sábado, 30 de mayo de 2015

La responsabilidad de los católicos

La gran mayoría de la población sabe, o cree saber, qué es el socialismo, y sabe, o cree saber, qué es el "neoliberalismo" (yo reconozco que esto último no mucho). El socialismo es para la gente distribuir la riqueza, servicios sociales "gratuitos" (pagados por el contribuyente), compasión por los pobres. El neoliberalismo son los mercaos, las empresas del IBEX 35, los bancos, el palco del Real Madrid: los ricos, en suma, resistiéndose como gatos panza arriba a ese reparto de la riqueza. No traten de profundizar mucho más. Ampliando un poco estas nociones, hablaríamos de izquierda y derecha, que vienen a ser sinónimos del anterior par de términos, con el añadido de que la derecha es beatona e inculta, mientras que la izquierda es todo lo contrario, además de idealista, simpática y molona.

Que la gente, en general, desconozca los rudimentos del liberalismo, especialmente en su vertiente económica, dos siglos y medio después de la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, puede inspirarnos cierta melancolía, pero tampoco nos debería chocar demasiado. Alguien dijo que el pueblo permanece siempre en la infancia. (Debió ser el cenizo de Schopenhauer, supongo.) Lo que ya resulta mucho más deprimente es que, en unas pocas décadas, la gente haya olvidado casi por completo el catolicismo, que tiene dos mil años. No se trata de que haya dejado de creer en él, es que incluso muchos que todavía se siguen declarando católicos han dejado de comprender lo esencial de la doctrina que supuestamente profesan, a juzgar por las opiniones que circulan masivamente sobre cuestiones de moral, y en ocasiones también sobre los dogmas centrales del cristianismo. Insisto, entre los mismos creyentes.

Se me ocurren de entrada dos explicaciones de este fenómeno. Una es que la evangelización siempre fue en realidad mucho más superficial de lo que se había creído. Es decir, el pueblo se limitaba a acatar el cristianismo bovinamente, mientras la Iglesia estuvo asociada de un modo más o menos directo con el poder terrenal. Por eso, en cuanto los intelectuales y los gobernantes dejaron de ser piadosos, ni siquiera en apariencia, el pueblo creyó que tampoco estaba obligado a serlo, como el escolar que no se prepara una lección porque le ha llegado el rumor de que "no entra en el examen".

La otra explicación es perfectamente compatible con la anterior, pero goza además de la ventaja del respaldo abrumador de los hechos. Resumiendo, una parte del clero católico, a partir de los años sesenta, dejó él mismo de creer en la doctrina que debía difundir y aplicar. Cuando Cristo se convierte en un revolucionario que vino a denunciar la pobreza y la injusticia social, en un Marx cualquiera avant la lettre, la Pasión y la Resurrección acaban inevitablemente, se quiera o no, en un segundo plano. Lo cual es como si, en la medicina, el interés por la curación quedara supeditado a algún tipo de sociología de la salud y la enfermedad.

La obsesión por las desigualdades es quizás la mayor enfermedad de nuestro tiempo. Todo lo contamina, todo lo politiza: la educación, la cultura, las relaciones entre hombre y mujer y, finalmente, la religión. Es una enfermedad o manía porque la desigualdad no es el problema más importante del hombre, y muchas veces ni siquiera es un problema. En primer lugar, no es el problema más importante porque si alguien pasa hambre, el problema no es (y no suele tener relación causal con) que haya otros que coman hasta reventar, sino el hecho mismo de pasar hambre. (Si todo el mundo tuviera el estómago vacío, el problema sería lógicamente aún más grave, no menos.) Aquí causa estragos la ignorancia del liberalismo económico, que nos enseña que la creación de riqueza no es un juego de suma cero (unos tienen poco porque otros tienen mucho), sino un resultado de la productividad, que depende de la tecnología y de la libertad de mercado.

