Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo son a la literatura lo que Víctor Manuel y Ana Belén a la canción: La pareja modélica de progresistas. He apreciado novelas del primero, a pesar de que, desde hace años, no soy lector habitual de ficción, como dicen los anglosajones. Si de Elvira Lindo no he leído nada extenso, simplemente es por esta razón. Y canciones de la otra pareja, me gustan varias, para qué negarlo, como me gustan Serrat, Sabina y hasta Paco Ibáñez. Nunca he dejado que mis ideas condicionaran mis preferencias estéticas, ni viceversa. He sido wagneriano con veinte y pocos años, cuando era de izquierdas, y soy mucho más verdiano (sin renegar del Tristán) ahora que muchos me juzgarían como un reaccionario impenitente.
Eso sí, el progresismo de Elvira Lindo y de su marido es de la especie inteligente, es decir, de ese tipo que se permite criticar, a veces en términos muy sarcásticos, las memeces más evidentes de la corrección política y el folclore al uso de la izquierda perroflauta. Esto por un lado es de agradecer, máxime cuando se realiza desde el órgano progre por excelencia, El País. Pero por otro lado, estas críticas eventuales nunca acaban de ir al fondo. Y ello es así, porque si lo hicieran, realmente cuestionarían todo el paradigma progresista.
Un ejemplo es el artículo de Lindo, en la edición digital del citado periódico, titulado Evidentemente. En él la escritora se cachondea, permítanme la expresión, con las declaraciones de una cantante, que asegura querer desterrar del diccionario la palabra "culpa", cada vez que alguien tiene a bien entrevistarla. Al parecer, la artista se siente orgullosa de su gran descubrimiento intelectual, aunque ignoro si este ha estado favorecido por un proceso de ósmosis ambiental o por una lectura detenida de las obras de Nietzsche. Elvira ridiculiza sin compasión este hedonismo de pacotilla que vienen a decirnos que, hasta que Moisés vino a aguarnos la fiesta con las tablas de la Ley, los seres humanos "estaban follando, [y] bebiendo, de puta madre".
Con toda razón, Elvira defiende la necesidad del sentimiento de culpa, sin el cual la maldad puede campar a sus anchas. Pero lo estropea totalmente cuando afirma lo siguiente:
"Creer que la “culpa” es un sentimiento religioso, por mucho que la Iglesia católica haya manoseado el término, es (evidentemente) una tontería, porque los únicos que carecen de culpa son los psicópatas, dado que la culpa, cuando no es enfermiza, es consecuencia de la compasión y la empatía con el que sufre."
Para la articulista, la culpa es un sentimiento natural y espontáneo, hijo de la empatía, cuya ausencia podemos considerar patológica y, por tanto, tratable con métodos psiquiátricos. La idea filosófica subyacente es el viejo mito progresista del Buen Salvaje: Somos buenos por naturaleza, y todos los males proceden de la ignorancia y la superstición. Estas son las causantes de que no sepamos (todavía) organizar la sociedad adecuadamente, ni tampoco diagnosticar y curar plenamente ciertas enfermedades, como la incapacidad de sentir culpa, la pedofilia, la aversión a pagar impuestos y la creencia en la divinidad.
Seguramente que existen psicópatas incapaces de sentir la menor compasión ante el dolor ajeno. Y posiblemente algunos delincuentes sexuales sean personas con problemas mentales o endocrinos. Pero a la concepción terapéutica del mal se le pueden oponer dos serias objeciones: La primera y más obvia, que difícilmente permite explicar todo el mal de que son capaces los seres humanos, en mayor o menor grado. Hannah Arendt mostró convincentemente que algunos de los mayores crímenes de la historia, como fueron los perpetrados bajo el régimen nazi, no se pueden explicar solo por la mera intervención de personalidades sádicas (aunque estas florezcan especialmente en determinadas circunstancias), sin tener en cuenta las ideas deshumanizadoras que llevaron a personas clínicamente normales a ser cómplices directos o indirectos del horror.
La segunda objeción, y de más calado, es que si el mal es una enfermedad, su definición queda sujeta al albur de la ciencia, no de la ética o la religión. Y no es en absoluto evidente (por incidir en el adjetivo) que con ello salgamos ganando. Porque, como sugería aquella novela de Anthony Burguess (o si lo prefieren, la película de Kubrick, La naranja mecánica) esto nos conduce con inflexible lógica a una posibilidad totalitaria. La de un mundo donde una tecnocracia se arrogue el poder de decidir qué son el mal y el bien, sin retroceder ante la opción de extirpar el primero junto con muchas cosas buenas -o viceversa.
Digámoslo sin más rodeos: ¡Claro que la culpa es un sentimiento -aunque yo prefiero decir una idea- intrínsecamente religioso! El tremendo error es precisamente negar tan profunda y capital verdad. El bien y el mal son cosas demasiado trascendentales para dejarlas exclusivamente en manos de sentimientos como la compasión y empatía, sin duda bendecibles, pero que se difuminan tan fácilmente y se dejan manipular y hasta invertir con tanta frecuencia. ¿No se nos quiere justificar el aborto con emociones de empatía hacia la madre, como si sacrificar una vida humana fuera menos grave que contrariar la ofuscación acaso pasajera de una mujer que rechaza a su hijo?
La Iglesia habrá "manoseado" el sentimiento de culpa durante dos mil años, con perseverancia digna de nota. Solo por ello, quizás valdría la pena escucharla. En cambio ahora supuestos expertos y opinadores diletantes nos informan de que la culpa es un fenómeno puramente subjetivo. Para algunos, prescindible; para otros necesario. Pero ambos coinciden en negar su fundamentación, que el bien y el mal son realidades absolutas, no conceptos indefinidamente debatibles, que hoy nos pueden servir para justificar bellas acciones, y mañana para perseguir al prójimo. Y hasta para erigir, en un futuro no remoto, totalitarismos lo suficientemente avanzados como para rediseñar la psique humana, y por tanto redefinir a su conveniencia, de manera siniestramente incontestable, los principios morales.
Si el bien y el mal son meramente sentimientos, ¿cómo sabemos cuáles son los sentimientos buenos y cuáles los malos, sin caer en una circularidad lógica? Esta es la cuestión que el humanismo laico no tiene más remedio que eludir o posponer. Pero sin responderla, no hay humanismo que pueda resistir la arrogancia de la voluntad de poder, que diría Nietzsche.