lunes, 27 de agosto de 2012

Woody Allen, los actores y los profesores

En declaraciones de hace unos días a una revista alemana, Woody Allen aseguró no entender "por qué un actor gana 25 millones de dólares con una película, mientras que un profesor, que trabaja duro cada día, recibe mucho menos". (Múltiples enlaces, por ejemplo este.) Aunque no faltará el merluzo que calificará esta reflexión de certera y profunda, no va más allá del topicazo de las tertulias de bar. En ellas, gente aficionada al fútbol (es decir, esa gente que con su dinero está generando los ingresos publicitarios, de derechos televisivos y de merchandising que se manejan en este deporte), con frecuencia se explaya sobre el carácter abusivo de los sueldos de Messi o Cristiano Ronaldo... Sueldos que es esta misma gente quien, en última instancia, paga libremente porque le gusta más el fútbol que no los documentales de National Geographic. (Y a mí también, sinceramente.)

De la misma, manera, Woody Allen, que seguramente cobra algo más que un "profesor" (desconozco si en la entrevista añadió alguna observación sobre los sueldos de directores de cine), y que algo debe de saber de los costes de una película, y de los ingresos que produce, manifiesta sentirse sorprendido por lo que cobran algunos actores. No parece percatarse de que, si millones de personas en el mundo no acudieran a las salas de cine donde se estrenan películas de dichos actores, sería harto difícil que estos percibieran los emolumentos motivo de escándalo. ¿Qué le vamos a hacer si la gente asiste más masivamente a la última entrega de "Piratas del Caribe" que no a la última propuesta de Woody Allen?

Personalmente, prefiero casi cualquier película menor del autor de "Hannah y sus hermanas" antes que no la enésima chorrada pirotécnica para adolescentes que produce Hollywood. Pero son mis gustos particulares, y a todos no nos queda otra que aceptar el veredicto del mercado, al igual que aceptamos la decisión de la mayoría en unas elecciones legislativas. La alternativa sería que, tanto en política como en economía, un comité de sabios decidiera por la gente lo que más le conviene a esta. No es casualidad que ningún país socialista haya sido jamás democrático.

Está claro que los intelectuales y artistas adolecen en general de unas nociones económicas bastante primarias. Lo que ya resulta más irritante es el halago genuinamente progre a los "profesores". Recordemos aquel debate entre Zapatero y Rajoy, en el cual, en relación con los recortes presupuestarios en educación, y unas declaraciones de Esperanza Aguirre en las que supuestamente tildó de "vagos" a los docentes que protestaban por el aumento de horas lectivas, el anterior presidente del gobierno no dejó pasar la oportunidad de presentarse como el defensor de los profesores y los intelectuales en general.

Los profesores son igual de dignos que los peluqueros o los encofradores. Ni más ni menos. Y hay profesores incompetentes al igual que médicos matasanos, periodistas que no saben escribir y albañiles chapuzas. Pero el corazón de la izquierda, profundamente elitista, funciona según unos movimientos de sístole y diástole en los cuales los intelectuales se sienten de izquierdas (porque en la ilustrada utopía futura, ya se sabe que mandan los sabios, o eso creen ellos) y la izquierda los recompensa y mima en su justa medida.

Seguramente, muchos de los que no se pierden la última película de Woody Allen son gente que se identifica, o gusta identificarse, hasta cierta medida, con sus personajes, esa clase urbana cultivada, o que cree serlo, que bebe vino, lee a Paul Auster y practica turismo rural. (Frente a la masa de bárbaros que engulle jarras de cerveza, lee el Marca y atiborra las playas en agosto.) Y seguramente -qué digo, indudablemente- hay muchos más profesores que ven películas de Woody Allen que no actores. El genio de Brooklyn no sabrá nada de economía, pero de tonto no tiene un pelo.

domingo, 19 de agosto de 2012

Ateos a medias

Estamos orgullosos de haber dejado atrás los cuentos. Empezando por el cuento del cristianismo, que ha sido creído, y sigue siendo creído por cientos de millones de personas, durante dos mil años. Ahora creemos en cosas como el cambio climático, el yoga o la bebida de soja enriquecida con calcio y vitaminas A y D. ¡Este ha sido el progreso! Ya no rezamos el padrenuestro ni leemos la Biblia, pero nos creemos al último gurú de pacotilla que anuncia la enésima destrucción del mundo, por culpa de las emisiones de CO₂, expresión de moda equivalente a:  por culpa del capitalismo. Y nos creemos al último farsante que nos promete adelgazar comiendo lo que queramos (véase la letra pequeña)  o aprender inglés sin esfuerzo (ídem).