En segundo lugar, la desigualdad con frecuencia no es ningún problema, o al menos un problema objetivo. Pienso particularmente en la paranoia del género, que se empeña en ver agravios en toda diferencia sexual. Si por ejemplo hay más camioneros que camioneras, sería debido, al parecer, al proverbial machismo del gremio en particular, y de la sociedad en general; no a que, tal vez, la mayoría de mujeres no se sientan suficientemente seducidas por chuparse horas y horas de carretera, sentadas al volante. (Los hombres, sobre todo a la edad en que deciden hacerse camioneros, suelen estar mucho más locos.) Y al revés, si hay más mujeres que se dedican a cuidar niños, no es porque muchas sientan que es una de las misiones más importantes, nobles y felices que puede haber, sino porque una conspiración patriarcal milenaria las ha condenado a la -por lo visto- denigrante tarea de limpiar culos y mocos. Es tan miserable, tan resentida, tan sórdida la visión de la vida del feminismo actual, que prácticamente imposibilita rehabilitar el término, que tuvo su justificación en reivindicaciones de principios de siglo.

Y en eso estamos. Hay poca escapatoria: en cualquier reunión familiar de más de ocho personas, indefectiblemente, alguien sentenciará que "el problema" (da igual de qué estemos hablando, incluso del inquietante avance del yijadismo) es que "las diferencias entre pobres y ricos no paran de aumentar". (Tesis que, década tras década, año tras año, los datos se empeñan en contradecir, aunque la prensa los relegue a la página 32, véase La Vanguardia del jueves 28 de mayo.) Ah, y nunca falta el soniquete de que la Iglesia debería adaptarse a los tiempos modernos, y aceptar los anticonceptivos, el divorcio y bendecir a los gays. ("A ver si al nuevo papa le dejan...")

Es crucial insistir en la relación entre ambas cosas, entre el éxito de la sociología de todo a cien y la descristianización de las masas. Primero empezaron los curas a jugar a la revolución social, y ahora, en una segunda fase, se encuentran con que ya sólo una minoría de sus feligreses cree en la indisolubilidad del matrimonio, en la castidad y en la existencia del pecado. Se empieza haciendo del Evangelio un panfleto de agitación social, y se acaba sustituyendo la clase de religión en los colegios por máquinas expendedoras de preservativos. Del comunismo a la comuna. Esto fue en esencia el Mayo del 68: una redefinición de objetivos de la izquierda.

Es natural que los progresistas asistan divertidos al proceso. Lo mosqueante es que tantos católicos, incluso en las más altas jerarquías vaticanas, sigan sin enterarse. Algunos de ellos nos dan la matraca día sí y día también con sus denuncias altisonantes del capitalismo, de "la idolatría del dinero", y todo el repertorio habitual de confusionismo inepto entre antropología y angelología, entre el estómago y el alma; como si Dios no nos hubiera dado las dos cosas, como si pudiera existir la civilización tal como la conocemos sin intercambios comerciales, sin precios, sin bancos, sin fondos de inversión, sin concentración industrial. Como si pudieran subsistir siete mil millones de seres humanos cultivando siete mil millones de huertecitos y practicando el trueque. Por disculpables que, hasta cierto punto, puedan parecer estas ensoñaciones bucólicas, el catolicismo tiene poco o nada que ver con ellas. Y cualquier error sobre lo que verdaderamente es el cristianismo sólo conduce a multiplicar los errores, porque la Verdad es una, y no podemos desvirtuarla por un lado sin que afecte al resto. Al menos, los católicos deberíamos saberlo mejor que nadie.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Qué quiere ser Vox de mayor

Vaya por delante que quien escribe no es nadie para dar consejos a Vox. Simplemente, expreso mis opiniones, desde mi simpatía con un proyecto político nuevo, que está encontrando más dificultades de las esperadas.

