sábado, 31 de enero de 2009

El enigma de la consciencia

El profesor de psicología Steven Pinker define la mente humana como "un sistema de órganos de computación, diseñado por la selección natural". Esta teoría, que desarrolla a lo largo de las más de ochocientas páginas de su fascinante libro Cómo funciona la mente, se opone frontalmente, como es evidente, a toda concepción de la psique basada en alguna esencia misteriosa o principio sobrenatural. Sin embargo, en esta misma obra Pinker admite que la consciencia, en la acepción de la palabra que se refiere al sentimiento subjetivo o sentiencia (las sensaciones subjetivas como el dolor de muelas, el color rojo, etc) "se asemeja a un milagro", y renuncia a encontrarle ninguna explicación.

La ciencia nos explica las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, de dolor o placer, etc, como un proceso físico-químico. Cuando una determinada radiación electromagnética incide en mi retina, se desencadena una serie de procesos moleculares en mis sinapsis neuronales, y así surge lo que llamamos la sensación de color rojo. Sin embargo, si construyéramos un robot que reprodujera a la perfección nuestra facultad visual (distinguir formas, colores, etc) ¿sería lícito decir que el robot experimenta la sensación de rojo igual que nosotros? Parece que no hubiera manera de evitar el salto ontológico desde lo físico a lo mental.

El "misterio de la sensibilidad", como lo denomina también Pinker, ha atormentado a los filósofos desde Descartes, que fue el primero que lo expuso con toda claridad. Básicamente se han propuesto tres tipos de solución. La primera, debida al propio Descartes, es la dualista. Consiste simplemente en decir que existen dos clases de realidad, la física y la mental. La segunda solución es la idealista (Hume, Berkeley, etc), una sorprendente huida hacia adelante basada en negar nada menos que la existencia del mundo físico, o por lo menos que tengamos algún conocimiento de él. Estos filósofos, que inspiraron a Jorge Luis Borges su inolvidable universo literario, venían a razonar que las únicas realidades de las cuales tenemos conocimiento directo son nuestras sensaciones, y que el mundo "exterior" es sólo una deducción, una hipótesis. No tenemos posibilidad, aplicando la lógica más estricta, de saber si nuestras concepciones de espacio, materia o incluso de las otras mentes, responden a la existencia de un mundo objetivo o vivimos en una especie de Matrix. (Otra cosa es que tenga algún sentido exigir esta certeza.) En su forma más extrema y consecuente esta "espectral doctrina" conduce al solipsismo, la idea siniestra de que sólo existo yo, y todo lo demás, incluida la humanidad entera, no es más que una ensoñación de mi mente eternamente solitaria, como imaginó Mark Twain en su relato El forastero misterioso.

Kant se refirió al "escándalo" que suponía que los filósofos desde Descartes fueran incapaces de demostrar la existencia de un mundo objetivo. Pero su propia solución, simplificando, no es más que una variante sofisticada de lo que llamamos idealismo, que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX, en los planteamientos de la filosofía positivista y la fenomenología de Husserl.

A la tercera solución llegaron por caminos diferentes el existencialismo de tradición continental y la filosofía analítica de tradición anglosajona. En esencia, consiste en señalar que todo el problema parte del error de Descartes (renacido una y otra vez en las personas cultivadas) de convertir a las sensaciones subjetivas en un trasunto de los objetos físicos, con los cuales surgiría incluso el problema de cómo interaccionan. En realidad, la sensación de rojo no tendría nada de misterioso, y nuestra perplejidad procedería de un "error categorial" (Ryle), por el cual al reflexionar sobre nuestros procesos mentales, hacemos de ellos una realidad de naturaleza "espiritual", que a todos los efectos no es más que una tosca duplicación de la realidad material.

La tercera solución no niega ni los procesos físicos ni los mentales, simplemente los sitúa en planos conceptuales distintos. En última instancia, el dualismo cartesiano era una forma de materialismo, pues aunque aparentemente distinguía de manera radical entre la materia y el espíritu, prácticamente venía a concebir este último como una forma más sutil de materia. Descartes dice: Je pense, donc je suis. "Pero -inquiere Ortega- ¿quién es ese yo que existe?" Y prosigue:

" Je ne suis qu'une chose qui pense. ¡Ah, una cosa! El yo no es pensamiento, sino una cosa de que el pensamiento es atributo (...) Hemos recaído en el ser inerte de la ontología griega. En la misma frase, en el mismo gesto con que Descartes nos descubre un nuevo mundo, nos lo retira y anula. Tiene la intuición, la visión del ser para sí, pero lo concibe como un ser sustancial, a la griega." (¿Qué es filosofía?, Lección IX.)

Así pues, cuando la naturaleza ontológica de las sensaciones, como el dolor de muelas, el color rojo o el sabor a limón, nos sume en la perplejidad, lo que ocurre es que estamos todavía presos de las categorías substancialistas en las que se basa nuestro lenguaje. O por decirlo en términos de la psicología evolucionista, nuestro cerebro no está diseñado para reflexionar sobre sus propias operaciones, y por eso cuando lo hace, fácilmente cae en espejismos.

¿Significa esto que la consciencia no es ningún enigma? Evidentemente, mientras seamos incapaces de construir una máquina dotada de sensibilidad, en un sentido perfectamente preciso la subjetividad seguirá siendo un misterio. La cuestión es si se conseguirá algún día crear un robot consciente, o si, como sugiere Pinker al final del libro citado, puede que existan límites a lo que el cerebro humano pueda llegar jamás a comprender ("clausura cognitiva"). Determinados problemas (entre los cuales Pinker incluye la fundamentación de la moral) podrían ser irresolubles para el Homo Sapiens. Personalmente, y en esto me aparto del autor, el que me parece el mayor misterio de todos es por qué estamos aquí. Aunque hace años abrigué la cómoda concepción positivista según la cual se trataría de un falso problema, hoy no lo tengo en absoluto nada claro.

Quizás el enigma de la consciencia sea sólo un avatar del mayor enigma de todos. Más allá de consideraciones ideológicas, la razón última por la cual deberíamos recelar de ese pensamiento trivial tan extendido, consistente en identificar la actitud "científica" con la negación de toda trascendencia y la reducción de cualquier principio a convención, es que es sencillamente falso. La ciencia no nos permite fundamentar ninguna metafísica, incluyendo la metafísica encubierta de quienes se creen libres de toda preconcepción ontológica.

Anécdota sobre el catalán

Una persona a la que llamaré Pepe, y de la cual no daré su verdadero nombre ni otros detalles para no perjudicarla laboralmente, imparte clases de español en una escuela pública de un país centroeuropeo, donde reside desde hace años. Hace un tiempo surgió la idea de crear un curso de catalán en el mismo centro, dirigido a un pequeño grupo de personas interesadas en esta lengua por diversos motivos. Pepe accedió encantado a hacerse cargo del nuevo curso. Hay que decir que Pepe es licenciado en filología clásica, tiene el catalán como lengua materna y está en posesión del certificado de nivel superior de catalán (D) reconocido por la Generalitat.

Las clases, resumiendo, tuvieron un éxito notable... Hasta que una asociación de catalanes residentes en ese país, apoyada por la Generalitat, manifestó su malestar al director de la escuela. Este, entonces, llamó a Pepe y le dijo que era mejor no seguir con el curso, para evitarse problemas. La verdad es que Pepe no puso demasiadas objeciones -bastante trabajo tenía con las clases de español- pero sus alumnos se movilizaron para que prosiguieran las clases. Así que se decidió continuar el curso fuera del centro, en habitaciones alquiladas y sin publicidad. Es decir, de manera clandestina.