El hombre contemporáneo, al igual que el medieval o el antiguo,  cree en multitud de cosas indemostradas. Algunas son ciertas, otras discutibles, otras se contradicen entre sí y otras son manifiestamente falsas y estúpidas. Pero a diferencia del hombre de épocas pasadas, el actual se cree racional, científico. “Yo solo creo en lo que veo.” Es la divisa no solo de los antaño llamados espíritus fuertes, no solo de las minorías intelectuales, sino del hombre común, de la masa. Se trata, qué duda cabe, de algo muy distinto del dogmatismo. El dogmático es consciente de sus dogmas. Nuestros escépticos de todo a cien permanecen en una inconsciencia total de la multitud de prejuicios que albergan. Y ello tiene como resultado dos cosas: La escasa o nula capacidad de autocrítica, por un lado, y la capacidad de sostener al mismo tiempo ideas que se basan en principios antitéticos, por otro. El que ignora los principios, las ideas de que se alimenta su intelecto, difícilmente podrá ponerlas en cuestión. E incluso podrá sostener conclusiones que se oponen a algunos de sus principios, sin apercibirse.
El hombre contemporáneo no tiene en realidad nada de racional, si por tal entendemos la mera coherencia. En la subvariante del progresista europeo, nuestro tipo humano actual no cree en Dios, pero sí cree en la “energía positiva”. O, si es un adepto de la divulgación científica más aseada, se burlará de quienes leen la sección del horóscopo en la prensa, pero dará credibilidad a la última hipótesis científica como si fuera poco menos que la verdad absoluta, con la misma ingenuidad acrítica con la cual otros se toman los pronósticos de un tarotista. “Lo dicen los científicos” pertenece prácticamente al mismo nivel de incuria intelectual que “lo dicen los videntes”, máxime cuando lo que supuestamente dicen los primeros ha pasado por esa máquina de simplificación y tergiversación que son los medios de comunicación, y no pocos libros del género divulgativo. Es exactamente en lo que pensaba Chesterton cuando afirmó que “los escépticos son muy crédulos: Creen fácilmente en periódicos y enciclopedias.” (Ortodoxia.)
La incoherencia intelectual alcanza sin embargo las máximas cotas en el caso del ateo militante. En Europa es un tipo muy común, y no solo entre intelectuales. El ateo no cree en nada, dice, lo cual es falso, como he señalado. Cree típicamente en la democracia, en los derechos humanos, en la justicia social, en el cambio climático, y en el feng shui. Dejemos por ahora la ecología y las recurrentes modas orientalistas. A fin de cuentas, son eso, modas que deben irse renovando, a medida que el público se cansa de ellas. Centrémonos en el credo liberal o socialdemócrata que hoy sostiene la mayoría de la población. Desde un punto de vista consistentemente ateo, ¿cómo podemos justificar que la democracia es mejor que la dictadura, o que la igualdad es preferible a la desigualdad y al racismo? Si todo es materia, cualquier escala de valores carece de base objetiva. No importa que la mayoría de la gente prefiera la libertad y la igualdad, el principio de la mayoría es tan subjetivo como cualquier otro.
El ateo mínimamente lúcido admitirá eso sin problemas. Nos revelará aquello tan conmovedor de que él no necesita creer en un Dios justiciero, en un sistema de premios y castigos ultraterrenos para desear el bien. Nos hablará de la empatía, de la natural sociabilidad del hombre, que le lleva a preferir el bienestar ajeno, dejando de lado los casos patológicos. Pero hay un problema con esta teoría de la empatía. La experiencia demuestra que es muy limitada y, en ocasiones, caprichosa. Pasamos fácilmente del amor al odio hacia el prójimo, con motivos irrisorios. Y somos muy fácilmente manipulables al respecto. Los nazis supieron anular los más elementales sentimientos de compasión hacia nuestros semejantes, por el procedimiento de la deshumanización del otro. Sin llegar a esos extremos de maldad, lo innegable es que la empatía adopta una forma de círculos concéntricos de intensidad decreciente. Nos preocupan nuestros familiares cercanos más que los lejanos; más nuestros amigos íntimos que los conocidos; más nuestros compatriotas que los extranjeros.  Nos apena y perturba profundamente la muerte de un ser querido; pero recibimos la noticia en televisión de la muerte de miles de personas en un terremoto a ocho mil kilómetros de distancia, y esa noche dormimos perfectamente.
¿De dónde surge entonces la idea de que debemos preocuparnos por el hambre en el mundo,  de que las persecuciones raciales son execrables o, incluso, que se deben respetar las garantías judiciales de los peores criminales confesos? La explicación más extendida, desde antiguo, ha sido la convencionalista. Los seres humanos han dado en convenir los principios morales, con el fin de poner freno a las pasiones de los individuos, que destruirían el orden social. La moral obedece a la clase de cálculos que todos realizamos cotidianamente, por los cuales renunciamos a una satisfacción inmediata, en pos de una futura, que consideramos preferible. Así, por ejemplo, rechazamos la sed de venganza, porque creemos que el mecanismo de una justicia impersonal es mejor para todos. (Mañana podrían acusarnos a cualquiera de nosotros de algo que no hemos cometido.)
El problema de la teoría convencionalista es conocido: No hay un solo orden social posible. ¿Cómo determinamos cuál es el mejor sistema social posible? Si nos basamos en razones morales (por ejemplo, el  que permita la felicidad del mayor número) caemos en un razonamiento circular. No podemos defender una determinada moral con presupuestos morales, sin caer en una regresión al infinito para defender esos mismos presupuestos. ¿Por qué es mejor la felicidad de la mayoría que de la minoría?
En el caso límite, desde un punto de vista lógico podemos preguntarnos por qué es mejor la felicidad de todos que la de un solo individuo. O dicho más crudamente, ¿por qué habría de importarme a mí el interés general? ¿Qué me impide beneficiarme cínicamente de que los demás acaten las reglas en general, mientras yo las incumpla a mi conveniencia, siempre y cuando pueda eludir las sanciones? No puedo oponer a este punto de vista razones morales, puesto que ya antes he definido la moral como una forma inteligente de egoísmo. O por expresarlo lapidariamente: Si la moral es convención, todo lo que convengamos pasa a ser moral.
Se podría replicar que esto no es ningún problema, salvo si estamos contaminados todavía por prejuicios judeocristianos. Efectivamente, la idea de que las leyes morales son algo objetivo, preexistente a cualquier tipo de ordenamiento social, tiene un origen inequívocamente religioso. En el momento en que negamos la objetividad de los principios morales, tenemos que aceptar que no existe ningún otro motivo para deplorar el asesinato, el robo o el estupro que el hecho de que están prohibidos por normas encaminadas a preservar la vida civilizada, no porque en sí mismos estos actos sean malos. Y el ateo o agnóstico seguramente dirá sin inmutarse que con eso nos basta.
Sin embargo, los ateos rara vez son consecuentes con este razonamiento. Ellos hablan y actúan como si existiera una moral universal y objetiva, y con frecuencia demandan cambios en la legislación positiva para que se adapte a su idea de esa moralidad. Por ejemplo, exigen la abolición de la pena de muerte en los Estados Unidos (de China o de países islámicos no suelen acordarse) y demandan el aborto libre, alegando que es un derecho de la mujer. Incluso exigen el respeto a los derechos de los animales, con medidas como la prohibición de las corridas de toros.
El filósofo Jesús Mosterín ha defendido esta incongruencia con una sinceridad poco común. Según él, el único derecho que existe es el positivo, es decir, las leyes elaboradas por los hombres.  El derecho natural (fundado en la naturaleza y/o en Dios) es puramente “mitológico”. Ahora bien, en ocasiones, utilizamos la “jerga de los derechos” como una pura “herramienta retórica” para promover cambios en la legislación. No tenemos que ser tan ingenuos como para creer que existe algo así como un derecho universal y eterno de los negros o de las mujeres a votar.  “Los presuntos [sic] derechos humanos (...) tienen un gran valor retórico, práctico, propagandístico y persuasivo, lo que no es poco...” (Mosterín, ¡Vivan los animales!, 2003, cap. XVII.)
Ahora bien ¿cuál es el motivo esencial por el que demandamos cambios en la legislación? Según Mosterín, las razones son puramente sentimentales y emocionales. Es decir, a medida que cambia nuestra “sensibilidad moral”, demandamos la reforma del derecho positivo y de las costumbres para acomodarla a nuestras “intuiciones morales”. Así que volvemos de nuevo a la empatía como fundamentación de la moral, pero ahora con una perspectiva histórica. La empatía hacia otros seres humanos, hacia otros grupos, es algo que cambia con el tiempo, y de ahí que antes se tolerara e incluso defendiera la esclavitud, mientras que ahora se aborrezca.
“El cambio de nuestros sentimientos morales de empatía y compasión conduce al cambio de nuestra consideración moral de otros grupos, lo cual a su vez (a través de la postulación de derechos para esos grupos) conduce a la reforma de la legislación.” (Loc. Cit.)
Por qué los sentimientos morales cambian, eso no parece preguntárselo nuestro filósofo. Pero él no se limita a constatar cómo se generan las normas humanas, sino que toma partido, y considera como un progreso, por ejemplo, que la prohibición de la tortura se extienda no solo a todos los seres humanos, sino incluso a todos los “hominoides”. La sospecha de que su visión del progreso moral no es meramente descriptiva, sino que se han deslizado en ella presupuestos morales, es inevitable. Mosterín caería también, miren por dónde, en el razonamiento circular. Por un lado, nos dice que la moral es algo cambiante, según los gustos. Por otro lado, nos sugiere que unos gustos son moralmente superiores a otros, que abominar de las torturas animales es un progreso moral comparable a la abolición de las torturas a los prisioneros de guerra. No explica en absoluto por qué las intuiciones morales más recientes son mejores que las anteriores, y es lógico, puesto que con su concepción de la moral no puede hacerlo.  De hecho, en la historia se han dado casos de cambios hacia la exclusión de determinados grupos humanos de la esfera de los derechos.  Es más, los propios cambios que defiende Mosterín excluyen a una parte de los seres humanos de cualquier consideración de empatía: Los fetos humanos pueden ser exterminados sin compasión, en aras de un “retórico” (recuerdo que el adjetivo es de Mosterín) derecho de la madre a decidir sobre su propio cuerpo, lo que parece reducir al feto a la categoría de tumor. Y la preservación de los derechos de los animales implica la restricción de ciertos derechos humanos, por ejemplo, a celebrar corridas de toros, lo que puede conllevar acaso hasta penas de prisión para quien incumpla la nueva legislación animalista. La empatía de nuestro filósofo es curiosamente selectiva.
El problema de nuestros ateos y su ética sin Dios es que casi nunca son verdaderamente consecuentes. Por un Max Stirner o un Nietzsche, los miles de ateos o agnósticos del montón continúan expresándose en términos de una moral universal y eterna, que han interiorizado procedente del cristianismo, aunque a menudo les moleste que se lo señalemos. Jesús de Nazaret defendió amar incluso a nuestros enemigos. El fundamento de todo nuestro garantismo jurídico, de las leyes para proteger tanto a delincuentes comunes como a prisioneros de guerra, está ahí. Cuando nuestros progresistas ateos se escandalizan por la situación de los presos en la base de Guantánamo (los once millones de cubanos que viven fuera, bajo una férrea dictadura socialista, no les suelen incomodar tanto) están aprovechando, para sus fines propagandísticos,  la vigencia que sigue teniendo en nuestra cultura el precepto evangélico de amar al prójimo, incluso a los enemigos. (Lo que por cierto nunca defendió Cristo es el suicidio ni, por tanto, la rendición incondicional ante quien quiere destruirnos.)
Así pues, el ateo tiene dos opciones ante sí, si quiere ser consecuente: O abandonar por completo cualquier reminiscencia de cristianismo que quede en él, dejando toda la retórica de los derechos humanos y la defensa de los débiles para los profesionales de la política, que seguirán utilizándola, como aconseja Mosterín, por mera conveniencia propagandística. O bien tiene que dejar de ser ateo, y admitir que existe un orden moral trascendente. Esto no es todavía una conversión religiosa. Es simplemente adoptar una posición de humildad intelectual, cuyo primer efecto sería el de respetar mucho más nuestra tradición cristiana, y abrirse a un debate franco, sin alaridos contra el “integrismo”, la “intolerancia” y todas esas expresiones que tanto gustan de cultivar los medios y los intelectuales autodenominados progresistas.