Vox no ha conseguido hasta ahora sus mínimos objetivos iniciales, que eran obtener representación en el parlamento europeo, y posteriormente en algún parlamento autonómico, o en algún municipio importante. Incluso podría decirse que en su corta vida ha venido a menos, pues en las elecciones del pasado domingo ha recabado sólo la tercera parte de los votos de las europeas. Sin embargo, este dato es menos malo de lo que aparenta, porque Vox no se presentaba en toda España, ni mucho menos. (Sin ir más lejos, yo no pude votarles esta vez, porque no había lista de Vox en Tarragona.) Teniendo en cuenta esto, sigue siendo factible obtener representación en las elecciones generales que se celebrarán (si no se adelantan) en seis o siete meses.

Ahora bien, para que los votantes se decidan por Vox, se necesita algo más que apelar a su conciencia. Es preciso ilusionarles con un objetivo realista, asequible y ambicioso a la vez. Tratemos de precisarlo. Está claro que Vox no va a ganar las próximas elecciones generales. Tampoco es probable que vaya a obtener un número de diputados suficiente para hacerse con la llave de la gobernabilidad, aunque esto nunca se sabe. En un Congreso muy fragmentado, un sólo diputado puede llegar a ser decisivo. Pero dejando de lado estos imponderables, Vox por ahora sólo puede aspirar a influir, a que se escuche su voz en las Cortes y a que se debatan sus propuestas o enmiendas. Para ello se requeriría tener Grupo Parlamentario propio, es decir, que contara con cinco diputados y un 5 % de representación. Un millón y medio de votos, para entendernos.

Estamos hablando de multiplicar por seis sus mejores resultados, los 250.000 votos de las pasadas elecciones europeas. ¿Es descabellado? No diría tanto, aunque sí sumamente difícil. Sin embargo, creo que plantear el objetivo del "millón y medio" puede ser útil. Con frecuencia es necesario proponerse una meta ambiciosa, aunque sólo sea para obtener unos resultados más modestos. Si Vox entra en el Congreso, ya será un éxito, pero probablemente no se pueda conseguir si no aspira a algo más.

Por supuesto, no bastará con decirle a la gente: "necesitamos un millón y medio de votos", danos el tuyo. En mi humilde opinión, Vox tiene que encontrar un gancho dialéctico que lo identifique claramente, que penetre no sólo en los simpatizantes más concienciados, sino que pueda abrir una brecha (una pequeña fisura sería suficiente) en la cerrada mentalidad socialdemócrata de los españoles. Y no me refiero a vídeos virales, que pueden estar muy bien elaborados, pero que llegan a mucha menos gente de la que se cree. Como decía el otro día un tertuliano, el taxista no se entera del trending topic. Pensar que se pueden ganar elecciones con las redes sociales me parece (por el momento) fantasioso, porque en dichas redes están todos, los que aparecen en la televisión y los que no; y adivinen quiénes poseen la ventaja decisiva.

Ese gancho dialéctico o leitmotiv podría ser algo así como "recortemos a los políticos". Nótese, no al Estado, que mucha gente identifica con algo "suyo", la Seguridad Social, las pensiones, los hospitales. Los políticos. Esto no tiene nada que ver con el viejo discurso ultraderechista de "fuera todos los políticos" (¿y a quién ponemos? ¿a los militares?), ni tampoco con la demagogia de Podemos contra "la casta", que en realidad pretende aumentar aún más el peso de la política en la vida de los ciudadanos, esto es, desplazar a la casta actual para instaurar una mucho más onerosa y opresiva. Lo que defiende Vox es una reducción de carácter permanente, estructural, del número de políticos (especialmente en las administraciones autonómicas, cuyo objetivo último es eliminar) y, por tanto, del dinero que manejan, su desmedido intervencionismo y las casi irresistibles tentaciones de corrupción que ambas cosas conllevan.

