En un comentario a mi post anterior, argumentaba, en relación a temas como la eutanasia o el aborto, que el Estado no debe estar por encima de los principios morales, porque eso significa que en la práctica no reconoce límites a su poder. Un comentarista que prefiere no ser mencionado me replicaba lo siguiente:
"Mi opinión es exactamente la misma que la tuya. El Estado no debe estar por encima de los principios morales. Para mí es faltar a mis principios morales que el Estado me prohiba la eutanasia en el nombre de la moral de otros. Y si una pareja decide abortar, que el Estado se lo prohiba es faltar a sus derechos. No podemos coartar libertades en el nombre de la moral de otros."
El comentarista repite dos veces la expresión "la moral de otros". Esto es, entiende que existen distintos sistemas morales, ante los cuales el Estado debe adoptar una posición de neutralidad, al igual que frente a las distintas religiones. Es evidente que esta concepción relativista beneficia al Estado, pues le permite presentarse como el protector del pluralismo, frente a quienes supuestamente querrían imponer su moral o incluso su religión. Y digo supuestamente porque no es imprescindible que una amenaza sea real para que el Estado acuda a "protegernos" de ella, como es bien sabido.
El relativismo, sin embargo, además de esa enojosa consecuencia política, entraña un problema intelectual mucho más profundo. ¿Cuáles son sus límites? ¿Todos los sistemas morales merecen ser respetados? Eso es lo que parece implicar la cómoda posición de "que cada cual decida". La que quiera abortar que aborte, a ninguna mujer se la obligará si no quiere, se nos dice. Aquellas personas cuyos principios morales les impiden ejercer el mal llamado "derecho" al aborto, o el "derecho" a la muerte digna, sencillamente no deben preocuparse por el hecho de que existan clínicas (hoy ilegales, mañana quizás legales) donde son asesinados fetos perfectamente formados sin mayor motivo que el deseo de la madre, ni deben sentir inquietud porque se administre una inyeccción letal a cualquiera con sólo acogerse a un trámite rutinario. "A mí no me incumbe", dice el aludido comentarista en un comentario anterior.
Pero sí le incumbe. El relativismo y su variante el multiculturalismo, claramente no soluciona nada, porque nos conduciría a tener que aceptar prácticas aberrantes. (Que claro, son sólo aberrantes desde un determinado punto de vista moral: Cuidadito con entrar en el círculo infernal del relativismo, que luego no se puede salir.) Por tanto, por hipótesis, debemos aceptar que existen unos principios morales universales que no pueden estar sujetos a discusión. El estatus ontológico-gnoseológico de estos principios no es cuestión en la que podamos entrar ahora, baste por el momento aceptar la existencia de esos axiomas éticos. Para entendernos, debiéramos considerarlos como preceptos divinos, o como si lo fueran (dependiendo de que seamos creyentes o no).
Entre esos preceptos, creo que todo el mundo estará de acuerdo en que debe incluirse el derecho a la vida. La vida debe ser sagrada, lo que significa o bien que Dios existe, o bien que debemos actuar como si existiera. ¿Qué ocurre si un humanitarismo mal entendido nos lleva a buscar subterfugios para saltarnos este precepto, cuya obediencia puede resultar a veces gravosa, por ejemplo en el caso de la mujer que ha quedado embarazada a consecuencia de una violación? Pues sencillamente que la vida deja de ser sagrada, desde el momento que la felicidad se antepone a ella. Y cuando la vida deja de ser sagrada, todo es posible. Alguien puede decidir un día que los disminuidos psíquicos carecen de una "calidad de vida" adecuada, y que sería una gran gesta "humanitaria" administrarles la eutanasia. Alguien puede decidir un día producir seres humanos mejores a los actuales, etc. Una vez aceptamos que no existen normas absolutas, no existen límites al poder político, es decir, no hay límites a la arbitrariedad ni por tanto a la coacción estatal.
Para mí, la libertad es precisamente lo contrario de la arbitrariedad. No entiendo por libertad la mera realización de mis deseos. Los deseos del ser humano son ilimitados, existen infinitas cosas que no podremos nunca hacer. No puedo ahora mismo, por un simple ejercicio de mi voluntad, plantarme en medio de una calle de Manhattan. ¿Soy menos libre por ello, y por ver inevitablemente frustradas mil y una fantasías que podrían ocurrírseme, no todas necesariamente innobles o caprichosas? Por supuesto, podemos dar a las palabras el significado que nos parezca más oportuno, pero los juegos semánticos entrañan el riesgo de que determinados conceptos queden a la intemperie, sin términos que nos permitan pensarlos.
Creo en el concepto de libertad entendido como el derecho a que nadie -arbitrariamente- me obligue a modificar mi conducta. Y aquí "arbitrariamente" es crucial, porque de la misma manera que existen leyes de la naturaleza que no podemos saltarnos, existen leyes sociales (creadas por el hombre espontáneamente, no por un proceso consciente) cuya violación nos conduce a lo desconocido, porque nuestra civilización es en gran medida producto de ese orden espontáneo.
Por tanto, ante normas de tipo fundamental como son el derecho a la vida, mi posición es conservadora, en el sentido de que me opongo a que de la noche a la mañana, por la decisión de una asamblea o no digamos del poder ejecutivo, se pueda legislar sobre cuestiones tan trascendentes. La actitud de los gobernantes y de las personas cultivadas debiera ser mucho más humilde, no deberían arrogarse el derecho a reformarlo todo, incluido lo más sagrado. (O lo que es lo mismo, pensar que nada es sagrado.) Porque de lo contrario, se volverán demasiado fuertes, demasiado insolentes y poderosos. Así está hecho el ser humano.
Eso no implica oponerse al progreso, sino todo lo contrario. Porque el verdadero motor del progreso es la libertad individual, y la mayor amenaza a la que se enfrenta ésta no es el derecho consuetudinario, ni la costumbre, sino el poder político... ¡Sobre todo liberado de las trabas de la costumbre y la moral!
Sé que con estos argumentos no habré convencido a nuestro comentarista, porque él sigue atormentado por la casuística ("¿Y si el feto padece una deformación terrible? ¿Y si el embarazo es producto de una violación?", etc). Sin embargo, no me niego rotundamente a discutir casos concretos. Es evidente que si un feto carece de extremidades y además presenta otros órganos dañados, sería una obcecación fanática pretender por encima de todo que el embarazo llegue a su término. Aprobaría lógicamente el aborto en casos como este o similares. En cambio, otro tipo de circunstancias menos graves, no me parecen motivo suficiente para justificar la destrucción de una vida. Eso sí, no debería obligarse a la madre a criar un hijo no querido, debería ser lícito, si es que no lo es actualmente, que pudiera ceder su patria potestad a otras personas o instituciones que se hicieran cargo del niño.
Sin embargo, los que gustan de abrumarnos con la casuística, seleccionando especialmente los casos más dramáticos y más extremos (seguramente también los menos frecuentes), en realidad desdeñan cualquier análisis individualizado. Para ellos, cada caso es por sí solo justificación suficiente para que se reformen las leyes y se dé una "solución" simple y genérica para todas las situaciones, consistente en que decida la madre o que decida el enfermo (en el caso de la eutanasia). Es el mismo espíritu que anima a muchos a reclamar la intervención de los gobiernos en la economía, creyendo que con medidas conscientes y deliberadas, dirigidas desde una autoridad central, se resolverán todas las injusticias sociales, reales o supuestas. Por eso ambas variantes del mismo error racionalista conducen a parecidos resultados, a la consolidación del poder.
domingo, 17 de agosto de 2008
Apostillas a "Por un Estado más fuerte"
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