lunes, 13 de agosto de 2012

Imagine

Estoy viendo en la televisión la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos. Entre la sucesión de actuaciones musicales, suena Imagine de John Lennon. Me parece un ejemplo impagable de incongruencia que en un evento donde se dan cita todas las banderas del mundo, se escuche imagine there's no countries, "imagina que no hay países"... En cuanto a la canción en sí, la música es tan bella como irremediablemente idiota la letra. "Imagina que no hay Cielo, que no hay religiones, que no hay posesiones". Soñar que no hubiera posesiones, como soñar que no hubiera dinero, es una actitud infantil. Nos hace gracia que los niños deseen que no hubiera escuela. Pero en personas mayores, parecidos sentimientos son síntoma de inmadurez. Culpar a la propiedad de la violencia es como culpar a la comida de que exista el hambre, o al agua de que exista la sed. Es como detestar la fuerza de la gravedad, porque nos impide volar, olvidando que sin ella no existiría atmósfera ni por tanto vida sobre la Tierra.

Y la carga contra la religión, no puede ser más gratuita. Lennon y los Beatles, con todo lo que tienen de memorable, hicieron un flaco favor a nuestra cultura sumándose al carro del papanatismo orientalista, de oponer el cristianismo a un espiritualismo que es ajeno a Occidente, y por tanto queda reducido entre nosotros a una pose vacía. Ya cuando alguien me habla de religiones en general, sea a favor o en contra, se me disparan todas las alarmas. Es tal la diferencia entre cosmovisiones como la cristiana, la islámica o la budista, que englobarlas dentro del mismo concepto resulta abusivo. ¿Que tiene que ver, aparte del nombre, un Dios que al mismo tiempo se hace hombre, y predica amar a los enemigos, con un Dios remoto que ordena la sumisión incondicional? ¿Qué tiene que ver la divinidad con el nirvana?

La ceremonia continúa. Desde luego, sería impensable, en esta Europa nuestra, que tuviera el menor componente religioso. El plato fuerte es la música pop, con una brillante selección de los artistas británicos que más discos han vendido, y unos montajes coreográficos bastante vistosos. Nuestra cultura de masas difícilmente puede dar más de sí. Divirtámonos hasta morir, esta es su divisa. El sueño de Lennon, imagina que no hay religión, cumplido. Voy a apagar la tele. Necesito escuchar un poco a Bach para reconciliarme con la civilización.

domingo, 12 de agosto de 2012

Soy un borrego más

Temer el terrorismo internacional es propio de borregos. Solo la propaganda estatal ha conseguido que la gente pueda prestar apoyo más o menos tácito a las costosas políticas de seguridad. Esto al menos es lo que nos desvela Jorge Valín, nuestro libertario de guardia.

El bloguero se apoya en unas estadísticas según las cuales existen 17.600 probabilidades más de morir de un ataque al corazón que de un ataque terrorista, 12.571 probabilidades más de morir de cáncer que de un atentado, 1.048 veces más de morir en coche, etc. Incluso es más probable (6 veces más) morir a consecuencia de una ola de calor que por un atentado.

Valín se pregunta retóricamente por qué el gobierno no dedica más presupuesto a luchar contra los infartos o el cáncer que contra el terrorismo. La respuesta es que en realidad sí dedica mucho más. En el mundo desarrollado, el gasto en Sanidad es muy superior al gasto en Defensa. Incluso Estados Unidos, el país que más gasta en Defensa del mundo (en términos absolutos), dedica el triple o más a Sanidad. Por supuesto, no todo el presupuesto sanitario va a parar a la lucha contra los infartos de miocardio ni contra el cáncer; tampoco todo el presupuesto de defensa se dedica a luchar contra el terrorismo.

