lunes, 28 de abril de 2014

Por qué votaré a Vox

Es evidente que partidos como PP y PSOE no van a cambiar gran cosa en Bruselas, y que las nuevas formaciones como Vox poco van a influir, en sus inicios, en la política de la UE. Para cualquiera que esté realmente preocupado por la situación de nuestro país, las próximas elecciones al parlamento europeo son sólo un aperitivo de las elecciones locales, autonómicas y nacionales por venir, en las que se decidirá si los españoles siguen apostando por la partidocracia socialdemócrata o no.

Planteadas así las cosas, mi principal motivo para votar a Vox son las coincidencias ideológicas de fondo, más que los detalles de su programa europeo, aunque este no sea irrelevante. Dicho programa consiste en una serie de generalidades bastante sensatas, sobre todo en política económica, más algunas propuestas concretas de reforma institucional de la Unión, que merecen ser debatidas con seriedad.

Entre ellas destacan que el presidente de la Comisión sea votado por el parlamento europeo, que se reduzca el número de comisarios y que los asuntos exteriores, de justicia e interior requieran sólo mayoría cualificada del Consejo, y no la actual unanimidad de los Estados. En resumen, democratizar las instituciones europeas frente al carácter burócratico de la Comisión, y reforzar el equilibrio entre la Europa de los ciudadanos y la de los Estados. El modelo europeo que preconiza Vox no es, por tanto, de tipo federal (totalmente ajeno a la historia y la cultura de este continente) ni tampoco puramente confederal, como sería un mero tratado entre Estados.

En general, esta concepción de Europa me parece plausible, aunque mi visión de la UE sea más crítica que la que trasluce el texto programático de Vox, quizás excesivamente moderado. En particular, las referencias obedientes a la nueva religión global del cambio climático me han parecido, debo decirlo, perfectamente prescindibles, aunque al menos se atemperan señalando la necesidad de un sistema energético eficiente, frente a quienes anteponen a ello los mantras ecológicos. (No lo dicen así de claro, como sería deseable, pero se les entiende.)

Como decía, es en la ideología de fondo donde estriba principalmente mi adhesión como votante a la nueva formación. Por decirlo brevemente, Vox defiende sin ambages el mercado libre, la unidad de España y la familia. La decisión, para un liberal-conservador, parece sencilla.

Ahora bien, en teoría, todo eso también lo defiende, o lo defendía, el PP. Y sin embargo, pese a la mayoría absoluta del Partido Popular, en los dos últimos años hemos asistido a una mera prórroga del socialismo: un aumento desvergonzado de los impuestos para reducir el déficit público a niveles que siguen siendo insoportables, una política "antiterrorista" consistente en soltar a terroristas de la cárcel al tiempo que se respetan las posiciones políticas adquiridas por el brazo político de ETA y un entreguismo prácticamente absoluto al pensamiento único de la ideología de género. (Al ministro Gallardón, con su proyecto de reforma de la ley abortista de Zapatero, sus propios compañeros de partido lo han dejado más solo que la una.)

Este panorama desolador podría inclinarnos al fatalismo y por tanto, a la abstención. Un partido que se supone defiende la economía productiva, la familia y la unidad nacional, y que además cuenta con el apoyo masivo de los votantes, acaba incumpliendo clamorosamente su programa. ¿Por qué con otro debería ser distinto?

Tengo fundamentalmente tres respuestas a esta pregunta. La primera es que, aunque un servidor siempre ha votado ideas y no personas, estas últimas suelen ser el mejor aval de las primeras. Nunca me ha convencido Mariano Rajoy, aunque lo he venido votando en cada ocasión desde 2004, precisamente porque creía en las ideas que supuestamente defendía, si no él (recordemos el infausto congreso de 2008), sí al menos el grueso de su partido. En cambio, en esta ocasión, personas de la talla de Alejo Vidal-Quadras, Santiago Abascal, José Antonio Ortega Lara e Iván Espinosa de los Monteros, por lo que conozco de sus trayectorias y lo que les he escuchado, ofrecen una credibilidad y una demostración de lucidez que pocos líderes políticos hasta ahora han sabido transmitirme.

La segunda razón es que la defensa que hace Vox de sus ideas no es meramente retórica, sino que se materializa en su audaz (pero absolutamente vital) propuesta de un recorte del peso del Estado de un 5 % del PIB (unos 50.000 millones de euros), que pasaría por eliminar las 17 comunidades autónomas. La idea de una administración aligerada, un solo parlamento, un solo gobierno y un solo tribunal supremo (que sería también el constitucional) es para el PP rajoyista sencillamente impensable, porque socava las bases de su propio poder clientelar y regional. Y cabe señalar que no hay ningún otro partido que lejanamente proponga lo mismo.

La tercera razón para volver a confiar en la democracia, ejerciendo el derecho de sufragio, es que posiblemente se trate de la última oportunidad que tengamos de regenerar este país. Hasta ahora, una buena parte de votantes del PP nos hemos autoengañado con la teoría del voto útil. Pero desde el momento en que un gobierno del PP no se distingue de uno del PSOE, esa teoría deja de tener ningún sentido.

Un vecino mío, y pese a ello amigo, profesor retirado de literatura y notable poeta, se mostró encantado de ofrecer su firma, cuando se la pedí, para avalar la candidatura de Vox a las elecciones europeas (necesitaba 15.000 y ha conseguido más de 25.000). Sin embargo, me confesó que él iba a votar al PP, porque temía que hacerlo por partidos pequeños fragmentara el voto de la derecha. "¿Y si gana el PSOE?", me dijo con inquietud. Respondí: "Pues que gane; ¿qué diferencia habrá?"

Si el PSOE obtiene mejor resultado que el PP en las elecciones europeas, aunque sea por escaso margen, lo venderá sin duda como una tendencia irresistible que le llevará -supuestamente- a ganar las próximas elecciones legislativas nacionales. Pero si al mismo tiempo se consolidan nuevas formaciones a derecha e izquierda, lo que previsiblemente ocurrirá dentro de un año o año y medio es que ningún partido obtendrá mayoría suficiente para gobernar.

Se abrirán entonces dos posibilidades. O bien una gran coalición a la alemana entre PP y PSOE, que defenderán con la beatería del "consenso" todos los Fernando Ónegas y Enric Julianas de nuestra casta periodística (casi tan tediosa como la política), o bien una coalición de uno de los dos partidos con una formación pequeña. La peor posibilidad sería un gobierno apoyado por comunistas y/o nacionalistas, pero eso ni siquiera está garantizado que se pueda evitar votando al PP.  Véase al presidente extremeño insultando a su propios votantes, con tal de que los comunistas le dejen hacer.

Dado que es quizás muy prematuro pensar en una mayoría absoluta, para 2015 o 2016, de un Vox que acaba de nacer, sí me parece perfectamente posible, y deseable, que el PP se viera obligado a gobernar gracias a los escaños de Santiago Abascal, Ortega Lara y otros diputados de Vox, al precio de un giro drástico de su política, en el sentido que demandan sus votantes.

No va a ser un camino fácil, y las posibilidades de una gran coalición PP-PSOE en un futuro cercano no son desdeñables. Creo que esto no haría más que acelerar el descrédito y la decadencia de la partidocracia, aunque me temo que demasiado tarde para que este país tuviera arreglo. Si queremos que un partido como Vox, con propuestas de reformas serias, llegue a tener lo antes posible influencia en la política nacional, ello pasa por que empecemos a apoyarle con nuestros votos en las inmediatas elecciones europeas.

domingo, 27 de abril de 2014

Los otros pobres

En España tenemos auténticos pobres: gente que sobrevive rebuscando en las basuras, que vive en la calle. Algunos padecen enfermedades mentales o alcoholismo, que les incapacitan para trabajar y vivir en sociedad. Posiblemente habrá quienes lo han perdido todo y se han visto en la miseria, debido a una desafortunada acumulación de factores. En cualquier caso, sería inadmisible que un país civilizado como el nuestro no atendiera a estas personas, sean cuales sean las causas de su situación.

También tenemos la pobreza agridulce de quienes sobreviven gracias a subsidios. Son parados de larga duración o personas inactivas por una invalidez profesional, aunque no totalmente incapacitadas para trabajar. Viven bajo techo y no pasan hambre ni demasiado frío, pero poco más. Digo que esta pobreza es agridulce porque estas personas no tienen que madrugar todas las mañanas para trabajar, al menos de momento. Suelen quejarse mucho de su situación, pero no se esfuerzan verdaderamente para salir de ella, porque prefieren sobrevivir sin dar golpe a ganar lo mismo que perciben del Estado, o incluso un poco más, con un empleo. Luego no deben estar tan mal.

La pobreza agridulce es uno de los grandes problemas de España, porque devora una parte enorme del presupuesto público con el único fin de mantener inactivas a personas que podrían hacer algo más o menos productivo, mientras muchos ancianos o inválidos absolutos perciben pensiones de miseria. Quienes reclaman una vida digna para todos a menudo olvidan que la dignidad empieza por ganarse la vida uno mismo, siempre que la edad y la salud lo permitan.

Luego está la pobreza espiritual, que es independiente de la material. Puede afectar a personas de clase media o incluso alta. No sé si existe un perfil de este tipo de pobres, ni si hay un método infalible para detectarlos. Posiblemente los reconoceríais si vierais que en sus casas no hay un solo libro, o los libros que hay son basura del tipo de esas novelas que reeditan la fórmula del príncipe azul, guapo y con pasta, añadiendo un poco de sadomasoquismo blando para histéricas.

En estas casas tampoco suele haber un solo símbolo católico. Ni un crucifijo, ni un santo, ni una virgen. Pero muy posiblemente se encuentre una figura de un buda, de una bruja o unos palitos de incienso. No se trata de que estas personas tengan por lo común ni pajolera idea de quién fue Buda, ni sean adeptas a ninguna doctrina esotérica en particular. Es que su incuria espiritual es tan profunda que ni siquiera son conscientes del ridículo que hacen poniéndola de manifiesto con su vulgaridad decorativa.

