jueves, 21 de agosto de 2008

¿Una utopía socialista?

En 1932, Aldous Huxley publicó Un mundo feliz, la que a mi juicio es la novela de ciencia-ficción más lograda y penetrante jamás escrita.

El argumento es sobradamente conocido. En un futuro siglo VII de la Era Fordiana, el mundo está gobernado por un Estado mundial que ha abolido todas las instituciones, creencias, principios morales y costumbres por las cuales ha venido rigiéndose la humanidad desde tiempo inmemorial, incluyendo la propia familia. Los seres humanos son producidos en serie en condiciones extrauterinas desde la misma fecundación, de manera que ya no existen padres ni madres, ni siquiera en sentido biológico.

"Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado."

"-¿Y saben ustedes lo que era un 'hogar'? (...) Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio, una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores."

Los niños, en efecto, son criados colectivamente y adoctrinados mediante métodos pavlovianos e hipnopédicos, que les impedirán desarrollar jamás el menor atisbo de crítica o descontento ("inadaptación"). Los tiempos en que existían cosas como la familia, la religión, la literatura, son descritos como un periodo precientífico, caracterizado por las enfermedades, tanto físicas como psíquicas, los conflictos generados por las pasiones y la infelicidad. Ahora, todo eso está felizmente superado. Ya en la etapa adulta, todos los individuos gozan de un estado de equilibrio y satisfacción ininterrumpidos, gracias al condicionamiento recibido y al uso de una droga llamada soma:

"Euforica, narcótica, agradablemente alucinante. (...) Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes."

A ello debe añadirse una organización deliberada del ocio de masas, así como una promiscuidad sexual elevada a patrón moral de referencia, hasta el extremo que las parejas estables son mal vistas. No existen, recordémoslo, hijos. Tampoco hay ancianos. La medicina ha progresado lo suficiente para que todos los hombres y mujeres mantengan un aspecto juvenil hasta avanzada edad. Cuando llega el momento de la muerte, son convenientemente sedados y prácticamente desaparecen, siendo rápidamente olvidados por sus amigos y conocidos. El dolor por la pérdida de seres queridos también ha pasado a la historia. Y la historia misma ha sido prácticamente borrada, salvo el relato oficial y en gran parte mítico de los orígenes del Mundo Feliz, en torno a los cuales se ha organizado una ridícula parodia de religión.

Aunque el Estado preside todos los aspectos de la existencia, la distopía huxleyana no parece un sistema socialista puro. Huxley no es demasiado explícito en este terreno, pero en el Mundo Feliz se alienta obsesivamente el consumismo, lo cual no parece congruente con un sistema económico (totalmente) planificado. De hecho, en la novela es patente una crítica mordaz de la sociedad de consumo, a la que se juzga como vulgar y degradante.

Sospecho que el autor, como tantos intelectuales del periodo de entreguerras, no tenía del capitalismo una imagen mucho más favorable que del socialismo (por el que es evidente que no abriga excesivas simpatías) y que de alguna manera creía intuir que el destino de ambos sistemas era acabar convergiendo, como en el cuento de Asimov del que hablaba el otro día.

Aunque no comparto su elitista rechazo del capitalismo, sí que me inquieta, hasta diría que me persigue a veces, la idea insidiosa de que Huxley pueda haber estado más cerca que nadie de la verdad acerca del porvenir que nos aguarda.

Es evidente que el estatismo no es incompatible con un cierto grado de libertad económica, sino más bien al contrario, los recursos ingentes que manejan los Estados actuales no serían posibles sin un mercado (relativamente) libre que los genere. Incluso una dictadura tan férrea como la China continental ha aprendido la lección, y por el momento mucho nos tememos que el Partido Comunista chino no sólo no ve amenzado su poder, sino que lo ha reforzado. Cierto que el dinamismo de la sociedad podría acabar provocando un deshielo del regimen político. Incluso los incomparablemente más benévolos Estados del Bienestar europeos ven cíclicamente cuestionada su sostenibilidad. Puede que el sistema de prestaciones sociales acabe quebrando y obligue a las sociedades europeas a reformas liberalizadoras, pero tampoco debe descartarse que, de producirse una gran crisis, no acaben triunfando los partidarios de más Estado, que culparán indefectiblemente al "liberalismo salvaje" de los desaguisados provocados por la burocracia.
Incluso en Estados Unidos coexisten ambas tendencias, liberales y estatistas. ¿Cuál triunfará? El futuro es incierto.

Hay sin embargo un detalle en la novela de Huxley que resulta significativo, y en cierto modo permite abrigar una esperanza, dentro del pesimismo sin concesiones de esta obra literaria. Aunque la existencia del Mundo Feliz requiere un considerable grado de desarrollo tecnológico (¡pero hoy parece menos descabellada que en 1932!) la innovación científica es deliberadamente controlada y hasta cierto punto contenida, porque sus dirigentes la perciben como potencialmente desestabilizadora. Y sin duda así es.

La Unión Soviética impresionó a muchos por sus logros espaciales y militares. Pero quedó muy por detrás en otros campos, quizás a corto plazo menos espectaculares, pero que a la larga se han revelado más decisivos. El ejemplo más notorio es la informática. El ordenador personal, y luego Internet, no se desarrollaron en la antigua URSS, sino en los Estados Unidos, gracias entre otras cosas a que hubo unos cuantos pirados que empezaron experimentando en garajes particulares, y no fueron encerrados en frenopáticos, ni siquiera molestados por funcionarios que pudieran ver en actividades tan extrañas intenciones subversivas. Aunque en un sentido profundo, tal vez sí lo fueron.

El progreso tecnológico es por esencia imprevisible y por tanto, va estrechamente ligado a una sociedad libre. Sólo ésta logra beneficiarse al máximo de él, al tiempo que ofrece el entorno más adecuado para su florecimiento. Y mientras haya sociedades más o menos imperfectamente libres, esa será su ventaja decisiva sobre los totalitarismos que sólo ven en la ciencia un instrumento al servicio del poder.

Nota bibliográfica: Las citas proceden de Un mundo feliz, Plaza y Janés, 2000.