sábado, 15 de junio de 2013

La eterna inoportunidad

Cuando alguien sostiene que ahora "no es oportuno" tratar determinado tema político (o "abrir este melón", según el verbo a base de muletillas de gran parte de lo que pasa por periodismo), nos está aportando indicios sobrados de su escasa entidad intelectual.

¿Cuándo será oportuno enfrentarse a los problemas cerrados en falso? La respuesta es evidente: nunca. Van pasando los años, y nunca es el momento de afrontar el fracaso político y económico del Estado autonómico-providencialista. La expresión despótica de Jordi Pujol, "això ara no toca", ha cobrado categoría de principio político supremo.

El líder de los socialistas catalanes plantea acabar con los privilegios de las comunidades forales: Navarra y País Vasco. Algunos argumentos a favor de la medida incurren en la habitual inanidad progresista: esos regímenes son una "antigualla", dicen. Ya, y la democracia es otra antigualla de 2.500 años. Pero los que se oponen a tal revisión no son mejores: ahora no es el momento oportuno, proclaman con aire de experimentados.

Si algo evidencian las dos comunidades forales es que el problema no es este o aquel sistema, sino la falta de lealtad institucional. A nadie le ha preocupado hasta ahora el régimen foral de Navarra, donde no se ha cuestionado nunca su pertenencia a España.

Lo mismo sucede con el tamaño insostenible del Estado, entendiendo por tal todas las administraciones. ¿Qué es lo que determina si el actual Estado de bienestar puede sostenerse? En contra de lo que podría pensarse, no es fundamentalmente un problema económico, sino moral. Una sociedad con una alta tasa de natalidad y una elevada moral de trabajo, puede permitirse un Estado de un gran peso relativo; aunque lo más probable es que opte por no hacerlo.

En cambio, una sociedad como la nuestra, ha optado por lo imposible: Que las pensiones las costeen los trabajadores activos (en lugar de lo lógico, que es el ahorro personal e intransferible), trabajadores que cada vez son menos, tanto por razones culturales (muchos prefieren quedarse en casa [eso sí, enviando currículos, para hacer como que buscan empleo] con un subsidio mísero antes que cobrar un sueldo, aunque sea algo mayor) como demográficas (sencillamente, no están naciendo los futuros trabajadores que deberían pagar las pensiones de los mayores).

Según explica Fernando del Pino Calvo-Sotelo en un artículo de imprescindible lectura (El fraude del Estado de Bienestar), la baja natalidad es un daño colateral del Estado del Bienestar. Sostengo que más bien es al revés. Desde luego, las instituciones tienen un efecto pedagógico (o antipedagógico) notable. Basta legalizar el aborto o el matrimonio entre gays para que el porcentaje de la opinión pública que ve estas cosas como aceptables, se dispare. Y basta que los políticos se dediquen a sobornar sistemáticamente a la población para que la mentalidad Estado-dependiente se convierta en pandémica. Pero evidentemente, esto no exime a los individuos de su responsabilidad moral. Quien se deja sobornar es tan culpable como quien soborna, si no más.

Nunca es inoportuno el examen moral. Al igual que no hay un mal día para dejar de fumar, no debería haber un mal día para tomar con nuestras manos las riendas del destino. Sin duda, esto implica reformas institucionales, pero no debemos perder de vista que la verdadera reforma debe empezar por nosotros mismos. Está bien tirar todos los ceniceros de la casa para empezar, pero lo decisivo es nuestra voluntad de dejar de fumar. Cuando los ciudadanos quieran dejar de ser dependientes del Estado, lo serán. Y es más fácil que lo quieran si se les explica bien cuál es la alternativa: el suicidio demográfico y nacional.

jueves, 13 de junio de 2013

Gilipollas integral

Los tiranos son patéticamente repetitivos. Vistos Calígula o Nerón, vistos todos. Que Kim Jong-il se gastara una fortuna en coñac, que tuviera un ejército de esclavas y que estuviera obsesionado con prolongar su lamentable existencia, resulta más bien tedioso. Más llamativa es la fuente que ha dado a conocer estos detalles, haciéndose llamar Fujimoto: pocos ejemplos de estulticia tan superlativa me vienen a la memoria.