Estos otros pobres son los que a mí me dan más lástima, y no lo digo retóricamente. Se puede ser pobre, en sentido material, con mucha dignidad. Incluso se puede ser culturalmente indigente, y tener una rica vida interior. Pero que los únicos objetivos en tu vida sean planificar las próximas vacaciones, comprarte un coche o ahorrar para la vejez, me parece algo tan triste que no tengo palabras para expresarlo. Bien es verdad que el amor por los hijos y los nietos, por sí solo, ya permite superar de algún modo ese sórdido círculo de los meros intereses materiales. Pero la tendencia demográfica es que cada vez existan menos hijos y menos nietos. ¿Habrá una explosión de tedio espiritual? ¿Conseguirá el orientalismo de todo a cien, y sucedáneos similares, posponer la crisis catártica que se necesita?

sábado, 26 de abril de 2014

El encanallamiento de España

Una encuesta recién publicada por el Pew Research Center muestra las opiniones morales de los habitantes de un variado grupo de cuarenta países, entre los que se incluye España. Los encuestadores han preguntado a miles de personas de los cinco continentes si creen que el aborto, las infidelidades matrimoniales, el divorcio o la homosexualidad, entre otros temas, son moralmente aceptables, inaceptables o no son cuestiones morales.

Conviene señalar el inevitable sesgo ideológico que introducen encuestas como estas.

Tratar del aborto junto a la moral sexual, el juego y el consumo de alcohol ya supone, voluntaria o involuntariamente, una cierta toma de postura implícitamente proabortista. Uno puede tener ideas más o menos conservadoras en materia sexual, pero al final, se trata de lo que personas adultas hagan con sus vidas. En cambio, en el tema del aborto está en juego la vida de terceras personas indefensas, los seres humanos en gestación.

Es cierto que los proabortistas niegan el carácter personal de un ser humano hasta una determinada semana de embarazo. Pero pasar por alto esta cuestión supone una tácita aceptación de los argumentos abortistas, sin necesidad siquiera de exponerlos.

Sin duda, esto es lo mejor que les puede pasar a los abortistas, porque en definitiva, sus pobres argumentos se reducen siempre a lo mismo, a proponer definiciones ad hoc de persona para poder excluir de ellas a los seres humanos embrionarios o incluso en fase fetal.

Para que el aborto se pudiera tratar junto a los otros temas mencionados, sin con ello estar orientando sutilmente las respuestas, deberían incluirse preguntas análogas sobre la pedofilia o la esclavitud. El encuestador, sensatamente, da por sentado que las personas decentes no consideran estos temas siquiera discutibles. Pero por lo visto, sí debe ser discutible la moralidad de un genocidio anual de millones de seres humanos no nacidos.

Por otra parte, una expresión como "moralmente inaceptable" no es lo suficientemente precisa, pues según la cultura a la que pertenezca el encuestado, puede tener connotaciones muy distintas. Por ejemplo, en algunos países la gente piensa que es correcto perseguir e incluso condenar a muerte a los homosexuales. Un occidental, por el contrario, generalmente retrocederá horrorizado ante la idea de que se persiga a las personas por su orientación sexual. Pero ello no significa, necesariamente, que piense que la homosexualidad es una conducta perfectamente equiparable a la heterosexualidad, ni que tenga que estar de acuerdo con que cambiemos la definición de matrimonio para incluir las uniones de personas del mismo sexo. La encuesta tiende (lo reitero: no sé si de manera deliberada o no) a dividir el mundo entre las personas de "ideas avanzadas", y todas los demás, juntas y revueltas.

Por último, este tipo de ejercicios demoscópicos, al referirse a las creencias morales sin aludir a su plasmación en la conducta objetiva, favorecen la idea de que la moral es algo subjetivo. Puedo preguntarle a alguien si la infidelidad matrimonial le parece moralmente admisible. Y a continuación, puedo preguntarle si él o ella ha sido siempre fiel a su pareja. La respuesta a la primera pregunta no presupone en ningún caso la respuesta a la segunda, como se desprendería del mero hecho de que hubiéramos considerado necesario hacer las dos. En cambio, cuando omitimos la segunda pregunta, de algún modo estamos sugiriendo que ya está contenida en la primera. Esto significa que la gente tenderá a considerar automáticamente como moralmente aceptable lo que se ajusta a su conducta, es decir, que no existen principios independientes de lo fáctico, salvo en nuestra subjetividad.

Subyace aquí un cierto malentendido muy extendido. La mentalidad moderna considera que sería hipócrita plantear un determinado nivel de exigencia moral que uno mismo (o al menos la mayoría de la gente) no pueda cumplir en cualquier circunstancia. Pero la hipocresía es afirmar algo que no creemos; no tiene nada que ver con la distancia entre nuestros principios morales y nuestros actos. Existe hoy una tendencia casi irresistible a superar esa tensión entre el deber y el ser aboliendo el sentimiento de culpa y diciéndonos que aquello que no podemos lograr, sin un cierto esfuerzo de autodisciplina, no puede ser moralmente exigible.

A juzgar por los datos de la encuesta, los españoles nos hallamos totalmente bajo el influjo de esta mentalidad, que contrasta con dos milenios de sabiduría católica sobre el pecado, la tentación, el arrepentimiento y el perdón. Una comparativa entre los resultados medios de los cuarenta países y España se muestra en la siguiente gráfica, que he elaborado a partir de ellos:


Los españoles desaprueban mayoritariamente la infidelidad, probablemente porque su idea de ella apenas tiene ya nada que ver con el mucho más exigente concepto de adulterio, prácticamente borrado de la consciencia colectiva. Para ser fiel basta con no tener a la vez más de una compañía sexual, lo que es compatible con coleccionar una distinta al año, al mes o a la semana.

Son también los españoles campeones mundiales en lo que consideran -equivocadamente- "tolerancia" hacia la homosexualidad. (Sólo se puede tolerar lo que se desaprueba.) Significativamente, nos siguen de cerca los alemanes. Esto sugiere que el lobby gay ha triunfado implantando la noción de que la desaprobación moral de la homosexualidad es sólo el primer paso para tratar a los homosexuales como hacían los nazis, falacia que causaría los mayores estragos en el pueblo más deseoso de lavar sus culpas al respecto.

Los españoles son además quienes menos desaprueban moralmente el divorcio, y también el país católico (después de Francia) más permisivo con las relaciones sexuales entre solteros y con el uso de anticonceptivos. Insisto: la encuesta habla de las creencias, no de las conductas. En todas partes, hombres y mujeres tratan de practicar el sexo por encima de normas e instituciones, desde que el mundo es mundo. Pero no debemos olvidar que la moral y la estadística son cosas distintas.

El fruto más desgraciado de la ruptura con la moral tradicional es la proliferación del aborto. Los hispanoamericanos lo consideran inaceptable en igual o superior medida que la media de cuarenta países. En Italia, lo condenan más del 40 % de los ciudadanos. Incluso un 44 % de los rusos, tras setenta años de adoctrinamiento ateo, sigue desaprobando que se mate a seres humanos en el vientre materno. En nuestro país sólo lo ven mal un 26 %, uno de cada cuatro ciudadanos.

Con frecuencia se alude a la ley del péndulo para explicar este fenómeno. España habría pasado del nacionalcatolicismo al encanallamiento actual en virtud de ese principio. Creo que hay algo de cierto en esta idea, aunque su formulación en términos mecánicos resulte especialmente miope. No se trata de que exista una especie de fuerzas históricas a las cuales los individuos no podríamos sustraernos. Los hechos morales sólo pueden tener una explicación moral, salvo que neguemos la esencia misma de la moralidad. Los españoles hemos roto con nuestra tradición, nos hemos avergonzado durante años de nuestro pasado, al amparo de un acomplejado antifranquismno retrospectivo que no es más que la cobertura de una hispanofobia que arrasa con todo, remontándose hasta los mismos orígenes cristianos y visigóticos de la nación.

Una nación, como un individuo, debe plantearse objetivos arduos, que la obliguen a superar el nivel de la mediocridad. Nadie dijo nunca que la moral católica fuera fácil. No es seguro en absoluto que los países que con mayor claridad desaprueban el aborto o la promiscuidad sexual, sean los más consecuentes en sus costumbres. Sí es seguro que se respetan mucho más a sí mismos, pues no renuncian a tratar de ser mejores de lo que son.

martes, 22 de abril de 2014

El secreto de la modernidad

¿Por qué el universo es como es? ¿Por qué existe algo en lugar de nada? Durante los últimos trescientos años se ha difundido la idea de que estas preguntas tienen una respuesta inmanente: que el universo se explica por sí mismo, o bien que carece de sentido demandar una explicación. Sin embargo, un análisis de las diferentes concepciones inmanentistas revela que el rey está desnudo: la racionalidad inmanente se revela insostenible, y la única alternativa al nihilismo irracionalista se halla en una razón trascendente. Esto nos lleva a una reconsideración del teísmo y, más específicamente, del cristianismo, la única religión en la cual la razón trascendente se ha encarnado en un hombre, fundamento de un humanismo inmune a la autodisolución relativista.

De esto trata mi último libro, El secreto de la modernidad, que ya se puede adquirir, por 2,68 euritos de nada, en edición Kindle. Recordad que no es necesario comprarse un lector de Kindle para leer en este formato. En cualquier tableta o smartphone podéis descargaros gratuitamente, desde el Play Store, la aplicación de lectura.

lunes, 21 de abril de 2014

Comparaciones entre cristianismo e islam

El denominador común entre el judaísmo, el cristianismo y el islam es evidente: las tres religiones se fundan en el concepto de un Creador de todo cuanto existe, un ser omnipotente y eterno que decide libremente (esto es capital) crear el mundo. En mi opinión, y en contra de lo que sostienen la mayoría de ateos y agnósticos, se trata de una creencia absolutamente racional, que en otro lugar he definido como "Absoluto abierto", distinguiéndolo del absoluto cerrado que postulan (a veces, explícitamente) el panteísmo y el materialismo.