Que Vox dé una cifra concreta del número de políticos que tendrían que irse a sus casas; esto podría tener mucho más impacto que hablar de millones de euros de ahorro (¿quién no se pierde con tantos ceros?) o incluso de porcentajes del PIB, que se perciben como excesivamente tecnocráticos. No es fácil calcular con precisión cuántos cargos políticos hay en España y por tanto de cuántos podría prescindirse. En una rápida investigación en la web, te encuentras con estimaciones que van de los 100.000 a más de 400.000. Si nos limitamos a la administración autonómica, el sociólogo Ferran Martínez (nada sospechoso de "neoliberal") ofrece un cálculo "a ojo" de 65.000 cargos, entre diputados, consejeros, secretarios y directores generales, asesores y enchufados varios. Ferran, perezosamente, calcula 150 diputados por cada uno de los diecisiete parlamentos autonómicos, 2.550. En realidad, esta es la cifra más fácil de averiguar, y si mis cuentas no me fallan, son "sólo" 1.222. También creo que exagera (tal vez soy un ingenuo) con el número de cinco asesores por cada diputado, cuando él mismo asegura que son los grupos parlamentarios los que tienen asesores. Por otra parte, es posible que el autor no haya tenido en cuenta los escalafones territoriales de muchos gobiernos regionales (consejos comarcales, etc.), que pueden multiplicar pavorosamente los organigramas de la administración. En fin, tratando de hacer una estimación lo más prudente posible, para que no podamos ser acusados de demagogos, creo que podríamos hablar de 40.000 políticos autonómicos.

Una campaña sin estridencias de mal gusto, pero contundente, en que se explique que se pretende echar a 40.000 políticos (la cifra, por cierto, transmite unas resonancias alibabescas no desdeñables), dejando claro que no es para sustituirlos por otros, sino para sacudirnos de una vez por todas esa pesada carga. Podría funcionar. Recordemos que no se trata de cambiar en seis meses la mentalidad estatista de los españoles. Nos basta un 5 % y cinco diputados. Y si se consiguiera uno solo, no sería ya un fracaso.

Un último consejo, ya puestos. Amigos de Vox, olvidaos de una vez del PP, de querer atraer a los "desencantados" del Partido Popular. Cada vez tengo más claro que este es un mensaje de perdedores. Por el contrario, el mensaje de que sobran 40.000 políticos (o el número que se determine, sus doctores tendrá Vox) es perfectamente transversal, puede llegar incluso a votantes de IU. No es ninguna tontería. Creo que es más fácil, para un partido rompedor como Vox (en el buen sentido del término) atraer a un votante de Izquierda Unida (y más ahora, que está en caída libre, lo que suele acelerar las "deserciones" en todas direcciones) que a uno del PSOE, sin descartar esto último. Es un fenómeno que suele darse en Europa con la extrema derecha, aunque Vox evidentemente no lo sea, porque en sus principios fundacionales está la defensa del Estado de Derecho y el mercado libre. (Los programas económicos de la ultraderecha suelen ser indistinguibles del de Podemos.)

Vox es un niño aún, pero tendrá que hacerse mayor aceleradamente, si quiere sobrevivir. Ello significa olvidarse de las circunstancias en que surgió, para reforzar lo esencial, que era la falta en España de una formación de centroderecha sincera, defensora de la vida, de la libertad y patriótica. Visto en perspectiva, ahora nos damos cuenta de que fue una suerte que Vidal-Quadras no consiguiera su escaño y terminara abandonando Vox. Aunque Alejo no carece en absoluto de virtudes, estaba demasiado asociado al pasado. Era una figura del establishment, que podía ser muy crítica con la partidocracia, pero llevaba demasiado tiempo instalado confortablemente en ella. Le brillaban demasiado los anillos.

