martes, 24 de julio de 2012

Teísmo y cosmología

Tres son las razones para postular la existencia de Dios:

1) Que existe algo en lugar de nada.

2) Que el universo es inteligible, está regido por un orden racional.

3) Que el bien y el mal son esencialmente irreductibles a realidades fácticas.

De estas tres proposiciones, se interpreten o no como argumentos a favor del teísmo, la primera no puede ser contradicha seriamente. Algunos filósofos han puesto en duda la existencia del mundo objetivo, pero jamás han negado que exista algo, sea lo que sea, salvo como ejercicio sofístico. La segunda proposición ha sido cuestionada rara vez. Negar que la naturaleza está sometida a leyes es una posición intelectualmente desesperada o extravagante, muy difícil de sostener. En cambio, la idea de que la moral no es reducible a convenciones culturales, o tendencias biológicas, o cualquier otro tipo de realidad fáctica, es ya no frecuentemente discutida, sino más menudo implícitamente descartada.

La principal causa de incredulidad de nuestro tiempo reside en el descrédito de la tercera proposición. Si no hay un bien o un mal absolutos, la hipótesis de Dios ya no es solo innecesaria intelectualmente, sino tampoco en un sentido personal. No creemos necesitar a Dios para ser buenos ni para ser felices. El sacerdote católico y filósofo Michael Heller se refiere a la Proposición 3 como "el hueco aixológico". Heller alude a la expresión "Dios de los huecos", con la cual se critican los argumentos teológicos que pretenden basarse en los huecos o lagunas explicativas de nuestro conocimiento actual. Spinoza se refirió a esto mismo con la expresión "asilo de la ignorancia": Función que asignan a Dios quienes solo recurren a Él ante aquello que la ciencia no acierta a explicar (todavía). Sin embargo, Heller distingue entre los huecos "espurios" y los "genuinos", aquellos que el progreso de la ciencia jamás podrá rellenar, por su propia naturaleza. Y entre estos menciona el hueco ontológico, el epistemológico y el axiológico, que se corresponden con las tres proposiciones de arriba, respectivamente.

Las reflexiones de este sacerdote filósofo las he conocido gracias a un libro extraordinario, Dios y las cosmologías modernas (BAC, 2005), una selección de artículos de varios autores, a cargo de Francisco J. Soler Gil, filósofo de la física de la Universidad de Bremen, y autor asimismo de obras sobre el tema. Aunque existen diferencias de criterio entre los distintos articulistas, se puede extraer una conclusión general de este libro colectivo. Y es que las razones basadas en las proposiciones 1 y 2 son mucho más poderosas de lo que muchos análisis superficiales permiten entrever. Lo cual, indirectamente, presta más apoyo a los razonamientos en favor de la proposición 3. Pero a la cuestión axiológico-moral apenas se alude en esta obra, por salirse de su tema, que se circunscribe a las relaciones entre ciencia (particularmente la física y la cosmología) y religión.

Algunos filósofos y científicos han pretendido eludir el problema que plantea la Proposición 1. Básicamente han utilizado dos estrategias. Una es la positivista, consistente en negar que la pregunta por la causa del universo tenga sentido. La otra, mucho menos seria, aunque apadrinada por divulgadores e incluso científicos de talla, pretende que se puede explicar el surgimiento del universo ex nihilo, como un fenómeno espontáneo del vacío cuántico, o algún subterfugio semántico similar. Se trata de una mera prestidigitación verbal porque no podemos identificar con la nada absoluta un vacío cuántico con sus leyes, constantes y parámetros perfectamente definidos. La ciencia solo puede explicar cómo pasamos de un estado físico (por simple que sea) a otro estado físico, nada más. Tampoco nos permiten eludir la cuestión teorías como la de Stephen W. Hawking, que proponen un modelo de universo (al menos en sus instantes infinitesimales iniciales) sin frontera espaciotemporal, lo que significa que no tendría sentido plantearse la cuestión de un inicio del tiempo, del mismo modo que no lo tiene plantearse dónde empieza o termina la superficie de la tierra. Aunque no existiera un comienzo temporal del universo (como defienden las antiguas filosofías que lo consideraban eterno), seguiría siendo un completo enigma por qué existe algo en lugar de nada, tal como lo vio santo Tomás de Aquino.

