La libertad es un concepto central del catolicismo, al igual que lo es del liberalismo. Si no somos libres para elegir entre el bien y el mal, conceptos como el de creación o salvación se convierten en misterios incomprensibles, esto es, en irracionales. ¿Por qué Dios habría creado a unos seres conscientes cuyos actos estuvieran ya predeterminados desde toda la eternidad? ¿Qué sentido tendría la moral si no hubiera realmente elección? Pero el concepto de libertad reside en un nivel todavía más profundo: en el mismo Dios. Pues un Dios que no fuera libre de crear el mundo, o de haberse encarnado en su Hijo, no sería un Dios personal, sino la forma equívoca en que Spinoza denominó a la "sustancia infinita", o como diría ahora cualquier sabio de taberna, "la energía".
Dicho esto, la traducción política de la idea metafísica de libertad no es algo evidente ni sencillo, como lo demuestran los desencuentros decimonónicos entre el liberalismo clásico (la libertad de prensa, el mercado libre, los derechos individuales, el sufragio universal, etc) y la Iglesia. Aunque ciertos debates parecen definitivamente superados desde el Concilio Vaticano II, persisten recelos desde ambos lados. Así, algunos católicos siguen mostrando su desconfianza hacia las reglas supuestamente inhumanas del mercado, que consideran incompatibles con las enseñanzas de los evangelios, y más concretamente con la Doctrina Social de la Iglesia. Por su parte, algunos liberales clásicos (coincidiendo en esto con los progresistas socialdemócratas) consideran que la moral católica, contraria al aborto, a las bodas gays y al sexo fuera del matrimonio, debe mantenerse en la más estricta privacidad, sin que la legislación pueda obstaculizar el "derecho de las mujeres sobre su propio cuerpo", favorecer un "modelo de familia" por encima de los otros o "decirle a la gente con quién se puede acostar".
Francisco José Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla, profundiza en estas cuestiones en su último y, a mi parecer, más importante libro, Liberalismo, catolicismo y ley natural (ed. Encuentro, 2013). Con su habitual estilo de documentación portentosa y nitidez expositiva, Contreras tiene esa rara virtud de hacer accesibles los debates más elevados y hasta esotéricos a cualquier persona que simplemente ponga de su parte la pasión por la verdad y la razón. Pero tampoco se limita a presentarnos el estado de una cuestión. Contreras toma partido argumentadamente y sin ambigüedades, y resulta que este partido es lo más políticamente incorrecto que se puede ser en nuestros días: católico y liberal; por resumirlo rápidamente, provida, pro-familia y pro-mercado. Si alguien quiere saber cómo se pueden "conciliar" estos conceptos, inexcusablemente debe leer este libro. Pero, sobre todo, debería leerlo si está convencido de que los dos primeros son incompatibles con el tercero.
Los católicos no tienen desde luego la exclusiva de la incomprensión de los principios económicos básicos. Las falacias de la "suma cero", de que "los ricos cada vez son más ricos, y los pobres, más pobres", etc. están tan difundidas en las sociedades desarrolladas que resulta verdaderamente difícil escapar a ellas para cualquiera que no se salga de los circuitos de formación y comunicación establecidos o hegemónicos.
El capitalismo recibe dos tipos de críticas, las económicas y las culturales. Las primeras son las más burdas y fáciles de desmontar, pues por mucho que se quiera acusar a "los mercados" de la pobreza y la desigualdad, el hecho incontestable es que no existe ningún sistema económico que haya creado tanta riqueza, ni haya elevado socialmente a tantos millones de personas.
La crítica cultural, más propia del campo conservador, incide en los efectos supuestamente disolventes del capitalismo sobre la familia y los valores tradicionales. Sin embargo, todo parece indicar que tales efectos acaban socavando los mismos principios sobre los que se funda el liberalismo económico (la ética del trabajo, del ahorro, etc.). Si la cultura del hedonismo irresponsable es una consecuencia de la riqueza material (al menos en las generaciones que ya se han encontrado con esa riqueza como algo dado), no hay duda de que el capitalismo tiene mucho que ver en el desarrollo de la primera, pero de un modo indirecto y sobre todo no fatal. No todo el mundo que se enriquece rápidamente, o hereda una fortuna, va necesariamente a dilapidarla en orgías. Y si lo hace, parece más exacto culpar de ello a quien se deja arrastrar por los vicios que a un supuesto carácter intrínsecamente corruptor del dinero. Las sociedades occidentales mostraron de hecho una notable capacidad de progreso ordenado y mesocrático hasta que en décadas relativamente recientes (digamos que desde 1968 para acá, por simplificar), las ideologías emancipatorias empezaron a popularizar con gran éxito propagandístico el cuestionamiento del legado moral judeocristiano.
El liberalismo clásico no siempre imaginó los efectos culturales indeseados de la prosperidad económica y de la democracia, aunque atisbos geniales no faltaron (Tocqueville). Esta es posiblemente la razón por la que algunos de sus herederos actuales tienen dificultades para tomar una posición sobre temas como el aborto o la familia que no se salga de los clichés progresistas: los clásicos, sencillamente, dijeron muy poco al respecto, porque hace escasas décadas a nadie se le hubiera ocurrido, por ejemplo, dudar del carácter heterosexual del matrimonio. Este hueco conceptual, nada menos, es el que viene a llenar el libro de Contreras.
