sábado, 20 de septiembre de 2008

Por qué estoy contra el aborto (y II)

Luis I. Gómez, en su blog Desde el Exilio, ha argumentado a favor del aborto planteando el problema central de si el nasciturus es sujeto de derechos o no. Según él, los derechos emanan o bien de la voluntad divina, o bien de la propia naturaleza del hombre. Desestimada la primera posibilidad, la segunda le parece una premisa moral cuyo cumplimiento no puede imponerse a otros.

Como argumento he de decir que me parece extraordinariamente endeble. ¿No es "imponer" nuestras premisas morales encarcelar a quienes matan o roban?

"No se puede (o no se debe) -dice Luis- prohibir el aborto, pues ello supondría obligar a la maternidad a quien no quiere desarrollarla (no importan los motivos)."

En realidad, es abusivo llamar a esto "argumento". No es más que la exposición de su propia posición, sin asomo de justificación. Claro, si prohibimos el aborto, estamos obligando a que el embarazo llegue a su término... Y si prohibimos el robo, estamos obligando a la gente a que se gane la vida honradamente. Son distintas maneras de decir lo mismo.

Lo que no es válido es plantearse la cuestión de si el feto tiene derechos, para acto seguido darla por respondida, en sentido negativo. ¿Por qué no los tiene? -That's the question.

De hecho, el autor de Desde el Exilio termina su reflexión mostrándose partidario de que el aborto se considere el último recurso, de la importancia de la educación, etc. Todo esto es ingrediente habitual del discurso proabortista -con lo cual se endulza el brebaje. Pero yo me pregunto: Si de verdad un feto no tiene derecho a la vida ¿a santo de qué estos escrúpulos?

La fundamentación religiosa no puede rechazarse tan a la ligera como se acostumbra. Evidentemente, no todo el mundo es creyente, por lo cual sería problemático querer partir exclusivamente de esta base para defender principios morales de validez universal. Sin embargo, la propia idea de que existen tales principios universales, es en su origen religiosa. Olvidar este legado de la religión, menospreciarla y considerarla como una reminiscencia de nuestro pasado precientífico, entraña el peligro grave de que la ética quede al albur de las opiniones de unos funcionarios (pienso en la profesora Victoria Camps), quienes impartirán su doctrina a mayor gloria de las conveniencias estatales de cada momento.

Los principios morales deben tener la consideración de verdades trascendentes, independientes de la mente humana. De lo contrario, nada puede escapar al ácido corrosivo del relativismo. Ningún político, ningún profesor de ética puede dictar a partir de qué semana de gestación un feto empieza a ser una persona dotada del derecho inalienable a la vida. ¿Por qué si nos parece una aberración abortar un feto a los ocho meses, no lo es a los seis? En una inversión hábil de la situación, los proabortistas nos acusan a los antiabortistas de querer dictar a los demás nuestras propias determinaciones acerca de cuándo se inicia una vida humana. Pero no es así. La posición provida, aislada de cualquier componente religioso, no consiste en afirmar que la vida humana empiece el primer día de la fecundación o en otro momento, sino en que nadie puede afirmar que no empiece en un momento u otro: Es la diferencia entre un principio dogmático y un principio de cautela -conservador, si lo prefieren.

Inextricablemente relacionado con esto, tenemos el problema de la responsabilidad. Los proabortistas que se entregan al argumentario lacrimógeno sobre las mujeres perseguidas legalmente por haber abortado (no muestran sensibilidad comparable con la suerte del feto, desde luego), olvidan que salvo en el caso de la violación (en el cual sí admito el aborto), toda mujer es una persona responsable de sus actos. Nadie la obligaba a abortar, como en general nadie está obligado a delinquir. Por definición, todo delito es por acción, omisión o negligencia un acto voluntario. Ignorar la responsabilidad individual (¡hasta el extremo de tratar el remordimiento postabortivo como una dolencia psicológica!) conduce a una sociedad de adultos inmaduros, y por tanto no aptos para el ejercicio de la libertad. Los liberales que como Luis I. Gómez defienden el aborto, también olvidan esto.