Como decíamos, más seria es la objeción positivista. La cual ofrece dos variantes o momentos. Por un lado, desprovee de sentido la pregunta por una causa del universo en su conjunto. Y por otro niega ningún poder explicativo a la solución teísta. Si Dios es la causa del universo, ¿cuál es la causa de Dios? Podemos ahorrarnos un paso y decir que no lo sabemos, o mejor aún, que no tiene sentido plantearse la cuestión de una causa del Todo, pues el concepto de causa solo tiene un sentido relativo, relacional (de los fenómenos entre sí), siendo absurdo pretender relacionar el Todo con algo fuera de él, que por definición no existe.

En mi opinión, la mejor respuesta a esta objeción es la del propio Soler Gil, quien la expone en uno de los artículos del libro, "La cosmología física como soporte de la teología natural". Resumiendo, la argumentación de Soler Gil, muy apegada a los modelos cosmológicos estándares, es que el universo puede ser considerado en su conjunto como un objeto. La definición de objeto del autor es filosóficamente bastante técnica, pero creo que no deformamos en exceso su pensamiento si afirmamos que Soler Gil entiende por objeto más o menos lo que así designamos en el lenguaje ordinario. Y no es posible escamotear la cuestión de la causa de existencia de un objeto. No podemos conformarnos simplemente con decir que un objeto existe porque sí, y basta. Al mismo tiempo, Soler Gil señala que una explicación última de la existencia del universo no puede basarse en el concepto físico de la causalidad, el cual nos remite a una cadena infinita de causas. De ahí que sea altamente plausible la hipótesis de un Ser de carácter personal, no reducible a un ente objetual.

Así pues, el teísmo sigue siendo una solución muy satisfactoria a la pregunta de por qué existe algo en lugar de nada. Pero por si esto fuera poco, tenemos el enigma que plantea la Proposición 2, y que tanto intrigó a Einstein. ¿Por qué el universo es inteligible? ¿Por que obedece leyes de naturaleza matemática? ¿Por qué se cumple la fuerza de la gravedad, y otras muchas, con inflexible regularidad? Estamos tan acostumbrados al orden de la naturaleza, al sucederse los días, las estaciones, los ciclos biológicos, etc, que rara vez nos asombramos de ello. Y sin embargo, no existe ninguna razón lógica, como ya vio David Hume, por la cual el sol deba salir mañana. En realidad solo hay dos respuestas posibles a este enigma, aunque los filósofos (y algunos científicos, invadiendo "competencias" de la filosofía) hayan propuesto una aparente tercera opción, que en realidad es una seudosolución. Las dos soluciones a las que me refiero son la teísta (el universo es racional porque "en el principio era el Logos", por decirlo en palabras de San Juan) y la hipótesis más extrema del "multiverso", según la cual el orden del universo es una ilusión, un mero caso aleatorio en medio del caos de infinitos universos. La seudosolución es la de Spinoza, según la cual el universo no podría haber sido de otro modo de como es, lo cual elimina la necesidad de un Dios que toma decisiones. Es una seudosolución porque lógicamente no se sostiene. Cualquier cosa que imaginemos que no encierra contradicción en sí misma es lógicamente posible. Luego es posible que existan muchos universos distintos, o incluso que no existiera ninguno. Es lógicamente insostenible que lo que existe no podría haber sido de otro modo.

Descartada la hipótesis teísta, pues, queda solo la del multiverso, de la que existen muchas variantes, aunque solo la más extrema puede sortear la mayor parte de las objeciones, en mi opinión. Estas teorías surgieron como alternativa a los argumentos teístas basados en el llamado "ajuste fino". Algunos científicos observaron que ligeras variaciones en algunas de las constantes físicas hubieran dado lugar a un universo muy distinto, con toda probabilidad no apto para que emergiera en él la vida inteligente. (Ver especialmente el cap. II del libro citado, "La evidencia del ajuste fino".) El teísmo proporciona una explicación sencilla a este hecho sorprendente: Dios ha diseñado el universo con el fin de que aparecieran en él los seres humanos. Pero algunos, con tal de no tener que abrazar esta solución están dispuestos a creer que existe un número enorme de universos, tal vez infinitos, con leyes y constantes distintas del nuestro. Con ello el "ajuste fino" del universo queda reducido a una mera necesidad probabilística. Estas teorías, de las cuales existen numerosas variantes, presentan varios inconvenientes. El primero, y más obvio, es su carácter altamente especulativo, incompatible con el principio de la navaja de Occam. Pero el más serio es que la mayoría de ellos, lo único que hacen es trasladar el misterio de la inteligibilidad del universo al multiverso. Porque si las leyes físicas que conocemos son un mero producto probabilístico, todavía queda por explicar por qué el universo se atiene a las matemáticas de las probabilidades. Como agudamente señala Michael Heller en el capítulo debido a él ("Caos, probabilidad y la comprensibilidad del mundo"), no es en absoluto evidente que la probabilidad de una de las caras de un dado tenga que ser 1/6 en el mundo físico.