Un Dios personal (un Absoluto abierto) implica que el universo ha surgido de la libertad, es decir, que podía haber sido distinto de como es, o incluso no haber existido. En cambio, quienes niegan la existencia de un ser trascendente sólo pueden elegir entre dos opciones.

La primera consiste en negar toda idea de absoluto, lo cual supone que la realidad no puede ser entendida como un todo, y por tanto abre la puerta al irracionalismo y al nihilismo.

La segunda opción distinta del trascendentalismo es identificar la realidad con el absoluto, tal como lo han desarrollado Spinoza, Hegel o Marx. En los sistemas de estos pensadores, todo cuanto sucede en el universo y en la historia no es más que el desenvolvimiento necesario (no libre) de una realidad primordial, la llamemos sustancia, idea o materia. Todo lo que sucede es por tanto igualmente necesario, está de algún modo predeterminado o prefigurado.

De ahí se infiere que, en última instancia, lo que hagan los individuos carece de importancia. Existen unas fuerzas históricas suprapersonales que debemos acatar, porque si no lo hacemos, de todos modos nos pasarán por encima, y quedaremos como unos reaccionarios que no tuvieron la lucidez suficiente para reconocer el sentido irresistible de la historia. Esencialmente, lo que hoy suele entenderse por progresismo suele ser una forma trivial de este aserto.

Por el contrario, los tres grandes monoteísmos (que, al menos nominalmente, son profesados por más de la mitad de los habitantes del planeta) consideran que lo que hagamos cada uno de nosotros sí tiene una importancia decisiva (habrá que exceptuar, sin embargo, a los luteranos que siguen admitiendo la Sola gratia y la Sola fide), que nuestra salvación está en juego y que es ante todo una cuestión personal.

Ahora bien, admitido este núcleo básico del monoteísmo, las diferencias entre las tres religiones, y especialmente entre el judaísmo y el cristianismo por un lado, y el islam por el otro, son manifiestamente enormes, por lo que cabe preguntarse si es posible siquiera un mínimo entendimiento sobre la base del teísmo, el cual nos permita conjurar (al menos, en sus manifestaciones cruentas) el "choque de civilizaciones" analizado por Samuel Huntington en su célebre libro de los años noventa.

Para hallar un principio de respuesta a esta pregunta, deberíamos ante todo examinar tres concepciones básicas sobre la relación entre cristianismo e islam, que suelen sostenerse desde el progresismo, aunque las han interiorizado también numerosos creyentes.

La primera, crítica con la religión en general y con el cristianismo en particular, sostiene que este es una religión tan intolerante como el islam, y que las diferencias sociopolíticas entre Occidente y el mundo musulmán deben imputarse exclusivamente al proceso de secularización experimentado por el primero.

La segunda, menos beligerante contra las religiones, sostiene que el islam es una religión de paz, de la que los occidentales desconfiamos debido a nuestros prejuicios xenófobos.

Por último, la tercera, por ahora muy minoritaria, afirma todo lo contrario que las dos anteriores: que el islam es algo esencialmente distinto del cristianismo, hasta el punto de que le sería incluso más fácil, al primero, entenderse con el ateísmo. Aunque parece una posición extravagante, ha sido sostenida por el musulmán español Abdelmumin Aya (Vicente Haya) en su libro Islam sin Dios. Creo que las ideas de Aya, aunque más que discutibles, son sin embargo iluminadoras de esta cuestión. Pero antes, digamos brevemente algo acerca de las otras dos posiciones, mucho más difundidas.

La idea de que el cristianismo es una doctrina opresiva e intolerante es la preferida, con todos los matices que se quiera, de los progresistas. Ello les lleva a exagerar las semejanzas más superficiales entre el judeocristianismo y el islam, con el objetivo poco o nada disimulado de desacreditar al primero. Los ejemplos de esta postura son inacabables, pero por poner sólo uno reciente, valen las declaraciones de una diputada del PSOE, que con ocasión de las procesiones de la Semana Santa, ha comparado a quienes participan en ellas junto a sus hijos con los islamistas.

Esta comparación, claro es, no se sostiene ni un minuto. La diferencia fundamental entre un cristiano y un musulmán, desde un punto de vista social, es que el primero no tendrá ningún problema, en el siglo XXI, en dejar de profesar su religión cuando quiera, e incluso en renegar de ella, mientras que abandonar el islam públicamente es exponerse a penas de cárcel e incluso a la ejecución. Cualquier afirmación que no tenga en cuenta este dato, aunque sea al menos para explicarlo por causas sociales ajenas al cristianismo, sólo puede calificarse como juego sucio dialéctico.

Esto vale también para la segunda actitud, la de quienes se muestran más comprensivos con el islam, esforzándose por distinguirlo de sus manifestaciones más integristas y del terrorismo islamista. Aunque es posible que muchos musulmanes desaprueben la violencia y la intolerancia, lo menos que puede decirse es que tampoco demuestran ser especialmente pacíficos. Como señaló el citado Huntington, la mayoría de conflictos armados que hay en el mundo están protagonizados, al menos en una de las partes, por musulmanes:

"Donde quiera que miremos a lo largo del perímetro del islam, los musulmanes tienen problemas para vivir pacíficamente con sus vecinos. (...) [E]n los años noventa han estado más implicados que la gente de ninguna otra civilización en la violencia intergrupal. Las pruebas son aplastantes." (Samuel P. Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Barcelona, 1997, p. 307.)

El politólogo norteamericano apunta varias causas de esta conflictividad (ver pp. 315-318), sobre las que no me extenderé. Baste señalar dos: Una, que desde el principio el islam ha sido una religión "glorificadora de la espada". El propio Mahoma, en abierto contraste con Jesucristo, "es recordado como un guerrero duro y un diestro caudillo militar." Tanto el Corán como otras fuentes de las creencias musulmanas "contienen pocas prohibiciones de la violencia, y el concepto de no violencia está ausente de la doctrina y la práctica musulmanas." La otra causa es que el islam funde religión y política de un modo que dificulta extraordinariamente la convivencia multicultural, ya de por sí difícil, en cualquier caso.

Lo anterior se resume en que los intentos intelectuales de aproximar cristianismo e islam, bienintencionados o no, entrañan serias dificultades. ¿Significa esto que el islam es una religión a la cual no podríamos aplicar nuestras categorías de pensamiento occidental? Esta es la tesis del libro antes mencionado de Abdelmumin Aya, Islam sin Dios, del que se puede encontrar un resumen aquí. Para este autor, ni siquiera es válido traducir Allâh como Dios; de ahí la aparente paradoja del título. El cristiano concibe a Dios como algo distinto del mundo, mientras que el musulmán considera que no existe nada aparte de Alá. En un debate digital mantenido hace unos años, Aya (Vicente Haya) ya lo exponía con claridad:

"Allâh no es Dios. Excepto excepcionales (sic) intuiciones de Allâh, como las de Eckhardt, Silesius, Boëhme, Teilhard de Chardin... el Dios de la Iglesia es una caricatura para el musulmán, es la proyección cósmica de las frustraciones del hombre. Por eso decimos que Allâh no es Dios. Ser Dios supone ser Dios frente a algo que no es Dios. Pero frente a Allâh no hay nada. Allâh y el mundo no pueden ponerse en frente. Sólo existe Allâh y el mundo existe en la medida que exista en Allâh."

Esto explicaría, según Haya, por qué el ateísmo es un fenómeno exclusivamente occidental. Dios es una idea, y como tal puede ser puesto en duda. En cambio, Alá es un "anticoncepto", algo que no puede ser distinguido de la propia realidad, de la experiencia. El ateo que sostiene que sólo cree en la realidad, no está diciendo nada que no comparta cualquier musulmán.

De lo anterior se deducen implicaciones importantes para la moral. El islam no admite el dualismo entre el mundo sensible y el espíritu, entre la naturaleza y Alá, de ahí que la cultura islámica valore positivamente la sensualidad, mientras que el cristianismo, especialmente el catolicismo, denigra el placer. "El musulmán ama la vida", dice Haya, y por ello, al igual que los ateos occidentales, rechaza a un "Dios de muerte" que acepta ser crucificado.

Las peregrinas conclusiones que extrae Haya sobre las relaciones entre Occidente y el islam son que el primero "tiene que cambiar su política con el Tercer Mundo", porque su "explotación" sólo puede causar "violencia y más violencia".

Algunos comentarios. Por un lado, y esto lo reconoce el propio Aya/Haya en su reciente libro, su concepción sobre el islam no será compartida por todos los musulmanes. Lo cual no hace falta que nos lo jure. Las concordancias que él encuentra entre el ateísmo y el islam real son a todas luces excesivamente forzadas. El cuadro idílico que nos traza del islam sensual de Las mil y una noches, en el cual los cristianos "sinceros" e incluso los ateos son respetados siempre que no sean "destructivos" (no aclara lo que significa esto), suena más bien a humor negro. Cuando sostiene que en el islam no hay ateos, resulta inevitable recordar aquella ocasión en que Ahmadineyah dijo que en Irán no había homosexuales. Bien, quizás no los hay que se atrevan a "salir del armario", exponiéndose a ser ahorcados.

Por lo demás, sus afirmaciones sobre la tolerancia del islam hacia las minorías, y sobre las malvadas multinacionales occidentales, incurren en la clase de victimismo embaucador a la que ya nos tienen acostumbrados los propagandistas vulgares y los tontos útiles del islamismo, y no me detendré aquí en ellas.

Profundizando más en la crítica de la tesis de Haya, debe decirse que su concepción del cristianismo como enemigo de la vida (supongo que inspirada en Nietzsche), es un buen ejemplo de la falacia del hombre de paja. Es cierto que el cristianismo consiste en un dualismo fundamental entre "la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo", como decía Pascal. Pero este dualismo no entraña una denigración de la vida, sino todo lo contrario: es quien reduce esta existencia a sensualidad quien la empobrece, quien la convierte en un mero fenómeno biológico, que en última instancia no es más que una evolución de la materia inerte, destinada a volver a ella. Opuestamente, Jesucristo nos dice: "El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada." (Juan, 6, 63.) Y más adelante: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida." (Juan, 14, 6.) Es decir, para el cristianismo la vida viene de Dios; es por tanto una realidad mucho más profunda que sus meras manifestaciones orgánicas. La realidad primordial no es el nivel físico-químico, sino el espíritu, que es la vida auténtica.

