jueves, 2 de agosto de 2012

Lenin y Hitler ¿antimodernos?

El profesor de sociología política Luciano Pellicani es autor de un librito que recomiendo vivamente: Lenin y Hitler. Los dos rostros del totalitarismo (Unión Editorial, 2011). El estudioso italiano, con profusión de citas de los intelectuales y dirigentes políticos, tanto comunistas como nacionalsocialistas, demuestra lo que muchos ya sabíamos, pero que nunca se recordará lo suficiente: Que nazismo y comunismo son aberraciones de la misma especie, por mucho que su choque en la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo la propaganda comunista de décadas, sean causa de que tanta gente siga desorientada al respecto. Y que incluso quienes no simpatizan con el comunismo caigan con frecuencia en el error de darle un tratamiento diferenciado, al no desmarcarse de él con la mismas gesticulaciones que emplean con el nazismo. ¿Cuántos libros, cuántos ensayos, cuántos documentales televisivos nos hablan -con toda razón- de la "barbarie" del nazismo? ¿Cuántos lo hacen en los mismos términos sin concesiones del comunismo, incluyendo los que son críticos con él?

En el libro de Pellicani se muestra con claridad meridiana el carácter revolucionario del nazismo, empleando un término que aún hoy, tras las hecatombes del siglo XX, sigue revestido de un incomprensible prestigio. Porque revolucionario es aquel sistema de pensamiento que pretende arrasar con todo lo existente, que defiende que para construir el "hombre nuevo" hay que destruirlo antes todo. Lo que conduce con inflexible lógica al exterminio de clases, pueblos y razas enteros. Esta es una de las principales virtudes del libro, que nos muestra en una sola palabra lo que comparten los dos grandes totalitarismos del siglo pasado: Su carácter radicalmente nihilista. Más específicamente, los textos ilustran el feroz odio antiburgués y anticapitalista del nazismo y el fascismo, desmontando la vieja patraña izquierdista de que estos movimientos estaban al servicio del "gran capital".

Más allá de esta función pedagógica, altamente necesaria aún, el ensayo me lleva a plantear un debate que se sale de los límites impuestos por su brevedad y posiblemente por las concepciones del autor. Este empieza trazando una distinción entre las dos almas de la Revolución Francesa: La del 89 (burguesa, constitucionalista, gradualista) y la del 93 (antiburguesa, totalitaria, rupturista). Y en el segundo capítulo ofrece una definición de la modernidad, enumerando como constitutivos el individualismo, la nomocracia, la ciudadanía, la institucionalización del cambio, la secularización, la autonomía de los subsistemas (la ciencia, la economía, etc) y la racionalización. Con ello Pellicani pretende demostrar su otra tesis, que no solo el nazismo, sino también el comunismo, fue un movimiento esencialmente antimoderno. Debe distinguirse entre industrialización (que de todos modos estaba ya lanzada antes de 1917 en Rusia, hasta que el golpe de Estado leninista y la subsiguiente guerra civil la interrumpieron) y modernización, dos conceptos independientes el uno del otro. Lo que realmente hicieron los bolcheviques fue cerrar Rusia y toda su área de influencia ante las perniciosas ideas liberales de Occidente.

Estando fundamentalmente de acuerdo con este análisis, lo que me pregunto es si esa caracterización de la modernidad y la antimodernidad no será algo puramente semántico, en cuyo caso no aportaría realmente nada nuevo a nuestro conocimiento, e incluso contribuiría a oscurecer ciertas cuestiones. Quiero decir: ¿Por qué deberíamos caracterizar a la modernidad con todos los ingredientes liberales, cuando es notorio que es precisamente en los tiempos modernos (del siglo XV para acá) que los Estados de Occidente han conocido una expansión pavorosa? El propio Pellicani sugiere el carácter arbitrario de su definición de modernidad, cuando clasifica como tal a Atenas frente a Esparta. ¿Debemos deducir que la modernidad es un carácter ajeno a la cronología? Pero entonces ¿no sería mejor utilizar otro término carente de esa connotación?

Bertrand de Jouvenel mostró en su clásico Sobre el poder (Unión Editorial, 2011) la progresiva, aparentemente fatal propensión de los tiempos modernos hacia el aumento de los ejércitos, el alistamiento obligatorio, el burocratismo, el intervencionismo. Su libro se publicó en 1944, cuando esta presencia abrumadora de los Estados enfrentados en la guerra mundial era tan obvia que no necesitaba apenas ser señalada. Pero, con los inevitables movimientos pendulares, que han proporcionado algunos paréntesis liberalizadores, es evidente que el papel de los Estados es hoy inimaginablemente mucho más invasivo que hace docientos años. Y hace doscientos años lo era más ya, en casi toda Europa, que en la Edad Media, tan desdeñada por la simplificadora ignorancia como un período de oscurantismo y opresión, pese a ser el tiempo en que proliferaron las instituciones precursoras de los parlamentos y las limitaciones al poder regio... Que luego el maquiavelismo moderno arrasó en muchos lugares.

