El hombre contemporáneo, al igual que el medieval o el
antiguo, cree en multitud de cosas
indemostradas. Algunas son ciertas, otras discutibles, otras se contradicen
entre sí y otras son manifiestamente falsas y estúpidas. Pero a diferencia del
hombre de épocas pasadas, el actual se cree racional, científico. “Yo solo creo
en lo que veo.” Es la divisa no solo de los antaño llamados espíritus fuertes, no
solo de las minorías intelectuales, sino del hombre común, de la masa. Se trata,
qué duda cabe, de algo muy distinto del dogmatismo. El dogmático es consciente
de sus dogmas. Nuestros escépticos de todo a cien permanecen en una inconsciencia
total de la multitud de prejuicios que albergan. Y ello tiene como resultado
dos cosas: La escasa o nula capacidad de autocrítica, por un lado, y la
capacidad de sostener al mismo tiempo ideas que se basan en principios
antitéticos, por otro. El que ignora los principios, las ideas de que se
alimenta su intelecto, difícilmente podrá ponerlas en cuestión. E incluso podrá
sostener conclusiones que se oponen a algunos de sus principios, sin
apercibirse.
El hombre contemporáneo no tiene en realidad nada de
racional, si por tal entendemos la mera coherencia. En la subvariante del
progresista europeo, nuestro tipo humano actual no cree en Dios, pero sí cree
en la “energía positiva”. O, si es un adepto de la divulgación científica más
aseada, se burlará de quienes leen la sección del horóscopo en la prensa, pero
dará credibilidad a la última hipótesis científica
como si fuera poco menos que la verdad absoluta, con la misma ingenuidad
acrítica con la cual otros se toman los pronósticos de un tarotista. “Lo dicen
los científicos” pertenece prácticamente al mismo nivel de incuria intelectual
que “lo dicen los videntes”, máxime cuando lo que supuestamente dicen los
primeros ha pasado por esa máquina de simplificación y tergiversación que son
los medios de comunicación, y no pocos libros del género divulgativo. Es
exactamente en lo que pensaba Chesterton cuando afirmó que “los escépticos son
muy crédulos: Creen fácilmente en periódicos y enciclopedias.” (Ortodoxia.)
La incoherencia intelectual alcanza sin embargo las máximas
cotas en el caso del ateo militante. En Europa es un tipo muy común, y no solo
entre intelectuales. El ateo no cree en nada, dice, lo cual es falso, como he
señalado. Cree típicamente en la democracia, en los derechos humanos, en la
justicia social, en el cambio climático, y en el feng shui. Dejemos por ahora la ecología y las recurrentes modas
orientalistas. A fin de cuentas, son eso, modas que deben irse renovando, a
medida que el público se cansa de ellas. Centrémonos en el credo liberal o
socialdemócrata que hoy sostiene la mayoría de la población. Desde un punto de
vista consistentemente ateo, ¿cómo podemos justificar que la democracia es mejor
que la dictadura, o que la igualdad es preferible a la desigualdad y al
racismo? Si todo es materia, cualquier escala de valores carece de base
objetiva. No importa que la mayoría de la gente prefiera la libertad y la
igualdad, el principio de la mayoría es tan subjetivo como cualquier otro.
El ateo mínimamente lúcido admitirá eso sin problemas. Nos
revelará aquello tan conmovedor de que él no necesita creer en un Dios
justiciero, en un sistema de premios y castigos ultraterrenos para desear el
bien. Nos hablará de la empatía, de la natural sociabilidad del hombre, que le
lleva a preferir el bienestar ajeno, dejando de lado los casos patológicos.
Pero hay un problema con esta teoría de la empatía. La experiencia demuestra
que es muy limitada y, en ocasiones, caprichosa. Pasamos fácilmente del amor al
odio hacia el prójimo, con motivos irrisorios. Y somos muy fácilmente
manipulables al respecto. Los nazis supieron anular los más elementales
sentimientos de compasión hacia nuestros semejantes, por el procedimiento de la
deshumanización del otro. Sin llegar a esos extremos de maldad, lo innegable es
que la empatía adopta una forma de círculos concéntricos de intensidad
decreciente. Nos preocupan nuestros familiares cercanos más que los lejanos;
más nuestros amigos íntimos que los conocidos; más nuestros compatriotas que los
extranjeros. Nos apena y perturba
profundamente la muerte de un ser querido; pero recibimos la noticia en
televisión de la muerte de miles de personas en un terremoto a ocho mil
kilómetros de distancia, y esa noche dormimos perfectamente.