Sin embargo, puede que las ideas de Haya sobre el islam no estén desprovistas por completo de verdad. Aunque no creemos que el islam sea de facto como él lo interpreta, tal vez no vaya tan desencaminada su distinción entre Dios y Alá. Es decir, que exista una secreta tendencia (aunque rara vez del todo realizada) del islam hacia el panteísmo o el materialismo, es decir, a negar la trascendencia de Dios, partiendo de un punto distinto del ateo o del panteísta, pero con unos resultados coincidentes. El musulmán, al rechazar siquiera la posibilidad de pensar el mundo independientemente de Alá, lo que de hecho está haciendo es absorberlo en el seno de su deidad, al modo de Spinoza. Esto, en lugar de constituir un acierto, como lo ve Haya, sería el error fundamental al cual está abocado el islam, en la medida en que trata de radicalizar sus diferencias con el judeocristianismo.

Si negamos el dualismo esencial entre el Creador y lo creado, como pretende Haya con su particular forma de entender el islam, ciertas características de la cultura y la sociedad islámicas parecen encajar de un modo esclarecedor. Al no distinguirse Alá de la realidad, esta no es verdaderamente inteligible. Ello compromete gravemente la posibilidad del pensamiento científico, que surgió en Europa en el siglo XVII, a partir de la idea de un Creador racional, que establece sabiamente las leyes de la naturaleza, en contraste con una suerte de sátrapa que actuara mediante mandatos arbitrarios e imprevisibles.

Al mismo tiempo, si Dios es algo distinto del mundo, cualquier intento de establecer una sociedad perfecta será contradictoria y condenada por ello al fracaso, pues la perfección no existe en este mundo. Esto generalmente ha alejado al cristianismo, en mucha mayor medida que al islam (aunque no siempre) de las tentaciones teocráticas.

Por último, un Alá irracional, que se sitúa por encima del bien y del mal, tal como pueden ser aprehendidos por la razón humana, da pie también -más fácilmente que otras religiones- a que cualquier atrocidad, como los atentados del 11-S, pueda ser justificada en su nombre. Por encima de todo, "Alá es grande", y cualquier otra concepción que no parta de su voluntad absoluta, sino de su carácter inteligible y moral, carecería de sentido para el musulmán.

Terminemos planteándonos de nuevo la pregunta que nos habíamos formulado antes. ¿Podemos ver en el teísmo, desnudo de cualquier revelación, un principio de encuentro entre el judeocristianismo y el islam? Si este último lo entendemos a la manera de Abdelmumin Aya, la cosa sería realmente difícil. Para el musulmán, el Dios cristiano no sería más que una caricatura inadmisible de Alá, que no puede ser aprehendido con categorías racionales, y que no admite ningún dualismo, es decir, la consideración de ninguna realidad más allá de la divinidad.

Por el contrario, creemos que Aya, pese a captar una cierta posibilidad o tendencia íntima, se ha fabricado un islam monista y nietzscheano a su medida, que tiene mucho más de imaginario que de algo reconocible por los propios musulmanes.

Esto nos sugiere que, en la medida que el islam no se encastille en el rechazo del dualismo entre el Creador y lo creado (y para ello no creo que tuviera que renunciar a nada idiosincrásico), podría ser capaz de integrar la idea del Absoluto abierto, que es acaso el fundamento intelectual último de una sociedad abierta, basada en la racionalidad y la libertad.

Esa sería la buena noticia. Quizás la mala estriba en que los musulmanes, demasiado obsesionados por preservar lo que ellos creen que es su identidad amenazada, pueden verse tentados por el nihilismo para distinguirse más radicalmente de Occidente. Lo irónico de todo ello sería que, dada la deriva nihilista de nuestra propia civilización, ni conseguirían lo que pretenden, ni se pondrían las bases de ningún diálogo, que no tiene otro fundamento que la racionalidad. Y los occidentales no tenemos ninguna culpa de que la racionalidad sea un elemento consustancial al judeocristianismo.

jueves, 17 de abril de 2014

El juego del clima

En 2010 hice una apuesta con el geógrafo Magí Aloguín sobre el cambio climático. Si la desviación de la temperatura global media del año 2020, respecto a la media del siglo XX, es superior a la desviación del 2010 (que fue de 0,66 grados positivos), tendré que invitarle a comer; y él a mí si es inferior. Acordamos que nos basaríamos en las estadísticas ofrecidas por la administración de los Estados Unidos en el sitio web climate.gov, concretamente en la página

ftp://ftp.ncdc.noaa.gov/pub/data/anomalies/annual.land_ocean.90S.90N.df_1901-2000mean.dat.

Desde entonces, las desviaciones de temperaturas anuales han sido inferiores a la del 2010. Estos son los datos suministrados por la citada página:

2010    0.6581º
2011    0.5337º
2012    0.5757º
2013    0.6219º

Como se ve, desde 2011 se ha producido un claro repunte al alza, pero si abarcamos lo que llevamos de siglo, 2010 sigue siendo por el momento el año de máxima desviación positiva, respecto a la media del siglo pasado. Las siguientes gráficas de elaboración propia, a partir de los datos de climate.gov, hablan por sí solas:



En los últimos trece años, la desviación se ha mantenido alrededor de los 0,6º, es decir, no ha habido calentamiento global en el siglo XXI. Hoy (dato de 2013) estamos aproximadamente igual que en el pico de 1998.

Es innegable, como salta a la vista por la primera gráfica, que la temperatura global ha ascendido casi un grado en los últimos cien años, y que este crecimiento ha sido sostenido en el último cuarto del siglo pasado, responsable de seis décimas. Pero si extrapoláramos linealmente el incremento de temperatura registrado a lo largo del período 1977-2000, en realidad deberíamos haber llegado ya a una desviación de ocho o nueve décimas, no seis. Dicho de otro modo, semejante extrapolación ha quedado invalidada por los hechos.

Probablemente, trece años es un período insuficiente para sacar conclusiones. Pero es harto dudoso que cien años sean mucho más significativos. Es mucho lo que ignoramos sobre el clima terrestre, y lo más sensato sería admitir que nadie sabe por ahora cómo evolucionará la temperatura global en los próximos años.

Pese a ello, de un modo completamente irracional, la ONU, los gobiernos, las universidades y los medios de comunicación se empeñan en anunciarnos todo tipo de desastres naturales como consecuencia del cambio climático. Desastres que, como en una medida no precisada siempre se van a producir, son invariablemente la ocasión para remachar el mensaje.

No es difícil entrever las causas de este fenómeno. Se ha establecido una simbiosis perversa entre el poder académico y el político, por la cual el primero consigue suculentos fondos para la investigación (que lógicamente, no va a cuestionar los motivos por los cuales recibe tan generosa financiación) y el segundo aparece como el salvador de la humanidad, lo que justifica más burocracia, más impuestos y más intervencionismo. Esta trama de intereses explica la virulencia con la cual, tanto los "expertos" como los políticos, se revuelven contra cualquiera que ose cuestionar los mantras climáticos, es decir, las bases de su estatus.

No sé si ganaré mi apuesta. Pero de lo que no me cabe duda es de que el clima seguirá siendo cambiante, como lo ha sido siempre. Y seguirán habiendo "expertos" que vaticinarán toda suerte de catástrofes si no nos ponemos en manos de algún comité.

miércoles, 16 de abril de 2014

Por qué algunos científicos son tan bocazas

El fenómeno no es ni mucho menos nuevo. Ortega y Gasset calificó (con razón) las opiniones de Albert Einstein sobre la guerra civil española como "ignorancia radical". Jean-François Revel recuerda que el célebre físico, en una carta a Max Born, confesaba haberse convencido, tras madura reflexión, de que los acusados en los procesos de Moscú, orquestados a la mayor gloria de Stalin, debían ser verdaderamente culpables. La moraleja que extrae Revel cae por su propio peso: "se puede ser, en su especialidad, un genio, y carecer completamente de juicio en otros terrenos." (J.-F. Revel, El conocimiento inútil, Espasa Calpe, 2007, p. 414.)

Pues, qué decir de Bertrand Russell, quien en 1937, fiel al pacifismo más impermeable a la realidad empírica, declaraba que "Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida". (Citado por Revel en la obra citada, p. 404.)

El escritor francés señala, en resumidas cuentas, algo de puro sentido común: que la opinión de un científico o intelectual, cuando habla de temas que no pertenecen a su disciplina, tiene el mismo valor que la opinión de un camarero o de un taxista que se expresen acerca de cualquier asunto que no tenga nada que ver con sus oficios.

Por supuesto, tanto el físico nuclear como el limpiabotas tienen todo el derecho del mundo a expresarse sobre lo que les dé la gana. Pero el primero debería ser exquisitamente cuidadoso para no conferir una abusiva aura de credibilidad a sus opiniones. No hace falta que el taxista nos prevenga sobre su incompetencia en politología, economía o metafísica, porque (puede que injustamente) ya la presuponemos. Y sin embargo, no es raro que albergue ideas más sensatas, aunque más torpemente expuestas, que algunos catedráticos y abajofirmantes de renombre.

El científico Andrei Linde es uno de los creadores de la teoría inflacionaria del origen del universo, que al parecer ha recibido recientemente un gran espaldarazo experimental, debido a las observaciones de un telescopio situado en la Antártida. Posiblemente por ello reciba el premio Nobel de Física. En una entrevista publicada por la revista XL Semanal, el pasado 13 de abril, el físico afirma lo siguiente:

"Cuando se dice que el universo fue creado por Dios solo para que nosotros pudiéramos vivir en él, la primera pega es: ¿por qué se preocuparía Dios de un tipo concreto de mono?".

