El relato de Cristina Losada me ha hecho aflorar un recuerdo personal que casi había olvidado. En 1990, cuando Bush padre estaba a punto de invadir Iraq, yo era un estudiante progre. Íntimamente deseaba que, como profetizaban entonces supuestos expertos, el desierto mesopotámico se convirtiera en una especie de Vietnam para los imperialistas yanquis. (Aprovechad para reíros de mí ahora, no siempre voy a ser tan locuaz acerca de mis pecados juveniles.) Un día, sin embargo, en los pasillos de la Facultad me encontré con un compañero del cual yo no tenía un gran concepto, a decir verdad. Por la razón que fuera, y resumiendo, le consideraba un palurdo. Pero he aquí que, al salir el tema de la inminente operación militar, el palurdo no pudo evitar expresar el deseo de que los yanquis mordieran el polvo en las arenas iraquianas. Entonces tuve un momento de lucidez y me apercibí de la mezquindad de tal sentimiento, avergonzándome vivamente de haberlo albergado yo mismo.
No rompí con el progresismo ambiente en aquella ocasión, pero retrospectivamente me doy cuenta de que aquel flash fue premonitorio. Algo en mí no casaba con una ideología con la que cualquier paleto se puede sentir emocionalmente identificado.
Una década después, cuando se produjo el ataque terrorista contra las Torres Gemelas hacía ya tiempo que yo había superado mis devaneos izquierdistas. Sin embargo, casi inadvertidamente, seguía arrastrando algún tic de ascendencia progre-catalanista, como se deduce del hecho de que, aunque había deseado la victoria de Aznar en las elecciones de 1996 y en las del 2000, y de hecho me alegré mucho de la mayoría absoluta que obtuvo en las segundas, en ninguna de las dos lo voté. Sé que parece absurdo, pero así fue. Tuvo que producirse el 11-M, y el intento de linchamiento de dos ministros del gobierno en Barcelona, para que por primera vez fuera consecuente con mis preferencias y votara al Partido Popular.
¿Por qué razón uno no votaría al partido que prefiere que gobierne (aunque sólo fuera por eliminación), máxime cuando el voto es secreto? No aburriré al lector con mi psicoanálisis. Baste señalar que el proceso por el cual uno se desengancha de las falsas ilusiones del seudoprogresismo, como demuestra categóricamente el libro citado, se caracteriza por un moroso gradualismo, casi exasperante en su lentitud cuando se contempla retrospectivamente. No hay conversiones súbitas, aunque determinadas experiencias puedan ayudar a acelerar o completar la cura de desintoxicación. Las etapas suelen ser, a grandes rasgos:
- Desencanto con un determinado partido, pero sin abandonar la idea de que es posible otra izquierda.
- Abandono de la izquierda. Se da uno cuenta, como dice César Vidal en el libro, de que "no es que la izquierda tuviera problemas sino que el problema era la izquierda."
- Profundización en el pensamiento liberal-conservador, pero sin interesarse por los partidos políticos o las figuras históricas (Reagan, Thatcher) que en teoría lo han defendido, porque todavía persiste la antigua prevención ante la derecha.
- Finalmente, llega un día en que, vote uno al PP o no, ya no está influido en su decisión por los viejos prejuicios.