Valín procede como un demagogo, porque cualquiera que conozca sus ideas sabe que también está en contra de ese gasto sanitario, así como contra que la policía nos proteja de los rateros, mucho más peligrosos, supuestamente, que los terroristas. Pero todo le vale con tal de engordar su argumentación.

En todo caso, es una argumentación muy grosera. Una de las grandes supersticiones que hoy pasa por actitud racional, se basa en el culto acrítico a las estadísticas, empleadas de manera improcedente. Aún dando por buenos los datos que ofrece Valín, está claro que no son aplicables a cada individuo en particular. Un ciudadano de Nueva York, de Londres o de Madrid tiene más probabilidades de sufrir un atentado terrorista que uno de Cuenca. Si yo vivo en una gran ciudad, el temor a un atentado terrorista no es en absoluto irracional, aunque lógicamente debería preocuparme más de no ser atropellado por un coche. Que es precisamente lo que hace la mayoría de la gente. Pero lo uno no quita lo otro, no porque sea más probable morir de cáncer que por comer magdalenas caducadas, voy a dejar de mirar la fecha de caducidad de los envoltorios.

El 12 de setiembre de 2001, al día siguiente de los atentados del 11-S, algunos medios, como El País, no dejaron pasar la oportunidad de burlarse de Bush por haber defendido el escudo antimisiles, cuando el mayor ataque sufrido por los Estados Unidos provino de unos aviones de pasajeros secuestrados. El razonamiento es tan mezquino como obtuso: Como ayer unos terroristas suicidas estrellaron unos aviones en el centro de Manhattan y en el Pentágono, ya podemos olvidarnos de cualquier amenaza militar convencional o nuclear. De manera parecida piensa Valín. Como muere cada día más gente de un ataque al corazón que por una bomba terrorista, es ridículo preocuparse por los terroristas.

Por supuesto que los gobiernos siempre tienen la tentación de extralimitarse. Pero deducir de ahí que hay que abolir los gobiernos, los ejércitos y la policía, es tan delirante como cuando los eternos comunistas proponen abolir la libertad de empresa, porque existen talleres clandestinos en sótanos insalubres, donde trabajadores inmigrantes pasan dieciséis horas diarias fabricando camisetas falsas de DC.

No existe la Utopía donde el Mal no es posible. Por el contrario, las utopías han servido para justificar millones de asesinatos. Valín señalaría, sin duda, que estos asesinatos los han cometido Estados, y él está contra el Estado. Pero en la práctica, él centra su crítica principalmente en los gobiernos de las principales potencias democráticas, al igual que hace la extrema izquierda, por mucho que parta de principios antitéticos. Con su actitud de enfant terrible presta su apoyo intelectual, por muy leve e indirecto que se quiera, a gobiernos y organizaciones terroristas enemigos de estos países, o con intereses geopolíticos en conflicto con Occidente, como puedan ser Rusia, China, Irán o Al-Qaeda, a los que rara vez critica. No vale decir que su crítica se sobreentiende, porque lo lógico es que si, por ejemplo, denuncias la pena de muerte, empieces por China, donde se dictan miles al año y los funcionarios se lucran traficando con los órganos de los ejecutados, antes que los Estados Unidos, donde las ejecuciones son cien veces menos, y se demoran años por las garantías judiciales. Lo lógico es que critiques el sistema cubano, una cárcel de once millones de personas, antes que Guantánamo, donde hay ochocientos (más que presuntos) terroristas presos.

Es una actitud comparable a la de esos padres que no quieren vacunar a sus hijos, porque se han registrado casos de vacunas defectuosas. Quiéranlo o no, están favoreciendo cosas mucho más peligrosas que las vacunas, como la difteria o el tétanos. ¿O también diremos que el miedo a los microorganismos nocivos forma parte de la estrategia de los gobiernos para controlarnos? Dado el gusto del señor Valín por las afirmaciones epatantes, tampoco me sorprendería que se nos descolgara con algún estudio poniendo en cuestión la "guerra contra la enfermedad", y trazando un cuadro idílico de la futura acracia sin microbios.

Al señor Valín le preocupa que los gobiernos persigan el terrorismo y el crimen organizado, pero curiosamente no ha dicho nada, que yo sepa, del caso Interligare, una trama de corrupción al más alto nivel policial, que además espiaba a la oposición sin escatimar en recursos tecnológicos, y que se permite amenazar al más puro estilo mafioso al director del periódico que lo está denunciando. Claro, esto es pecata minuta para nuestros libertarios, que están más ocupados denunciando a la policía en pleno. El resultado es este, que no distinguen entre lo legal y lo ilegal, entre lo justo y lo injusto, entre la legítima defensa de la civilización (con todos los errores aparejados que se quiera) y el crimen. Es decir, que favorecen ideológicamente la ilegalidad, la injusticia y el crimen.

viernes, 10 de agosto de 2012

Estupideces que ya cansan

"Solo con recortes no saldremos de esta... Hay que incentivar el crecimiento... Hay que meter mano al fraude fiscal... Hollande en Francia demuestra que se pueden hacer las cosas de otra manera... El problema no es la deuda pública, sino la deuda privada... Otros países tienen una deuda mayor que la nuestra, luego la deuda no es el problema... La solución es un reforzamiento de la Unión Europea, con un BCE que compre deuda soberana... Esta es una crisis del capitalismo..."

Y así todos los días. No son desde luego las mayores tonterías que podemos escuchar o leer en los medios o en la calle. Ahí tenemos a Sánchez Gordillo, el asaltasupermercados, acusando a los bancos de practicar la "usura", entre otras burradas que suelta. (Precisamente, uno de los grandes errores de los últimos años fueron los intereses artificialmente bajos.) Pero a mí me molestan especialmente las que se repiten más, y las que se pronuncian o escriben en un tono de moderación, sin encontrar una réplica inmediata. Porque son las que van calando, alimentando la infantilización de la opinión pública.

Es cierto que la deuda de otros países es mayor que la de España, pero lo importante no es el volumen de la deuda que uno tiene, sino si puede pagarla. Con más de cinco millones de parados, es lógico que el dinero tome sus precauciones, o se cobre los riesgos.

La deuda privada tiene una solución obvia. La gente, o bien reduce sus gastos para poder pagarla, o trabaja más para ingresar más, o ambas cosas. También hay quien deja de pagar sus deudas. En realidad, eso significa que sus deudas las traslada a otros, que a su vez se ven en problemas para atender a sus acreedores. Al final, el resultado es el mismo: Alguien tiene que reducir su consumo y/o trabajar más.