Entonces, ¿a santo de qué definir la modernidad solo con los epítetos liberales que más nos halagan? Si analizamos rápidamente los atributos enumerados por Pellicani, veremos que detrás de cada uno de ellos existe un ominoso reverso. El individualismo también entraña atomización social, lo que permite a los Estados infiltrarse con más facilidad en todos los aspectos de la vida, intentando destruir instituciones intermedias, como la familia. La secularización va ligada a la expansión del derecho positivo, incesantemente reelaborado por asambleas o por déspotas, con grave menoscabo de la concepción iusnaturalista en la que descansa, se admita o no, la noción de derechos humanos. La democracia permite a los gobiernos contar con una legitimación de su poder que con frecuencia desborda los límites que esta es capaz de oponerles. Y en fin, la autonomía de la economía ha permitido un crecimiento de la riqueza que alimenta a las Haciendas públicas hasta niveles impensados en las sociedades más tradicionales del Antiguo Régimen, lo cual dota a los Estados de un poder transformador formidable.

Sería más correcto decir, pues, que la modernidad también tiene "dos rostros" o una doble alma. Que el totalitarismo es tan "moderno" como el liberalismo. De otro modo, la explicación por la cual surgieron el régimen bolchevique y el nacionalsocialista se queda en los aspectos más superficiales y coyunturales. Pellicani habla con acierto de los deletéreos efectos de la Gran Guerra, de un nuevo tipo de "hombre de la trinchera", dominado por el nihilismo y el resentimiento; de la situación desesperada de las clases medias alemanas, destruidas por la depresión económica y la hiperinflación... Todo esto es sin duda verdad, pero insuficiente. El totalitarismo no se puede explicar solo por los mismas causas que hubieran podido conducir también a alguna forma de populismo o autoritarismo deplorables, pero mucho menos destructivos. Como es el caso, hasta cierto punto, del fascismo italiano, que Pellicani considera un ejemplo de "totalitarismo imperfecto". Y algo parecido podríamos decir del franquismo, un régimen dictatorial pero en absoluto totalitario, porque carecía obviamente del carácter nihilista, destructor. Cosa en la que hay que insistir frente a las vulgarizaciones comunistoides que ponen en plano de igualdad a Hitler, Mussolini y Franco, y en cambio excluyen a Stalin. No digamos ya a Lenin, al que todavía algunos autores, como el recalcitrante marxista Hobsbawm, pretenden mostrar como un santo, o poco menos, removiéndose en la tumba por los crímenes de su sucesor.

Algo hay en esta modernidad que no se condice con la fábula iluminista a la que muchos se siguen aferrando sin el suficiente espíritu crítico. Porque el totalitarismo no surgió de la nada en 1917. Llevaba décadas, si no siglos, desde finales del XVIII, de incubación. Y las sociedades abiertas, por utilizar la expresión de Popper, albergan en su seno el germen de su propia autodestrucción. El marxismo surgió de Europa, aunque infectara Asia. El nazismo surgió en la culta Alemania de Kant y Hegel... La única vacuna contra esa posibilidad ominosa es abandonar una ideología demasiado autocomplaciente del modernismo, que fácilmente se desliza hacia el totalitarismo cuando caemos en el error de juzgar la tradición y la religión como algo incompatible con estas sociedades, y no como su suelo nutricio. (Error simétrico al de los reaccionarios que postulan idéntica incompatibilidad, y en su caso eligen adherirse a un pasado mitificado, regido por valores teocráticos y comunitaristas-estamentales.)

Pellicani muestra claramente la función que ejercieron las ideologías comunista y nazi, de sustituir el vacío dejado por la religión. Ya Raymond Aron definió al comunismo como "religión secular", calificándolo con deliberada ironía como el "opio de los intelectuales". (R. Aron, El opio de los intelectuales, RBA, 2011.) El monstruo del totalitarismo nos enseña cuáles son los límites de la sociedad abierta y los frutos amargos del "desencanto" del mundo y la descristianización, saludada con precipitación como un "progreso". En suma, el camino torcido que debe cuidadosamente evitar si no quiere desnaturalizarse y dejar de ser abierta.