lunes, 12 de enero de 2009

El motor del cambio

José Saramago, en una entrevista publicada ayer en El Mundo asegura sentir un "odio visceral" por las utopías. Comparto este sentimiento, pero no comprendo cómo se concilia con su ideología comunista, de la que no tengo noticias que haya abjurado. Más notable me parece que diga lo siguiente:

"El capitalismo lo tenemos ahí y sus resultados son éstos. Y ahora qué. El problema más grave es la falta de alternativa política. Si ésta no existe, no podemos tomar el poder. Y si no accedemos a él, no hay manera de cambiar las cosas."

Creo que este es un error fundamental, quizás el error fundamental. Poner en el poder la esperanza de cambio de la realidad. Por supuesto que la política puede transformar las cosas, pero la cuestión es ¿a mejor o a peor? Sólo se me ocurre un sentido en el cual el poder es capaz de jugar un papel beneficioso para la sociedad, y es cuando favorece la iniciativa y la creatividad individual, autolimitando su intervencionismo. Cuando es menos poder, en definitiva.

Observemos la gran cantidad de productos tecnológicos que tenemos a nuestro alrededor: automóviles, televisores, ordenadores, teléfonos móviles, etc. No los ha creado ningún comité, sino personas independientes que, en un contexto de mercado libre, tuvieron el incentivo suficiente para desarrollar y perfeccionar todos estos inventos, que son los que realmente han transformado la vida humana. Las utopías que tanto dice odiar Saramago tienen todas en común el hecho de que ignoran el factor del progreso constante de la humanidad, basado en la inventiva individual, y creen que es posible instaurar por la fuerza el paraíso ahora mismo, o bien en un futuro impreciso pero que esencialmente es una proyección del presente.

No falta quien pretende aportar contraejemplos a la tesis de la incapacidad de las burocracias para imaginar el futuro. El periodista económico David Warsch, en un libro interesante y decepcionante a la vez, El conocimiento y la riqueza de las naciones, sugiere que la invención de internet, un producto de la investigación militar durante la guerra fría, sería uno de esos contraejemplos. Es cierto que la red nació en un principio gracias a la financiación de agencias gubernamentales, pero si eso fuese todo ¿por qué no la desarrollaron también los soviéticos? La respuesta no es muy complicada: Sólo en un contexto de economía de libre mercado tenía sentido, y posibilidad de éxito, la idea de una red descentralizada de millones de ordenadores personales. De hecho, jamás hubiera surgido si antes unos pocos visionarios no hubieran creado los ordenadores personales...

Warsch, a lo largo de las cuatrocientas y pico páginas del libro se empeña en demostrar, de manera poco convincente a mi juicio, que existe una contradicción esencial entre lo que él llama, siguiendo el famoso ejemplo de Adam Smith, la "fábrica de alfileres" (es decir, el mundo de la constante especialización y perfeccionamiento técnico) y la "mano invisible" (el mercado basado en la libre competencia). El motivo sería que la teoría de la fábrica de alfileres conduce irremisiblemente a la formación de monopolios, es decir, a un "fallo del mercado". Pero los ejemplos que aporta son rebuscados o capciosos. Así, la universalización del teclado QWERTY en lugar de otros modelos sólo puede considerarse un fallo del mercado, como afirma Warsch, si admitimos que los competidores eran mejores. Pero ¿cómo lo sabemos? El autor aduce que existía un teclado con las letras DHIATENSOR en el centro que hubiera permitido, teóricamente, escribir más rápido en el idioma inglés. Muy bien, ¿y los otros idiomas? En el caso de que DHIATENSOR hubiera hecho olvidar a QWERTY, quién sabe si ese anglocentrismo no hubiera impedido el triunfo de un estándar universal, con la consiguiente reducción de mercado para los fabricantes, mayores costes, etc. El ejemplo del teclado más bien nos ilustra sobre la creatividad inagotable e imprevisible del mercado, contra la cual jamás podrá rivalizar ninguna comisión de expertos.

Parecida reflexión podemos hacer sobre el otro ejemplo que trata Warsch, el de los sistemas operativos, donde por el momento Microsoft mantiene su abrumador dominio. Con todas las imperfecciones de Windows, es posible que su posición de casi monopolio, al menos hasta ahora, haya facilitado la difusión de los ordenadores. Es precipitado hablar de "fallo del mercado" en un campo como el de la informática de uso popular, que tiene poco más de dos décadas. Ya veremos a dónde nos lleva la "mano invisible", si se la deja actuar.

Los utopistas se parecen a aquellos malos escritores de ciencia-ficción que -como explicaba Asimov en el delicioso El electrón es zurdo y otros ensayos científicos- en lugar de imaginar las consecuencias inesperadas del cambio tecnológico, se limitan a reproducir el mundo actual o incluso épocas pasadas con un mero decorado futurista. Por supuesto, esto no significa que los buenos novelistas de ficción científica tengan que acertar en sus previsiones; basta con que nos hagan reflexionar. El futuro es por esencia impredecible, por lo que la pretensión estatal de planificar o dirigir el progreso es en sí misma una estafa. "Cambiar las cosas", como dice Saramago, es lo que han hecho a lo largo de los siglos, y siguen haciendo -con frecuencia inconscientemente- multitud de emprendedores, inventores y descubridores, conocidos o anónimos. Los gobiernos, si alguna función tienen, es permitir a esos verdaderos agentes del cambio que puedan desarrollar su talento y sus actividades en un ambiente estimulante, o por lo menos no entorpecedor. No es algo irrelevante, aunque carezca del aura romántica que algunos se empeñan en conferirle al poder político.