Con el Estado, no sucede exactamente igual. Siempre puede echar mano de subidas de impuestos, o dicho más claramente, de su poder coactivo. Otro procedimiento, más indirecto, pero en el fondo de la misma naturaleza, es la devaluación monetaria. No es cierto que ahora España no pueda hacerlo. En cualquier momento un gobierno puede decidir que nos salimos del euro. Dicho sin tapujos: El Estado siempre puede robar el dinero de los bolsillos de los ciudadanos, sea por vía fiscal o devaluando el valor de la moneda. Se hace lo que yo digo porque yo soy la policía y la ley, y punto.

Un Estado fuertemente endeudado es por tanto un peligro. Es preciso que se recorten los gastos, porque de lo contrario la tentación de esquilmar a los ciudadanos es cada vez más seria. El gobierno del PP está haciendo ambas cosas, recortes de gasto público y subidas de impuestos, pero aún podría ser peor. Por supuesto, es de risa que algunos tomen a Francia como modelo, cuando Hollande lleva solo tres meses en la presidencia. Cualquier analista prudente esperaría al menos a ver cómo les va a nuestros vecinos antes de alabar sus políticas económicas. Perseguir el fraude fiscal y la economía sumergida, así como aumentar los impuestos a los "ricos", puede incrementar muy levemente la recaudación a corto plazo, en el mejor de los casos. Lo normal es que se incentive la desinversión, la deslocalización y la fuga de capitales. Es muy fácil mostrarse indignado ante los malvados capitalistas que tratan de eludir al fisco, pero me gustaría saber qué harían muchos de nuestros moralistas defensores de los impuestos si pudieran evitar unas contribuciones confiscatorias, del 50 % o más de sus ingresos o de sus ahorros.

Que el BCE nos compre deuda es pan para hoy y hambre para mañana. Endeudarnos más para poder pagar la deuda es una política suicida, un infernal círculo vicioso del que debemos salirnos lo antes posible. Y en esto, poco nos puede ayudar Europa. Al contrario, la actual estructura política de la Unión Europea es una pesada maquinaria burocrática de la que no sale ninguna idea buena. Ceder soberanía en favor de una federación puede ser buena idea si esta tiene una sólida base democrática, y el poder suficiente para meter en cintura a todos los Estados miembros. La UE actual, un monstruo tecnocrático a la medida de los intereses de Alemania y Francia, debería por el contrario reducirse a una mera unión de mercado. Ya sería mucho que realizara bien esta única función.

Naturalmente, la deuda se pagaría con mucha mayor facilidad si hubiera crecimiento económico. Pero precisamente no crecemos porque la deuda privada nos lo impide, y la pública nos acaba de asfixiar. Decir que el crecimiento es la solución de la crisis es una trivialidad de calibre comparable a afirmar que la salud es la solución de la enfermedad. En cualquier caso, los Estados no son los que hacen crecer los países. Es la sociedad civil quien genera la riqueza. El Estado lo único que puede hacer es reducir su intervención lo suficiente para no entorpecer en exceso la actividad productiva.

Lo que resume toda esta mentecatez es aquello de la "crisis del capitalismo". Se culpa al libre mercado de la pobreza, de las crisis cíclicas, del despilfarro y de la degradación del medio ambiente. De estas cuatro cosas, una es cierta, y solo relativamente. ¿La pobreza? Es demencial que se acuse al capitalismo de la pobreza, cuando es el sistema que ha creado -¡y distribuido!- más riqueza que nunca jamás en la historia. Es indecente que se acuse al libre mercado de la contaminación, cuando las catástrofes medioambientales de la antigua Unión Soviética superan todo lo concebible. Por lo demás, la mayoría de índices de polución no cesan de mejorar en los países desarrollados, pese al crecimiento económico.

Crisis cíclicas las ha habido en todos los tiempos, y de naturaleza mucho más dramática que bajo el capitalismo. En Europa las hambrunas son un recuerdo lejano, y lo cierto es que pronto lo serán en todo el planeta, gracias a la globalización, como ya lo son en la India y otros países que no hace muchas décadas las padecían periódicamente.

¿Puede sin embargo acusarse al capitalismo de despilfarro? En cierto sentido, sí. Shumpeter habló de la destrucción creadora. Son muchos los negocios que quedan en el camino, los empresarios que se arruinan. Algo parecido podría afirmarse de la naturaleza. Se extinguen muchas más especies de las que sobreviven. En todo caso, el concepto de despilfarro es en última instancia de carácter moral, es decir, extraeconómico. Porque no hay duda de que el capitalismo genera muchos productos que moralmente podemos considerar superfluos o nocivos. Al producir tanta riqueza, se potencian también los vicios masivos, las drogas, la pornografía. Las perversiones que antes solo eran asequibles a aristocracias decadentes, ahora entran en el terreno del consumo de masas. Incluso los índices de divorcio actuales pueden considerarse un efecto del capitalismo, es decir, de que amplias masas han accedido a niveles de vida comparables a los ricos de antaño, incluyendo largos períodos de ocio, y una capacidad de aburrimiento proporcional.

La gente hace mal uso de la riqueza igual que puede hacer mal uso de la democracia. El gran defecto del capitalismo (lo que hemos dado en llamar despilfarro) es el mismo defecto de la democracia. Solo los reaccionarios honestos atacan al capitalismo al mismo tiempo que la democracia. Los progres, los ecologistas decrecionistas, pretenden de hecho una regresión a comunidades precapitalistas, mucho más pobres, pero no tienen la sinceridad o la lucidez de reconocerlo. Personalmente, prefiero el capitalismo y la democracia, con todos sus defectos. Solo espero que la mayoría de quienes están en contra de ambos salgan del armario de una vez, y dejen de llamarse progresistas. Soy así de iluso.

sábado, 4 de agosto de 2012

Cosas que nunca haré

Leer los artículos de Sostres, en su blog y en el diario, es uno de esos raros privilegios de los que puede gozar hoy una persona hastiada del adocenamiento y el aborregamiento. Se podrá estar o no de acuerdo con sus opiniones (deseo dejar bien claro que casi siempre lo estoy), pero su forma de expresarse a pecho descubierto, sin concesiones ni medias tintas, sin molestarse en matizaciones tan cobardes como innecesarias, a mi me despierta la mayor admiración.

Incluso lo admiro, ya digo, cuando creo que se pasa de revoluciones. Su artículo sobre (contra) la riñonera, por ejemplo, donde conceptúa este artilugio de la indumentaria como una grieta en nuestra civilización. Confesaré que, aunque no la utilizo normalmente, por su intrínseca incomodidad, sobre todo cuando te sientas al volante, sí me la pongo cuando voy a la playa. Bueno, supongo que el mero hecho de ir a la playa (¡y en agosto nada menos!) ya debe ser anatema para Sostres. En fin, ya puestos, lo diré todo. Sí, voy a la playa con sombrilla y sillitas plegables. Visto casi siempre, en verano, en vacaciones y en mi horario de ocio, con camiseta de mercadillo, pantalón corto y sandalias. Incluso me presento de esta guisa en los restaurantes. Fuera del trabajo no me pongo una americana si no es para ir a una boda o un bautizo... Y mi plato preferido... ¿Lo confesaré también? Es la paella de marisco.

