¿Alguien puede creer seriamente en el gobierno del pueblo? Todo gobierno por esencia lo es de una minoría, sea cual sea el medio por el que sus miembros hayan alcanzado el poder, o la ideología con la cual justifiquen su ejercicio.
En la Atenas clásica, los ciudadanos que tomaban las decisiones de la polis no eran ni más ni menos que una selecta minoría, que excluía no sólo a los esclavos, sino también a los campesinos y a las mujeres.
En los modernos sistemas parlamentarios, la voluntad de millones de individuos es sustituida por la de unos escasos representantes, a su vez supeditados a una jerarquía partidocrática o condicionados por intereses de grupos de presión.
Por mucho que se quiera revestir de un carácter casi sagrado a los parlamentos, con términos de carácter inequívocamente metafísico-religioso ("emanación de la voluntad popular", etc) el hecho cierto es que unos pocos mandan y los más obeceden. La democracia en sentido etimológico es una utopía.
Esto no significa que exista una alternativa al régimen parlamentario, sino lisa y llanamente que tal régimen no es la democracia, en el sentido de gobierno del pueblo. Las elecciones libres y los parlamentos son sólo un medio entre otros (aunque valioso) con los que cuenta el estado de derecho para controlar y fiscalizar el poder ejecutivo.
Es más, las invocaciones al concepto teórico de democracia suelen por el contrario encubrir el deseo de sortear ese control del ejecutivo. Aunque no han faltado autores que honestamente defienden fórmulas para incrementar la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, es más que dudoso que lograran el objetivo que pretenden. En su obra Rational Choice and Democratic Deliberation, los filósofos del derecho Guido Pincione y Fernando R. Tesón han señalado la paradoja que late en la figura del ciudadano que toma posiciones acerca de los asuntos públicos basándose en criterios racionales, y no en meros sentimientos o prejuicios. En realidad, tal actitud es extremadamente rara, no porque no exista una suficiente "cultura democrática", sino porque la inversión de esfuerzo intelectual necesaria para alcanzar semejante capacidad de juicio no se ve compensada por la utilidad irrelevante de un voto individual. Es decir, los ciudadanos actuarían racionalmente cuando deciden su voto de manera irreflexiva... Las consecuencias de esta conclusión para el elevado concepto de la democracia que algunos gustan de acariciar son sencillamente devastadoras.
Así pues, cuando el término democracia se usa en un sentido idealista conviene ponerse en guardia. Existen dos estrategias basadas en la confusión deliberada entre el sentido etimológico-filosófico y el empírico. La primera y más grosera consiste en razonar más o menos así: Puesto que la democracia "burguesa" es una utopía, o cuando menos un sistema ineficaz, acabemos con el sistema parlamentario. Bolcheviques, fascistas, nacional-socialistas, etc han recurrido a esta argumentación para justificar sus dictaduras al tiempo que han apelado a una forma "superior" o más "auténtica" de democracia.
La segunda estrategia es mucho más sutil, por cuanto no se plantea acabar con el parlamentarismo y el estado de derecho, sino vaciarlo gradualmente de sentido, mediante fórmulas para incrementar la "calidad" de la democracia que en realidad persiguen hiperlegitimar las actuaciones del poder ejecutivo. El procedimiento consiste básicamente en utilizar a asociaciones masivamente infiltradas por el poder partidocrático, pero que se hacen pasar por manifestaciones espontáneas de la sociedad civil, para mediante una escenificación de "diálogo" poder descalificar como no democrática cualquier crítica que se salga del cauce así institucionalizado y por supuesto totalmente controlado por el gobierno.
Un ejemplo paradigmático es el llamado "Plan Interdepartamental de Participación Ciudadana" de la Generalitat de Cataluña, que cuenta con un presupuesto de más de ¡2.000 millones de pesetas! (12,96 millones de euros). Incluso en la declaración de intenciones del Plan, redactada con la habitual retórica empalagosa de la escolástica político-burocrática, se trasluce su verdadero carácter intervencionista y dominador. El documento habla de una nueva "cultura de la participación" que "complementa la democracia representativa", con la finalidad de "luchar contra la desafección de la ciudadanía respecto de la política y generar confianza". Obsérvese que se trata de objetivos que benefician más a los gobernantes que a los ciudadanos, pues les permiten aumentar su libertad de acción -y su legitimidad- frente al legislativo, y combatir la sana desconfianza de la sociedad hacia el poder ejecutivo. Pero en un párrafo posterior todavía lo dicen más claramente: "La participación [de los ciudadanos], lejos de retardar las decisiones, permite superar las resistencias y los obstáculos que acompañan, cada vez más, el despliegue de políticas complejas." Es decir, de lo que se trata es que el poder esté lo más libre de trabas posible, que sea "eficaz" y "ágil", como lo expresan estos aprendices de totalitarios.
Por supuesto, el gobierno catalán se reserva la elección de las asociaciones con las cuales desarrolla los "espacios de participación". Comunidades de catalanes en el extranjero, feministas, inmigrantes, "lesbianas, gays y hombres y mujeres bisexuales y transexuales"... Colectivos que sólo pueden mostrar colaboración entusiasta con unos gobernantes que los privilegian con un trato tal que por su carácter minoritario jamás obtendrán de otra forma.
Definitivamente desacreditadas expresiones como la "democracia orgánica" del franquismo o la "democracia popular" de los comunistas, en el futuro oíremos hablar cada vez más de "calidad democrática". O sea, una forma mucho más sutil de dominación y reforzamiento del poder ejecutivo. Lo que no variará es que, como siempre, se hará en el nombre del pueblo.