Como ya he dicho alguna vez, a partir de la adolescencia fui perdiendo gradualmente la fe religiosa. No hubo ninguna experiencia traumática; sencillamente, cada vez me resultaba más difícil aceptar los dogmas cristianos que me habían inculcado en la infancia. Uno a uno fueron cayendo hasta que un día me pregunté si a fin de cuentas, ni siquiera Dios existía.
Ya adulto, tuve incluso mi etapa de laicismo militante. Sin embargo, duró poco, porque pronto empecé a experimentar un íntimo disgusto ante el ateísmo de salón. Sentía respeto por Nietzsche, que se atrevía a extraer las consecuencias de la muerte de Dios. Y seguramente hubiera admirado a Max Stirner (El Único y su propiedad) si lo hubiera leído entonces. Pero esa clase de ateos neoilustrados que tratan de demostrarte que pese a su descreimiento son unos tíos estupendos, que ayudan a cruzar la calle a las ancianitas, me producían un invencible fastidio. Y la verdad es que no sabía muy bien por qué, pues yo mismo encajaba en esa caracterización de buen chico, pero impío.
Pasó el tiempo, conocí a mi actual mujer, nos casamos por la Iglesia, bautizamos a nuestros dos hijos y elegimos clase de religión para ellos cuando fueron al colegio. ¿Me había vuelto creyente, o sencillamente un burgués hipócrita? Ninguna de las dos cosas. Sí había dejado de ser progre, y de alguna manera no estaba dispuesto a renunciar a mi identidad cultural católica. Todavía no creía, pero me di cuenta que me hubiera gustado volver a creer. El cristianismo es el románico, el gótico, nuestro Siglo de Oro, Johann Sebastian Bach y tantas cosas de lo mejor de nuestra civilización. Me parecía estúpido ponerlo al mismo nivel de... ¿de qué? ¿De dos o tres silogismos pretenciosos que se le ocurren algún día a casi todos los adolescentes en fase de inquietud existencial? (A la juventud del botellón no necesita ocurrírsele nada, sencillamente se lo cuentan en la tele.)
Sin embargo, tampoco esta actitud culturalista me satisfacía. ¿No estaría confundiendo religión con estética? Hoy, vía Barcepundit, he leído el artículo de Elvira Lindo, "En misa de ocho". Es un ejemplo de esta actitud frívola, y un tanto engreída, de no querer privarse de ciertas experiencias estéticas por remilgos laicistas, pero tampoco llegar al extremo de mezclarse con el populacho creyente. La Lindo hasta se permite aconsejarle a la Iglesia (que solo tiene 2000 años) que eche más mano de Bach, y menos de "guitarrerío". Que a lo mejor así la gente culta como ella, que presume de que ha conseguido dos entradas para "el concierto más cotizado de la temporada del Carnegie", condescenderá a santificar el día del Señor más a menudo.
Tiene gracia que después de todo Elvira Lindo no eluda el peaje anticlerical, obligatorio en el periódico que le paga, y hable de la "furia" predicadora de los clérigos. Por un lado, nuestros exquisitos intelectuales de El País, que no suelen ir a misa, quieren una Iglesia "moderna"; por el otro, desdeñan el guitarrerío y demás concesiones del Concilio Vaticano II a los tiempos que corren.
Su parte de razón tiene Lindo en la cuestión musical, tampoco lo negaré. Yo he acudido a la iglesia de mi barrio algunas veces (pocas, lo confieso) y siempre he sentido la misma frustración. De entrada, la acústica del edificio es horrible, lo que obliga a un fatigoso esfuerzo para captar las palabras. A decir verdad, tampoco se pierde uno gran cosa. Ni el orador ni el acompañamiento musical, con un triste órgano eléctrico (no hablemos de las voces), ayudan gran cosa al recogimiento espiritual.
A pesar de estos inconvenientes, de un tiempo a esta parte siento que no me valen pretextos tan prosaicos para mantenerme alejado de la Iglesia. Quizás sea una reacción por el recrudecimiento del fanatismo laicista. Quizás haya también una actitud defensiva frente al islamismo, que avanza sin obstáculos en la relativista y escéptica Europa. Puede que haya llegado el momento de que los europeos volvamos a llenar las iglesias, a demostrar que nosotros también creemos en algo, aparte del bienestar material y cuatro bonitas palabras. Y aunque solo fuera por solidaridad con los cristianos martirizados en todo el mundo, tanto que se nos bombardea con esta palabra, por otras razones.
Este domingo le propuse a mi mujer que asistiéramos a la misa del Santuario de la Virgen de Loreto en Tarragona.
-¿Ahora te vas a volver religioso? -me preguntó ella, entre divertida y comprensiva.
-A lo mejor sí.
Mi mujer, al igual que Elvira Lindo, nunca tuvo vocación de monja, pero siempre ha sido creyente.
Me gustó mucho más la ceremonia del Santuario de Loreto que la que se oficia en la iglesia del barrio. Sí, había guitarras, pero sonaban mucho mejor que el órgano eléctrico; había una apreciable vocalista... ¡y hasta el cura no tenía mala voz! Por lo demás, me encantó la sobriedad y al mismo tiempo la intensidad de toda la celebración. La misa, oficiada por los Padres Rogacionistas, fue en castellano, no en catalán, cosa que le confiere más universalidad, què voleu que us digui. Eso no fue impedimento para que se cantara alguna bella canción en catalán. Al final, tras la comunión, se cerró el acto con el Salve Regina en latín. Precioso. Furia, lo que se dice furia, yo no percibí ninguna, más bien todo lo contrario. De vez en cuando, se escuchaban los balbuceos o el lloriqueo de algún niño. En el Carnegie Hall seguro que eso no pasa.