¡Gran éxito el de la asociación! Alguno se preguntará qué problema tenía una agrupación de catalanes en el extranjero con que se enseñara el catalán en la escuela pública. Parece evidente: No les interesa si no lo pueden controlar, si la actividad docente no va unida a la propaganda nacionalista, el Catalonia is not Spain y todo aquello a lo cual Pepe no tenía intención de prestarse. Y claro está, si no tienen su parte en las subvenciones.

Ahora la Generalitat ha anunciado que subvencionará el catalán en la Universidad española, al igual que viene haciendo en las de otros países. Yo estoy por principio en contra de toda subvención. Pero aún lo estoy más, si cabe, en este caso. No puedo evitar acordarme de Pepe.

viernes, 30 de enero de 2009

Montesquieu era español

Por mucho menos que lo ocurrido con el vídeo de You Tube de la ministra Cabrera, el gobierno belga dimitió en pleno. En Bélgica existían sólo "indicios" de interferencia del poder ejecutivo con el judicial, no un vídeo que demostraba el conocimiento de una sentencia favorable al gobierno dos días antes de que se divulgara.

Pero he aquí la última ocurrencia de Moratinos. Respondiendo al malestar del gobierno israelí por la acusación de "crímenes contra la humanidad" contra el anterior responsable de defensa y otros altos mandos militares de Israel, admitida a trámite por un juez español, el ministro de Exteriores ha dicho que "la justicia es independiente."

Claro, los israelíes, pese a que tienen un ex jefe de estado procesado por acoso sexual, no deben saber de qué va eso de la división de poderes, infelices.

Menos mal que está España para iluminar al mundo libre. Como es sabido, Montesquieu se hizo pasar por francés, cuando en realidad era de Murcia. Lecciones a nosotros, pocas.

jueves, 29 de enero de 2009

El problema no es Zapatero

No tuve humor para ver el reciente programa de la televisión pública protagonizado por Rodríguez Zapatero. Pero por los fragmentos y los comentarios que he podido ver, escuchar y leer con posterioridad, deduzco que el actual inquilino de La Moncloa batió su propia marca de mentiroso patológico.

Sin embargo, me ha parecido muy acertado Juan Manuel de Prada, cuando anoche en el programa de Intereconomía TV, "El gato al agua", vino a decir que el problema no era Zapatero, sino esa mayoría de españoles a los que les causó una buena impresión, y que probablemente coinciden aproximadamente con quienes lo votan. Y también son un problema aquellos que, aunque aparentemente no se dejan engatusar tan fácilmente, aseguran con pose de entendidos que "los otros" son peor, argumento ya viejo que permitió a González gobernar como mínimo cuatro años más de lo que hubiera sido esperable, y por poco no fueron ocho (la primera victoria de Aznar fue muy ajustada).

Ciertamente, es así. Tenemos los gobernantes que nos merecemos, y esto sucede no sólo en los regímenes democráticos, sino también en las dictaduras, que siempre gozan de mucho más apoyo popular del que nos gustaría creer. La gente juzga a los dirigentes políticos no por sus actos y las consecuencias objetivas de estos en la realidad social y económica, sino por lo más o menos convincentes que resultan en su papel de buenas personas, de sufrir sinceramente con los problemas de los ciudadanos. Siempre se podrá culpar a otros (el capitalismo, los neocón o los judíos) de todo lo malo que ocurre.

En este sentido, Zapatero es un gran actor, y con ello tiene asegurado el apoyo de un gran porcentaje de la población. No sólo la crisis económica no le afectará, sino que le beneficia, porque la única solución que existe (austeridad pública, bajada de impuestos a las empresas y liberalización del mercado laboral) es demasiado desagradable para que la mayoría quiera escucharla. Quien quiera suceder a JLRZ, deberá tomar medidas impopulares, enfrentarse a los sindicatos, a los funcionarios, a los que viven del cuento: Son millones. Deberá, en suma, decirle a la gente que el bienestar no es algo que pueda proporcionar el Estado graciosamente, sino que sólo puede conseguirse con el sudor de la frente, la formación adecuada, y el espíritu de inventiva.

Naturalmente, la gente prefiere escuchar a Zapatero, que le dice lo que quiere escuchar. El problema no es, pues, un determinado gobernante: es de índole moral. La izquierda hace tiempo que se ha dado cuenta de que no son las cifras macroeconómicas lo decisivo, sino la moral. Por ello trabaja por una concepción hedonista de la vida, donde el concepto de responsabilidad individual se diluye en rituales de concienciación sobre causas genéricas (la violencia de género, la miseria en el mundo, la paz, etc) que apenas comprometen a nada individualmente, al mismo tiempo que promueve la idea de que sólo existen derechos, elevando a la categoría de tales casi cualquier apetencia subjetiva, sea legítima o no. Zapatero es sólo el síntoma de una grave enfermedad moral, cuya cura es imposible mientras no se reconozca su existencia.

lunes, 26 de enero de 2009

Partidos monotemáticos

Uno de los fenómenos políticos más notables de los últimos años es la emergencia de partidos que podríamos llamar monotemáticos, es decir, que basan su discurso en un único tema, dejando en segundo plano, si no en la ambigüedad, su visión general de la sociedad. Me estoy refiriendo no sólo a UPyD o a Ciudadanos, sino también a formaciones como Alternativa Española o Plataforma per Catalunya, que se suelen despachar, quizá demasiado fácilmente, como de extrema derecha.

La característica esencial de estas formaciones, en efecto, es que se han especializado en hacer frente por separado a cada una de las amenazas más graves que hoy se ciernen sobre las sociedades libres, que son los nacionalismos, el relativismo y el islamismo.

Ahora bien, alguien dijo que la diferencia entre un hombre con convicciones y un fanático es que el primero no está dispuesto a cambiar de idea, mientras que el segundo no quiere cambiar de tema.

Al focalizar nuestro interés en un solo problema, por importante que sea, corremos el riesgo de minusvalorar la gravedad de los otros, y por tanto de olvidar lo que pueden tener en común, esto es, la verdadera razón por la cual vale la pena enfrentarnos a dicho problema.

Los partidos que he citado (tanto los de izquierda como los de derecha) coinciden en defender de manera más o menos vaga, pero inconfundible, la intervención de los poderes públicos en la economía, con lo cual su eventual utilización del lenguaje liberal de defensa de los derechos individuales no escapa a la sospecha de oportunista. De la misma manera que a la derecha se la acusa con frecuencia de que su liberalismo sólo lo es "de cintura para arriba", tenemos derecho a cuestionar las verdaderas motivaciones de partidos que invocan la libertad en determinados ámbitos, mientras que en otros optan por favorecer el Estado paternalista.

Un partido que defienda coherentemente la libertad, se opondrá por igual a toda forma de colectivismo (como lo son el islamismo y los nacionalismos) y al estatismo inherente al laicismo agresivo, que convierte al Estado en la fuente última de valores. Mientras el PP no se decida a ser ese partido, los partidos monotemáticos se beneficiarán de ello. La libertad, me temo que no tanto.

sábado, 24 de enero de 2009

La mentira de la democracia

¿Alguien puede creer seriamente en el gobierno del pueblo? Todo gobierno por esencia lo es de una minoría, sea cual sea el medio por el que sus miembros hayan alcanzado el poder, o la ideología con la cual justifiquen su ejercicio.