Creo que ha sido Santiago Abascal quien ha dicho que Vox debe ser el Podemos de la derecha, o algo parecido. Lo suscribo totalmente, y para ello no está de más fijarse en una de las claves del éxito de la terminal chavista en España. Ellos no se han dirigido a los desencantados del PSOE o de IU, sino a los de todos los partidos. Seguramente, la mayor parte de sus votos proceden de la izquierda, pero ellos no los han conseguido presentándose como la verdadera izquierda, no le han sugerido a sus votantes que podían tener un conflicto emocional por dejar de votar a quien sea. Simplemente, se lo han puesto fácil, han sabido presentarse como algo nuevo, pese a ser su mensaje tan viejo como el mausoleo de Lenin. Pero en cierto modo sí que son algo nuevo (peligrosamente nuevo) en nuestra historia democrática. Y esta, como digo, es la lección. Porque Vox también es algo nuevo, algo que no había existido hasta ahora: la defensa organizada de unos valores que muchos ya daban por enterrados. Ahora toca demostrar que se habían equivocado.

lunes, 25 de mayo de 2015

¡A las catacumbas!

Este fin de semana se han celebrado el referéndum de Irlanda sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y las elecciones locales y autonómicas de España. Para los que creemos en determinados valores (la vida, la familia, la economía libre, el imperio de la ley), los resultados no pueden ser más adversos. Los irlandeses han votado mayoritariamente a favor del matrimonio gay, y los españoles han optado con claridad por formaciones de izquierda y extrema izquierda. Especialmente preocupante es el ascenso del populismo de corte bolivariano, que probablemente gobernará en el ayuntamiento de Madrid y en Barcelona (aunque en esta, con mucha menos facilidad). Un partido como Vox, la única opción liberal-conservadora creíble que se presentaba en estos comicios, ha obtenido unos resultados míseros. Su cabeza de lista más carismático, Santiago Abascal, se ha quedado en menos de 40.000 votos, sin obtener representación.

Supongo que hay tres reacciones posibles ante semejante varapalo.

La primera es el derrotismo. Es la posición de quienes, definitivamente desanimados, resuelven quedarse en su casa en lo sucesivo, y desistir de seguir defendiendo sus creencias y sus ideas, guardándoselas para sí.

La segunda reacción se desprende de la concepción romántica de la democracia, para la cual el pueblo tiene siempre la razón, y por tanto, quienes se han quedado en minoría deben reflexionar y revisar sus propios postulados. Es la posición de quienes sostienen que no se puede ir contra el sentido de la historia, la de quienes sostienen que la Iglesia debe adaptarse a los tiempos modernos. Esta posición se encuentra, como es sabido, dentro de sectores de la propia Iglesia. Las declaraciones del arzobispo de Dublín, Diarmuid Martin, parecen ir en esa dirección, o al menos así se han interpretado. En el plano político, tal actitud se reconoce en aquellos que demandan al principal partido de centroderecha español, el PP, que siga desplazándose hacia el centro o el centroizquierda, asumiendo plenamente los dogmas dominantes de la socialdemocracia y la ideología de género. Por supuesto, también aquí los hay que sostienen este discurso desde dentro del Partido Popular.

La tercera posición es la que yo defiendo desde los tiempos del zapaterismo: la resistencia. El primer deber de quienes se encuentran en minoría es ante todo sobrevivir, es decir, seguir siendo como mínimo una minoría, y no una nada. Ello implica, como mínimo, la reposición siquiera demográfica de los miembros de dicha minoría. En este caso, como es lógico, esta reposición no se puede lograr meramente por reproducción biológica, pues incluso aunque los hijos "heredaran" las ideas de los padres (cosa para nada asegurada), el principal medio de transmisión de las creencias y las ideas es la palabra. Así que todo aquel que crea en la vida, en la libertad y en la ley, debe tratar de propagar, en la medida de sus posibilidades, dichas creencias y valores, contra viento y marea. En mi caso esto incluye, entre otras cosas, seguir apoyando al partido Vox, mientras exista y permanezca fiel a sus valores fundacionales, y a sus actuales dirigentes, Santiago Abascal, Iván Espinosa de los Monteros y los demás, mientras no pierdan los ánimos para seguir. Desde las catacumbas, si es preciso: no podemos hacer menos, ante el ejemplo heroico de los cristianos perseguidos y martirizados de Oriente Medio y otros lugares del mundo.

