Es un tópico acusar a los políticos de embusteros, y también a los publicitarios. Pero quizás no nos hemos parado a pensar lo suficiente en lo que sucedería si políticos y vendedores dijeran siempre, y ante todo, toda la verdad y nada más que la verdad. Un político, un vendedor de crecepelo o un fabricante de lavadoras que dijeran la pura verdad, no se comerían un rosco. El político debería, por ejemplo, decir que un sistema sanitario gratuito (costeado por los contribuyentes) tiende al colapso, porque favorece una demanda ilimitada e inasumible. ("Ya que pago mis impuestos, tengo derecho a..., etc.") O que subsidiar durante dos años a los desempleados favorece que estos no se esfuercen lo suficiente en encontrar un trabajo, aunque no esté tan bien pagado como desearían. ("Para eso, prefiero seguir cobrando el paro.") Un político que fuera lo suficientemente honrado para decirle a la cara a los ciudadanos estas verdades, y otras muchas, se encontraría con que estos preferirían escuchar (y votar) a competidores menos escrupulosos con la verdad, más dispuestos a halagar al público y a decirle lo que este quiere oír, y por supuesto a tachar de "insensibles" a sus sinceros contrincantes.
Lo mismo le sucede a cualquier vendedor, que sabe que su producto, aunque sea bueno, rara vez es el mejor, y que tiene ventajas e inconvenientes frente a la competencia o frente a otras alternativas. Es obvio que si le planteara la cuestión al cliente en términos puramente racionales, este diferiría la adquisición y posiblemente acabara efectuándola a otro comerciante más avispado, que no renunciara a pulsar los resortes emocionales que nos llevan a toda decisión de compra, desde una determinada marca de champú hasta un seguro de vida. Todos los manuales de técnicas de ventas inciden en tratar de encontrar esos resortes, que en esencia se reducen a un único principio fundamental: agradar al cliente y no contrariarle bajo ninguna circunstancia; "el cliente siempre tiene la razón". Como observa un viejo manual de ventas titulado El placer de vender, de Jean T. Auer: "A nadie le gusta ser criticado; no critique pues a su cliente, ¡no lo corrija!"
Por lo dicho, es un error de principio esperar de un político que trate de elevarnos moralmente. Semejante expectativa es poco menos ingenua que esperar del dueño de un bar un discurso en contra del consumo inmoderado de alcohol. Ahora bien, un fenómeno de los tiempos modernos es que quien debería realizar esta función profética (en el sentido del Antiguo Testamento), quien debería sacudirnos de nuestra autocomplacencia, se ha desentendido hace mucho tiempo de su responsabilidad. Nos referimos a la clase intelectual. Por lo general, la mayoría de intelectuales, al igual que los políticos, han optado por caer simpáticos a cualquier precio, hasta el punto de que se permiten criticar a los gobernantes por no ser todavía más serviles ante las pretensiones y demandas de las masas (las llaman "derechos"), o por no cumplir promesas que son imposibles de cumplir, y que nunca deberían haberse hecho.
Lo que resulta ya verdaderamente chocante es cuando estos mismos intelectuales adoptan una postura de crítica hacia lo que ellos llaman "populismo" y se oponen firmemente a "legislar en caliente". Es decir, por un lado asumen las demandas de providencialismo estatal más irresponsables, y por el otro se muestran como exquisitos legalistas, que deploran exigencias tan legítimas como la cadena perpetua para el crimen de asesinato, o se atreven a afear a las víctimas del terrorismo su oposición a la excarcelación anticipada de los verdugos de sus familiares. Al parecer, inclinarse ante el pueblo sólo es válido cuando ello redunda en entregar más poder a los gobernantes, en entregarles más dinero y en exonerarlos de su obligación principal de salvaguardar el orden y la justicia. Y así vemos que estos mismos políticos que se reparten impúdicamente el poder judicial, se muestran hipócritamente impotentes ante decisiones judiciales aberrantes, con el apoyo de editorialistas "progresistas" por encima del bien y del mal.
El origen de esta contradicción se halla en el mito del Buen Salvaje, que no es más que el olvido del pecado original. Para Pascal, el cristianismo se reduce a dos verdades fundamentales: "la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo." Desde el momento que desconocemos nuestra miseria, nuestra condición finita, creemos que podemos prescindir de Dios y por tanto nos negamos a escuchar a cualquiera que pretenda recordarnos que somos mortales, como susurraban los esclavos al oído de los cónsules romanos victoriosos. Esto conduce directamente a cosas tan nefastas como el Estado niñera, y a que los criminales sean equiparados a las víctimas. Y es tan difícil oponerse a esta corriente de autoendiosamiento del individuo, que incluso en las iglesias se echan en falta sermones incómodos, reprobatorios, que sacudan verdaderamente las conciencias; que no se limiten a una retórica muy cercana a la del progresismo, que no obliga a nada más que a experimentar buenos sentimientos, en los cuales los culpables siempre son otros, entidades etéreas como los "poderes políticos y económicos", o la "sociedad", con nuestra participación individual casi infinitesimalmente diluída.
Sorprende que el papa Francisco sostenga que la Iglesia no debe estar todo el día hablando de temas como el aborto, cuando apenas he escuchado nunca en una misa dominical alguna leve alusión al derecho a la vida del no nacido, y en cambio, sin ir más lejos, hace un par de semanas escuché a un cura criticar la sentencia del "Prestige", como un tertuliano al uso cualquiera. No sólo los intelectuales: ni siquiera los clérigos se atreven ya a echarnos en cara nuestra irresponsabilidad, nuestra concupiscencia y nuestros numerosos defectos, de una manera concreta y punzante, en la cual cada uno reconozca dolorosamente sus pecados, y no meramente una vaga mala conciencia compartida. Por supuesto, el término "pecado" está pasado de moda, y sólo se escucha en contextos rituales, rara vez en el sermón del cura.
Nos hemos acomodado, nos hemos acostumbrado demasiado a lo fácil, y cuando la realidad nos pasa factura, lo llamamos "crisis". Nos creíamos materialmente ricos, y acabamos de descubrir que somos pobres. Pero nos queda lo más importante, redescubrir nuestra pobreza esencial, nuestra miseria constitutiva: recuperar la humildad. Y de momento no se advierten síntomas de que estemos en camino de ello. Ni siquiera desde el papado actual, empeñado en ganar adeptos culpando al maestro armero del capitalismo, y a cualquiera que sea lo suficientemente impersonal para no contrariarnos demasiado.