En la Atenas clásica, los ciudadanos que tomaban las decisiones de la polis no eran ni más ni menos que una selecta minoría, que excluía no sólo a los esclavos, sino también a los campesinos y a las mujeres.

En los modernos sistemas parlamentarios, la voluntad de millones de individuos es sustituida por la de unos escasos representantes, a su vez supeditados a una jerarquía partidocrática o condicionados por intereses de grupos de presión.

Por mucho que se quiera revestir de un carácter casi sagrado a los parlamentos, con términos de carácter inequívocamente metafísico-religioso ("emanación de la voluntad popular", etc) el hecho cierto es que unos pocos mandan y los más obeceden. La democracia en sentido etimológico es una utopía.

Esto no significa que exista una alternativa al régimen parlamentario, sino lisa y llanamente que tal régimen no es la democracia, en el sentido de gobierno del pueblo. Las elecciones libres y los parlamentos son sólo un medio entre otros (aunque valioso) con los que cuenta el estado de derecho para controlar y fiscalizar el poder ejecutivo.

Es más, las invocaciones al concepto teórico de democracia suelen por el contrario encubrir el deseo de sortear ese control del ejecutivo. Aunque no han faltado autores que honestamente defienden fórmulas para incrementar la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, es más que dudoso que lograran el objetivo que pretenden. En su obra Rational Choice and Democratic Deliberation, los filósofos del derecho Guido Pincione y Fernando R. Tesón han señalado la paradoja que late en la figura del ciudadano que toma posiciones acerca de los asuntos públicos basándose en criterios racionales, y no en meros sentimientos o prejuicios. En realidad, tal actitud es extremadamente rara, no porque no exista una suficiente "cultura democrática", sino porque la inversión de esfuerzo intelectual necesaria para alcanzar semejante capacidad de juicio no se ve compensada por la utilidad irrelevante de un voto individual. Es decir, los ciudadanos actuarían racionalmente cuando deciden su voto de manera irreflexiva... Las consecuencias de esta conclusión para el elevado concepto de la democracia que algunos gustan de acariciar son sencillamente devastadoras.

Así pues, cuando el término democracia se usa en un sentido idealista conviene ponerse en guardia. Existen dos estrategias basadas en la confusión deliberada entre el sentido etimológico-filosófico y el empírico. La primera y más grosera consiste en razonar más o menos así: Puesto que la democracia "burguesa" es una utopía, o cuando menos un sistema ineficaz, acabemos con el sistema parlamentario. Bolcheviques, fascistas, nacional-socialistas, etc han recurrido a esta argumentación para justificar sus dictaduras al tiempo que han apelado a una forma "superior" o más "auténtica" de democracia.

La segunda estrategia es mucho más sutil, por cuanto no se plantea acabar con el parlamentarismo y el estado de derecho, sino vaciarlo gradualmente de sentido, mediante fórmulas para incrementar la "calidad" de la democracia que en realidad persiguen hiperlegitimar las actuaciones del poder ejecutivo. El procedimiento consiste básicamente en utilizar a asociaciones masivamente infiltradas por el poder partidocrático, pero que se hacen pasar por manifestaciones espontáneas de la sociedad civil, para mediante una escenificación de "diálogo" poder descalificar como no democrática cualquier crítica que se salga del cauce así institucionalizado y por supuesto totalmente controlado por el gobierno.

Un ejemplo paradigmático es el llamado "Plan Interdepartamental de Participación Ciudadana" de la Generalitat de Cataluña, que cuenta con un presupuesto de más de ¡2.000 millones de pesetas! (12,96 millones de euros). Incluso en la declaración de intenciones del Plan, redactada con la habitual retórica empalagosa de la escolástica político-burocrática, se trasluce su verdadero carácter intervencionista y dominador. El documento habla de una nueva "cultura de la participación" que "complementa la democracia representativa", con la finalidad de "luchar contra la desafección de la ciudadanía respecto de la política y generar confianza". Obsérvese que se trata de objetivos que benefician más a los gobernantes que a los ciudadanos, pues les permiten aumentar su libertad de acción -y su legitimidad- frente al legislativo, y combatir la sana desconfianza de la sociedad hacia el poder ejecutivo. Pero en un párrafo posterior todavía lo dicen más claramente: "La participación [de los ciudadanos], lejos de retardar las decisiones, permite superar las resistencias y los obstáculos que acompañan, cada vez más, el despliegue de políticas complejas." Es decir, de lo que se trata es que el poder esté lo más libre de trabas posible, que sea "eficaz" y "ágil", como lo expresan estos aprendices de totalitarios.

Por supuesto, el gobierno catalán se reserva la elección de las asociaciones con las cuales desarrolla los "espacios de participación". Comunidades de catalanes en el extranjero, feministas, inmigrantes, "lesbianas, gays y hombres y mujeres bisexuales y transexuales"... Colectivos que sólo pueden mostrar colaboración entusiasta con unos gobernantes que los privilegian con un trato tal que por su carácter minoritario jamás obtendrán de otra forma.

Definitivamente desacreditadas expresiones como la "democracia orgánica" del franquismo o la "democracia popular" de los comunistas, en el futuro oíremos hablar cada vez más de "calidad democrática". O sea, una forma mucho más sutil de dominación y reforzamiento del poder ejecutivo. Lo que no variará es que, como siempre, se hará en el nombre del pueblo.

viernes, 23 de enero de 2009

El castellano se está "empobriendo" (sic)

El escritor Quim Monzó ha dicho que la lengua catalana se está empobreciendo. Por supuesto, se le ha olvidado añadir que el castellano también se está empobreciendo.

Sin ir más lejos, basta leer el propio artículo del digital e-Notícies, en su versión castellana, que recoge las declaraciones de Monzó. El redactor escribe "empobriendo" (sic) por influjo del catalán "empobrint". Traduce luego "està en camí de" por "está a (sic) camino de", por confusión con la preposición catalana "a" que se usa como equivalente al español "en" frente a complementos circunstanciales de lugar (estoy en casa: estic a casa). Por último dice: "los políticos hacen el (sic) que el pueblo quiere", también por una mala traducción literal del catalán. Por si acaso lo corrigen -aunque no creo que se molesten- ahí va la captura de pantalla:

Cuestión aparte es escribir Catalunya en un texto castellano. Eso no proviene de un error involuntario, sino de una incoherencia deliberada; ¿por qué quien dice A Coruña, Lleida o Catalunya cuando habla en español, no dice en cambio United Kingdom, Deutschland o France, salvo que esté hablando en los respectivos idiomas de esos países?

El caso es que presentar a la lengua catalana como una víctima del predominio del castellano sería admisible si en cambio éste se hablara correctamente y no padeciera a su vez el influjo de aquélla. Pero cuando son las dos lenguas las que se hablan mal y se entorpecen mutuamente, lo que aquí se pone de manifiesto es el bajísimo nivel de la enseñanza pública, sin paliativos. En lugar de buscar chivos expiatorios, los intelectuales catalanes harían bien en denunciar el fracaso educativo. Claro que en una sociedad no tan inculta, algunos quizá destacarían menos.

miércoles, 21 de enero de 2009

Primer discurso del presidente Obama

Un discurso es sólo un discurso, y pretender deducir cómo será el mandato de Obama por el que ha pronunciado en su toma de posesión, sería temerario.