Esta pregunta es francamente estúpida, la formule quien la formule. Si hemos sido creados por Dios, ya no somos solamente "un tipo concreto de mono". El razonamiento del cosmólogo de origen ruso equivale al de alguien que negara que el cuadro de la Gioconda pudiera ser obra de Leonardo da Vinci, porque ¿cómo un artista tan grande iba a pintar a una señora carente de mayor interés?

Sin embargo, no hay apenas día que no hallemos en los medios afirmaciones de una simpleza semejante, que son tomadas como intelectualmente profundas sólo porque las pronuncia una autoridad en física o biología, pero cuyas nociones acerca del cristianismo o la religión en general no difieren de las de un niño de doce años. Es relativamente fácil ridiculizar las opiniones de un niño o un adolescente, incluso si ese adolescente era uno mismo. Más difícil es tomarse en serio un tema del que solo tenemos ideas superficiales, acaso porque nuestro interés por él lo perdimos justo cuando dejamos de llevar pantalones cortos, con razonamientos propios de los doce años de edad.

Podemos haber adquirido conocimientos extraordinariamente precisos acerca de lo que sucedió en las primeras millonésimas de segundo tras la Gran Explosión. Pero seguimos tan a oscuras sobre lo que había en el instante cero, y sobre por qué hay algo pudiendo no haber habido nada, como lo estaban Platón o Aristóteles, digan lo que digan ciertos divulgadores ávidos de satisfacer la demanda de postureo "escéptico", como Richard Dawkins, Daniel Dennett, Jim Holt y muchos otros. (Ya se sabe, como decía Chesterton, que no hay nada más crédulo que los escépticos.) En fin, los científicos pueden explicar cómo se pasa de un estado físico a otro, pero son completamente incapaces (y lo serán siempre) de explicar por qué existió un primer estado físico; o si no hubo tal cosa, por qué existen los estados físicos en su conjunto.

Por supuesto, admito que mi opinión sobre esto vale tanto como la de cualquier mero aficionado a la reflexión filosófica. Es decir, vale tanto como la de Andrei Linde.

domingo, 13 de abril de 2014

La causa de la baja natalidad

Es posible que la mayoría de la gente siga pensando que la superpoblación constituye uno de los grandes problemas de la humanidad. Si es así, está gravemente equivocada. En el conjunto del mundo desarrollado hace tiempo que la tasa de fertilidad, o número de hijos por mujer, se ha reducido muy por debajo del 2,1 -la tasa mínima de reemplazo generacional. Esto significa que si la gente no empieza a tener más hijos, la población disminuirá, y de hecho ya lo está haciendo en países como Alemania o España.

En el resto del mundo, las estadísticas, desde hace años, no hacen más que aproximarse a ese promedio. Es cierto que la población mundial sigue aumentando, debido a que la natalidad aún es elevada en algunos lugares; pero cada vez lo hace a un ritmo más bajo, y si no cambia la tendencia abruptamente, llegará a estabilizarse en un futuro no lejano, para después empezar a contraerse. El promedio mundial en 2011 era de 2,48 hijos por mujer, frente a los 3,58 de hace treinta años.

Para algunos ecologistas radicales, esto sería una gran noticia, aunque no estén demasiado por la labor de admitirla. Pero para cualquier persona cuyos sentimientos normales no se hallen enturbiados por la ideología, el envejecimiento de la población no es ningún motivo de alegría. Que cada vez menos gente tenga hijos significa que cada vez habrá menos gente en edad fértil, lo que a su vez acentuará el descenso de la natalidad, en un círculo vicioso que conduce lisa y llanamente a la extinción. Antes del final tendremos unas sociedades formadas mayoritariamente por viejos, esto es, más pobres: los ancianos no pueden producir igual que los jóvenes, y además incurren en elevados gastos en salud. Sociedades ricas como Alemania pueden vivir durante años del capital acumulado y de las exportaciones, pero en un mundo que globalmente envejece, esto se acabará, un día u otro.

No obstante, cuando se habla de la baja natalidad, se descubre que la gente todavía no se ha enterado de que es un problema y de que es un problema que ya está aquí. Todavía permanecemos en el nivel de las excusas, no en la búsqueda de soluciones. Se habla resignadamente de las dificultades de conciliar la familia con el trabajo, del coste que supone criar un niño, de las incertidumbres ante el futuro...

En realidad, hace menos de cien años, la gente engendraba hijos en circunstancias mucho más difíciles e inciertas que las actuales. Durante la guerra civil española, como señala Alejandro Macarrón en su imprescindible El suicidio demográfico de España, nacieron en proporción muchos más niños que ahora, y en términos absolutos, durante la posguerra ¡nacían más bebés que hoy, pese a tratarse de una población menor! Asimismo, el trabajo femenino, en labores agrícolas e industriales, estaba lejos de ser un fenómeno minoritario, fuera de las capas de población más pudientes. Por lo demás, en nuestros días, países con una baja cuota femenina en el mercado laboral, como algunos de Asia o incluso cada vez más los musulmanes, padecen el mismo problema de descenso de la fertilidad.

Marruecos, por ejemplo, tiene una tasa de 2,17 hijos por mujer. A nosotros nos resulta envidiable, pero si persiste la tendencia, nuestros vecinos del sur pronto se van a encontrar con que su población también envejece y disminuye. Pero es que Irán (sí, la dictadura de los clérigos que aspiran a que el islam termine por invadir Occidente con los vientres de sus mujeres) ya se encuentra en pleno "precipicio demográfico", con una fertilidad de 1,86. No parece que en tales países la causa de este fenómeno se halle en la masiva incorporación de la mujer al mercado laboral.

Guy Sorman, en un artículo no excesivamente perspicaz sobre Corea del Sur, escribe que "las mujeres jóvenes (...) en cuanto tienen a su primer hijo, quedan confinadas en su casa (...) por lo caras y escasas que son las guarderías (...). Es comprensible que la idea de engendrar un segundo hijo no les resulte tentadora." Pero si se quedan en casa, y la renta per cápita surcoreana es superior a la española ¿qué les impide, realmente, tener al menos dos niños? ¿No habíamos quedado en que la dificultad la tienen las mujeres que trabajan fuera de casa? Por cierto que en la vecina y mucho más pobre Corea del Norte, la tasa de fertilidad es algo superior, pero también insuficiente para mantener la población actual: 1,98.

¿Por qué la gente, en países cultural y económicamente tan distintos como España, las dos Coreas o Irán, opta por tener menos de dos hijos? Los estudiosos no se ponen de acuerdo acerca de las causas, más allá de los tópicos mencionados, que no explican casos tan heterogéneos como los de Occidente y el islam.

La universalización de los métodos anticonceptivos es un factor decisivo, qué duda cabe. Pero decir que la gente no tiene hijos porque existen métodos eficaces y accesibles para no tenerlos, no es explicación suficiente. Puede servir para entender que las sociedades dejen atrás tasas como las que sólo persisten en el África subsahariana, de entre cuatro y seis hijos por mujer. Pero no nos explica las tasas de auténtico suicidio demográfico; eso sería como dar por supuesto que lo normal es querer tener un único hijo, o ninguno.

Sea cual sea la explicación, hay una institución que siempre ha sido pronatalista, incluso en los momentos en que el malthusianismo apocalíptico (que todavía goza de una inercia considerable) era un mensaje abrumadoramente dominante. Me refiero, por supuesto, a la Iglesia católica. Sean cuales sean las causas del desplome universal de la natalidad, está claro que si la mayor parte de los habitantes en edad fértil de los países de tradición católica no se hubiera apartado de la mentalidad de los padres, dichos países, al menos, habrían mantenido unas tasas de fertilidad suficientes para que el número de nacimientos fuera superior al número de fallecimientos, o al menos igual.

La tendencia cultural sigue siendo, en cambio, la contraria. Se trata de recluir la religión al ámbito privado, de desprestigiarla, de considerarla como una rémora del pasado. No hay un sólo día en que no aparezca una información en algún medio de comunicación (incluidos los supuestamente conservadores) que -de manera implícita o explícita- no trate alguna creencia cristiana de manera sesgada, simplificadora o caricaturizadora.

Las consecuencias de este desprecio de nuestra tradición son claras para cualquiera que se moleste en documentarse con un mínimo de rigor, pero nos negamos a verlas. Y cuando las vemos, nos limitamos a excusarnos, como si la cosa no fuera con nosotros. Esta ceguera es probablemente la causa fundamental del auténtico problema demográfico, el envejecimiento de la población. Miramos por encima del hombro a nuestros inmediatos antepasados, pero por el momento, no parece que los vayamos siquiera a igualar en la tarea más vital y maravillosa de todas: lograr que haya más cunas que ataúdes.

domingo, 6 de abril de 2014

15 libros para despertar del sueño progresista

El progresismo es una ideología difusa, pero inconfundible, cuyo postulado básico podría resumirse de la siguiente manera: todos los males proceden del mercado y de la tradición; concepto este último en el que englobaríamos la moral judeocristiana, la familia convencional, la Iglesia católica, etc. Dentro de esta definición cabe un gran número de gradaciones, desde el marxismo doctrinario hasta posiciones anarcocapitalistas que consideran toda forma de constricción moral como su enemigo, no menos que el estado.

Pero dejando de lado las actitudes minoritarias, el progresismo predominante es una colección de tópicos anticapitalistas en gran medida prerreflexivos (más que una defensa positiva del socialismo, intelectualmente decrépito), anticlericalismo primario y consignas sesentayochistas de liberación sexual.

El problema del progresismo es que sus soluciones nos hacen más pobres y menos libres. Básicamente, sus propuestas pasan siempre (excepto en el caso de las ensoñaciones anarquistas de todo pelaje) por un incremento del intervencionismo y del poder estatales. Esto tiene como consecuencia una suplantación del orden espontáneo de la sociedad, que es el que permite la autocorrección de errores y la adaptación a las situaciones nuevas. O dicho más claramente, la concentración de la toma de decisiones en una élite arrogante, que como no está integrada por seres sobrehumanos, cometerá los más lamentables despropósitos.