Existe sin embargo una variante extrema de la teoría del multiverso, que parece sortear estas insuficiencias. Esta teoría afirma que todas las posibilidades lógico-matemáticas existen realmente, de algún modo, con o sin relación espaciotemporal o de otro tipo entre ellas. Esto permite eludir la embarazosa cuestión de cómo se generan los innumerables (infinitos) universos: sencillamente existen. De ahí que no debería sorprendernos que en uno de ellos hayamos surgido nosotros. Esta teoría, sin embargo, presenta un inconveniente verdaderamente monstruoso. Para "explicar" por qué el universo es como es, no tiene más remedio que admitir infinitas variaciones (triviales, delirantes o siniestras) de nuestro universo. Incluyendo muchas en las cuales algunas o todas las leyes de la física que conocemos sufren una interrupción inexplicable en algún momento t = x. Solo es imposible lo lógicamente contradictorio. No lo es que el año que viene, o mañana mismo, la luna se convierta en un hipopótamo con pantalón corto. ¿Cómo sabemos que nuestro universo es una de las muchas variantes que persistirán en la cordura indefinidamente? La respuesta es inapelable: No lo sabemos.

Es decir, la teoría extrema del multiverso plantea que en realidad el orden cósmico no es más que una ilusión, puesto que en cualquier momento las leyes que lo gobiernan pueden quedar en suspenso o mutar, con consecuencias que pueden ir desde lo meramente cómico a lo catastrófico.

Así pues, la única alternativa consistente a la solución teísta es, para el problema que plantea la Proposición 1, que el universo existe porque sí, sin causa alguna. Y para la Proposición 2, que el universo en realidad no es racional, en el sentido de que acate una estructura legaliforme, sino que equivale al conjunto de todas las posibilidades lógico-matemáticas. Estas alternativas teóricas no son refutables, bien es cierto. Sin embargo, repugnan profundamente al intelecto, porque suponen su más completo fracaso. De ahí que el libro de Soler Gil (cuya densidad y sutileza en absoluto recibe aquí justicia) venga a confirmar la aparente paradoja de Chesterton, quien aseguraba que la Iglesia era el último bastión de la racionalidad occidental.

domingo, 22 de julio de 2012

A qué llamamos cultura

Titular en portada de El País de hoy: "La cultura alza la voz contra su agonía". En la fotografía, nueve artistas del mundo del espectáculo (cine, teatro, etc, incluyendo una galerista), varios de los cuales sostienen un cartel con un lema de red social: #por la cultura. "Una treintena de artistas claman contra los recortes y la subida del IVA." El texto abunda en "su grito de indignación, miedo e incredulidad por una cultura que agoniza."

En la edición digital puede verse una serie de fotografías individuales de actores y empresarios culturales, principalmente, sosteniendo carteles con "alegatos contra los recortes" del estilo de:

CULTURA = LIBERTAD
SI LA CONVERTIMOS EN UN LUJO
AMORDAZAMOS A NUESTROS HIJOS

NO QUIEREN CULTURA PORQUE
NO QUIEREN CIUDADANOS LIBRES
SINO SÚBDITOS

EL GOBIERNO REMATA LA CULTURA 
SIN COMPASIÓN COMO A UN
TORO EN UNA PLAZA

GÖRING: "CUANDO OIGO LA PALABRA
CULTURA, SACO EL REVÓLVER"
AQUÍ, CON ESTE GOBIERNO BASTA LA ASFIXIA

LA CULTURA NO ES UN ARTÍCULO
DE LUJO: MÁS INCULTOS, MÁS DÓCILES

¿Y CON LA SUBIDA DEL IVA NOS
REGALAN EL KIT DE EUTANASIA?

Etcétera. Por cierto, que el autor del último cartel demuestra una cierta confusión. La eutanasia es una de las reivindicaciones de la Religión Progresista Ortodoxa, con la cual congenian tantos artistas e intelectuales, que incluso han dedicado obras a reivindicarla. (Claro que a lo mejor se referían a la eutanasia de los demás, no la propia.)