¿De dónde surge entonces la idea de que debemos preocuparnos
por el hambre en el mundo, de que las
persecuciones raciales son execrables o, incluso, que se deben respetar las
garantías judiciales de los peores criminales confesos? La explicación más
extendida, desde antiguo, ha sido la convencionalista. Los seres humanos han
dado en convenir los principios morales, con el fin de poner freno a las
pasiones de los individuos, que destruirían el orden social. La moral obedece a
la clase de cálculos que todos realizamos cotidianamente, por los cuales renunciamos
a una satisfacción inmediata, en pos de una futura, que consideramos preferible.
Así, por ejemplo, rechazamos la sed de venganza, porque creemos que el
mecanismo de una justicia impersonal es mejor para todos. (Mañana podrían acusarnos
a cualquiera de nosotros de algo que no hemos cometido.)
El problema de la teoría convencionalista es conocido: No
hay un solo orden social posible. ¿Cómo determinamos cuál es el mejor sistema
social posible? Si nos basamos en razones morales (por ejemplo, el que permita la felicidad del mayor número)
caemos en un razonamiento circular. No podemos defender una determinada moral
con presupuestos morales, sin caer en una regresión al infinito para defender
esos mismos presupuestos. ¿Por qué es mejor la felicidad de la mayoría que de
la minoría?
En el caso límite, desde un punto de vista lógico
podemos preguntarnos por qué es mejor la felicidad de todos que la de un solo
individuo. O dicho más crudamente, ¿por qué habría de importarme a mí el
interés general? ¿Qué me impide beneficiarme cínicamente de que los demás
acaten las reglas en general, mientras yo las incumpla a mi conveniencia,
siempre y cuando pueda eludir las sanciones? No puedo oponer a este punto de
vista razones morales, puesto que ya antes he definido la moral como una forma
inteligente de egoísmo. O por expresarlo lapidariamente: Si la moral es
convención, todo lo que convengamos pasa a ser moral.
Se podría replicar que esto no es ningún problema, salvo si
estamos contaminados todavía por prejuicios judeocristianos. Efectivamente, la
idea de que las leyes morales son algo objetivo, preexistente a cualquier tipo
de ordenamiento social, tiene un origen inequívocamente religioso. En el
momento en que negamos la objetividad de los principios morales, tenemos que
aceptar que no existe ningún otro motivo para deplorar el asesinato, el robo o
el estupro que el hecho de que están prohibidos por normas encaminadas a preservar
la vida civilizada, no porque en sí mismos estos actos sean malos. Y el ateo o
agnóstico seguramente dirá sin inmutarse que con eso nos basta.
Sin embargo, los ateos rara vez son consecuentes con este
razonamiento. Ellos hablan y actúan como si existiera una moral universal y
objetiva, y con frecuencia demandan cambios en la legislación positiva para que
se adapte a su idea de esa moralidad. Por ejemplo, exigen la abolición de la
pena de muerte en los Estados Unidos (de China o de países islámicos no suelen
acordarse) y demandan el aborto libre, alegando que es un derecho de la mujer. Incluso
exigen el respeto a los derechos de los animales, con medidas como la
prohibición de las corridas de toros.
El filósofo Jesús Mosterín ha defendido esta incongruencia
con una sinceridad poco común. Según él, el único derecho que existe es el
positivo, es decir, las leyes elaboradas por los hombres. El derecho natural (fundado en la naturaleza y/o
en Dios) es puramente “mitológico”. Ahora bien, en ocasiones, utilizamos la “jerga
de los derechos” como una pura “herramienta retórica” para promover cambios en
la legislación. No tenemos que ser tan ingenuos como para creer que existe algo
así como un derecho universal y eterno de los negros o de las mujeres a votar. “Los presuntos [sic] derechos humanos (...)
tienen un gran valor retórico, práctico, propagandístico y persuasivo, lo que
no es poco...” (Mosterín, ¡Vivan los
animales!, 2003, cap. XVII.)