viernes, 22 de mayo de 2015

Reflexiones más allá del municipio

Actualmente sólo hay un partido que defienda a la vez dos ideas básicas:
1) Reducir el peso del Estado despilfarrador e hiperregulador, que es la causa del desempleo, el endeudamiento desquiciado y la corrupción política.
2) Proteger la vida humana desde la concepción, acabando con los más de cien mil abortos anuales.
Este partido se llama Vox.
El PP asegura defender lo mismo, pero miente, porque tras gobernar tres años y medio con mayoría absoluta, ha aumentado los impuestos, no ha reducido el grueso del aparato estatal y ha limitado su reforma de la ley del aborto a que las adolescentes puedan seguir abortando, con el permiso paterno.
Con el fin de mantener al menos a sus votantes de 2011, al Partido Popular sólo le queda el recurso del miedo: advertir de que votar a Vox o a Ciudadanos es fragmentar el voto de derechas y facilitar, en consecuencia, que llegue al poder el populismo de extrema izquierda que representa Pablo Iglesias.
Pero, ¿cuál es la causa última del populismo?
La crisis económica sólo ha sido un desencadenante de la emergencia de los nuevos partidos. Ante la crisis, hay dos respuestas posibles, el populismo y el regeneracionismo. El segundo implica reducir el peso del Estado, despolitizar y desideologizar la administración, el poder judicial y los organismos reguladores. El primero (aunque se disfrace también de regeneración y democracia) es justo lo contrario: dar más poder a los políticos (ellos dicen “al pueblo”, "las mujeres", etc.) y por tanto restar libertad a los individuos, las familias, las empresas y las asociaciones civiles.
El partido Podemos habla constantemente de desalojar a la casta, pero si analizamos sus propuestas y, sobre todo, las trayectorias intelectuales y las referencias políticas de sus dirigentes, caben pocas dudas de que su verdadero objetivo es convertirse ellos mismos en una casta neocomunista, mucho más tiránica e inevitablemente cleptocrática que la anterior.
La razón profunda del ascenso de Podemos no son la crisis ni la corrupción, sino la existencia en España de una arraigada mentalidad estatista, que se decanta más fácilmente por las soluciones milagrosas y el revanchismo que por la auténtica regeneración, que sólo puede consistir en devolver poder de decisión a la sociedad civil; en limitar la política (que es necesaria, pero controlada y vigilada) y favorecer la libre iniciativa en todos los órdenes: económico, educativo, cultural, etc.
No es aumentando la dependencia de los subsidios y los servicios sociales como conseguimos ser más libres y prósperos, sino justo al revés. Un Estado mucho más reducido puede dedicar el gasto social a aquellas personas que realmente lo necesitan (discapacitados, huérfanos, etc.) porque gasta menos y sobre todo porque permite que se genere la riqueza de la que, a fin de cuentas, se financia vía impuestos. Con una menor fiscalidad, paradójicamente aumenta la recaudación, porque se multiplican las inversiones, el empleo y el consumo. Pero lo fundamental es que, con impuestos más bajos, los ciudadanos somos más libres para decidir qué hacer con nuestro dinero, sin la intermediación de los burócratas, los políticos, los "expertos" y los grupos de presión basados en la ideología de género o el ecologismo perroflauta.
Es preciso señalar que dar más poder a los individuos, a las familias y a las empresas no tiene nada que ver con el relativismo, sino todo lo contrario. No se trata de que el individuo pueda hacer lo que le dé la gana, como si esto fuera un fin en sí mismo, sino de que las personas se rijan por las leyes, sin interferencias arbitrarias de los gobernantes. Nada favorece más el despotismo que “liberar” a los individuos de leyes “caducas” y de “prejuicios” morales, que son precisamente los que acostumbran a dificultar los abusos de los poderosos, obligándoles como mínimo a la ejemplaridad.
Más concretamente, reducir el poder estatal no implica reconocer falsos derechos como el aborto. La auténtica función del Estado es proteger los verdaderos derechos, el primero de los cuales es el derecho a la vida.
El relativista sostiene que, puesto que no hay un consenso universal sobre cuándo empieza a existir la persona humana, el Estado está obligado a ser neutral, es decir, a dejar en manos del individuo la decisión sobre la licitud o no del aborto. Ahora bien, esta neutralidad es completamente falsa. Lo que se discute es si un ser humano no nacido merece la misma protección que el nacido. Ante esto, no hay término medio ni neutralidad posible. O protegemos al embrión y al feto humanos, o no los protegemos. Admitida la falta de acuerdo en el terreno teórico, sólo existe una forma de resolver cualquier disputa reduciendo al máximo la violencia: es lo que llamamos democracia.
A fin de no enzarzarnos en una guerra civil, para resolver nuestras diferencias irreductibles, no se ha inventado nada mejor que la elección periódica y con garantías de gobernantes y legisladores. No se trata de que cuestiones como el aborto deban decidirse mediante el voto, de que la verdad pueda reducirse a la opinión mayoritaria. Esto sería recaer en el relativismo. Lo que sostenemos es que, puesto que de facto no nos ponemos de acuerdo en una serie de cuestiones esenciales, el único modo incruento de conllevar esta disensión es admitir unas reglas de juego. Lo que implica también que cada cual pueda seguir defendiendo lo que cree que es verdad, en contra de la mayoría, si es preciso, y que pueda tratar de convencerla pacíficamente[1].
La concepción romántica de la democracia confunde la voluntad popular con una verdad imperativa, lo que está en el origen de las peores tiranías. En realidad, la democracia no es más que un juego para dirimir nuestras diferencias, o mejor dicho, para permitir que podamos seguir manteniéndolas y convivir al mismo tiempo.
Todo esto puede parecer elemental, pero no son pocos quienes sostienen, a veces desde posiciones opuestas, que determinados temas (el aborto, la pena de muerte, etc.) deben quedar excluidos del debate democrático, lo que nos lleva a un problema de regresión al infinito: ¿quién decide lo que se debate y lo que no?[2]
Volviendo al punto inicial, desde el partido gobernante se pretende recabar el apoyo planteando un dilema perverso entre continuidad e involución populista. Es decir, entre una administración sobredimensionada y politizada, que permite el aborto libre en la práctica mientras impone mil regulaciones para abrir una peluquería, y un régimen totalitario, que fomentaría aún más, si cabe, los abortos, y que exacerbaría indeciblemente los controles y las vejaciones de toda índole a los ciudadanos que pretenden ganarse la vida honradamente, e incluso crear empleos, para promover una siniestra igualdad en la miseria.
No creo en una concepción tan mezquina y cobarde de la democracia, que la reduce a elegir entre lo malo y lo peor. La democracia entraña el riesgo de que triunfen el error y el mal, pero si no corremos ese riesgo, nunca triunfarán en buena lid la verdad y el bien. Y esto implica votar en conciencia: justamente lo que propone Vox.