La cultura no es un lujo, nos repiten. La cultura es libertad, es dignidad. Por eso la derecha la odia, y desearía acabar con ella. Son expresiones muy altisonantes, que nos dan derecho a preguntarnos qué será eso tan importante que llamamos cultura.

En principio, por la actividad de la mayoría de fotografiados, cultura se asocia ante todo con espectáculo, en sentido amplio: Cine, teatro y música, más algún editor inquieto porque suba el IVA de los libros. (Pero no dice nada acerca de que persistan las restricciones a bajar su precio.) Incluso tenemos a una "espectadora", una chica con semblante preocupado, que con inusitada sinceridad asegura (ver pie de foto) que "ya no podré ir a todos los espectáculos que quiero".

Pues bien, ahora expondré yo mi opinión. Si "cultura" es poder ir a todos los espectáculos "que quiero", desde luego la cultura es un lujo. Y además no creo que la mayoría de películas y obras de teatro que se realizan hoy defiendan ninguna libertad o dignidad, sino que más bien se limitan a divulgar, implícita o explícitamente, ideas de la izquierda totalitaria, contra el capitalismo, contra la familia, contra el cristianismo, etc. Para mí cultura es mucho más que ir al cine, al teatro o a exposiciones. Principalmente es otra cosa. Es transmisión de conocimientos y es creación estética perdurable. No es panfletarismo ni agitación social, no es un efímero "estar pegado a la realidad" sin perspectiva, sino vocación de trascender el momento presente, interés por el legado cultural clásico, por hacerlo presente y enriquecerlo, con la mirada puesta en la posteridad. Es una tarea silenciosa y con frecuencia solitaria, alejada del foco mediático.

Por lo demás, yo también estoy en contra de la subida del IVA, pero del IVA de todos los productos. No creo que las salas de cine merezcan un trato privilegiado, distinto de la alimentación o el vestido. Sí estoy absolutamente de acuerdo con los recortes, es decir, con que el Estado disminuya su intervención en la economía, y deje que sea la sociedad la que decida qué debe producirse. Yo podría lamentar que el libro que he publicado no se vendiera, y culpar al poco apoyo oficial que recibimos los autores, añadiendo que "la cultura no interesa al poder" y todas esas cosas que permitirían salvaguardar mi ego. Pero si mi libro es lo suficientemente valioso, al final se terminará vendiendo más o menos, y eso depende exclusivamente de mí y, en menor medida, de mi editor. No hay excusas. Por supuesto que se venden muchos más libros de Harry Potter que de algún poeta apreciable actual. Pero también se venden de García Lorca miles de ejemplares cada año, tres cuartos de siglo después de su muerte.

Como en todo, hay excepciones. Me gusta escuchar emisoras de música clásica estatales, como nuestra Radio Clásica, o la Radio Suisse Classique. No creo que su supresión por razones presupuestarias aumentara en grado apreciable la libertad general de los contribuyentes, y sí en cambio supondría hacer algo menos accesible un legado cultural extraordinario, como es la música europea culta de los tres últimos siglos. Pero comparar con Bach, Beethoven o Mozart la mayoría de productos intrascendentes, cuando no lesivos, que hoy pretenden pasar por "cultura", meter todo dentro del mismo saco, eso sí que compromete el patrimonio cultural de nuestra civilización. Entre tanto ruido, lo que verdaderamente importa se transmite con mayor dificultad. Recortando subvenciones arbitrarias le hacemos en el fondo un bien a la cultura, aunque implique contrariar intereses gremiales. O precisamente por ello.

sábado, 7 de julio de 2012

La boda de Iniesta

Iniesta se casa en Tarragona este domingo. La ceremonia, con el alcalde Ballesteros (socialista) de oficiante, se realizará en el romántico paraje del castillo de Tamarit. Los ochocientos invitados (entre ellos, Messi, Xavi, Puyol, Guardiola, Vicente del Bosque, Íker Casillas y Sara Carbonero) se trasladarán a continuación, para cenar, al restaurante Mas d'en Ros, en Riudoms, cuna de Gaudí.

No, no es que haya decidido hacer una incursión en el género de la prensa del corazón. Tampoco quería hoy hablar del tema de las bodas civiles, que ya superan en número a las católicas, cosa que la progresía celebra como si fuera un gran avance hacia no sé muy bien qué. La sociedad actual se ufana de dejar atrás los rituales religiosos, pero por algún motivo se ve obligada a sustituirlos por unos rituales laicos. Oscuramente intuimos que los rituales son imprescindibles para la vida, pero al mismo tiempo nos reímos de la institución que ha tenido esto clarísimo durante dos mil años.