Es cierto que el nuevo presidente de los Estados Unidos no ha eludido los guiños a la parroquia izquierdista, suficientes para que la Bolsa lo haya recibido con una considerable caída en sus índices. Digno de nota ha sido lo de que una nación no puede prosperar ayudando sólo a los ricos (a nation cannot prosper long when it favors only the prosperous), afirmación sin duda verdadera, pero poco oportuna en el país donde probablemente los pobres tienen más oportunidades de dejar de serlo que en ningún otro.

Sin embargo, en líneas generales Obama no se ha salido del guión esperable en el discurso inaugural. De manera insistente se ha referido a la historia, la tradición y los valores de los fundadores de los Estados Unidos: la libertad, la igualdad de oportunidades, la responsabilidad, el patriotismo... Y ha reafirmado la voluntad de continuar defendiéndolos frente a los enemigos de Occidente. Especialmente relevante ha sido que haya dicho "no pediremos perdón por nuestro modo de vida" (we will not apologize for our way of life, nor will we waver in its defense), y que haya desautorizado a aquellos dirigentes que culpan a Occidente de sus males, en lugar de asumir sus responsabilidades (your people will judge you on what you can build, not what you destroy) Muy importante asimismo es el recuerdo de las victorias contra el fascismo y el comunismo, los dos hechos fundamentales del siglo XX.

Tampoco han faltado las alusiones religiosas, aunque me ha llamado más la atención que en un determinado momento se haya referido también, además de a cristianos, musulmanes, judíos e hindúes, a los "no creyentes". A algunos esto quizá les sobrará, y en parte es cierto que se suma a los "guiños" de que hablaba, pero a mí me ha parecido un indicio no desdeñable de que las connivencias islámicas de Obama (algunos han sugerido que era secretamente musulmán) serían como mucho agua pasada. Un musulmán difícilmente tendría unas palabras no excluyentes para agnósticos y ateos en un país como los Estados Unidos, donde son una minoría a la que no necesitaba mencionar.

En conjunto, pues, y dejando de lado alguna nota falsa, un más que aceptable discurso, en la mejor tradición americana, de defensa orgullosa de los propios valores que han originado la grandeza de ese país. Ahora falta saber si además de pronunciar bonitos discursos, Barack Obama estará a la altura de ellos, cosa que no tengo nada clara.

lunes, 19 de enero de 2009

La izquierda mira más por los trabajadores

El guión es siempre el mismo. Si cuando en una conversación de sobremesa surge el tema político, que si es mejor la izquierda o la derecha, etc, indefectiblemente alguien acaba sacando a Franco o la guerra de Iraq. Y si se le replica con un mínimo de reflejos, terminará enrocándose en el mantra inevitable: La izquierda mira más por los trabajadores.

Es inútil tratar de diferenciar entre halagar a un colectivo y beneficiarle realmente. No se moleste en tratar de explicarle que la mejor política para los trabajadores es dar facilidades a los empresarios para que inviertan y, por tanto, creen empleo, y no lo que hace la izquierda, que es perpetuar la dependencia para retener votantes agradecidos. Su intelocutor progre negará con incredulidad, no le cabrá en la cabeza que pueda cuestionarse sinceramente la identificación de la izquierda con el interés de los asalariados. No necesita argumentos, sencillamente le parece tan evidente como que dos más dos son cuatro. La izquierda mira más por los trabajadores, y punto.

La fuerza de este aserto no es difícil de comprender. El franquismo o la guerra de Iraq son a fin de cuentas hechos históricos, acerca de los cuales cabe discutir, trayendo a colación otros hechos relacionados. Pero que la izquierda favorece al trabajador (por lo visto, los empresarios no dan golpe) no es un hecho: es un mito. Cuando nos situamos en un nivel discursivo prelógico, el diálogo racional deviene en sencillamente imposible. Sólo nos queda el recurso a otros mitos de carácter opuesto.

Porque la construcción mítica puede encerrar, a pesar de todo, una verdad. Por ejemplo, el mito del American Dream, que sin duda es la causa de que las políticas socialistas no hayan tenido en Estados Unidos tanto predicamento como en Europa (al menos hasta los planes de rescate Paulson-Bush-Obama), ha sido respaldado por la experiencia que demuestra la gran movilidad social existente en ese país. Cuando los progres acusan a Esperanza Aguirre de "americanizar" la Comunidad de Madrid, demuestran respirar por la herida. Les han tocado su mito fundacional, oponiéndole otro no menos sugestivo.

Lo que está en juego, por supuesto, es mucho más que el hecho de que gobierne un partido u otro. Pero eso ya es demasiado profundo para nuestra tertulia de sobremesa.

domingo, 18 de enero de 2009

Otro momento de gloria de Antena 3

Informativo de Antena 3, esta misma tarde. Breve reportaje sobre Eluana, una mujer italiana en estado vegetativo desde hace años, a la que el gobierno de Berlusconi se opone a que le sea retirada la sonda que la mantiene con vida, pese a la autorización de la máxima instancia judicial del país.

El tratamiento de la cadena televisiva se ajusta al protocolo de la corrección política de siempre: Exposición detallada de las posturas favorables a la "desconexión"; se nos dice que otras clínicas se han ofrecido a realizar el deseo del padre de poner fin a la vida de Eluana; se entrevista a un médico (bata blanca, despacho), que considera absurdo mantener la alimentación artificial de la paciente... Sólo se alude de pasada a la postura contraria, que por lo visto se limita a la del Vaticano. En fin, la "objetividad" acostumbrada por la mayoría de los medios de comunicación, sobre todo los que luchan contra el estigma de "conservadores".

Pero esta vez, a las lumbreras de la cadena privada se les ha colado una pifia de manual. ¿Saben qué ha llegado a decir el médico entrevistado, sin asomo aparente de ironía? Pues que le sorprendía que hubiera más partidarios de la eutanasia entre los jóvenes que entre los mayores, cuando son estos últimos los que más probabilidades tienen de recibir el "beneficio" (sic) de la eutanasia.

Vamos, que la gente tiene la extraña manía de no permitir que la puedan matar fácilmente, pero es mucho más tolerante, curiosamente, cuando quienes la pueden palmar son los otros (sobre todo si les van a dejar algo en herencia).

O una de dos, o el entrevistado, por mucho médico que sea, es tonto del culo, o bien a pesar de todo sí ha pretendido ser irónico, pero no se le ha notado. Aunque cabe una tercera opción: Que la deformación ideológica alcance tales extremos en algunos individuos, que hayan perdido hasta el último vestigio de sentido común. Si esto es un fenómeno corriente, pronto veremos en la tele a respetables sabios intrigadísimos por que a la gente no le guste pagar impuestos. ¿Cómo puede ser? ¡Pero si es por su bien!

sábado, 17 de enero de 2009

Ser vigilantes no es catastrofismo

Adam Smith observó que el esfuerzo natural e incesante que realizan los individuos por mejorar la propia condición es un principio tan poderoso que suele compensar en gran medida los errores económicos cometidos por los gobernantes. Sin embargo, como el pensador escocés ilustraba abundantemente en La riqueza de las naciones, la intervención estatal es con frecuencia tan opresiva o torpe que neutraliza e incluso revierte todo progreso de la sociedad.

Cabría pensar que a los Estados les resulta conveniente estimular la prosperidad de los ciudadanos para que redunde en su propio poderío, pero aunque esto es objetivamente cierto, no siempre la clase gobernante que se halla al mando de la máquina estatal es lo suficientemente lúcida para comprenderlo, o por decirlo con más precisión, no siempre el interés de la clase coincide con el miope egoísmo de sus miembros.