Ahora bien ¿cuál es el motivo esencial por el que demandamos
cambios en la legislación? Según Mosterín, las razones son puramente
sentimentales y emocionales. Es decir, a medida que cambia nuestra
“sensibilidad moral”, demandamos la reforma del derecho positivo y de las
costumbres para acomodarla a nuestras “intuiciones morales”. Así que volvemos
de nuevo a la empatía como fundamentación de la moral, pero ahora con una
perspectiva histórica. La empatía hacia otros seres humanos, hacia otros
grupos, es algo que cambia con el tiempo, y de ahí que antes se tolerara e
incluso defendiera la esclavitud, mientras que ahora se aborrezca.
“El cambio de nuestros sentimientos morales de empatía y
compasión conduce al cambio de nuestra consideración moral de otros grupos, lo
cual a su vez (a través de la postulación de derechos para esos grupos) conduce
a la reforma de la legislación.” (Loc.
Cit.)
Por qué los sentimientos morales cambian, eso no parece
preguntárselo nuestro filósofo. Pero él no se limita a constatar cómo se
generan las normas humanas, sino que toma partido, y considera como un progreso,
por ejemplo, que la prohibición de la tortura se extienda no solo a todos los
seres humanos, sino incluso a todos los “hominoides”. La sospecha de que su
visión del progreso moral no es meramente descriptiva, sino que se han
deslizado en ella presupuestos morales, es inevitable. Mosterín caería también,
miren por dónde, en el razonamiento circular. Por un lado, nos dice que la moral es
algo cambiante, según los gustos. Por otro lado, nos sugiere que unos gustos
son moralmente superiores a otros, que abominar de las torturas animales es un
progreso moral comparable a la abolición de las torturas a los prisioneros de
guerra. No explica en absoluto por qué las intuiciones morales más recientes
son mejores que las anteriores, y es lógico, puesto que con su concepción de la
moral no puede hacerlo. De hecho, en la
historia se han dado casos de cambios hacia la exclusión de determinados grupos
humanos de la esfera de los derechos. Es
más, los propios cambios que defiende Mosterín excluyen a una parte de los
seres humanos de cualquier consideración de empatía: Los fetos humanos pueden
ser exterminados sin compasión, en aras de un “retórico” (recuerdo que el
adjetivo es de Mosterín) derecho de la madre a decidir sobre su propio cuerpo,
lo que parece reducir al feto a la categoría de tumor. Y la preservación de los
derechos de los animales implica la restricción de ciertos derechos humanos,
por ejemplo, a celebrar corridas de toros, lo que puede conllevar acaso hasta
penas de prisión para quien incumpla la nueva legislación animalista. La
empatía de nuestro filósofo es curiosamente selectiva.
El problema de nuestros ateos y su ética sin Dios es que
casi nunca son verdaderamente consecuentes. Por un Max Stirner o un Nietzsche,
los miles de ateos o agnósticos del montón continúan expresándose en términos
de una moral universal y eterna, que han interiorizado procedente del
cristianismo, aunque a menudo les moleste que se lo señalemos. Jesús de Nazaret
defendió amar incluso a nuestros enemigos. El fundamento de todo nuestro
garantismo jurídico, de las leyes para proteger tanto a delincuentes comunes
como a prisioneros de guerra, está ahí. Cuando nuestros progresistas ateos se
escandalizan por la situación de los presos en la base de Guantánamo (los once
millones de cubanos que viven fuera, bajo una férrea dictadura socialista, no
les suelen incomodar tanto) están aprovechando, para sus fines
propagandísticos, la vigencia que sigue
teniendo en nuestra cultura el precepto evangélico de amar al prójimo, incluso
a los enemigos. (Lo que por cierto nunca defendió Cristo es el suicidio ni, por
tanto, la rendición incondicional ante quien quiere destruirnos.)
Así pues, el ateo tiene dos opciones ante sí, si
quiere ser consecuente: O abandonar por completo cualquier reminiscencia de
cristianismo que quede en él, dejando toda la retórica de los derechos humanos
y la defensa de los débiles para los profesionales de la política, que seguirán
utilizándola, como aconseja Mosterín, por mera conveniencia propagandística. O
bien tiene que dejar de ser ateo, y admitir que existe un orden moral
trascendente. Esto no es todavía una conversión religiosa. Es simplemente
adoptar una posición de humildad intelectual, cuyo primer efecto sería el de
respetar mucho más nuestra tradición cristiana, y abrirse a un debate franco,
sin alaridos contra el “integrismo”, la “intolerancia” y todas esas expresiones
que tanto gustan de cultivar los medios y los intelectuales autodenominados
progresistas.