En realidad, yo quería hablar del fariseísmo de quienes critican a Iniesta, o a quien sea, por celebrar una boda con ochocientos invitados, "en estos momentos de crisis económica". Son los mismos que reclaman a los jugadores de España, épicos vencedores de la Eurocopa, que donen sus primas a angélicas ONGs -que luego ellas decidirán a quién donan el dinero. Son de la misma especie que aquellos que, cuando se envía un nuevo ingenio a Marte, se muestran escandalizados por que esos millones de dólares no se destinen a paliar el hambre en el mundo. Y por supuesto, pertenecen a la misma raza de los eternos denunciadores de los lujos del Vaticano.

Como casi todo, esta psicología ya está retratada en los evangelios, cuando algunos presentes reprochan a una mujer (María Magdalena, según cierta tradición) por agasajar a Jesús en Betania con un caro perfume, en lugar de obtener con su venta dinero para los pobres. Son los mismos que casi nunca se limitan a ejercer ellos la caridad, en la medida de sus posibilidades, sino que siempre están dispuestos a que sean otros quienes la practiquen. Y tienen la justificación siempre a punto, que los otros tienen o derrochan "demasiado". Quién decide lo que es demasiado, es por supuesto una pregunta tonta. Son aquellos que nunca se sentirán culpables por permitirse algún capricho, por cenar en un restaurante de moda mientras en la esquina una rumana en harapos revuelve contenedores, buscando restos de comida para sus hijos. Siempre es el gobierno el que debería hacer algo para remediar esa "vergüenza", siempre tienen  la culpa los bancos, los ricos, es decir, los otros, no yo, que soy una persona buenísima y solidaria, que voto a partidos de izquierda. Y joer, qué buena está la panacota de vainilla.

Le deseo a Andrés y a su mujer lo mejor en el día de su boda. Me parece estupenda la decisión que ha tomado de celebrarla en Tarragona, de animar un poco la economía local. No hace falta que done nada a ninguna ONG; ya hacen mucho bien, él y sus invitados, gastando en hoteles, restaurantes y comercios de esta ciudad mediterránea. Y sobre todo que continúe jugando al fútbol como lo hace. (Otro día hablaré de los papanatas del "¡Ya ves, once tíos corriendo detrás de una pelota! No le veo la gracia...")

domingo, 1 de julio de 2012

El origen de la culpa

Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo son a la literatura lo que Víctor Manuel y Ana Belén a la canción: La pareja modélica de progresistas. He apreciado novelas del primero, a pesar de que, desde hace años, no soy lector habitual de ficción, como dicen los anglosajones. Si de Elvira Lindo no he leído nada extenso, simplemente es por esta razón. Y canciones de la otra pareja, me gustan varias, para qué negarlo, como me gustan Serrat, Sabina y hasta Paco Ibáñez. Nunca he dejado que mis ideas condicionaran mis preferencias estéticas, ni viceversa. He sido wagneriano con veinte y pocos años, cuando era de izquierdas, y soy mucho más verdiano (sin renegar del Tristán) ahora que muchos me juzgarían como un reaccionario impenitente.

Eso sí, el progresismo de Elvira Lindo y de su marido es de la especie inteligente, es decir, de ese tipo que se permite criticar, a veces en términos muy sarcásticos, las memeces más evidentes de la corrección política y el folclore al uso de la izquierda perroflauta. Esto por un lado es de agradecer, máxime cuando se realiza desde el órgano progre por excelencia, El País. Pero por otro lado, estas críticas eventuales nunca acaban de ir al fondo. Y ello es así, porque si lo hicieran, realmente cuestionarían todo el paradigma progresista.

Un ejemplo es el artículo de Lindo, en la edición digital del citado periódico, titulado Evidentemente. En él la escritora se cachondea, permítanme la expresión, con las declaraciones de una cantante, que asegura querer desterrar del diccionario la palabra "culpa", cada vez que alguien tiene a bien entrevistarla. Al parecer, la artista se siente orgullosa de su gran descubrimiento intelectual, aunque ignoro si este ha estado favorecido por un proceso de ósmosis ambiental o por una lectura detenida de las obras de Nietzsche. Elvira ridiculiza sin compasión este hedonismo de pacotilla que vienen a decirnos que, hasta que Moisés vino a aguarnos la fiesta con las tablas de la Ley, los seres humanos "estaban follando, [y] bebiendo, de puta madre".

