En la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, puede leerse el siguiente diálogo:
"-Creí que eras nacionalista.
Aguirre dejó de comer.
-Yo no soy nacionalista -dijo-. Soy independentista.
-¿Y que diferencia hay entre las dos cosas?
-El nacionalismo es una ideología -explicó, endureciendo un poco la voz, como si le molestara tener que explicar lo obvio-. Nefasta a mi juicio. El independentismo es sólo una posibilidad. Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir; sobre el independentismo sí. A usted le puede parecer razonable o no. A mí me lo parece." (Tusquets, 15ª ed., enero 2002, págs. 30-31.)
Hay tres cosas en las que estoy de acuerdo con el personaje que se declara independentista. La primera, que el nacionalismo es una creencia, y que por tanto en última instancia es irracional. Toda ideología se basa en unos supuestos indemostrables, no siempre conscientes, pero lógicamente imprescindibles. Y los principios por definición no se pueden demostrar ni refutar. Podemos cometer errores lógicos en las proposiciones que deducimos de esos principios. Puede que la información de la que disponemos para apoyar o atacar esas proposiciones esté adulterada, sea incompleta o simplemente sea falsa. Pero los principios son de suyo inatacables e indefendibles con argumentos racionales. No puedo demostrar que Dios exista. No puedo demostrar que la libertad sea preferible a la esclavitud. No puedo demostrar que deba existir correspondencia biunívoca* entre naciones y estados. Lo único a que podemos aspirar es a ser coherentes con los principios que asumimos, lo cual es más raro de lo que se suele creer. En general, los seres humanos albergamos principios incompatibles, que nos llevan a conclusiones incompatibles. Por ejemplo, apoyar el aborto y estar contra el maltrato a los animales.
También estoy de acuerdo en que el nacionalismo es una ideología nefasta. Es decir, aunque en esencia no pueda demostrarse ni refutarse una ideología, eso no significa que no se puedan exponer las consecuencias prácticas de su aplicación. Y esas consecuencias pueden gustarnos o no. En Europa parece que deberíamos estar vacunados contra los nacionalismos, tras haber provocado estas ideologías dos guerras mundiales. Sin embargo, semejante argumento jamás conseguirá inmutar a un nacionalista, porque por definición, nacionalista es quien tiene claro que hay nacionalismos buenos y nacionalismos malos. Los nacionalismos alemán, español o inglés son malos. Los nacionalismos polaco, catalán o irlandés son buenos. Problema resuelto.
En tercer lugar, estoy de acuerdo en que la razonabilidad del independentismo es discutible racionalmente. Podemos sopesar los beneficios y los inconvenientes de que una región se separe del resto. Personalmente, pienso que en el caso de Cataluña la independencia no es razonable y que el denominado déficit fiscal de Cataluña es una fantasía contable. Si no contabilizo determinados servicios que presta el Estado central (por ejemplo, entre otros, la Defensa), es fácil "demostrar" que los números confirman mi tesis, que Madrid expolia a Cataluña. Pero incluso aunque estos cálculos fueran correctos, ello no me obligaría a aceptar la independencia más de lo que me obliga a aceptar la independencia de Madrid.
Lo que me lleva al punto decisivo en el cual discrepo del personaje del diálogo citado. Estoy en completo desacuerdo con la idea de que el independentismo y el nacionalismo sean ideas aislables en la práctica. Por supuesto, podemos jugar a separarlos en nuestros laboratorios intelectuales. Podemos argumentar con serenidad sobre las ventajas o inconvenientes de que Cataluña se separe de España, que se separe Escocia del Reino Unido o, ¿por qué no...? Que se separen Madrid de España o Inglaterra del Reino Unido. Sin embargo, es evidente que el independentismo en la práctica solo es un ejercicio intelectual relevante en aquellos países donde ya existe un sentimiento nacionalista arraigado. Para plantear la independencia, tengo primero que pensar un sujeto de la independencia. Y eso solo me lo proporciona el nacionalismo. Solo si yo me convenzo primero de que Cataluña es una nación y de que las naciones deben tener un Estado "propio", puedo luego quejarme de que las balanzas fiscales perjudiquen a Cataluña. Si mi nación es España, o si simplemente no creo en naciones, no me plantearé el tema de las balanzas fiscales, como no se lo plantean los madrileños respecto al resto de España.
El pacto fiscal es sin duda un pretexto para el nacionalismo, como hace pocos años lo fue el Estatuto. La propia independencia es un pretexto. Es decir, todos los argumentos en términos utilitarios (gracias a la independencia lograríamos mayor bienestar, la salvación de la lengua catalana, etc) no son más que justificaciones a posteriori de un impulso primario e irracional, que en sí mismo no necesita de ninguna motivación instrumental, que es el deseo de constituirse en nación con todos los ingredientes que tienen las demás naciones. Impulso inseparable, por no decir indistinguible, del odio hacia España, racionalizado, maquillado con motivaciones económicas, políticas, culturales o históricas, pero que es anterior a todas ellas.
El ansia de identidad seguramente es una constante de la naturaleza humana, por lo cual probablemente sea estéril y hasta contraproducente luchar contra ella, o simplemente despreciarla como un atavismo. El problema surge cuando construimos ideologías que oscurecen y blindan el núcleo irracional de nuestros deseos y nuestros actos, porque entonces la autocrítica y el diálogo se vuelven imposibles. Solo puedo razonar con quien es capaz de admitir, no que esté equivocado (pues eso no lo admite nadie, salvo de manera formal, hipotética), sino que sus principios son tan indemostrables como los de su interlocutor. Solo quien es consciente de sus dogmas, de su carácter de dogmas, puede respetar dogmas opuestos o distintos.
Eso sí, hace falta que los catalanes que no somos catalanistas manifestemos sin complejos nuestra voluntad de seguir siendo españoles, y no solo cuando la selección nacional gana el Mundial o la Eurocopa. Porque hasta ahora el nacionalismo ha disfrutado, en el terreno ideológico, del absentismo sistemático del rival. Quienes defienden el uso del español en la enseñanza y demás ámbitos públicos o la presencia de la bandera de España en los edificios institucionales, lo hacen a menudo amparándose en minimalistas argumentos constitucionales o liberales. Por desgracia, con la constitución que tenemos pueden defenderse cosas perfectamente antitéticas. Y en nombre de la libertad individual, también.
Falta que alguien diga que simplemente quiere poder rotular en español, no porque esté amparado legalmente, no por una abstracta apelación a sus derechos (hay ya demasiada mercancía adulterada que intenta pasar con el marbete de los derechos), sino porque es su elección, es su deseo. Falta que si se hiciera un referéndum sobre la independencia, quienes estamos en contra no nos quedemos en casa, con ridículos pretextos legalistas, sino que digamos sí a España, que alguien salga en defensa de España porque sí, porque nos da la gana de seguir siendo españoles, como vosotros -los catalanistas- queréis ser catalanes y solo catalanes. Si España se rompe, será fundamentalmente por culpa no de los secesionistas, sino de la indiferencia de los catalanes que se sienten españoles, pero han desistido hace tiempo de manifestarlo, por cobardía o por pereza.
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*F. J. Contreras, "Cinco tesis sobre el nacionalismo", Revista de Estudios Políticos, nº 118, octubre-diciembre 2002, separata.