Soy irremediablemente vulgar, pero al menos lo sé. Y tengo que reconocer, aunque me duela, que Sostres tiene la puta razón, en esto como en tantas cosas. Pero creo que la peor vulgaridad (aunque no pretendo disculpar la mía) es la del ignorante que no es consciente de ella, que se enfanga con delectación como el gorrino en la inmundicia. Y con todo, quiero que conste aquí una enumeración, a título de muestra, de cosas que NUNCA JAMÁS, bajo ningún concepto, haré:

-Hacerme un tatuaje o ponerme un colgante (pirsin, los llaman, en el inglés de feisbuc que hoy infesta el lenguaje coloquial).
-Llevar camisetas sin mangas (en resumen, junto con el punto anterior, ir disfrazado de turista inglés en Salou).
-Llevar un bolso en bandolera. (Me ayuda, lo reconozco, el hecho de no ser fumador, por lo que mi equipaje habitual se reduce a la cartera, el móvil y las llaves.)
-Tomar el sol en la playa. (Si no estoy leyendo bajo la sombrilla, estoy jugando con mis hijos, o nadando: Jamás de los jamases me tumbaría al sol.)

Es decir, sigo estando orgulloso de ser un varón burgués y heterosexual, que huye del sol en verano como de la peste, y además no me importa que se note. Y ya que estamos, mis ideas sobre el sexo se ven reflejadas en ese otro artículo de Salvador Sostres, titulado "Erasmus". Porque pese a su estilo excesivamente soez, mi sentimiento es de profunda compenetración con la manera de pensar del escritor catalán, que por cierto era la que tenía todo el mundo de cierta edad hasta hace dos días, aunque la cretinez política que adjetivamos como "correcta" nos lo haya hecho olvidar.

Nada detesto más que el libertinaje maquillado de "sexualidad responsable", de "necesito espacio y tiempo para pensar". Nada es más odioso que esta ideologización del sexo, cuyo dogma supremo es que las chicas también tienen derecho a disfrutar, y que no es más que la enésima edición del viejo cuento con el que el seductor se las lleva a la cama. Y otra muesca más en la culata. Por lo menos antes eran los donjuanes quienes susurraban a sus presas que todo eso del cielo y el infierno son rollos de los curas, que lo que hay que hacer en esta vida es divertirse. Ahora es toda la sociedad, empezando por padres acobardados y acomplejados, quienes les dicen a sus hijas: "Diviértete, no bebas mucho". En lugar de: "A las once en casa", como cuando todavía el pueblo tenía las ideas claras, y unas élites sin Dios no le habían desvalorizado sus creencias y costumbres, igual que los malos reyes robaban al pobre devaluando la moneda.

Desde luego, yo nunca le recomendaré a mis hijos que se diviertan cuando empiecen a salir. Les diré la puñetera verdad, que en la calle a partir de las diez de la noche no sucede nada bueno. Aceptaré a regañadientes que se están haciendo hombres y no me quedará más remedio que permitirles regresar a horas cada vez menos justificadas. Sé que posiblemente harán como hice yo cuando era joven, que se emborracharán y se meterán en problemas. Pero al menos no será su padre quien, claudicando de su auténtico papel, los animará a ello.

viernes, 3 de agosto de 2012

El argumento del sufrimiento y otros

No falla: Las entradas de este blog que tocan el tema del aborto, son las que más comentarios generan, a favor y en contra. Y es lógico que sea así, porque en mi opinión el aborto es la cuestión central de la guerra cultural, el centro gravitatorio alrededor del cual gira cualquier concepción sobre el ser humano y el sentido de su existencia.

Y entre los comentarios proabortistas, el tema estrella es el del sufrimiento. El progre sensible se recrea en la evocación de los padecimientos de los nacidos con Síndrome de Down o Espina Bífida, a fin de despertar adhesiones emocionales a su causa, y de paso presentar a los provida como monstruos insensibles que solo aspiran a incrementar el sufrimiento en el mundo mientras entonan el Dies Irae. Ah, y no nos olvidemos de mencionar la Inquisición, que eso siempre funciona ante la claque.

Por supuesto, los provida siempre podemos responderles con las mismas armas sentimentales. Toca aquello de "usted hubiera condenado a muerte a Stephen Hawking", etcétera. Pero el argumento esencial es que nuestros progres en realidad son unos hipócritas. Porque estos, ciertamente, empiezan consintiendo el aborto terapéutico (vamos a llamarlo así, aunque en realidad es eugenésico, en función del arbitrario umbral para definir enfermedad o malformación grave). Pero su objetivo, que nunca pierden de vista, es que se pueda abortar sin aducir ningún tipo de motivo, simplemente porque "nosotras parimos, nosotras decidimos". Es decir, que bajo la excusa de evitar el 0,15 % de nacidos con Síndrome de Down, o el 0,03 % de nacidos con Espina Bífida, tiparracas bordes como Regás acaban aplaudiendo el asesinato de millones de bebés perfectamente sanos.

Llegados a este punto, la cosa suele salirse de madre, y pasamos ya al argumentario "de clase", que si la hipócrita es la derecha que prefiere que las mujeres vuelvan a ir a Londres a abortar, etc. Por este argumento, toda prohibición debería abolirse, porque "obliga" a la gente a saltársela. Cada cual es responsable de sus actos, y ya sabemos, porque la naturaleza humana es la que es, que siempre habrá quien viole las leyes sobre el aborto, como siempre habrá quien viole el código penal cometiendo asesinatos y robos. Pero a nadie con algún centímetro cúbico útil dentro del cráneo se le ocurre que eso es un motivo para deshacernos del código penal. ¿O despenalizaremos el infanticidio y el abandono de recién nacidos, porque algunas madres supuestamente "desesperadas" lo practican?

Que hagan lo que quieran el resto de países "civilizados". Ya es hora de que en algún lugar, por ejemplo España, alguien haga algo sin importarle el qué dirán en Bruselas, en la ONU o en los editoriales de El País. Si en Occidente huele a podrido (más exactamente a cadáver), cuanto antes empiece la regeneración, mejor.

jueves, 2 de agosto de 2012

Lenin y Hitler ¿antimodernos?