[1] Problema distinto es cuando el poder es tan opresivo que imposibilita recurrir exclusivamente a medios pacíficos. La paz y la democracia no siempre son posibles, lamentablemente, pero cuando no existen, el esfuerzo de toda política debe ser tratar de retornar a ellas en el período más breve posible.
[2] Quien escribe también ha incurrido en esta equivocación en algunos escritos de este mismo blog, en los que incluso formulaba alternativas heterodoxas al parlamentarismo clásico. Una cosa es pensar que determinados temas no deben estar continuamente debatiéndose a la ligera (para lo cual existen los blindajes constitucionales de los derechos humanos y determinados principios fundamentales de un Estado, como la unidad territorial) y otra distinta es pensar que debamos tratar de impedir de manera absoluta y permanente la discusión sobre dichos temas. Lo segundo me parece (ahora lo veo más claramente) un error.

domingo, 17 de mayo de 2015

El verdadero problema educativo

La situación hoy en Cataluña es la siguiente: quienes deseen que sus hijos reciban la enseñanza en castellano, no tienen otra opción que matricularlos en una elitista escuela privada. En este aspecto, como dijo el ministro Wert, el castellano se encuentra hoy en la misma situación del catalán "en otras épocas". Después vino a desdecirse, fiel a las costumbres del PP, siempre dispuesto a pedir perdón por no ser -todavía- totalmente antiespañol, socialdemócrata y pro abortista.