El artículo de El Mundo nos relata que este hombre emigró de Japón a Corea del Norte, abandonando mujer e hijos, "en busca de un futuro mejor". Esto ya nos indica que el sujeto no debía regir muy bien.

Esta impresión nos la confirma que, tras identificarse como el cocinero personal del dictador, e incluso aparecer fotografiado junto a su sucesor, Kim Jong-un, prefiera no dar su verdadero nombre. Supongo que será para que no bauticen con él a un personaje de una nueva serie de chistes, como los de Jaimito o de Lepe.

Ahora bien, lo definitivo, lo que ya no permite abrigar ninguna duda, es que el tal Fujimoto viajara para obtener el coñac del dictador a Francia (a dónde si no) y para proveerse de jamón a... Dinamarca. Lo que decía: gilipollas integral.

martes, 4 de junio de 2013

Cuándo empezamos a existir

Obligada lectura del artículo de Daniel Rodríguez Herrera publicado ayer, que desmonta con sus habituales claridad expositiva y economía de palabras el argumento abortista de "si no te gusta, no abortes".

Sólo le pondría un pero. Hacia el final, haciendo gala de su honradez intelectual, DRH reconoce que le resulta cuesta arriba "llamar persona a un conjunto de células que carece siquiera de sistema nervioso y, por tanto, de sensibilidad, y no digamos ya conciencia de sí mismo". Y se apoya en Tomás de Aquino para abrir la puerta a una legislación que permitiera el aborto en las fases más tempranas del embrión, cuando no tiene aún un tejido nervioso diferenciado. (No lo dice tan explícitamente, pero creo que se puede deducir.)

Opino que se puede responder de manera muy sencilla a estas dudas legítimas. Seguramente DRH admitiría que la clave del asunto no es tanto el sistema nervioso como la sensibilidad y autoconciencia, lo que para abreviar llamaré simplemente conciencia. Pues la mayoría de animales tienen sistema nervioso, y no por eso creemos (muchos) que tengan los mismos derechos que los seres humanos. Al menos, yo no estoy por hacerme vegetariano.

Ahora bien, una persona anestesiada en la sala de operaciones carece por completo de conciencia. No reacciona a pinchazos, ni a cortes ni a nada. Se encuentra en un profundo estado de inconsciencia. Y no por ello diremos que en ese momento no es una persona.

Lo mismo podemos decir del embrión de unos pocos días o semanas. Su estado de inconsciencia es total, pero sabemos que, de manera absolutamente autónoma (todo lo autónomo que puede ser cualquier otro ser vivo, que requiere ciertas condiciones de temperatura, presión, presencia de oxígeno, etc,) irá adquiriendo sensibilidad en poco tiempo. Santo Tomás no sabía, ni podía saber, en qué momento una célula adquiere la capacidad de diferenciarse en los distintos tejidos que componen el cuerpo humano. No sabía nada del cigoto.

Todos hemos sido un cigoto. Por el contrario, no hemos sido nunca un espermatozoide. El viejo chiste que pretende infundir ánimos en un deprimido, diciéndole que fue ganador de una carrera entre millones, no es más que eso, un chiste. Si pasáramos hacia atrás la película de nuestra vida, el final nos conduciría a la formación del cigoto a partir del óvulo fecundado. Ese es el Big Bang, el instante cero de nuestro "universo" individual. Antes, desde el punto de vista de una persona concreta, sólo hay la nada.

Lo que tiene en común la vida humana con una película es el factor tiempo. No podemos separarlo de la persona. Somos un ser con una dimensión temporal. No somos un mero objeto físico, una mera organización plurimolecular, sino que tenemos una historia, y todos los momentos de esa historia nos pertenecen por igual, tanto cuando estamos dormidos como despiertos.

