cataluña) tenían una edad media de 17,9 años. La generación Oriol ya puede votar, junto con sus padres y abuelos. Estos pertenecen a ese 20 % (del que hablaba Albert Rivera hace escasos días, en una entrevista en Intereconomía) que está incondicionalmente a favor de la independencia de Cataluña, incluso aunque ello tuviera consecuencias ruinosas. (El grueso de independentistas, por el contrario, está formado por los idiotas que creen que en la nueva república catalana les va a tocar la Grossa.) Pero sus hijos ya no es que estén meramente a favor de la separación: es que son incapaces de comprender que un catalán pueda estar en contra, porque han sido adoctrinados en la idea monomaníaca de que el "estado español" es una estructura impuesta, completamente ajena a Cataluña. Son verdaderos analfabetos históricos, aleccionados por el tebeo nacionalista protagonizado por los almogávares, los malvados Felipe V y Franco, y el mártir Lluís Companys.

Si Cataluña llega a independizarse, el grueso de los independentistas (aquellos que se han tragado la milonga del Madrid ens roba) no tardará en despertarse en medio de una terrible resaca. No obstante, ahí van a estar los Orioles, con sus padres, para intentar sostener el código fuente de Mátrix, culpando mientras puedan a Madrid y a la quinta columna. Y no hay duda de que este esfuerzo será recompensado con la adecuada cuota de poder. Los Orioles proliferarán en la política catalana.

Pero, por supuesto, todo esto son menudencias, comparado con lo que sucederá cuando puedan votar todos los Mohamed que creen que el "estado español" es una estructura impuesta, completamente ajena a Al-Ándalus.