El profesor de sociología política Luciano Pellicani es autor de un librito que recomiendo vivamente: Lenin y Hitler. Los dos rostros del totalitarismo (Unión Editorial, 2011). El estudioso italiano, con profusión de citas de los intelectuales y dirigentes políticos, tanto comunistas como nacionalsocialistas, demuestra lo que muchos ya sabíamos, pero que nunca se recordará lo suficiente: Que nazismo y comunismo son aberraciones de la misma especie, por mucho que su choque en la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo la propaganda comunista de décadas, sean causa de que tanta gente siga desorientada al respecto. Y que incluso quienes no simpatizan con el comunismo caigan con frecuencia en el error de darle un tratamiento diferenciado, al no desmarcarse de él con la mismas gesticulaciones que emplean con el nazismo. ¿Cuántos libros, cuántos ensayos, cuántos documentales televisivos nos hablan -con toda razón- de la "barbarie" del nazismo? ¿Cuántos lo hacen en los mismos términos sin concesiones del comunismo, incluyendo los que son críticos con él?

En el libro de Pellicani se muestra con claridad meridiana el carácter revolucionario del nazismo, empleando un término que aún hoy, tras las hecatombes del siglo XX, sigue revestido de un incomprensible prestigio. Porque revolucionario es aquel sistema de pensamiento que pretende arrasar con todo lo existente, que defiende que para construir el "hombre nuevo" hay que destruirlo antes todo. Lo que conduce con inflexible lógica al exterminio de clases, pueblos y razas enteros. Esta es una de las principales virtudes del libro, que nos muestra en una sola palabra lo que comparten los dos grandes totalitarismos del siglo pasado: Su carácter radicalmente nihilista. Más específicamente, los textos ilustran el feroz odio antiburgués y anticapitalista del nazismo y el fascismo, desmontando la vieja patraña izquierdista de que estos movimientos estaban al servicio del "gran capital".

Más allá de esta función pedagógica, altamente necesaria aún, el ensayo me lleva a plantear un debate que se sale de los límites impuestos por su brevedad y posiblemente por las concepciones del autor. Este empieza trazando una distinción entre las dos almas de la Revolución Francesa: La del 89 (burguesa, constitucionalista, gradualista) y la del 93 (antiburguesa, totalitaria, rupturista). Y en el segundo capítulo ofrece una definición de la modernidad, enumerando como constitutivos el individualismo, la nomocracia, la ciudadanía, la institucionalización del cambio, la secularización, la autonomía de los subsistemas (la ciencia, la economía, etc) y la racionalización. Con ello Pellicani pretende demostrar su otra tesis, que no solo el nazismo, sino también el comunismo, fue un movimiento esencialmente antimoderno. Debe distinguirse entre industrialización (que de todos modos estaba ya lanzada antes de 1917 en Rusia, hasta que el golpe de Estado leninista y la subsiguiente guerra civil la interrumpieron) y modernización, dos conceptos independientes el uno del otro. Lo que realmente hicieron los bolcheviques fue cerrar Rusia y toda su área de influencia ante las perniciosas ideas liberales de Occidente.

Estando fundamentalmente de acuerdo con este análisis, lo que me pregunto es si esa caracterización de la modernidad y la antimodernidad no será algo puramente semántico, en cuyo caso no aportaría realmente nada nuevo a nuestro conocimiento, e incluso contribuiría a oscurecer ciertas cuestiones. Quiero decir: ¿Por qué deberíamos caracterizar a la modernidad con todos los ingredientes liberales, cuando es notorio que es precisamente en los tiempos modernos (del siglo XV para acá) que los Estados de Occidente han conocido una expansión pavorosa? El propio Pellicani sugiere el carácter arbitrario de su definición de modernidad, cuando clasifica como tal a Atenas frente a Esparta. ¿Debemos deducir que la modernidad es un carácter ajeno a la cronología? Pero entonces ¿no sería mejor utilizar otro término carente de esa connotación?

Bertrand de Jouvenel mostró en su clásico Sobre el poder (Unión Editorial, 2011) la progresiva, aparentemente fatal propensión de los tiempos modernos hacia el aumento de los ejércitos, el alistamiento obligatorio, el burocratismo, el intervencionismo. Su libro se publicó en 1944, cuando esta presencia abrumadora de los Estados enfrentados en la guerra mundial era tan obvia que no necesitaba apenas ser señalada. Pero, con los inevitables movimientos pendulares, que han proporcionado algunos paréntesis liberalizadores, es evidente que el papel de los Estados es hoy inimaginablemente mucho más invasivo que hace docientos años. Y hace doscientos años lo era más ya, en casi toda Europa, que en la Edad Media, tan desdeñada por la simplificadora ignorancia como un período de oscurantismo y opresión, pese a ser el tiempo en que proliferaron las instituciones precursoras de los parlamentos y las limitaciones al poder regio... Que luego el maquiavelismo moderno arrasó en muchos lugares.

Entonces, ¿a santo de qué definir la modernidad solo con los epítetos liberales que más nos halagan? Si analizamos rápidamente los atributos enumerados por Pellicani, veremos que detrás de cada uno de ellos existe un ominoso reverso. El individualismo también entraña atomización social, lo que permite a los Estados infiltrarse con más facilidad en todos los aspectos de la vida, intentando destruir instituciones intermedias, como la familia. La secularización va ligada a la expansión del derecho positivo, incesantemente reelaborado por asambleas o por déspotas, con grave menoscabo de la concepción iusnaturalista en la que descansa, se admita o no, la noción de derechos humanos. La democracia permite a los gobiernos contar con una legitimación de su poder que con frecuencia desborda los límites que esta es capaz de oponerles. Y en fin, la autonomía de la economía ha permitido un crecimiento de la riqueza que alimenta a las Haciendas públicas hasta niveles impensados en las sociedades más tradicionales del Antiguo Régimen, lo cual dota a los Estados de un poder transformador formidable.

Sería más correcto decir, pues, que la modernidad también tiene "dos rostros" o una doble alma. Que el totalitarismo es tan "moderno" como el liberalismo. De otro modo, la explicación por la cual surgieron el régimen bolchevique y el nacionalsocialista se queda en los aspectos más superficiales y coyunturales. Pellicani habla con acierto de los deletéreos efectos de la Gran Guerra, de un nuevo tipo de "hombre de la trinchera", dominado por el nihilismo y el resentimiento; de la situación desesperada de las clases medias alemanas, destruidas por la depresión económica y la hiperinflación... Todo esto es sin duda verdad, pero insuficiente. El totalitarismo no se puede explicar solo por los mismas causas que hubieran podido conducir también a alguna forma de populismo o autoritarismo deplorables, pero mucho menos destructivos. Como es el caso, hasta cierto punto, del fascismo italiano, que Pellicani considera un ejemplo de "totalitarismo imperfecto". Y algo parecido podríamos decir del franquismo, un régimen dictatorial pero en absoluto totalitario, porque carecía obviamente del carácter nihilista, destructor. Cosa en la que hay que insistir frente a las vulgarizaciones comunistoides que ponen en plano de igualdad a Hitler, Mussolini y Franco, y en cambio excluyen a Stalin. No digamos ya a Lenin, al que todavía algunos autores, como el recalcitrante marxista Hobsbawm, pretenden mostrar como un santo, o poco menos, removiéndose en la tumba por los crímenes de su sucesor.

