En declaraciones de hace unos días a una revista alemana, Woody Allen aseguró no entender "por qué un actor gana 25 millones de dólares con una película, mientras que un profesor, que trabaja duro cada día, recibe mucho menos". (Múltiples enlaces, por ejemplo este.) Aunque no faltará el merluzo que calificará esta reflexión de certera y profunda, no va más allá del topicazo de las tertulias de bar. En ellas, gente aficionada al fútbol (es decir, esa gente que con su dinero está generando los ingresos publicitarios, de derechos televisivos y de merchandising que se manejan en este deporte), con frecuencia se explaya sobre el carácter abusivo de los sueldos de Messi o Cristiano Ronaldo... Sueldos que es esta misma gente quien, en última instancia, paga libremente porque le gusta más el fútbol que no los documentales de National Geographic. (Y a mí también, sinceramente.)
De la misma, manera, Woody Allen, que seguramente cobra algo más que un "profesor" (desconozco si en la entrevista añadió alguna observación sobre los sueldos de directores de cine), y que algo debe de saber de los costes de una película, y de los ingresos que produce, manifiesta sentirse sorprendido por lo que cobran algunos actores. No parece percatarse de que, si millones de personas en el mundo no acudieran a las salas de cine donde se estrenan películas de dichos actores, sería harto difícil que estos percibieran los emolumentos motivo de escándalo. ¿Qué le vamos a hacer si la gente asiste más masivamente a la última entrega de "Piratas del Caribe" que no a la última propuesta de Woody Allen?
Personalmente, prefiero casi cualquier película menor del autor de "Hannah y sus hermanas" antes que no la enésima chorrada pirotécnica para adolescentes que produce Hollywood. Pero son mis gustos particulares, y a todos no nos queda otra que aceptar el veredicto del mercado, al igual que aceptamos la decisión de la mayoría en unas elecciones legislativas. La alternativa sería que, tanto en política como en economía, un comité de sabios decidiera por la gente lo que más le conviene a esta. No es casualidad que ningún país socialista haya sido jamás democrático.
Está claro que los intelectuales y artistas adolecen en general de unas nociones económicas bastante primarias. Lo que ya resulta más irritante es el halago genuinamente progre a los "profesores". Recordemos aquel debate entre Zapatero y Rajoy, en el cual, en relación con los recortes presupuestarios en educación, y unas declaraciones de Esperanza Aguirre en las que supuestamente tildó de "vagos" a los docentes que protestaban por el aumento de horas lectivas, el anterior presidente del gobierno no dejó pasar la oportunidad de presentarse como el defensor de los profesores y los intelectuales en general.
Los profesores son igual de dignos que los peluqueros o los encofradores. Ni más ni menos. Y hay profesores incompetentes al igual que médicos matasanos, periodistas que no saben escribir y albañiles chapuzas. Pero el corazón de la izquierda, profundamente elitista, funciona según unos movimientos de sístole y diástole en los cuales los intelectuales se sienten de izquierdas (porque en la ilustrada utopía futura, ya se sabe que mandan los sabios, o eso creen ellos) y la izquierda los recompensa y mima en su justa medida.
Seguramente, muchos de los que no se pierden la última película de Woody Allen son gente que se identifica, o gusta identificarse, hasta cierta medida, con sus personajes, esa clase urbana cultivada, o que cree serlo, que bebe vino, lee a Paul Auster y practica turismo rural. (Frente a la masa de bárbaros que engulle jarras de cerveza, lee el Marca y atiborra las playas en agosto.) Y seguramente -qué digo, indudablemente- hay muchos más profesores que ven películas de Woody Allen que no actores. El genio de Brooklyn no sabrá nada de economía, pero de tonto no tiene un pelo.