Obviamente, para los que somos creyentes, sería osado sostener que Dios introduce el alma en el cuerpo del hombre en uno u otro momento. Eso no lo sabemos. Pero mucho más osado sería decir que no puede hacerlo en el cigoto, en un embrión de una hora, de un minuto. Los cosmólogos levantan teorías asombrosas sobre lo que ocurrió en las millonésimas de segundo posteriores a la Gran Explosión. La existencia de un ser humano puede perfectamente iniciarse en un momento determinado por Dios con una precisión similar. Como en todo caso no lo sabemos, hemos de suponer que esta unidad de tiempo es infinitesimalmente pequeña. Ante la duda, lo primero es la vida humana.

sábado, 1 de junio de 2013

Defender lo defendible

Ciertas personas opinan que la moral católica es retrógrada, represiva y hasta retorcida, y seguramente podríamos añadir más palabras que empiecen por re. Sin embargo, si analizamos algunos de sus preceptos más polémicos, no es difícil mostrar el lado patológico de esta opinión. Por ejemplo, en el caso del aborto, ¿realmente es algo tan represivo y re-lo-que-quieran tratar de preservar la vida de un ser humano en el vientre de su madre? ¿Tan represivo es desear que nazcan bebés, cuantos más mejor? Bien, la gente educada en la propaganda y la política neomalthusianas (a las que la ONU dedica ingentes cantidades de dinero), quizás perciba esto como un desastre, pero en absoluto podemos decir que esta forma de ver las cosas sea algo natural, que surge sin la operación de prejuicios ideológicos muy determinados.

Los abortistas reconocen en parte este hecho cuando aseguran que ninguna mujer aborta por gusto, sino que se trata de una decisión muy difícil. Pero son inconsecuentes cuando en lugar de prometer apoyo moral y material a las mujeres para que puedan ser madres, se limitan a ofrecer facilidades para abortar. No basta con acusar a otros de hipócritas cuando prometen defender la maternidad, si no se tiene la intención de promoverlo uno mismo. Lo que, por otro lado, es muy típico del socialprogresismo: en lugar de desarrollar políticas que disminuyan la pobreza, favoreciendo la economía productiva, son partidarios de subsidios y prestaciones sociales que se limitan a hacer más llevadera esa pobreza, al tiempo que la convierten en crónica. La izquierda ofrece raudales de "sensibilidad", pero los así agraciados seguramente preferirían acciones efectivas, y no sólo que se acordaran de ellos en los mítines y las soflamas.

Lo mismo podríamos decir de otros preceptos católicos, como la indisolubilidad del matrimonio. Sin duda existen personas que consideran el matrimonio como una especie de cárcel, pero no parece que haya nada intrínsecamente horrible en contemplar esos matrimonios de ancianos, rodeados de hijos y nietos, que se han mantenido unidos durante toda su vida, superando con éxito las crisis por las que pasa cualquier pareja. Si alguien opina que el actual panorama de familias desperdigadas, con los niños cambiando de domicilio constantemente, es un modelo mejor, debería hacérselo mirar. Y eso por no hablar de la peor consecuencia de la desestructuración familiar, que es el aumento del maltrato doméstico, falazmente atribuido a un machismo atávico. Pero de nuevo, el progresismo, incluso cuando a regañadientes reconoce esto, seguirá defendiendo que una "sociedad avanzada" es la que proporciona todo tipo de facilidades a que se disuelvan las familias, no a lo contrario.

¿Por qué el progresismo dedica tanto esfuerzo a defender modelos de conducta que difícilmente se pueden considerar mejores? La razón que esgrimen es que nadie puede imponer a nadie una forma de vida por el mero motivo de que la considere superior, pues nadie está en posesión de la verdad absoluta. Una forma más elaborada de esta argumentación la encontramos en J. S. Mill, considerado, con razón, uno de los grandes pensadores del liberalismo. Sin embargo, cada vez veo más en Mill uno de los precursores más cualificados del socialprogresismo. Y ello debido, no a sus conclusiones, sino a los argumentos en los que las apoyó. Intentaré explicarme.

Mill, en su ensayo On Liberty, defiende la libertad individual basándose en sus concepciones empiristas, según las cuales, no es posible alcanzar la verdad absoluta, sino sólo verdades parciales fundadas en la experiencia. De ahí deduce, inspirándose en Humboldt, que cuanta más libertad individual exista, más variedad y riqueza de situaciones se producirán, lo que permite que haya "tantos centros independientes de mejoramiento, como individuos". (Sobre la libertad, Alianza Editorial, 1986, pág. 144.)

