Una persona a la que llamaré Pepe, y de la cual no daré su verdadero nombre ni otros detalles para no perjudicarla laboralmente, imparte clases de español en una escuela pública de un país centroeuropeo, donde reside desde hace años. Hace un tiempo surgió la idea de crear un curso de catalán en el mismo centro, dirigido a un pequeño grupo de personas interesadas en esta lengua por diversos motivos. Pepe accedió encantado a hacerse cargo del nuevo curso. Hay que decir que Pepe es licenciado en filología clásica, tiene el catalán como lengua materna y está en posesión del certificado de nivel superior de catalán (D) reconocido por la Generalitat.
Las clases, resumiendo, tuvieron un éxito notable... Hasta que una asociación de catalanes residentes en ese país, apoyada por la Generalitat, manifestó su malestar al director de la escuela. Este, entonces, llamó a Pepe y le dijo que era mejor no seguir con el curso, para evitarse problemas. La verdad es que Pepe no puso demasiadas objeciones -bastante trabajo tenía con las clases de español- pero sus alumnos se movilizaron para que prosiguieran las clases. Así que se decidió continuar el curso fuera del centro, en habitaciones alquiladas y sin publicidad. Es decir, de manera clandestina.
¡Gran éxito el de la asociación! Alguno se preguntará qué problema tenía una agrupación de catalanes en el extranjero con que se enseñara el catalán en la escuela pública. Parece evidente: No les interesa si no lo pueden controlar, si la actividad docente no va unida a la propaganda nacionalista, el Catalonia is not Spain y todo aquello a lo cual Pepe no tenía intención de prestarse. Y claro está, si no tienen su parte en las subvenciones.
Ahora la Generalitat ha anunciado que subvencionará el catalán en la Universidad española, al igual que viene haciendo en las de otros países. Yo estoy por principio en contra de toda subvención. Pero aún lo estoy más, si cabe, en este caso. No puedo evitar acordarme de Pepe.