Algo hay en esta modernidad que no se condice con la fábula iluminista a la que muchos se siguen aferrando sin el suficiente espíritu crítico. Porque el totalitarismo no surgió de la nada en 1917. Llevaba décadas, si no siglos, desde finales del XVIII, de incubación. Y las sociedades abiertas, por utilizar la expresión de Popper, albergan en su seno el germen de su propia autodestrucción. El marxismo surgió de Europa, aunque infectara Asia. El nazismo surgió en la culta Alemania de Kant y Hegel... La única vacuna contra esa posibilidad ominosa es abandonar una ideología demasiado autocomplaciente del modernismo, que fácilmente se desliza hacia el totalitarismo cuando caemos en el error de juzgar la tradición y la religión como algo incompatible con estas sociedades, y no como su suelo nutricio. (Error simétrico al de los reaccionarios que postulan idéntica incompatibilidad, y en su caso eligen adherirse a un pasado mitificado, regido por valores teocráticos y comunitaristas-estamentales.)

Pellicani muestra claramente la función que ejercieron las ideologías comunista y nazi, de sustituir el vacío dejado por la religión. Ya Raymond Aron definió al comunismo como "religión secular", calificándolo con deliberada ironía como el "opio de los intelectuales". (R. Aron, El opio de los intelectuales, RBA, 2011.) El monstruo del totalitarismo nos enseña cuáles son los límites de la sociedad abierta y los frutos amargos del "desencanto" del mundo y la descristianización, saludada con precipitación como un "progreso". En suma, el camino torcido que debe cuidadosamente evitar si no quiere desnaturalizarse y dejar de ser abierta.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Falsos amigos

Eduardo Goligorsky ha publicado un artículo visceralmente a favor del aborto en Libertad Digital. Hasta aquí, nada que por desgracia deba sorprendernos, después de la salida de Pío Moa y de la larga serie de indigeribles peroratas de César Vidal, en las cuales culpaba a la Iglesia Católica de todos los males de España, tanto reales como imaginarios.

Con todo, hay que decir que el artículo es especialmente deleznable, ya desde el arranque, en el cual emplea uno de los trucos más miserables de la retórica, que es el del falso amigo. Empieza criticando al zapaterismo y acusando al actual gobierno, concretamente al ministro de Justicia, de seguir su misma senda, ¡porque pretende abolir (a ver si es verdad) la ley más nefasta que produjo el zapaterismo, que es la del aborto libre! A mí esta forma tan evidente de insultar la inteligencia del lector me provoca arcadas. Diga usted desde el principio, con claridad valiente, no con rebuscamientos babeantes, que está de acuerdo con una parte de la política de Zapatero, y luego razone por qué.

No menos hastío genera el "argumento" (tan caro a los socialista y a El País) de que otros países desarrollados también permiten el aborto libre, salvo casos "significativos" como Irlanda o Malta. Claro, son países católicos. Comprendo que al señor Goligorsky eso le parezca sospechoso. Pero cuando alguien me dice que en Londres se puede abortar sin problemas, la respuesta de cualquier persona racional es: ¿Y qué? Y si en Londres mañana es elegido un alcalde musulmán que decide implantar la sharia, ¿también deberemos imitarlo? El columnista de LD se entrega alegremente a uno de los papanatismos más funestos que rige en nuestros días. El de que todo lo que provenga del mundo anglosajón o de Uropa, es bueno sin más, y España debe adoptarlo sin asomo de crítica, aun cuando sea contrario a su cultura, su tradición e incluso a sus intereses.

Más son las falacias que adornan este escrito, para cuya certera denuncia remito a la entrada de Contando estrelas. Aquí me limitaré a un pequeño ajuste de cuentas personal, con dos autores a los que cita Goligorsky: Stuart Mill y Popper. Del primero, he de decir que, aunque en su día leí Sobre la libertad con la unción del recién llegado al liberalismo, pronto me desmarqué un tanto del pensador inglés. En esencia, como ya viera penetrantemente Ortega, el liberalismo de Mill, como el de Spencer, aun cuando se sitúe críticamente frente al utilitarismo coetáneo, termina recreándolo bajo otra forma. Estos autores no son en el fondo favorables a la libertad como un derecho inalienable de la persona, sino en tanto que es un bien para la sociedad, para el colectivo. El hecho mismo de tener que argumentar a favor de la libertad es ya en sí mismo sospechoso, como si no se la amara lo suficiente. Es como tratar de argumentar a favor del amor. Más bien son los tiranos y sus intelectuales áulicos quienes deberían molestarse en elaborar argumentos para justificar la servidumbre. (Sobre Spencer, por el que sigo teniendo gran estima, habría que añadir mucho más, pero aquí me llevaría a extenderme demasiado.)

En cuanto a Popper, sin duda se trata de uno de los grandes filósofos del siglo XX. Pero ni las mentes más brillantes se libran de caer en groseros errores cuando consideran que la visión agnóstica o atea es la visión por defecto de toda persona racional. En una entrevista que le realizó Der Spiegel en 1992, habló con acierto de muchos temas. Sobre el marxismo, sobre el agujero del ozono (entonces de moda, como ahora el cambio climático), sobre el falso pacifismo, etc. Y de repente, cuando uno está subrayando con fruición, se encuentra con estas palabras, más propias de cualquier progre del montón que de una mente de su nivel: "En el fondo de las catástrofes del medio ambiente se encuentra la explosión demográfica, que tenemos que solucionar éticamente. A partir de ahora sólo deberían nacer los niños realmente queridos."

Es decir, hay que liquidar a los niños que no queramos, pero eso sí, "éticamente". Y cuando el entrevistador le señala que tiene a la Iglesia en contra, el señor Popper se descuelga con la siguiente paradoja involuntaria, referida a los seres humanos en edad fetal o embrionaria infectados por el SIDA o que nacerán en países azotados por el hambre: "Es un crimen no ayudar a esos niños impidiendo que lleguen a nacer."(*) ¡Seguro que cualquiera que esté vivo -y que no haya perdido por completo la capacidad de razonar- preferirá que le "ayuden" de manera muy distinta! Quienes estamos todavía bajo el influjo de los prejuicios cristianos, tenemos ideas exactamente opuestas acerca de lo que es un crimen. Goligorsky en cambio piensa en esto como Zapatero, el cual, seguramente sin saberlo, piensa en esto (aunque sin duda no en la mayoría de temas) como Popper. Así que cuidado con los falsos amigos.
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* La entrevista puede leerse en español en el libro K. R. Popper, La responsabilidad de vivir, Altaya, 1998, págs. 239-249. Y para el que sepa alemán, en el enlace.