La famosa curva de Laffer, ideada por el consejero de Reagan, Arthur Laffer, expresa lo anterior en términos tributarios. A partir de una determinada presión fiscal, la recaudación pública no aumenta, sino que disminuye, al desincentivarse la inversión y el consumo -o incentivarse la evasión de impuestos. (Este fenómeno también fue señalado por Adam Smith doscientos años antes.) Generalizando algo más el concepto, Albert Esplugas hablaba en un reciente artículo de los "rendimientos decrecientes" del Estado. Los gobernantes serían los primeros interesados en no matar la gallina de los huevos de oro con un aumento exagerado del peso del Estado en la economía. Sin embargo -insisto- no deberíamos desdeñar esas poderosas fuerzas que son la estupidez y la maldad humanas. Me gustaría ser tan optimista como Esplugas cuando tacha de catastrofista la idea de que los modernos estados democráticos occidentales puedan degenerar en un futuro impreciso hacia el totalitarismo, pero me temo que sobrevalora la racionalidad tanto de los gobernantes como de los ciudadanos en general.

Dos razones me llevan a tan sombría reflexión. Una es la amenaza islamista, que presenta inquietantes paralelismos con los fascismos de los años treinta. Alemania desde los tiempos de la invasión napoleónica había venido incubando una reacción romántica de carácter antioccidental que alcanzó el paroxismo con el surgimiento del nacional-socialismo. Los países islámicos, en gran medida naciones jóvenes como lo era Alemania (e Italia) en el primer tercio del siglo XX, experimentan una suerte de reacción análoga contra las antiguas metrópolis occidentales. Al mismo tiempo, al igual que ocurría en la época de entreguerras, son muchos los que se empeñan en no querer ver el peligro, e incluso no ocultan sus simpatías por el mundo musulmán desde posiciones supuestamente progresistas.

Lo cual me lleva a la otra razón de mi inquietud, que es la aparición de personajes nefastos y de ribetes mesiánicos como el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, capaces de hundir a un país en la ruina y no resentirse electoralmente por ello; al contrario, utilizarán el desastre económico para volverlo en contra del capitalismo, como ha observado José María Marco en un breve pero incisivo artículo. Lo cual a su vez reforzará su estrategia contra los valores judeocristianos, que quisieran ver erradicados.

En este sentido, el islamismo y el nuevo populismo de laboratorio trabajan en la misma dirección. En la medida en que el primero no deja de ganar posiciones dentro de Occidente, el segundo se nos presenta como la única alternativa frente a la "ultraderecha xenófoba", es decir, alienta el desarme moral e ideológico (cuando no material) encubriéndolo bajo el seductor concepto de la paz. O dicho de otro modo, explotando los naturales sentimientos de la mayoría que, igual ahora que setenta años atrás, quisiera creer que se pueden evitar siempre los conflictos dolorosos.

El totalitarismo sigue siendo la mayor amenaza que se cierne sobre la civilización, porque hunde sus raíces en las profundidades irracionales de la naturaleza humana. Decir esto no sólo no es catastrofismo, sino que pone de manifiesto la esencia del liberalismo: la actitud eternamente vigilante.

lunes, 12 de enero de 2009

El motor del cambio

José Saramago, en una entrevista publicada ayer en El Mundo asegura sentir un "odio visceral" por las utopías. Comparto este sentimiento, pero no comprendo cómo se concilia con su ideología comunista, de la que no tengo noticias que haya abjurado. Más notable me parece que diga lo siguiente:

"El capitalismo lo tenemos ahí y sus resultados son éstos. Y ahora qué. El problema más grave es la falta de alternativa política. Si ésta no existe, no podemos tomar el poder. Y si no accedemos a él, no hay manera de cambiar las cosas."

Creo que este es un error fundamental, quizás el error fundamental. Poner en el poder la esperanza de cambio de la realidad. Por supuesto que la política puede transformar las cosas, pero la cuestión es ¿a mejor o a peor? Sólo se me ocurre un sentido en el cual el poder es capaz de jugar un papel beneficioso para la sociedad, y es cuando favorece la iniciativa y la creatividad individual, autolimitando su intervencionismo. Cuando es menos poder, en definitiva.

Observemos la gran cantidad de productos tecnológicos que tenemos a nuestro alrededor: automóviles, televisores, ordenadores, teléfonos móviles, etc. No los ha creado ningún comité, sino personas independientes que, en un contexto de mercado libre, tuvieron el incentivo suficiente para desarrollar y perfeccionar todos estos inventos, que son los que realmente han transformado la vida humana. Las utopías que tanto dice odiar Saramago tienen todas en común el hecho de que ignoran el factor del progreso constante de la humanidad, basado en la inventiva individual, y creen que es posible instaurar por la fuerza el paraíso ahora mismo, o bien en un futuro impreciso pero que esencialmente es una proyección del presente.

No falta quien pretende aportar contraejemplos a la tesis de la incapacidad de las burocracias para imaginar el futuro. El periodista económico David Warsch, en un libro interesante y decepcionante a la vez, El conocimiento y la riqueza de las naciones, sugiere que la invención de internet, un producto de la investigación militar durante la guerra fría, sería uno de esos contraejemplos. Es cierto que la red nació en un principio gracias a la financiación de agencias gubernamentales, pero si eso fuese todo ¿por qué no la desarrollaron también los soviéticos? La respuesta no es muy complicada: Sólo en un contexto de economía de libre mercado tenía sentido, y posibilidad de éxito, la idea de una red descentralizada de millones de ordenadores personales. De hecho, jamás hubiera surgido si antes unos pocos visionarios no hubieran creado los ordenadores personales...

Warsch, a lo largo de las cuatrocientas y pico páginas del libro se empeña en demostrar, de manera poco convincente a mi juicio, que existe una contradicción esencial entre lo que él llama, siguiendo el famoso ejemplo de Adam Smith, la "fábrica de alfileres" (es decir, el mundo de la constante especialización y perfeccionamiento técnico) y la "mano invisible" (el mercado basado en la libre competencia). El motivo sería que la teoría de la fábrica de alfileres conduce irremisiblemente a la formación de monopolios, es decir, a un "fallo del mercado". Pero los ejemplos que aporta son rebuscados o capciosos. Así, la universalización del teclado QWERTY en lugar de otros modelos sólo puede considerarse un fallo del mercado, como afirma Warsch, si admitimos que los competidores eran mejores. Pero ¿cómo lo sabemos? El autor aduce que existía un teclado con las letras DHIATENSOR en el centro que hubiera permitido, teóricamente, escribir más rápido en el idioma inglés. Muy bien, ¿y los otros idiomas? En el caso de que DHIATENSOR hubiera hecho olvidar a QWERTY, quién sabe si ese anglocentrismo no hubiera impedido el triunfo de un estándar universal, con la consiguiente reducción de mercado para los fabricantes, mayores costes, etc. El ejemplo del teclado más bien nos ilustra sobre la creatividad inagotable e imprevisible del mercado, contra la cual jamás podrá rivalizar ninguna comisión de expertos.

Parecida reflexión podemos hacer sobre el otro ejemplo que trata Warsch, el de los sistemas operativos, donde por el momento Microsoft mantiene su abrumador dominio. Con todas las imperfecciones de Windows, es posible que su posición de casi monopolio, al menos hasta ahora, haya facilitado la difusión de los ordenadores. Es precipitado hablar de "fallo del mercado" en un campo como el de la informática de uso popular, que tiene poco más de dos décadas. Ya veremos a dónde nos lleva la "mano invisible", si se la deja actuar.