Aunque sus trece capítulos son todos ellos de gran enjundia, a mí particularmente me ha parecido insuperable el capítulo 11, "La crítica liberal del Estado del Bienestar", una verdadera lección magistral (en realidad, da para un curso) sobre el tema, que arranca con una sabrosa confesión personal de los devaneos socialdemócratas de juventud del autor. La conclusión es obvia: leyendo y pensando por nuestra cuenta, es posible escapar del imaginario estatalista, aunque en el caso de un catedrático hay que sumar el mérito que supone renunciar al reconocimiento del establishment académico y los aplausos fáciles. Ahora bien, tras leer Liberalismo, catolicismo y ley natural, uno no puede evitar un cierto pensamiento agridulce: ¡ojalá me hubiera encontrado mucho antes con un libro así! Cuánto tiempo, cuántas lucubraciones estériles, cuántas lecturas olvidables y prescindibles me hubiera ahorrado...
Junto con el capítulo mencionado, me ha resultado especialmente interesante el siguiente, titulado "Laicidad, razón pública y ley natural", quizás la clave de todo el libro, por la profundidad de su análisis. Contreras parte de una distinción elemental entre laicidad y laicismo. La primera tiene su raíz en el propio cristianismo (en contraste, por ejemplo, con el islam) y consiste en defender un Estado "neutral entre las diversas concepciones del mundo", el cual "permite que creyentes y ateos compitan sin discriminación en la plaza pública". Por el contrario, el estado laicista "encubre una situación de efectiva 'confesionalidad inversa': el Estado de hecho da por buena la visión del mundo atea, recela de la religión como una amenaza al sistema y trata a los creyentes como ciudadanos de segunda, impidiéndoles jugar el juego democrático en pie de igualdad con los ateos." (Pág. 299.)
Sentada esta distinción crucial, Contreras somete a examen la llamada "doctrina de las razones públicas" (elaborada por Rawls y otros), mostrándonos lo fácilmente que permite el deslizamiento desde la laicidad al laicismo, al excluir del debate público cualquier posición "sospechosa" de tener un fundamento religioso. La crítica que hace el autor de la concepción rawlsiana es doble. Por un lado, niega que la defensa del derecho a la vida del nasciturus (la batalla ideológica decisiva de nuestros días) tenga un fundamento religioso; por el otro, señala que la posición de los defensores del aborto tampoco es "neutral", sino que implica una metafísica materialista tan discutible, en principio, como la cosmovisión basada en la trascendencia. Ahora bien, existe una cierta tensión entre ambas críticas, que a Contreras no se le escapa, pero que creo que elude resolver, quizás prudentemente; aunque la cuestión es intelectualemente de las más apasionantes que se nos pueden plantear. En efecto, si decimos que los laicistas (o más concretamente, los pro-aborto) "tampoco" son neutrales, implícitamente estamos admitiendo que los provida no lo son, que no existen unas ciertas concepciones universales comunes, a partir de las cuales nos podríamos entender creyentes y no creyentes. O dicho de otro modo, de los dos argumentos contra el laicismo, sólo el segundo sería válido (que el laicismo es también una religión, en sentido lato), pero los laicistas tendrían razón cuando argumentan que la defensa de la vida desde la concepción tiene un fundamento teísta. ¡Lo que es muy distinto de afirmar que es irracional y que debe excluirse del debate! Creo que el autor en cierto modo admite esto cuando escribe, pág. 319:
"Quizás la tradición iusnaturalista sobrevaloró la posibilidad de un common ground moral entre la perspectiva teísta y la materialista; quizás las consecuencias morales de la existencia o inexistencia de Dios sean mayores de lo que queremos reconocer, convirtiendo ambas perspectivas en inconmensurables."
Podría quedar todavía un mínimo terreno común, en una especie de normas de etiqueta que obligaran a renunciar a cualquier interlocutor de la plaza pública al uso de argumentos de autoridad, o basados en algún tipo de revelación o gnosis esotérica. Pero personalmente dudo mucho que eso baste para la convivencia cívica. El conflicto de visiones es inevitable; sólo podemos impedir que degenere en violencia aceptando una reglas de juego democráticas, por las cuales tanto creyentes como ateos o agnósticos tengan las mismas posibilidades de influir en las mayorías, sin tiranizar ni excluir a las minorías (esto último es importante, porque permite cuestionar la legitimidad de gobiernos que imponen la ley islámica, aunque surjan de las urnas).
Resulta indignante que por el hecho de que un parlamento vote, por una amplia mayoría, una constitución que (manteniendo la aconfesionalidad del estado) reconoce principios básicos cristianos (es el caso de Hungría, asunto del que trata el capítulo 5), las instituciones europeas y los medios de comunicación pongan el grito en el cielo, hablando de fascismo y otros despropósitos, y amenacen con medidas contra ese país. Una sociedad en que no se pueda siquiera discutir sobre el aborto o el llamado "matrimonio homosexual" no es más libre, sino evidentemente menos. En este sentido, los intentos de borrar las raíces cristianas de Europa (véase el capítulo 3) son propios de una mentalidad intransigente y totalitaria que debería inquietarnos profundamente. El origen de tal mentalidad en el "antidiscriminacionismo" desbocado es otra reflexión que acomete el capítulo 7 del libro con gran brillantez. Y sobre sus consecuencias devastadoras (baja natalidad y envejecimiento de la población a medio plazo) nos alerta ya desde el capítulo 2, "El invierno demográfico europeo". El debate sobre el papel de las convicciones cristianas, por tanto, no es algo que deba preocupar sólo a los cristianos, sino que está en el centro de la cuestión de nuestra mera supervivencia como civilización. Sólo me queda rogar efusivamente que lean este libro. Si el lector coincide con sus ideas, porque le ofrece una claridad argumentativa que es vital para intentar frenar la decadencia europea. Y si está todavía en el sueño dogmático progresista, porque ya va siendo hora de despertar.