¿Es lógico que en un territorio donde la mayoría de la población habla castellano, la lengua vehicular de la enseñanza pública sea en catalán? Evidentemente, no. Los argumentos que pretenden que el monolingüismo educativo (la "inmersión") favorece la cohesión social, aunque fueran ciertos, serían aplicables como mínimo también al castellano. En realidad, el argumento principal de los nacionalistas es otro: Cataluña sufrió un intento de "genocidio cultural" (no entraré aquí al trapo de esta exageración) en el pasado, y por ello es imperativo compensar esa injusticia.

Este tipo de razonamiento sitúa al nacionalismo catalán (como al vasco y al gallego, por no salirnos de España) en la constelación de otros victimismos colectivistas de nuestros días. Las mujeres han sido oprimidas por los hombres, lo que justifica toda suerte de medidas de discriminación positiva que se les ocurran a los legisladores. Lo mismo puede decirse de los homosexuales, o de los negros en Estados Unidos, etc.

Debe señalarse que la discriminación positiva, aparte de su más que dudosa eficacia, no es nada distinto de la discriminación a secas. Si yo favorezco a un negro que ha obtenido las mismas calificaciones académicas que un blanco, estoy discriminando al blanco, obviamente. Si yo establezco mayores sanciones al delito cometido por un hombre que al cometido por una mujer, estoy evidentemente discriminando al hombre. Cambiar el punto de vista no cambia la realidad.

El nacionalismo catalán actúa de manera semejante a aquellos totalitarismos que castigan al individuo por delitos reales o imaginarios cometidos por un colectivo. El régimen franquista discriminó la lengua catalana: luego es necesario que unos padres castellanohablantes se fastidien ahora, y tengan que aceptar que sus hijos sean educados en catalán, lo quieran o no, salvo que tengan los medios económicos para recurrir a una escuela privada.

Ahora bien, no les falta razón a los nacionalistas catalanes cuando aseguran que no existe ningún conflicto lingüístico en Cataluña. En efecto, cuando la gente acepta mayoritariamente que el sistema educativo esté controlado por la administración, no debe extrañarnos demasiado que haya pocas movilizaciones por tratar de recobrar una libertad a la que se ha renunciado alegremente de antemano. Muchos que defienden el derecho de los padres a elegir la lengua vehicular no suelen ser consecuentes hasta el final, lo que supondría defender la liberalización total del sistema educativo; ahí reside su mayor debilidad. Siempre se les podrá replicar que una "enseñanza a la carta" no sería practicable en el sistema público, lo cual probablemente es cierto, aunque en realidad se trate de un argumento contra la estatización de la educación, no contra la libertad educativa. Si la administración no puede asumir el coste de un bilingüismo equitativo, la conclusión lógica es que nunca deberíamos haber dejado la educación en sus manos.

El problema fundamental de la educación estatalizada en Cataluña es el mismo, fundamentalmente, que el de toda España: la baja calidad de una enseñanza destrozada por la pedagogía progresista de funcionarios que no responden realmente ante los padres de sus alumnos. En Cataluña, al adoctrinamiento izquierdista se añade el adoctrinamiento nacionalista, que como hemos dicho, responde a una similar lógica victimista. Unos y otros hacen de la cuestión lingüística lo decisivo, cuando el problema son los contenidos de unas escuelas convertidas en madrasas del pensamiento único.