Los utopistas se parecen a aquellos malos escritores de ciencia-ficción que -como explicaba Asimov en el delicioso El electrón es zurdo y otros ensayos científicos- en lugar de imaginar las consecuencias inesperadas del cambio tecnológico, se limitan a reproducir el mundo actual o incluso épocas pasadas con un mero decorado futurista. Por supuesto, esto no significa que los buenos novelistas de ficción científica tengan que acertar en sus previsiones; basta con que nos hagan reflexionar. El futuro es por esencia impredecible, por lo que la pretensión estatal de planificar o dirigir el progreso es en sí misma una estafa. "Cambiar las cosas", como dice Saramago, es lo que han hecho a lo largo de los siglos, y siguen haciendo -con frecuencia inconscientemente- multitud de emprendedores, inventores y descubridores, conocidos o anónimos. Los gobiernos, si alguna función tienen, es permitir a esos verdaderos agentes del cambio que puedan desarrollar su talento y sus actividades en un ambiente estimulante, o por lo menos no entorpecedor. No es algo irrelevante, aunque carezca del aura romántica que algunos se empeñan en conferirle al poder político.

sábado, 10 de enero de 2009

Cambio climático y sentido común

¿Cuál es el problema de que la temperatura media del planeta aumente unas décimas de grados? A las televisiones les encanta achacar todo tipo de inclemencias meteorológicas, extinciones de especies, la desertización o incluso la expansión de epidemias tropicales al cambio climático. Pero si tenemos en cuenta la complejidad de factores que están en juego, no es tan sencillo establecer una relación causal simple entre la temperatura y estos fenómenos. Incluso aunque existiera, deberíamos tener en cuenta, para una justa valoración, las consecuencias indudablemente benéficas que tendría el hecho de que las latitudes septentrionales gozaran de un clima más benigno, de que pudieran reducir su consumo energético en invierno o incrementar su producción agrícola. Tal vez el balance global sería favorable, o por lo menos mucho menos catastrófico que como nos lo pintan.

Ahora bien, los predicadores del apocalipsis creen contar con una baza decisiva, que como es sabido consiste en la predicción de una subida del nivel del mar a consecuencia del deshielo de los casquetes polares, que podría sumergir bajo las aguas gran parte de las zonas costeras hoy densamente pobladas. Pero ¿cuál es la probabilidad de que esto suceda realmente?

En primer lugar, hay que señalar que un aumento de la temperatura global media no implica necesariamente un aumento de la temperatura en las regiones polares. De hecho, el propio informe del IPCC, que pasa por ser la doctrina oficial sobre el tema (aunque sobre esto habría mucho que hablar), reconoce que la mayor parte de la Antártida -que supone el 85 % de la superficie de hielo del planeta- no se está calentando, e incluso que podría enfriarse más en el futuro. En cuanto al hemisferio norte, la fusión del océano Ártico no tendría consecuencias directas sobre el nivel del mar porque se trata de hielo flotante, cuyo volumen sumergido es igual al del agua que desaloja. Por tanto, sólo deberíamos preocuparnos básicamente de Groenlandia. Efectivamente, si se fundiera todo el hielo de esta enorme isla, el nivel del mar ascendería unos 7 metros. No sería el fin del mundo, pero ciertamente, si el proceso fuese demasiado rápido podría tener efectos catastróficos para la economía y algunas poblaciones costeras. Ahora bien, según el citado informe, un deshielo total de Groenlandia llevaría miles de años, y en todo caso la subida del nivel del mar para finales de siglo sería inferior a unos 60 cm. Nada que justifique el alarmismo histérico que transmiten algunos.

Es más, incluso esta previsión podría estar completamente equivocada. Toda la teoría del calentamiento global se basa en la extrapolación al futuro de mediciones de temperatura pasadas. Incluso si dejamos de lado que las observaciones más recientes parecen apuntar a una inflexión de la tendencia, los datos por sí solos no demuestran la validez de ninguna predicción en un sistema tan complejo como el del clima. Para ello se requiere un modelo teórico contrastado, es decir, uno cuyas predicciones ya hubieran resultado acertadas en ocasiones anteriores, o dicho más exactamente, superiores en su ajuste a la realidad a las de otros modelos explicativos rivales. Claramente, la teoría del CO2 emitido por el hombre como causa del calentamiento no es ese modelo, se trata sólo de una hipótesis pendiente de contrastación, y por supuesto no la única. Otras teorías por ejemplo consideran esencial el factor de las variaciones en la radiación solar, e incluso sugieren que el futuro próximo tal vez nos depare un enfriamiento, no un calentamiento.

Una posible objeción a estas reflexiones podría ser más o menos la siguiente: Bien, de acuerdo, quizá sea todo tan incierto como dices, pero ¿y si el error de las predicciones consistiera en realidad en que se quedaran cortas? ¿Y si por una acumulación de factores el ritmo del deshielo fuera exponencial? Quizá -se nos podría decir- valdría más no arriesgarnos y apoyar las costosas políticas encaminadas a la reducción del CO2. Por si acaso. El argumento parece atendible. Quizás podría dar lugar a un debate interesante. El problema es que los ecoalarmistas no son tan honestos. Ellos prefieren dar pábulo a las previsiones más catastrofistas, a fin de que entreguemos a los gobiernos todavía más poder y recursos para intervenir en la sociedad. ¡Qué mejor pretexto podían haber hallado que la salvación del planeta! Y los medios de comunicación son los principales culpables; más papistas que el Papa (o que el IPCC, en este caso), siguen empeñándose en publicar titulares de ciencia-ficción cada vez que se produce el deshielo estacional en el Ártico, o se separa alguna masa helada de la pequeña parte de la Antártida (continente mucho mayor que Europa) en la cual se ha observado un aumento de la temperatura.

De todos modos, el argumento de "por si acaso" debería precisarse. Y sobre todo, debería incorporar el coste para los países más pobres, mensurable en vidas humanas, de la disminución del crecimiento económico mundial derivada del Protocolo de Kioto. ¿Causará más víctimas una hipotética elevación del mar de varios centímetros que una contracción de la economía de aquellos países con parte de su población en el límite de la subsistencia?

Quienes tachan de "negacionistas" a los que cuestionan el histerismo climático, sugiriendo sutilmente que son una especie de criminales contra la humanidad, quizás podrían tener -terrible ironía- una responsabilidad mucho más grave en sus desdichas futuras.

Unas consultas al diccionario

El Institut d'Estudis Catalans (IEC), que viene a ser la Academia de la lengua catalana, ha modificado la definición de la voz "matrimonio" para que incluya los llamados matrimonios homosexuales. Ya no habla de "unió legítima d'un home i d'una dona" sino de "unión legítima entre dos personas que se comprometen a llevar una vida en común establecida mediante ritos o formalidades legales." Sin embargo, cuando escribo esta entrada la edición on line todavía muestra el antiguo significado, como puede verse por esta captura de pantalla que pronto tendrá valor arqueológico:


Llama la atención que la nueva definición sea mucho más larga. ¿Es que la unión entre hombre y mujer no es también entre dos personas que se comprometen a llevar una vida en común, etc? Parece como si el académico se hubiera encontrado ante el problema de distinguir el matrimonio de otro tipo de uniones que, al no especificarse la condición sexual de los contrayentes, podrían quedar incluidas de manera inconveniente, y poner al descubierto el profundo absurdo que entraña creer que determinadas instituciones pueden alterarse a voluntad con sólo cambiar una ley, o una entrada en el diccionario.

