sábado, 25 de julio de 2015

España oprime a Cataluña

España oprime a Cataluña. Este es el dogma central del nacionalismo catalán, sin el cual no podría sostenerse ni un minuto. Permítanme justificar esta afirmación, antes de ocuparme del dogma en sí.
Un proceso de secesión territorial ilegal entraña unos riesgos que nadie puede ignorar. Riesgos de fuga de capitales, de reducción de inversiones, de restricciones financieras que repercutirían de manera directa en el aumento del desempleo, en dificultades para cobrar las pensiones o incluso para retirar depósitos bancarios. Pero el riesgo más grave de todos es el de un conflicto civil de mayor o menor intensidad.
Naturalmente, los nacionalistas culparían al gobierno español de cualquier conflicto que se produjera. Pero el gobierno no va a emplear la fuerza si no es como respuesta a una violencia instigada por los nacionalistas, en forma de altercados callejeros o de resistencia a la autoridad legal. La idea de una secesión unilateral no violenta es contradictoria en los términos. En algún momento tiene que haber una desobediencia activa a las autoridades judiciales y policiales, salvo que la secesión no se quede en mero teatro.
Así pues, la ruptura territorial puede tener un alto coste, tanto económico como en sangre. Por esta razón, nadie sensato la apoyaría basándose sólo en un sentimiento de catalanidad. Uno puede sentirse todo lo catalán que quiera sin necesidad de embarcarse en ninguna aventura de incierto resultado, sin necesidad de violar las leyes. Y aquí es donde entra en acción el dogma fundamental del nacionalismo. No basta con sentirse catalán, sino que ante todo debe existir un sentimiento de estar sufriendo una opresión insoportable, de estar siendo humillados día sí y día también por el gobierno central, de que “Madrid ens roba”, de que la cultura catalana está siendo agredida de manera a veces sutil pero implacable...
Se equivocan quienes ven el problema del nacionalismo como una mera cuestión de sentimentalidades, que deberíamos esforzarnos en comprender. El nacionalismo nunca se puede conformar con menos que la independencia, y para justificar este objetivo no basta un sentimiento tan inocente como el que manifiestan aquellos encuestados que se definen como “más catalanes que españoles”, o “sólo catalanes”. El nacionalismo se basa en una afirmación sobre la realidad objetiva, y no sólo sobre lo que uno siente. Y esa afirmación (que España oprime a Cataluña) es inseparable del deseo de transformar esa realidad.
Ahora bien, basta una mínima reflexión para ver lo que el dogma nacionalista tiene de cierto. En el aspecto económico, el nacionalismo sostiene que la balanza fiscal territorial es negativa, es decir, que los impuestos pagados por los catalanes son superiores a las inversiones y prestaciones públicas que reciben. El cálculo de las balanzas fiscales es sumamente complejo, y por tanto sujeto a una discusión interminable. Pero vamos a suponer, por hipótesis, que fuera cierto; que los catalanes, en conjunto, pagan más que lo que reciben. Lo que quedaría pendiente de demostrar es que esto sea injusto. Si los catalanes pagan más impuestos es porque, al igual que ocurre con los madrileños (¡o con los barceloneses en relación al resto de Cataluña!), su renta per cápita es superior a la media española. Y entre otras cosas, esto es debido a los productos y servicios que muchas empresas catalanas venden en el resto de España. La idea de que los catalanes podrían vivir mejor si todos sus impuestos se quedaran en su comunidad autónoma no tiene en cuenta multitud de factores, pero en cualquier caso se trata de una mera especulación, no de un hecho. Lo que sí parece razonable es que catalanes, madrileños, riojanos y andaluces podríamos vivir mucho mejor pagando menos impuestos, pero los nacionalistas están muy lejos de prometer algo semejante, y no digamos ya la izquierda antisistema e independentista.
Más difícil, si cabe, es justificar la idea de opresión en el aspecto político. El gobierno autonómico tiene una serie de competencias muy amplias, delimitadas por la Constitución y las leyes, que han sido votadas democráticamente. Los catalanes han influido enormemente con su voto en los gobiernos centrales, mucho más de lo que les correspondería en un sistema electoral estrictamente proporcional. Y salvo en Defensa y en política monetaria (que tampoco depende ya de Madrid), la Generalitat interviene prácticamente en todos los ámbitos, en economía, seguridad, sanidad, educación, cultura e incluso relaciones exteriores. Sostener que Cataluña está oprimida porque desde el gobierno central se trata de defender, tímidamente y con nulo éxito, el derecho de los padres a que sus hijos sean educados en su lengua materna, sonaría a chiste, si no fuera porque recuerda inquietantemente a la actitud de los países dictatoriales que denuncian como “injerencias” las demandas en pro del respeto a los derechos humanos.
En realidad, son muchas más las libertades de los catalanes coartadas por el gobierno autonómico que por el gobierno central. El primero se opone a la libertad educativa y a la libertad de comercio (horarios, uso del idioma, apertura de grandes superficies) en mucha mayor medida que el segundo. En teoría, esto podría cambiar si el populismo de izquierdas se apodera del gobierno central, pero no parece que la tendencia en Cataluña sea precisamente opuesta a ese mismo populismo.
El dogma fundamental del nacionalismo es grotescamente falso. Cualquier persona no fanatizada puede comprender que carece de relación con la realidad cotidiana. Los catalanes son tan libres como el resto de españoles, y un poco más prósperos, en promedio. Podrían ser más libres y más prósperos, acaso, pero no mediante la implantación de una república catalana, sino gracias al triunfo, en toda España, de las ideas de quienes creemos que es vital reducir el peso del Estado, y restaurar el valor cultural de la familia, el mejor baluarte de la vida prenatal, la infancia y la personalidad no estandarizada. Todo lo contrario de lo que promueven las hordas antiespañolas, anticristianas y antiliberales que ya asoman en Barcelona y en Madrid; hordas cargadas de odio y resentimiento, auténticos aliados de toda opresión.