Adam Smith observó que el esfuerzo natural e incesante que realizan los individuos por mejorar la propia condición es un principio tan poderoso que suele compensar en gran medida los errores económicos cometidos por los gobernantes. Sin embargo, como el pensador escocés ilustraba abundantemente en La riqueza de las naciones, la intervención estatal es con frecuencia tan opresiva o torpe que neutraliza e incluso revierte todo progreso de la sociedad.
Cabría pensar que a los Estados les resulta conveniente estimular la prosperidad de los ciudadanos para que redunde en su propio poderío, pero aunque esto es objetivamente cierto, no siempre la clase gobernante que se halla al mando de la máquina estatal es lo suficientemente lúcida para comprenderlo, o por decirlo con más precisión, no siempre el interés de la clase coincide con el miope egoísmo de sus miembros.
La famosa curva de Laffer, ideada por el consejero de Reagan, Arthur Laffer, expresa lo anterior en términos tributarios. A partir de una determinada presión fiscal, la recaudación pública no aumenta, sino que disminuye, al desincentivarse la inversión y el consumo -o incentivarse la evasión de impuestos. (Este fenómeno también fue señalado por Adam Smith doscientos años antes.) Generalizando algo más el concepto, Albert Esplugas hablaba en un reciente artículo de los "rendimientos decrecientes" del Estado. Los gobernantes serían los primeros interesados en no matar la gallina de los huevos de oro con un aumento exagerado del peso del Estado en la economía. Sin embargo -insisto- no deberíamos desdeñar esas poderosas fuerzas que son la estupidez y la maldad humanas. Me gustaría ser tan optimista como Esplugas cuando tacha de catastrofista la idea de que los modernos estados democráticos occidentales puedan degenerar en un futuro impreciso hacia el totalitarismo, pero me temo que sobrevalora la racionalidad tanto de los gobernantes como de los ciudadanos en general.
Dos razones me llevan a tan sombría reflexión. Una es la amenaza islamista, que presenta inquietantes paralelismos con los fascismos de los años treinta. Alemania desde los tiempos de la invasión napoleónica había venido incubando una reacción romántica de carácter antioccidental que alcanzó el paroxismo con el surgimiento del nacional-socialismo. Los países islámicos, en gran medida naciones jóvenes como lo era Alemania (e Italia) en el primer tercio del siglo XX, experimentan una suerte de reacción análoga contra las antiguas metrópolis occidentales. Al mismo tiempo, al igual que ocurría en la época de entreguerras, son muchos los que se empeñan en no querer ver el peligro, e incluso no ocultan sus simpatías por el mundo musulmán desde posiciones supuestamente progresistas.
Lo cual me lleva a la otra razón de mi inquietud, que es la aparición de personajes nefastos y de ribetes mesiánicos como el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, capaces de hundir a un país en la ruina y no resentirse electoralmente por ello; al contrario, utilizarán el desastre económico para volverlo en contra del capitalismo, como ha observado José María Marco en un breve pero incisivo artículo. Lo cual a su vez reforzará su estrategia contra los valores judeocristianos, que quisieran ver erradicados.
En este sentido, el islamismo y el nuevo populismo de laboratorio trabajan en la misma dirección. En la medida en que el primero no deja de ganar posiciones dentro de Occidente, el segundo se nos presenta como la única alternativa frente a la "ultraderecha xenófoba", es decir, alienta el desarme moral e ideológico (cuando no material) encubriéndolo bajo el seductor concepto de la paz. O dicho de otro modo, explotando los naturales sentimientos de la mayoría que, igual ahora que setenta años atrás, quisiera creer que se pueden evitar siempre los conflictos dolorosos.
El totalitarismo sigue siendo la mayor amenaza que se cierne sobre la civilización, porque hunde sus raíces en las profundidades irracionales de la naturaleza humana. Decir esto no sólo no es catastrofismo, sino que pone de manifiesto la esencia del liberalismo: la actitud eternamente vigilante.