Mill no defiende la libertad por sí misma, sino porque cree que es una fuerza de mejoramiento, de progreso. Por ello opone la libertad al "imperio de la costumbre" (página citada), y pone como ejemplo el inmovilismo de Oriente, aunque al mismo tiempo admite que quien allí ha pensado en resistir el "argumento de la costumbre" sólo ha podido ser "algún tirano intoxicado por el poder" .

Creo que estos razonamientos son erróneos. No es el progreso la razón por la que debemos defender la libertad, y no es la costumbre su principal enemigo. Progresar puede ser bueno o malo, según a dónde nos dirijamos. Y también la costumbre puede ser buena o mala. La libertad es necesaria porque sin ella, nuestras decisiones carecen de valor moral. Pero la libertad por sí sola no garantiza que sean moralmente buenas. Podemos decidir tanto respetar la costumbre como desobedecerla; en algunos casos esta decisión será buena y en otros mala. Pensar que como mayor variabilidad de formas de vivir haya, mejor iremos, es una presunción absurdamente optimista. Los experimentos no siempre son buenos, probarlo todo no siempre es lo más prudente.

El método del ensayo y el error es conveniente en determinados ámbitos. La economía de mercado en esencia se basa en él. No se producen los productos y servicios que un departamento burocrático determina, sino que los agentes individuales ofertan aquellos productos que creen que serán demandados, al precio que creen que se los pagarán. La suma de errores y aciertos puede producir un aumento de la riqueza general, o bien su disminución, pero la experiencia demuestra que a largo plazo, la economía de mercado tiende a crecer acumulativamente, guiada por la famosa "mano invisible" de Adam Smith. Hoy se vive en los países desarrollados, y en la mayoría de los no tan desarrollados, quizás peor que hace cinco o seis años; pero indudablemente mejor que hace veinte, mucho mejor que hace cincuenta e inimaginablemente mejor que hace cien.

Ahora bien, no siempre el método del ensayo y el error es aconsejable. Esto es evidente, y no voy a alargarme con ejemplos, a cualquiera se le ocurrirán muchos. Digámoslo de otra manera: el método del ensayo y el error es un método para conocer la verdad, no el método. La libertad no nos conduce a la verdad, necesariamente. Al contrario, sólo si conociéramos la verdad, estaríamos siempre en condiciones de actuar, como suele decirse, con pleno conocimiento de causa, es decir, con plena libertad. El héroe de la película de acción que duda entre cortar el cable rojo o el azul, a fin de evitar que explote una bomba atómica que destruya Nueva York, mientras la cuenta atrás se acerca inexorablemente a cero, es libre -condenadamente libre- de elegir entre el rojo y el azul, pero no es libre para lo que verdaderamente importa, salvar la ciudad, a menos que sepa a ciencia cierta qué puñetero cable debe cortar para evitar la catástrofe.

Los razonamientos de Mill generalmente le conducen a conclusiones correctas, por las que es justamente alabado, aunque su punto de partida sea erróneo. Esta paradoja es más habitual de lo que se suele pensar. Pero el inconveniente de un punto de partida equivocado es que además permite extraer conclusiones erróneas, que tarde o temprano acabarán chocando con aquellas que resultaron accidentalmente ciertas. El error de Mill es su empirismo radical, es decir, la concepción de que toda verdad procede de la experiencia. Y eso le lleva a convertir el experimentalismo (que él llama libertad) en principio supremo.

Por qué creo que el empirismo radical o positivismo es un error, lo desarrollaré otro día. Aquí sólo planteo el siguiente tema de reflexión. Una cosa es cómo conocemos la verdad y otra si la conocemos o no. Pudiera ser que ya la conociéramos, aunque no supiéramos cómo, o desdeñáramos el medio por el cual nos ha llegado. Ocupados en la noble búsqueda de la verdad, pudiera ser que la tuviéramos más cerca de lo que pensamos, y que trágicamente no supiéramos reconocerla. Pudiera ser que la vida humana desde la concepción, que la familia natural y que en definitiva nazcan niños que llenen los parques infantiles y las escuelas con su griterío y su alegría, en lugar de la Europa-asilo de ancianos hacia la que tendemos, fueran cosas absolutamente defendibles -y que en un profundo sentido, fueran verdaderas. Quién sabe.