Con toda razón, Elvira defiende la necesidad del sentimiento de culpa, sin el cual la maldad puede campar a sus anchas. Pero lo estropea totalmente cuando afirma lo siguiente:

"Creer que la “culpa” es un sentimiento religioso, por mucho que la Iglesia católica haya manoseado el término, es (evidentemente) una tontería, porque los únicos que carecen de culpa son los psicópatas, dado que la culpa, cuando no es enfermiza, es consecuencia de la compasión y la empatía con el que sufre."

Para la articulista, la culpa es un sentimiento natural y espontáneo, hijo de la empatía, cuya ausencia podemos considerar patológica y, por tanto, tratable con métodos psiquiátricos. La idea filosófica subyacente es el viejo mito progresista del Buen Salvaje: Somos buenos por naturaleza, y todos los males proceden de la ignorancia y la superstición. Estas son las causantes de que no sepamos (todavía) organizar la sociedad adecuadamente, ni tampoco diagnosticar y curar plenamente ciertas enfermedades, como la incapacidad de sentir culpa, la pedofilia, la aversión a pagar impuestos y la creencia en la divinidad.

Seguramente que existen psicópatas incapaces de sentir la menor compasión ante el dolor ajeno. Y posiblemente algunos delincuentes sexuales sean personas con problemas mentales o endocrinos. Pero a la concepción terapéutica del mal se le pueden oponer dos serias objeciones: La primera y más obvia, que difícilmente permite explicar todo el mal de que son capaces los seres humanos, en mayor o menor grado. Hannah Arendt mostró convincentemente que algunos de los mayores crímenes de la historia, como fueron los perpetrados bajo el régimen nazi, no se pueden explicar solo por la mera intervención de personalidades sádicas (aunque estas florezcan especialmente en determinadas circunstancias), sin tener en cuenta las ideas deshumanizadoras que llevaron a personas clínicamente normales a ser cómplices directos o indirectos del horror.

La segunda objeción, y de más calado, es que si el mal es una enfermedad, su definición queda sujeta al albur de la ciencia, no de la ética o la religión. Y no es en absoluto evidente (por incidir en el adjetivo) que con ello salgamos ganando. Porque, como sugería aquella novela de Anthony Burguess (o si lo prefieren, la película de Kubrick, La naranja mecánica) esto nos conduce con inflexible lógica a una posibilidad totalitaria. La de un mundo donde una tecnocracia se arrogue el poder de decidir qué son el mal y el bien, sin retroceder ante la opción de extirpar el primero junto con muchas cosas buenas -o viceversa.

Digámoslo sin más rodeos: ¡Claro que la culpa es un sentimiento -aunque yo prefiero decir una idea- intrínsecamente religioso! El tremendo error es precisamente negar tan profunda y capital verdad. El bien y el mal son cosas demasiado trascendentales para dejarlas exclusivamente en manos de sentimientos como la compasión y empatía, sin duda bendecibles, pero que se difuminan tan fácilmente y se dejan manipular y hasta invertir con tanta frecuencia. ¿No se nos quiere justificar el aborto con emociones de empatía hacia la madre, como si sacrificar una vida humana fuera menos grave que contrariar la ofuscación acaso pasajera de una mujer que rechaza a su hijo?

La Iglesia habrá "manoseado" el sentimiento de culpa durante dos mil años, con perseverancia digna de nota. Solo por ello, quizás valdría la pena escucharla. En cambio ahora supuestos expertos y opinadores diletantes nos informan de que la culpa es un fenómeno puramente subjetivo. Para algunos, prescindible; para otros necesario. Pero ambos coinciden en negar su fundamentación, que el bien y el mal son realidades absolutas, no conceptos indefinidamente debatibles, que hoy nos pueden servir para justificar bellas acciones, y mañana para perseguir al prójimo. Y hasta para erigir, en un futuro no remoto, totalitarismos lo suficientemente avanzados como para rediseñar la psique humana, y por tanto redefinir a su conveniencia, de manera siniestramente incontestable, los principios morales.

Si el bien y el mal son meramente sentimientos, ¿cómo sabemos cuáles son los sentimientos buenos y cuáles los malos, sin caer en una circularidad lógica? Esta es la cuestión que el humanismo laico no tiene más remedio que eludir o posponer. Pero sin responderla, no hay humanismo que pueda resistir la arrogancia de la voluntad de poder, que diría Nietzsche.