No es la primera vez que se propone una cocapitalidad Madrid-Bacelona, con el fin de resolver de una vez por todas el problema del nacionalismo separatista. Ahora el candidato socialista a la Generalidad, Pere Navarro, ha vuelto a desempolvar la propuesta, en el marco de un programa federalista.
Tiene cierta lógica, hay que reconocerlo. Si Barcelona hubiera sido la capital de España, seguramente no hubiera llegado a surgir jamás el nacionalismo catalán. (Aunque quién sabe, quizás entonces hubiera surgido el nacionalismo castellano...)
Desde luego hay razones históricas profundas que explican la capitalidad de Madrid. Significativamente, la primera capital de España fue en la antigüedad romana Tarragona, a 90 km de Barcelona, y ya en los inicios de la época visigótica, durante un breve período, la propia Barcelona. La dinámica de la expansión de los visigodos, sin embargo, acabó finalmente fijando la capitalidad en Toledo. Que la capital haya acabado siendo la cercana Madrid es acaso un accidente, pero no que se haya situado en el centro de la península. La Reconquista se planteó, como indica el término, como una recuperación del legado cultural y político visigodo, es decir como el restablecimiento del primer Estado unitario de España y del cristianismo.
Con todo, España como Estado moderno nace con la unión de Castilla y Aragón. No hubiera sido imposible que entonces se hubiera desarrollado un modelo dual, con capital oscilante entre Madrid y Barcelona. De hecho, algo de eso hubo, en la medida en que los descendientes de los Reyes Católicos tuvieron que seguir jurando las constituciones de Aragón y Cataluña hasta el siglo XVIII. Eran reyes de toda España en virtud, entre otros títulos, de ser reyes de Aragón y condes de Barcelona, y no al revés, al menos formalmente.
Como es sabido, Felipe V terminó con esta -si se quiere- ficción jurídica, cuando al final de la Guerra de Sucesión, el 11 de setiembre de 1714, sus tropas entraron en Barcelona, tras haberla bombardeado y sitiado durante meses, y abolió las instituciones y las constituciones de Cataluña. (Para entonces decadentes y reducidas prácticamente a mero refugio de privilegios oligárquicos.) No fue sin embargo hasta casi dos siglos después, a principios del siglo XX, que surgió el nacionalismo catalán, y reivindicó aquella fecha histórica, que los catalanes habían parecido dispuestos a olvidar desde el mismo día que cayó Barcelona. A pesar de todo, la actual estructura autonómica ha facilitado que, con los nacionalistas en el poder regional durante treinta años, su ideología se haya hecho mayoritaria. Y de ahí surgen los planteamientos de reconsiderar la estructura del Estado para responder al peligro de secesión.
Naturalmente, cambiar la capital de España sería un disparate, por razones no solo económicas. No se puede realizar una mudanza de tanta envergadura sin meditar gravemente las consecuencias de todo tipo que podría tener, quizás indeseadas además de impensadas. El sentido común aconseja siempre dejar las cosas como están, cuando no está claro que el cambio vaya a conseguir lo que se pretende, y además no vaya a tener otras consecuencias acaso peores que el mal que supuestamente remediaría.
Otra cosa es sin embargo el concepto de cocapital, que no implica desposeer a Madrid de su actual estatus constitucional (aunque sí reformarlo), ni trasladar todas las sedes administrativas y políticas, sino repartirlas con Barcelona. Esta es una idea que se puede discutir, se pueden sopesar sus inconvenientes (principalmente de orden económico) y sus ventajas. Pero no es ningún absurdo, a tenor de la historia pasada.
El principal problema de la cocapitalidad Madrid-Barcelona es que la propuesta llega tarde y, sobre todo, en un contexto de mero oportunismo electoralista. Es decir, que no se plantea seriamente. Unos cuantos miles de catalanes se manifiestan el 11 de setiembre en Barcelona pidiendo tener un Estado propio, y entonces el señor Pere Navarro propone que la capital sea compartida con esta ciudad. Es como si yo amenazo a mi jefe con irme, después de mis repetidas demandas de aumento de sueldo, y entonces él me ofrece ser su socio en la empresa. La primera reacción que tendría cualquiera en circunstancias similares es pensar: ¿Y no podías habérmelo propuesto antes?
Entiéndaseme, no estoy sugiriendo que las demandas del nacionalismo catalán sean justas. Al contrario, creo que no lo son, porque a los catalanes les ha ido bien dentro de España, y cualquier otra consideración nace del resentimiento y el autoodio, no de razones objetivas. Sin embargo, si tu jefe (la metáfora me temo que no es muy feliz) hasta ahora se ha opuesto a tus peticiones salariales con argumentos puramente defensivos, cuando de repente te propone ser socio suyo, ello significa que antes no estaba siendo sincero ni generoso, independientemente de quién de los dos tuviera razón. Uno pierde la razón cuando no sabe argumentarla, y se limita a objeciones pragmáticas o circunstanciales ("ahora no es oportuno") contra quien asegura defender legítimos intereses.
El nacionalismo no surge a principios del siglo XX porque los catalanes se sientan incómodos dentro de España, sino por causas antes aludidas. De ahí que las propuestas de configurar el Estado de manera que el sentimiento catalanista encaje dentro de la nación española, están viciadas de origen. ¿Hubiera evitado que surgiera el nacionalismo un Estado con capital dual? Es posible, pero emprender esa reforma en respuesta a demandas que no nacen de ahí ya no arregla nada, y es un error de negociación evidente.
¿Qué solución propongo?, se me preguntará. La pregunta, así formulada, en realidad ya asume los planteamientos nacionalistas, es decir, que existe un problema de encaje de Cataluña con España. Pero el problema no es ese, el problema es el propio nacionalismo, es decir, el postulado de que existe un problema objetivo, una injusticia a reparar, un pueblo oprimido al cual hay que liberar. Así que no hay otra que denunciar una y otra vez esa falacia. Eso no asegura que la irracionalidad separatista no acabe triunfando, pero la alternativa es perder la batalla de las ideas antes de disparar el primer tiro dialéctico.