Los resultados del progresismo, cuando se ha aplicado sistemáticamente, son por ello catastróficos. Las peores hambrunas del siglo XX se han producido en países dominados por regímenes marxistas. Pero en las sociedades democráticas sus efectos también se hacen notar, en la forma de reducción del crecimiento económico (lo que significa enquistamiento o incremento de la pobreza), erosión de la familia y de la educación, así como abortos masivos, poniendo en peligro los cimientos mismos de la civilización cristiano-clásica.

George Lakoff, en su conocido breviario de combate contra los conservadores de Estados Unidos, No pienses en un elefante, empieza por preguntarse cuál es la conexión lógica entre temas tan dispares como los impuestos, el aborto o la política exterior. Es decir, por qué un conservador estadounidense es contrario al aborto, a los impuestos altos y al desarme unilateral de su país; y un progresista, al revés. Lakoff encuentra una forma de explicarse dicha conexión a partir de dos concepciones básicas sobre la familia, que podrían traducirse como la del "padre estricto" (conservador) y el "padre protector" (progresista).

No entraré aquí a discutir esta tesis, sólo diré que tiene una gran parte de verdad, aunque en sí misma nos nos indica cuál de las dos cosmovisiones es la verdadera. Para Lakoff está claro que la segunda; pero sus argumentos son descaradamente circulares. Para el gurú americano, el padre estricto es a priori un cabroncete, si se me permite la expresión, mientras que el padre protector es el colega comprensivo que todo adolescente puede desear.

No obstante, la crítica intelectual del progresismo no es suficiente para librarse de su influjo. Una razón importantísima por la cual persistimos en nuestras convicciones es de tipo social. Para entendernos, imaginemos que Pablo Iglesias (el vivo) se desengaña mañana de sus ideas ultraizquierdistas y se convence de la bondad del liberalismo. ¿Qué le diría a su novia, a su familia, a sus amigos, a sus camaradas políticos? Y sobre todo, ¿qué le diría a los gobiernos de Irán y Venezuela? "No quiero recibir más vuestro dinero manchado de sangre". Se comprende que lo más heroico es romper con el entorno. Un hombre solitario no tendría tantas dificultades para rectificar y cambiar de ideas.

Ahora bien, lo más cercano a ese arquetipo robinsoniano, a ese pensador liberado de condicionantes sociales, es un lector. La lectura requiere cierta soledad y calma interior; como mínimo desde que, en la Antigüedad tardía (como descubrimos en las Confesiones de San Agustín) algunos hombres aprendieron a dejar de leer en voz alta, a convertirlo en un acto estrictamente individual.

Por esta razón he elaborado una lista de quince libros que pueden ser muy útiles para tratarse de la manía progresista, como lo fueron para quien escribe. Es una selección personal, aunque no intransferible. Faltarán, seguro, obras fundamentales que no he leído o que ni siquiera conozco; y de algunos autores tendría que haber incluido más de uno, aunque los elegidos sirvan como introducción o muestra. Que cada cual añada o reste los que le parezcan oportunos.

Paso a enumerarlos por orden cronológico de su edición original:

1) Adam Smith, La riqueza de las naciones (1776)

La famosa "mano invisible", que prefigura el concepto de "orden espontáneo" de Hayek, es crucial para comprender por qué la sociedad debe salvaguardarse del estado. Smith se pregunta no por la causa de la pobreza, sino de la riqueza, algo mucho más fecundo que las posteriores teorizaciones socialistas, que tanto han contribuido a la producción artificial de escasez, al pretender suplantar el papel del mercado.

2) Herbert Spencer, El hombre contra el estado (1884)

Para comprender cómo se pervirtió la idea de libertad en los mismos inicios del liberalismo. Una premonición extraordinariamente profética del totalitarismo socialista.

3) Aldous Huxley, Un mundo feliz (1932)

Magnífica novela, teñida de amarga ironía, que nos lleva a formularnos una pregunta inquietante: si son correctas las ideas progresistas, ¿qué tendría de malo un mundo donde el estado hubiera erradicado la infelicidad mediante la eugenesia sistemática y la farmacología?

4) Friedrich A. Hayek, Camino de servidumbre (1944)

La planificación económica conduce necesariamente a una dictadura totalitaria, como la comunista o la nacional-socialista. Expone lúcidamente la coincidencia básica de ambas ideologías, en contra de la errónea concepción según la cual serían antitéticas.

5) Bertrand de Jouvenel, Sobre el poder (1944)

Frente al extendido tópico del estado como un guardián del orden establecido, nos muestra su auténtica naturaleza revolucionaria. El poder ve toda institución, toda tradición y toda desigualdad como un obstáculo orográfico que se interpone en su expansión.

6) George Orwell, 1984 (1948)

Crítica descarnada del comunismo, recurriendo a una ficción distópica en la que ese sistema domina el mundo. Un régimen de pesadilla en el que no existe vida personal fuera del estado, y en el cual se recrea incesantemente la realidad, mediante el control total de la información y del propio lenguaje. El poder expuesto como una pulsión de dominación primaria, supeditada a cualquier lógica económica.

7) Emil Cioran, Breviario de podredumbre (1949)

Una reflexión tan categórica como literariamente genial contra las ideologías, los colectivismos y las utopías. En toda idea se encuentra el germen de la matanza. Y todo aquel que emplea el pronombre nosotros es un impostor.

8) Ludwig von Mises, La acción humana (1949)

Demostración de la imposibilidad a priori del socialismo. Se trata de un monumento del pensamiento humano, por su potencia deductiva. (Reconozco que es el único libro de esta lista que no he leído entero: supera las 1.200 páginas.)

9) Alexander Soljenitsin, Archipiélago Gulag (1973)

Descripción inolvidable de la represión y el sistema penitenciario soviéticos. Pese a la dureza del tema, se trata de una preciosa obra de la literatura universal, en la que no faltan la ironía y una secreta corriente de fe en la irreductible dignidad humana.

10) Jean-François Revel, El conocimiento inútil (1988)

Análisis demoledor de las mentiras y estratagemas que en las democracias tratan de encubrir la naturaleza totalitaria del comunismo y su fracaso, incluso tras condenas de trámite que no impiden poner constantemente en la picota... al capitalismo. Aunque publicado justo antes de la caída del muro de Berlín, sigue siendo -por desgracia- plenamente actual.

11) Pío Moa, Los mitos de la guerra civil (2003)

Se desmontan con rigor las mentiras propagandísticas de la izquierda acerca de nuestra contienda fraticida, que sigue explotando con gran rendimiento, sin apenas contestación. La guerra civil la provocó la izquierda en 1934; y la sublevación militar del 36 no fue contra un régimen democrático, el cual prácticamente ya había sido destruido por el Frente Popular.

12) Martín Alonso, Doce de septiembre. La guerra civil occidental (2006)

Análisis implacable del carácter autodestructivo (antioccidental y anticristiano) del pensamiento de izquierdas que domina en la clase intelectual, el sistema educativo y los medios de comunicación.

13) Miquel Porta Perales, La tentación liberal. Una defensa del orden establecido (2009)

Brillante ensayo contra las ideologías emancipatorias, que en realidad se caracterizan por su antiliberalismo: socialismo, ideología de género, ecologismo y antiimperialismo.

14) Roger Scruton, Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza (2010)

El progresismo como un "optimismo sin escrúpulos", que desactiva las más elementales cautelas del sentido común y la experiencia, y que hunde sus raíces en rutinas de pensamiento paleolíticas, auténticas rémoras para el hombre civilizado.

15) Thomas Sowell, Economía básica. Un manual de economía escrito desde el sentido común (2011)

Un completo y didáctico manual para librarse de una vez por todas de los tópicos y supersticiones del socialismo, el populismo y el intervencionismo.

Quince libros no se leen en quince días. Para empezar, yo recomendaría cuatro, los de Soljenitsin (9), Revel (10), Moa (11) y Sowell (15).

El primero, Archipiélago Gulag, imprescindible para un joven, al que en la escuela no le van a explicar qué fue verdaderamente el socialismo real.

Revel, para desquitarse del bombardeo diario de mentiras mediáticas, con sus análisis irreprochablemente lógicos y elegantemente irónicos. Sus libros posteriores son también magníficos y reparadores.

Moa, para aquellos que siguen anclados en la fábula de la República democrática, truncada trágicamente por una conspiración de terratenientes, curas y militares; quizás el mayor éxito propagandístico de la izquierda. Hay que leer también sus demás libros, algunos de ellos muy ambiciosos, como su deslumbrante Nueva historia de España.

Y Sowell, porque si no desempolvamos nuestras nociones económicas, e incluso aunque hubiéramos asimilado los libros anteriores, nos volverán a engañar, una y otra vez, prometiéndonos bienestar a cambio de reducir nuestra libertad y nuestra dignidad.

sábado, 5 de abril de 2014

Mejide, no me jodas

Confieso que tenía una idea equivocada de Risto Mejide. Al verle alguna vez en televisión vapulear sin compasión a aspirantes a artistas, pensé que se trataba de uno de esos raros ejemplares de nuestro tiempo que, a diferencia del común, no pretenden caer simpáticos, ni hacer concesiones al buenrollismo infraintelectual que lo infecta todo. Pero desde que vi que su nueva serie de entrevistas empezaba con Zapatero como invitado, debería haber revisado aquellas primeras impresiones. La confirmación de que lo había sobrevalorado llegó cuando en los siguientes programas (que ya no vi), no se le ocurrió otra cosa que invitar a personajes como Iñaki Gabilondo, Miguel Ángel Revilla y una monja guayprogre que ahora mismo no recuerdo cómo se llama, porque hay tantas...

¿No hay en España grandes sabios, artistas, profesionales, empresarios cuyas opiniones y vivencias sería interesante conocer? Al parecer, no. O bien es que Mejide piensa, como un tristemente elevado número de sus conciudadanos, que el jeta de los terroristas suicidas con tres capas de calzoncillos es un gran periodista, que un político graciosillo que reproduce manoseadas patochadas populistas y socialdemócratas es una especie de modelo, y que las monjas deben ciscarse en la doctrina católica para ser entrañables.

