Parecería, tal como decíamos en nuestro primer post dedicado al libro de Rothbard, que Hume se habría cargado la posibilidad de toda ética objetiva. Como vimos, la crítica de Hume iba contra la idea de una fundamentación racional de la moral (que puede conducirnos a absurdos indeseables), no contra la idea, evidentemente, de poder describir una moral universal. El problema que han entrevisto los filósofos de todos los tiempos es que, sin esa fundamentación racional, nada nos impide cuestionarnos las normas positivas. Creo que ese problema es insoluble, y la Ilustración (¡incluyendo al propio Hume!) ha desdeñado con excesiva ligereza las consecuencias de no reconocer que ese problema existe, y es terriblemente serio, porque las ideas de los intelectuales acaban influyendo incluso en personas que desconocen por completo a sus autores. Lo expresó Ortega con cierto casticismo contando el chiste de aquel gitano que, al ser requerido por el cura sobre si se sabía los diez mandamientos, le contestó: “Misté padre, yo loh iba a aprendé; pero he oído un runrún de que loh iban a quitá”. (La rebelión de las masas, cap. XIV, III.)
A veces los chistes, al igual que otros productos de la creatividad popular, encierran grandes verdades. Y qué duda cabe que la actitud del gitano orteguiano la podemos reconocer en las conductas de muchas personas, tanto jóvenes como adultas, que toman en ocasiones decisiones morales trascendentes desdeñando toda crítica como “anticuada”, cuando quizás no siempre es improcedente. Y ello se refleja en los gobernantes que elegimos. ¿Cuántas personas votan al PSOE porque identifican su programa con un estilo de vida basado en concepciones morales menos exigentes (“modernas”)? Seguramente más de lo que se imagina, y ello puede explicar el poco efecto que otras consideraciones más estrictamente políticas parecen tener en grandes masas de votantes.
En este sentido, creo que tiene toda la razón Rothbard cuando señala que sólo el debate sobre cuestiones morales es decisivo a la hora de decantar a la gente hacia un determinado ideario. Las consideraciones utilitaristas, que teóricamente apelan a nuestro interés personal, implican razonamientos y conocimientos demasiado complejos para influir en gran parte de la población. Es muy fácil contrarrestarlos con argumentaciones propagandísticas de signo opuesto, que en el mejor de los casos llevan al ciudadano medio a suspender el juicio (“¿a quién me creo?”), sin que llegue a formarse una opinión verdaderamente fundamentada sobre cuestiones que escapan a su comprensión.
Pero la solución racionalista para establecer los principios morales no parece posible, como demostró Hume. Entonces quizás no queda otro camino que aceptar la existencia de determinados axiomas indemostrables (entre los que se contarían los derechos de propiedad rothbartianos) que no son nada difíciles de defender socialmente, puesto que cuentan con el asentimiento de cualquier persona normal, pero que deberíamos blindar contra ciertos análisis intelectuales “disolventes” (¡como los que efectúo yo aquí, en parte!) con una especie de “pacto de caballeros”, que vendría a consistir en la aceptación de que el cuestionamiento de determinados dogmas es, aparte de metodológicamente estéril, socialmente indeseable. En este aspecto, la religión puede jugar un papel muy valioso, aunque no necesariamente imprescindible. Aceptada la necesidad que la vida tiene de determinados axiomas, toda discusión sobre los fines estaría de más, y podríamos centrarnos en la discusión de los medios. Y sobre todo, podemos combatir los abusos del poder político de una manera mucho más radical, sin caer en la trampa del debate utilitarista.
En otra ocasión trataré de desarrollar mejor estas ideas. En mi siguiente post, me centro en la concepción del Estado de Rothbard, y con ello concluiré mis comentarios sobre La ética de la libertad.