Al conocer esta noticia, y las críticas más que justificadas que ha recibido el IEC por la introducción de un claro sesgo ideológico en lo que debería ser una herramienta científica neutral, se me ocurrió buscar los términos "derecha" e "izquierda". El resultado es todavía más sorprendente.

El diccionario define derecha (dreta) como "conjunto de partidos que mantienen una posición ideológica caracterizada por actitudes políticas favorables a la defensa del orden establecido." Aunque no es difícil objetar esta acepción, según la cual el partido comunista cubano debería adscribirse a la derecha (en la medida en que aboga por mantener el "orden establecido" en la isla que sojuzga férreamente), debe admitirse que se aproxima bastante al uso lingüístico habitual. Otra cosa no es exigible a un diccionario de la lengua. Sin embargo, la definición de izquierda (esquerre), reza así:

"Conjunto de partidos que mantienen una posición ideológica caracterizada por actitudes políticas favorables a la modificación de las estructuras sociales, a la igualdad entre individuos y a la intervención pública en las relaciones socioeconómicas para conseguir esta igualdad."

La asimetría entre ambas definiciones es innegable; la segunda no se limita a ser el reverso de la primera, sino que se esfuerza en ser bastante más explicativa. La derecha se define de forma puramente negativa: La defensa de lo establecido a fin de cuentas equivale a la oposición a las reformas, sin especificar si la naturaleza del uno o de las otras es relevante para entender el vocablo. En cambio, al término izquierda se le adjudica un contenido positivo, unas ideas determinadas, contra las cuales la derecha se limita a reaccionar, cuando podría definirse perfectamente como la "actitud favorable a la libertad de los individuos y la desconfianza hacia la intervención pública en las relaciones socioeconómicas". ¿Por qué no?

Aunque lo que he dicho antes acerca del partido comunista cubano parece broma, en realidad no lo es. Recuerdo perfectamente como en tiempos de la perestroika, algún diario se refería a los sectores de la URSS reacios a las reformas democráticas como "conservadores". El mensaje implícito es claro. Los conservadores pueden variar de ideario según la geografía o la época, pero tienen siempre algo en común: son los malos. Los académicos catalanes, desde luego, lo han captado a la perfección.

jueves, 8 de enero de 2009

Pilar Rahola o el síndrome alterizquierdista

Mi amigo y comentarista de lujo C. ha sugerido el término alterizquierdista para denominar a aquel que sigue sintiéndose de izquierdas, aun cuando se ha desengañado ya en gran medida de ciertos partidos o regímenes que pasan por ser la plasmación política de esa ideología. Pues bien, acabo de leer un artículo de Pilar Rahola, titulado El relativismo ético, que parece encajar inequívocamente en esta categoría.

"A cada cual lo suyo -dice Rahola-, y a mí, lo que me duele es la izquierda. Primero, porque aún creo en ella, y porque pienso que el progreso del ser humano pasa por la sensibilidad social, el compromiso ecológico y los derechos civiles. Y la derecha, mirada a bulto, no me parece que defienda ese triple compromiso. Por supuesto, conozco conservadores que están más comprometidos socialmente que muchos 'puño en alto'."

El artículo prosigue haciendo una crítica impecable de la "locura antioccidental". Sin embargo, hay algo que Rahola no explica, quizás porque no llega a plantearse siquiera la cuestión, que es la siguiente: ¿De dónde procede este relativismo multiculturalista de la izquierda, que con tanta razón deplora? Porque a juzgar por su escrito, se trataría de un cuerpo extraño que se ha adherido de manera fortuita al núcleo ideológico original.

Desde luego, yo creo -y en ello disiento también de otro de los comentaristas de la entrada anterior, Mario García- que esa sería una explicación demasiado piadosa. El multiculturalismo obedece a una estrategia implacable de denigración de Occidente y especialmente de Estados Unidos, cuya función ha sido siempre desacreditar al liberalismo, a fin de favorecer, en el mejor de los casos, las restricciones al libre mercado y el incremento del sector público. Es decir, eso que a la izquierda le gusta llamar "sensibilidad social". (El "compromiso ecologista" sólo es otro pretexto más reciente del viejo intervencionismo de siempre.)

En cuanto a los "derechos civiles", no me cabe ninguna duda de que Rahola está pensando en el aborto, la eutanasia o el matrimonio homosexual: Es decir, en el proyecto nunca abandonado de derogar la moral judeocristiana (consustancial a Occidente) con el señuelo del discurso emancipador que promete un mundo feliz huxleyano, cuyo resultado previsible es que el Estado acabe convirtiéndose en la única fuente de todo valor, o dicho de otro modo, escape a todo control al situarse por encima del bien y del mal. ("Relativismo ético"). Si el "Montesquieu ha muerto" suponía relativizar la vigencia del principio de división de poderes, el "Dios ha muerto" que late en la reforma de las costumbres que preconiza la izquierda, tiene consecuencias análogas pero incalculablemente más amplias.

Como decía C., el antioccidentalismo de la izquierda -indisolublemente unido al anticristianismo y al antijudaísmo- no es accidental. Pilar Rahola ha detectado algunos síntomas (la izquierda le "duele") pero no sabe hacer o no le interesa el diagnóstico, porque ello podría llevarla a abandonar por completo la ilusión izquierdista. Y fuera hace mucho frío.

martes, 6 de enero de 2009

Ojalá los yanquis muerdan el polvo

Los que hemos sido de izquierdas en la adolescencia y primera juventud, no podemos evitar reconocernos en muchas páginas del libro Por qué dejé de ser de izquierdas, de Javier Somalo y Mario Noya. Uno de los testimonios que me ha parecido más interesante es el de Cristina Losada, especialmente cuando confiesa que la experiencia que la llevó a romper definitivamente con la izquierda fue la reacción de algunos amigos suyos ante el 11-S: Se alegraron.

El relato de Cristina Losada me ha hecho aflorar un recuerdo personal que casi había olvidado. En 1990, cuando Bush padre estaba a punto de invadir Iraq, yo era un estudiante progre. Íntimamente deseaba que, como profetizaban entonces supuestos expertos, el desierto mesopotámico se convirtiera en una especie de Vietnam para los imperialistas yanquis. (Aprovechad para reíros de mí ahora, no siempre voy a ser tan locuaz acerca de mis pecados juveniles.) Un día, sin embargo, en los pasillos de la Facultad me encontré con un compañero del cual yo no tenía un gran concepto, a decir verdad. Por la razón que fuera, y resumiendo, le consideraba un palurdo. Pero he aquí que, al salir el tema de la inminente operación militar, el palurdo no pudo evitar expresar el deseo de que los yanquis mordieran el polvo en las arenas iraquianas. Entonces tuve un momento de lucidez y me apercibí de la mezquindad de tal sentimiento, avergonzándome vivamente de haberlo albergado yo mismo.

No rompí con el progresismo ambiente en aquella ocasión, pero retrospectivamente me doy cuenta de que aquel flash fue premonitorio. Algo en mí no casaba con una ideología con la que cualquier paleto se puede sentir emocionalmente identificado.

Una década después, cuando se produjo el ataque terrorista contra las Torres Gemelas hacía ya tiempo que yo había superado mis devaneos izquierdistas. Sin embargo, casi inadvertidamente, seguía arrastrando algún tic de ascendencia progre-catalanista, como se deduce del hecho de que, aunque había deseado la victoria de Aznar en las elecciones de 1996 y en las del 2000, y de hecho me alegré mucho de la mayoría absoluta que obtuvo en las segundas, en ninguna de las dos lo voté. Sé que parece absurdo, pero así fue. Tuvo que producirse el 11-M, y el intento de linchamiento de dos ministros del gobierno en Barcelona, para que por primera vez fuera consecuente con mis preferencias y votara al Partido Popular.