En esta línea, ayer vi el anuncio del próximo programa, en el que entrevistará a Ada Colau y a Oriol Junqueras. Más populismo anticapitalista y más antiespañolismo. Es normal. Se empieza afeándole a Zapatero que no hable inglés (como si eso tuviera gran importancia en comparación con su nefasta gestión), porque eso desacredita a la "marca España" (ya puestos, que Mario Vargas Llosa, para acabar de prestigiar definitivamente nuestra cultura, escriba en la lengua de Shakespeare), y se acaba riéndoles las gracias a hispanófobos como Anasagasti y Junqueras.

En el breve fragmento de la entrevista al dirigente de Esquerra con la que nos amenaza, no contento con darle cancha a este tipo, Mejide le da además la razón, y le expone su original teoría sobre la causa de que haya tantos separatistas: que el gobierno, en su torpeza, no quiera dialogar. A lo que Junqueras asiente casi desconcertado, como sorprendiéndose de que la propaganda nacionalista haya calado tanto que algunos lleguen a creerse que se les han ocurrido a ellos sus argumentos.

El diálogo está tan sobrevalorado como Mejide. Dialogar es mejor que enfrentarse sin reglas, qué duda cabe, pero eso invalida el diálogo con quien quiere saltarse las reglas. Cuando algunas personas pretenden violar la Constitución de nuestra democracia ¿de qué se supone que habría que hablar con ellas? ¿de cómo lo encubrimos para que la opinión pública española se trague la ilegalidad, la usurpación de su soberanía, la traición absoluta?

Es preciso dejar esto claro desde el principio, porque en los próximos días, los nacionalistas y sus tontos útiles (que son legión) lo intentarán enturbiar todo lo posible. La secesión de Cataluña no se puede producir, en la práctica, legalmente. Y ello a pesar de que el artículo 150 de la Constitución parezca abrir la puerta a que el gobierno ceda siquiera temporalmente a la Generalitat las competencias de un referéndum.

Hay que admitir que ese artículo es un auténtico entuerto jurídico, el peor del Titulo VIII, que a su vez es el peor de la Constitución. Por un lado, el anterior, el 149, enumera una lista de materias que son "competencia exclusiva" del Estado, como la defensa, Hacienda, los puertos y aeropuertos, etc., sin olvidar la "convocatoria de consultas populares por vía de referéndum". Por otro lado, el 150.2 admite que el Estado podrá "transferir o delegar" esas competencias que "por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación"; lo cual deja un margen de interpretación infinito. Cosas del consenso de la década de los setenta, que nos han llevado a la endiablada situación actual.

Pero incluso admitiendo que el gobierno, basándose en la interpretación más laxa de la Constitución, autorizara un referéndum de autodeterminación en Cataluña, e incluso aunque lo ganaran los secesionistas, ¿luego qué? Para que un territorio se separe de España, sigue siendo inexcusable la reforma de los artículos fundamentales 1 y 2, y aún así, nada garantiza que pueda lograrse, porque esa reforma implica una mayoría cualificada en las Cortes, su disolución, la celebración de elecciones legislativas, que las nuevas Cortes ratifiquen la reforma y, por último, un referéndum en toda España. Aunque se superaran todos los pasos anteriores y, en el colmo del entreguismo, un gobierno con ánimo de consumar la ruptura territorial de España hiciera campaña a favor de ello, no hay garantías de que la mayoría del pueblo español se mostrara solícito cooperador de semejante suicidio nacional en un referéndum.

Quienes reclaman el derecho a decidir no están reclamando el derecho a votar, que ya tienen hace casi cuatro décadas. No están simplemente pidiendo que se realice algo tan normal e inofensivo como un referéndum regional. Porque saben perfectamente que aunque el resultado del referéndum fuera favorable a la escisión de España, esta seguirá siendo posible, en la práctica, sólo por la vía ilegal. ¿Qué sentido tiene entonces la dichosa consulta? Es evidente: escenificar un proceso democrático de autodeterminación, sobre todo de cara al exterior, para que un gobierno lo suficientemente cobarde eluda su responsabilidad de hacer cumplir la ley, antes que arrostrar una campaña de manifestaciones y alborotos que perjudiquen la "marca España".

Las Cortes deberían nombrar cuanto antes un comité de sabios integrado por Revilla, el exjuez Garzón (ya estás tardando en entrevistarlo, Risto), Ada Colau y Mayor Zaragoza, entre otras eminencias. Su función sería reconvertir la marca, que pasaría a llamarse Spain World, recuperar la bandera republicana, con el símbolo de la paz en el centro, así como vender las delegaciones de Barcelona y Vitoria a los chinos, y la de Andalucía a Qatar. Y por supuesto, después deberían nombrar a Risto Mejide como nuevo CEO del país, digo de la marca. Lo que llamábamos jefe cuando todavía éramos cutres y creíamos que España era una nación.

viernes, 4 de abril de 2014

El elefante europeo

Recientemente, Vox ha difundido un simpático vídeo en el que, con loable afán didáctico, se desarrolla la metáfora del elefante, utilizada por Vidal-Quadras para describir el insostenible sobredimensionamiento del sector estatal (mal llamado público).

Este esfuerzo pedagógico me parece, ya digo, de aplaudir, en una sociedad que tiene sorbidos los sesos por los dogmas anestesiantes de la socialdemocracia, los "derechos sociales", el "gratis total" y el subsidio generalizado. Aquí el más torpe se las apaña para tener una paguita, y no hablo sólo de Andalucía, aunque se trate de la comunidad autónoma emblemática en este aspecto.

Por supuesto, las quejas de los llamados indignados (esos chicos tan pacíficos en cuyas líricas manifestaciones siempre se acaba destrozando el mobiliario urbano y abriendo cabezas de policías) no sólo no van contra eso, sino que pretenden que el monto de las paguitas aumente todavía más.

El resultado final de esta espiral de demandas al estado (perfectamente conocido para cualquiera con un mínimo interés por la historia del siglo XX y principios del XXI) lo resume el viejo chiste que contaba la gente en la URSS, o en la RDA (yo no estaba pero me acuerdo, que decía aquel), con ese característico fatalismo que imprime el socialismo real: "Nosotros hacemos como que trabajamos, y ellos hacen como que nos pagan."

Ahora, el cabeza de lista a las europeas por Vox, Alejo Vidal-Quadras, acaba de colgar otro vídeo en YouTube, en el que nos explica muy brevemente su trabajo durante cinco años en el parlamento europeo, y las razones que tenemos los ciudadanos para votar en las elecciones a este organismo, que básicamente se reducen a una: el 70 % de la legislación nacional es mero desarrollo de normatividad europea.

Debo decir que este vídeo no me ha parecido, ni mucho menos, tan brillante como el anterior. De hecho, dudo que genere excesivo entusiasmo la labor (sin duda diligente) de Vidal-Quadras como eurodiputado, relacionada con regulaciones del sector del gas y de los plátanos. Es más, me pregunto si esta regulación verdaderamente habrá contribuido a mejorar en algo la vida de los ciudadanos, y no sólo beneficiar a algunos grupos de presión, que son los únicos que se habrán enterado de los intereses en juego, como de costumbre.

Al ciudadano, como es lógico, sólo se le dice que van a restringir los nuevos cigarrillos de vapor (es un ejemplo, yo no fumo ni los nuevos ni los de antes) por su salud, pero de los tejemanejes de las farmacéuticas que ven con recelo la competencia a sus parches y chicles de nicotina, ya nos enteramos menos, sobre todo si tenemos mejores cosas que hacer.

Es absolutamente imprescindible, ya no por razones económicas, sino de supervivencia de nuestra civilización, reducir el peso del estado. Pero para que de verdad nos creamos que Vox (hasta ahora, el único partido que está defendiendo este mensaje) va realmente en serio, debemos empezar por fijarnos en el monstruo burocrático de Bruselas.

Para votar, no me basta con saber la influencia que tiene la legislación de la Unión en la vida de los europeos; necesito saber concretamente qué van a defender nuestros eurodiputados en Europa, qué creen que debe ser la Unión; y tampoco nos basta con el mantra beatífico de "más Europa". ¿Qué significa esto? ¿Más poderes para Bruselas es a priori bueno para todos, o sólo para las legiones de funcionarios y políticos allí acuartelados?

No es ninguna broma. El acervo comunitario (acquis communautaire), el conjunto del derecho de la Unión, debe andar en torno a las 200.000 páginas, y no para de crecer. Si esto contribuye a hacer más productiva y competitiva a Europa, yo soy monje trapense.

No me extenderé aquí con los mil y un ejemplos más o menos chuscos, como el de la regulación de las jaulas de las gallinas ponedoras para disminuir su estrés (sic), imponiendo costes de millones de euros a los productores y -en consecuencia- a los cientos de millones de consumidores europeos.

No hablemos tampoco ahora de las incesantes tentativas de grupos organizados de la ideología de género por implantar a través del parlamento europeo sus delirios de ingeniería social, a favor del abortismo, la eugenesia, la eutanasia, la experimentación con embriones humanos y la promoción de toda forma de sexualidad no reproductiva, a fin de que la crisis de natalidad alcance decididamente niveles de suicidio colectivo.

El problema es aún peor que todo eso, aunque parezca mentira. Porque todo este volumen ingente de normas resulta prácticamente imposible de revertir por procedimientos democráticos, dada su plasmación formal, en gran parte, como tratados internacionales, sin que haya un gobierno que sea directamente responsable de sus consecuencias ante los votantes. Es decir, la Unión Europea se parece cada día más a la vieja Unión Soviética, basada en un sistema de planificación económica totalmente incapaz de autocorregirse, hasta el colapso final.

