El profesor de psicología Steven Pinker define la mente humana como "un sistema de órganos de computación, diseñado por la selección natural". Esta teoría, que desarrolla a lo largo de las más de ochocientas páginas de su fascinante libro Cómo funciona la mente, se opone frontalmente, como es evidente, a toda concepción de la psique basada en alguna esencia misteriosa o principio sobrenatural. Sin embargo, en esta misma obra Pinker admite que la consciencia, en la acepción de la palabra que se refiere al sentimiento subjetivo o sentiencia (las sensaciones subjetivas como el dolor de muelas, el color rojo, etc) "se asemeja a un milagro", y renuncia a encontrarle ninguna explicación.
La ciencia nos explica las sensaciones visuales, auditivas, táctiles, de dolor o placer, etc, como un proceso físico-químico. Cuando una determinada radiación electromagnética incide en mi retina, se desencadena una serie de procesos moleculares en mis sinapsis neuronales, y así surge lo que llamamos la sensación de color rojo. Sin embargo, si construyéramos un robot que reprodujera a la perfección nuestra facultad visual (distinguir formas, colores, etc) ¿sería lícito decir que el robot experimenta la sensación de rojo igual que nosotros? Parece que no hubiera manera de evitar el salto ontológico desde lo físico a lo mental.
El "misterio de la sensibilidad", como lo denomina también Pinker, ha atormentado a los filósofos desde Descartes, que fue el primero que lo expuso con toda claridad. Básicamente se han propuesto tres tipos de solución. La primera, debida al propio Descartes, es la dualista. Consiste simplemente en decir que existen dos clases de realidad, la física y la mental. La segunda solución es la idealista (Hume, Berkeley, etc), una sorprendente huida hacia adelante basada en negar nada menos que la existencia del mundo físico, o por lo menos que tengamos algún conocimiento de él. Estos filósofos, que inspiraron a Jorge Luis Borges su inolvidable universo literario, venían a razonar que las únicas realidades de las cuales tenemos conocimiento directo son nuestras sensaciones, y que el mundo "exterior" es sólo una deducción, una hipótesis. No tenemos posibilidad, aplicando la lógica más estricta, de saber si nuestras concepciones de espacio, materia o incluso de las otras mentes, responden a la existencia de un mundo objetivo o vivimos en una especie de Matrix. (Otra cosa es que tenga algún sentido exigir esta certeza.) En su forma más extrema y consecuente esta "espectral doctrina" conduce al solipsismo, la idea siniestra de que sólo existo yo, y todo lo demás, incluida la humanidad entera, no es más que una ensoñación de mi mente eternamente solitaria, como imaginó Mark Twain en su relato El forastero misterioso.
Kant se refirió al "escándalo" que suponía que los filósofos desde Descartes fueran incapaces de demostrar la existencia de un mundo objetivo. Pero su propia solución, simplificando, no es más que una variante sofisticada de lo que llamamos idealismo, que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX, en los planteamientos de la filosofía positivista y la fenomenología de Husserl.
A la tercera solución llegaron por caminos diferentes el existencialismo de tradición continental y la filosofía analítica de tradición anglosajona. En esencia, consiste en señalar que todo el problema parte del error de Descartes (renacido una y otra vez en las personas cultivadas) de convertir a las sensaciones subjetivas en un trasunto de los objetos físicos, con los cuales surgiría incluso el problema de cómo interaccionan. En realidad, la sensación de rojo no tendría nada de misterioso, y nuestra perplejidad procedería de un "error categorial" (Ryle), por el cual al reflexionar sobre nuestros procesos mentales, hacemos de ellos una realidad de naturaleza "espiritual", que a todos los efectos no es más que una tosca duplicación de la realidad material.
La tercera solución no niega ni los procesos físicos ni los mentales, simplemente los sitúa en planos conceptuales distintos. En última instancia, el dualismo cartesiano era una forma de materialismo, pues aunque aparentemente distinguía de manera radical entre la materia y el espíritu, prácticamente venía a concebir este último como una forma más sutil de materia. Descartes dice: Je pense, donc je suis. "Pero -inquiere Ortega- ¿quién es ese yo que existe?" Y prosigue:
" Je ne suis qu'une chose qui pense. ¡Ah, una cosa! El yo no es pensamiento, sino una cosa de que el pensamiento es atributo (...) Hemos recaído en el ser inerte de la ontología griega. En la misma frase, en el mismo gesto con que Descartes nos descubre un nuevo mundo, nos lo retira y anula. Tiene la intuición, la visión del ser para sí, pero lo concibe como un ser sustancial, a la griega." (¿Qué es filosofía?, Lección IX.)
Así pues, cuando la naturaleza ontológica de las sensaciones, como el dolor de muelas, el color rojo o el sabor a limón, nos sume en la perplejidad, lo que ocurre es que estamos todavía presos de las categorías substancialistas en las que se basa nuestro lenguaje. O por decirlo en términos de la psicología evolucionista, nuestro cerebro no está diseñado para reflexionar sobre sus propias operaciones, y por eso cuando lo hace, fácilmente cae en espejismos.
¿Significa esto que la consciencia no es ningún enigma? Evidentemente, mientras seamos incapaces de construir una máquina dotada de sensibilidad, en un sentido perfectamente preciso la subjetividad seguirá siendo un misterio. La cuestión es si se conseguirá algún día crear un robot consciente, o si, como sugiere Pinker al final del libro citado, puede que existan límites a lo que el cerebro humano pueda llegar jamás a comprender ("clausura cognitiva"). Determinados problemas (entre los cuales Pinker incluye la fundamentación de la moral) podrían ser irresolubles para el Homo Sapiens. Personalmente, y en esto me aparto del autor, el que me parece el mayor misterio de todos es por qué estamos aquí. Aunque hace años abrigué la cómoda concepción positivista según la cual se trataría de un falso problema, hoy no lo tengo en absoluto nada claro.
Quizás el enigma de la consciencia sea sólo un avatar del mayor enigma de todos. Más allá de consideraciones ideológicas, la razón última por la cual deberíamos recelar de ese pensamiento trivial tan extendido, consistente en identificar la actitud "científica" con la negación de toda trascendencia y la reducción de cualquier principio a convención, es que es sencillamente falso. La ciencia no nos permite fundamentar ninguna metafísica, incluyendo la metafísica encubierta de quienes se creen libres de toda preconcepción ontológica.