¿Por qué razón uno no votaría al partido que prefiere que gobierne (aunque sólo fuera por eliminación), máxime cuando el voto es secreto? No aburriré al lector con mi psicoanálisis. Baste señalar que el proceso por el cual uno se desengancha de las falsas ilusiones del seudoprogresismo, como demuestra categóricamente el libro citado, se caracteriza por un moroso gradualismo, casi exasperante en su lentitud cuando se contempla retrospectivamente. No hay conversiones súbitas, aunque determinadas experiencias puedan ayudar a acelerar o completar la cura de desintoxicación. Las etapas suelen ser, a grandes rasgos:
  • Desencanto con un determinado partido, pero sin abandonar la idea de que es posible otra izquierda.
  • Abandono de la izquierda. Se da uno cuenta, como dice César Vidal en el libro, de que "no es que la izquierda tuviera problemas sino que el problema era la izquierda."
  • Profundización en el pensamiento liberal-conservador, pero sin interesarse por los partidos políticos o las figuras históricas (Reagan, Thatcher) que en teoría lo han defendido, porque todavía persiste la antigua prevención ante la derecha.
  • Finalmente, llega un día en que, vote uno al PP o no, ya no está influido en su decisión por los viejos prejuicios.
Epílogo: Y entonces va el PP y lo jode. Pero eso ya es otra historia.

domingo, 4 de enero de 2009

Bosquejo de una teoría del progresismo

El autodenominado progresista suele ser un individuo que está en posesión de una determinada idea acerca del progreso y que acusa a quien discrepa de tal idea de ir contra el progreso. Es decir, lo que suele llamarse progresismo se fundamenta en una lógica defectuosa. Si yo afirmo que p = x, y alguien niega la verdad de esta proposición, lo que no es correcto es decir que está negando p (puede que defienda p = y o p = z, etc). Aunque haya quien efectivamente esté contra cualquier concepción posible del progreso, no es válido afirmar a priori que quien cuestiona mi idea del progreso carece necesariamente de otra distinta.

Ahora bien, con esto no pretendo decir en absoluto que el progresismo estándar sea un mero error formal. Mi tesis es que el progresista no es intrínsecamente estúpido, sino que en realidad lo que él defiende no es el progreso, sino otra cosa. Y si a esa cosa la llama progreso es porque sencillamente confía en ver sus particulares ideales o intereses bendecidos por el gran ídolo moderno, de la misma manera que en otras épocas cualquier facción política presentaba sus objetivos como los únicos acordes con la voluntad divina. El Progreso, al menos por la función que sus acólitos le asignan, no sería más que un trasunto laico de Dios, al que la piedad popular tiende siempre a poner de su lado, sin plantearse a fondo la justicia o el acierto de su causa.

Un ejemplo. Los progresistas defienden el papel del Estado en la redistribución de la riqueza. Otros, por el contrario, afirmamos que la iniciativa privada cumple ese objetivo de manera mucho más eficiente. Conclusión que extraen los primeros: El “neoliberalismo” está en contra de la redistribución de la riqueza y a favor de los ricos. O dicho de otro modo, para ellos, si el intervencionismo es progreso (¡y no hay más que hablar!) cualquier teoría alternativa, por mucha evidencia empírica que aporte, será tachada de ultraconservadora. Jamás se les ocurrirá plantearse la posibilidad de que los resultados que declaran perseguir puedan conseguirse sólo aplicando procedimientos o métodos distintos –por no decir opuestos– a los suyos.

El ejemplo nos sugiere que una de esas cosas que en realidad están defendiendo los progresistas bajo el término progreso es la igualdad. Así que cabe preguntarse ¿realmente la igualdad supone un avance? Ante la crudeza de la cuestión, seguramente muchos lectores tenderán a pensar algo así como: “Ah, no, eso sí que no. La igualdad no me la toques. Si para ti la igualdad no es un progreso de la sociedad, pues a paseo el progreso.” Ahora bien, nótese que según mi teoría del progresismo estándar, sería muy raro que un progre tuviera el valor o la sinceridad de decir esto. No. Lo que diría es que quien cuestione que la igualdad sea factible o siquiera deseable, es de hecho un reaccionario, una persona que se opone a que la sociedad avance. El prestigio inherente al término progreso le resulta demasiado tentador para que renuncie a ampararse en él, o a cuestionarse siquiera un instante si es verdaderamente tan indisociable de determinados principios sacrosantos.

La ventaja de esta teoría estriba en que permite explicar muy bien la alianza objetiva –aparentemente contra natura– de los progresistas con el nacionalismo o incluso con el islamismo. Si como yo defiendo no son verdaderamente progresistas, no debería sorprendernos tanto que coincidan con movimientos o ideologías que se caracterizan por la nostalgia de un pasado idealizado, es decir, hablando con propiedad, reaccionarios.

Ahora bien, está bien decir lo que no es el progreso, pero sin duda se echará de menos una definición positiva del término. Evidentemente, todos entendemos por progreso algún tipo de mejora, pero con apuntar un posible sinónimo apenas aportamos algo a su esclarecimiento. ¿Qué debemos considerar como una mejora? ¿Puede haber un consenso universal acerca de lo que entendemos por mejorar? En mi opinión, esta pregunta, como casi todas, sólo puede tener una respuesta empírica. A lo que la mayoría de los individuos aspiran (independientemente de si aciertan o no con los métodos, o con sus votos) es a cierto estado de bienestar material para sí y para su familia más próxima (pareja e hijos). Es la clase de aspiración que con frecuencia ha sido tildada despectivamente de “burguesa”, y que despierta en ocasiones las burlas, o las iras, tanto de artistas como de fundamentalistas religiosos. Pero no hay precisamente mayor prueba de su profundo arraigo en la naturaleza humana que el hecho de que esos mismos sujetos que fingen desdeñar las cuestiones materiales, suelen cuidarse mucho de no tenerlas perfectamente cubiertas.

Pese a esta definición burguesa del verdadero progreso, no se nos puede escapar una característica inherente al progresismo que realmente merece ese nombre, que es su tendencia a cuestionar lo establecido, en la medida en que este se convierte en obstáculo para las aspiraciones de muchos individuos. Por ello no debe sorprendernos que una estrategia típica de todo establishment para blindarse frente al cambio sea identificarse con el mismo cambio, o lo que se entienda por tal. Esta es la razón por la cual buena parte de la clase política, intelectual y empresarial se apresura en nuestros días a posicionarse como progresista. Le va en ello seguir gozando de su estatus sin sentirse excesivamente cuestionada, en un mundo que a pesar de todo sigue evolucionando a un ritmo acelerado, con el riesgo angustioso que ello entraña para algunos de quedar desfasados y de perder por tanto sus posiciones. Si uno consigue que la etiqueta de progresista sobreviva a cualquier avatar, no importa las veces que meta la pata (que apoyara a la URSS en tiempos, o el maoísmo, o la causa aberrante que fuera). Podrá seguir impartiendo lecciones de ética y de democracia, y pronunciando anatemas contra quienes no cayeron en esos errores o supieron reconocerlos con posterioridad. Ser progresista es, en definitiva, como pertenecer a un club. Las razones son lo de menos; el instinto grupal lo es casi todo.