La UE nació tras la Segunda Guerra Mundial para promover unos lazos económicos que hicieran imposible que volvieran a repetirse las carnicerías bélicas de la primera mitad del siglo XX. Fue una finalidad noble, inspirada por políticos con firmes creencias cristianas. Pero hoy la Unión es algo irreconocible, se ha convertido en un fin en sí mismo, y el europeísmo en una especie de religión laica que justifica cualquier desmán y encima no sirve geopolíticamente para evitar guerras en los Balcanes o inspirar un mínimo respeto a Rusia.

Eso sí, para tachar de fascista al gobierno húngaro por atreverse a incluir en su constitución el derecho a la vida desde la concepción, y que el matrimonio es la unión entre una mujer y un hombre, la UE muestra una celeridad y una contundencia dignas de mejor causa.

Permanezco expectante (y no es ironía) ante el desarrollo del programa de Vox en relación con el tema europeo. Creo que me he mojado lo suficiente, y he dejado meridianamente claro que mi voto lo tienen prácticamente asegurado. Pero espero que no lo vayan a estropear a última hora escurriendo el bulto, como hacen todos los demás partidos españoles, con aquello de que la solución es "más Europa". ¿Qué Europa? El euroescepticismo es algo demasiado heterogéneo para que pueda valer como respuesta. Pero los problemas de los cuales surge el euroescepticismo son absolutamente reales y perentorios, y España debe dejar de ser uno de los pocos países donde de eso apenas se habla.

miércoles, 2 de abril de 2014

El estúpido desprecio de la memoria

Desde que tengo uso de razón vengo escuchando el mantra de que la educación memorística es algo anticuado, y que en lugar de fomentar la acumulación de datos, debería centrarse en la creatividad y el espíritu crítico, de modo que con unos conocimientos básicos, el alumno fuera capaz de aprender de manera autónoma y enfrentarse a nuevos problemas.

Acerca de esto, el último informe Pisa no ha dejado en buen lugar a los estudiantes españoles, poco duchos, al parecer, en resolver problemas cotidianos como programar un aire acondicionado, desenvolverse en algunos sistemas de transporte público o -¡sorpresa!- configurar el mp3, más allá de cambiar de pista o de volumen.

Ello ha dado pie a que la Secretaria General de Educación, Montserrat Gomendio, haya vuelto al ataque contra la anticuada metodología memorística, etc.

Es preocupante que incluso personas altamente preparadas como esta exinvestigadora del CSIC, y ahora número dos del Ministerio de Educación, incurran en los tópicos recalentados una y mil veces de la ideología sesentayochista, que bebe del viejo error rousseaniano de que la libertad consiste en zafarse de cualquier constricción sociocultural, y de que los niños, si se les permite desarrollarse espontáneamente, sin imposiciones, van a dar lo mejor de sí mismos.

Son precisamente estas ideas desnortadas las responsables del desastre educativo. Se empieza diciendo que aprender la lista de los reyes godos es una tontería, y se termina con que los alumnos salen de la ESO sin saberse las provincias de España, ni las reglas de ortografía. Por no saber, me jugaría algo a que es significativo el porcentaje de chavales de más de dieciséis años que no se saben siquiera la corta lista de presidentes de nuestra democracia.

Los argumentos que sostienen el tópico son de una inanidad en consonancia. Se nos dice -se nos decía ya en mis tiempos mozos, hace treinta años- que repetir fechas o nombres "como un loro" carece de cualquier mérito o utilidad. Pero se olvida el pequeño detalle de que los seres humanos no somos loros, y que para poder ejercitar nuestra inteligencia necesitamos información. Incluso en matemáticas es imposible avanzar y adquirir las destrezas indispensables sin aprenderse la tabla de multiplicar, esa tarea que ahora los maestros tienen la maldita costumbre de dejar para los padres, como si a ellos se les fueran a caer los anillos por rebajarse a tales labores mecánicas. Pero es que en todas las demás asignaturas, sin un mínimo de aprendizaje memorístico, es imposible avanzar.

Diré más, el desprecio sistemático de la memorización no sólo no ha estimulado el espíritu crítico, como supuestamente pretendía, sino que ha sido un instrumento evidente de la más burda ideologización. Si de la historia eliminamos la mayor parte de los datos (fechas, nombres, lugares), es decir, los hechos, lo que queda en su lugar ya sabemos lo que es: los cuatro modos de producción económica del catecismo marxista (esclavismo, feudalismo, capitalismo y socialismo) o los trescientos años de opresión sufridos por el pueblo catalán a manos del Estat espanyol.

La tragedia de la escuela no es que se haya convertido en una fábrica de parados. En realidad, esto es la consecuencia mediata del problema más amplio, que desde hace décadas el sistema educativo es una fábrica de adictos a la socialdemocracia, al subsidio, a los "derechos sociales" y, en algunas regiones, al odio a España. Con estos mimbres morales, tampoco debería sorprendernos que algunos ni siquiera se esfuercen en esta vida en leerse el libro de instrucciones de un mp3.

Bien es cierto que entre los aspectos beneficiosos de internet se encuentra que actualmente es más fácil que nunca suplir las deficiencias de la educación formal por uno mismo. Pero también existe el peligro opuesto: pensar que no hace falta profundizar en nada porque cualquier dato que necesitemos está ya en Google. Los buscadores, las wikipedias y demás son una bendición, pero no nos dicen qué es lo esencial y qué es lo secundario, no nos permiten establecer jerarquías ni nos previenen contra la desinformación: allí todo está revuelto.

La educación no puede ser otra cosa que aprendizaje memorístico con esfuerzo, y el desarrollo de ciertas destrezas, que también requieren esfuerzo, repetición "mecánica". Es evidente que la educación no termina en la escuela, pero si esta ha de servir para algo es para proporcionarnos una base firme, un canon, una referencia; sin lo cual, por cierto, es imposible el espíritu crítico. Una tábula rasa no puede juzgar de nada, criticar nada. Claro que esto nos lleva a plantearnos cuáles son nuestras referencias, y eso quizás sea demasiado incómodo para esta sociedad relativista.

martes, 1 de abril de 2014

Por el bien de los niños

El gobierno británico ha anunciado que reformará la legislación para que los padres que no besen ni abracen a sus hijos puedan enfrentarse a penas de hasta diez años de cárcel. La "Ley Cenicienta", como la ha llamado alguna lumbrera, crea así el nuevo delito de la "crueldad emocional".

La periodista por cuyo texto me he informado de esta noticia se muestra satisfecha. "Los cambios legales permitirán a la policía intervenir de manera precoz y evitar que el niño sufra una situación de desarraigo", nos cuenta. Bien, no sabemos cómo evitarán eso, si simplemente meten al padre, a la madre o a ambos en la cárcel. ¿Contempla la ley proporcionar al menor una asistente social que le suministre el mínimo de abrazos estipulados?

El artículo manifiesta todas las características del subgénero que, a falta de que se me ocurra una denominación más breve, denominaré "Por fin se moderniza la ley para que el Estado pueda inmiscuirse sin obstáculos en otra faceta más de la vida, y ya van quedando pocas." Por supuesto, cita a "expertos" favorables que no son más que dirigentes de ONGés a las que generalmente les sobra la N. Y concluye mostrando su adhesión sin rubor alguno, pues la causa lo justifica todo: "la legislación británica por fin contempla la necesidad de que los niños crezcan en un entorno de afecto, donde haya apego emocional, amor y dedicación, para desarrollarse plenamente."

En efecto, uno no sabe cómo podían hasta ahora desarrollarse, sin una ley que los protegiera de padres negligentes o severos. Verán cómo cambiará ahora la cosa, los raudales de cariño que manarán de progenitores mirando con el rabillo del ojo al funcionario que les vigila. ¿Y el desarrollo pleno y armonioso que experimentarán los pequeños? Con la autoestima y la creatividad que se promueven en la escuela, y las caricias preceptivas que reciban en casa, quizás no lleguen a adquirir una gran comprensión lectora, ni una espectacular destreza matemática, ni unos mínimos conocimientos humanísticos y científicos, pero lo felices que van a ser ¿qué?

No pretendo ser insensible ante la triste realidad de que algunos niños no reciben amor de sus padres o cuidadores, o peor aún, son maltratados físicamente. Pero en la mayoría de casos se trata de niños que viven con la madre y un novio de esta, u otra situación distinta de la familia natural, como demuestran estudios empíricos serios, no los que expelen los gabinetes ideológicos estatales o paraestatales (1). Y este es un problema que los gobiernos han contribuido a crear con sus políticas de subsidios y campañas a favor de los "otros modelos de familia", surgidos del divorcio fácil y la revolución sexual.

Como ha señalado el filósofo inglés Roger Scruton: "El abuso infantil no es un desorden social universal, para el que la burocracia estatal y sus expertos son la cura. Es el resultado directo de la deslegitimación de la familia. Y el papel del Estado en la disolución del vínculo matrimonial ha sido de connivencia, al fomentar con los planes de bienestar social los arreglos familiares (incluso los que incluyen tener un novio o varios en casa) que ponen en peligro a los niños." (2)

Ahora bien, como siquiera mencionar este tema es tabú, pues va contra la corrección política, de manera absolutamente típica nos encontramos con que un error continuado del gobierno acaba justificando una extensión de las atribuciones del gobierno. A menos moral -desprestigiada por activistas y políticos liberadores- más policía. Y así vamos de ley intervencionista en ley intervencionista hasta que, cuando nos queramos dar cuenta, nos veamos en un estado totalitario que creerá justificado espiarnos para asegurarse de que atendemos a los hijos (si es que queda alguien que se aventure a tenerlos), separamos el plástico y el vidrio, declaramos a Hacienda la donación de orégano del vecino y no contamos chistes xenófobos en la intimidad. Todo sea por el bien de los niños.

(1) Según el estudio de R. Whelan, citado por Roger Scruton, Usos del pesimismo, Ariel, Barcelona, 2010, p. 165, un niño tiene 33 veces más posibilidades de sufrir abusos graves y 73 veces más de sufrir un abuso mortal en un hogar donde la madre convive con una pareja distinta del padre que en la familia biológica original. Esto no es criminalizar a los padrastros, es simplemente estadística.

(2) Ob. cit., pág. 166.