miércoles, 13 de agosto de 2008

La ética de la libertad (II)

En mi post anterior defendía la concepción de David Hume, según la cual no existe una moral “racional”, ni falta que hace.

Esto es exactamente lo contrario de lo que afirma el gran pensador libertario, Murray N. Rothbard, no dudando en reivindicar el tomismo para reforzar sus tesis. Dudo que esta posición intelectualmente “reaccionaria” sea de gran ayuda para las ideas que defiende, y de verdad lo lamento, pues las principales de ellas me parecen absolutamente defendibles.

El problema es que el racionalismo ingenuamente premoderno de Rothbard le lleva a caer de lleno en el robinsonismo, es decir, en el esquema según el cual el ser humano se enfrenta a los problemas vitales con las meras armas del razonamiento abstracto, cuando de hecho las cosas no son exactamente así. La inteligencia humana, entendida como nuestra facultad de adaptación al medio, no se reduce a nuestra mera capacidad cerebral de cálculo, sino que incluye toda una serie de presupuestos (prejuicios, tradición, como prefieran llamarlos) tanto biológicos como culturales, que son los que por un proceso evolutivo ajeno al individuo, nos han permitido sobrevivir y progresar.

Por eso es una temeridad la pretensión de tantos utopistas y “progresistas” de abolir todos aquellos principios o instituciones sociales que aparentemente carecen de una base racional, porque realmente nuestro conocimiento es demasiado limitado para poder prever todas las consecuencias de semejante decisión. Y afirmar esto no implica ninguna aceptación acrítica de toda tradición, ni mucho menos, sino que se trata de defender un elemental principio de prudencia ante los experimentos sociales.

Rothbard, en cambio, se niega a considerar los hechos en su verdadera complejidad, y por ello cree que todas las normas éticas pueden resumirse en el principio de no agresión y el concepto de propiedad (en la que incluye la del propio cuerpo, con lo que elude utilizar al expresión “derecho a la vida”). Esto le lleva a deducciones inflexibles que en ocasiones atentan contra el más elemental sentido común. Por supuesto, que algo entre en contradicción con el sentido común no es una prueba suficiente de su falsedad, pero sí es un indicio que nos aconseja revisar nuestras premisas, o la cadena de nuestros razonamientos.

Así, por ejemplo, en un momento determinado llega a afirmar que el feto es un “parásito” en el vientre de la madre, y basa en ello el derecho ilimitado al aborto. Incluso no retrocede ante conclusión tan monstruosa como la de que los padres tienen perfecto derecho a dejar morir de hambre a sus hijos (aunque no a matarlos directamente: cap. XIV). Ante el carácter disparatado de semejantes afirmaciones, Rothbard se limita a encogerse de hombros, afirmando que no hay que confundir la moralidad de semejantes conductas (que deja al arbitrio de cada cual) con su legalidad, pero me parece ésta una forma un tanto chusca de esquivar las objeciones, máxime cuando el título del libro incluye la palabra “ética”.

Albert Esplugas ha tratado de demostrar, en un brillante ensayo, que para nada estamos obligados a asumir semejantes conclusiones partiendo de premisas estrictamente libertarias. Puede que sea así, y que el razonamiento de Rothbard sea formalmente defectuoso, pero de hecho Esplugas introduce premisas (por ejemplo sobre la definición de “ser humano”) que en sí mismas no son libertarias ni lo contrario. Ello me reafirma en mi postura de que los principios de Rothbard (con los que simpatizo plenamente, insisto) no son suficientes por sí solos para fundar la moral y el derecho. Desde luego, estoy más próximo a Hayek (gran admirador de Hume, por cierto), y la crítica que lleva a cabo Rothbard (cap. XXVII) del concepto de “imperio de la ley” del pensador austriaco, me parece una burda caricatura de su pensamiento.

Según Rothbard, los principios legales de toda sociedad sólo pueden establecerse

“a) siguiendo las costumbres tradicionales de la tribu o la comunidad; b) obedeciendo la voluntad arbitraria y ad hoc de quienes dirigen el aparato del Estado; o c) utilizando la razón humana para descubrir la ley natural.” (pág. 43)

Naturalmente, él opta por la tercera opción, pero en mi opinión, la tríada es engañosa, y la verdadera oposición es entre la arbitariedad del poder político y las otras dos. Pues la “razón” no puede actuar en el vacío y siempre parte de unos presupuestos dados (lo que Rothbard rechaza como “conformismo servil a la costumbre”) cuyo rechazo absoluto es tan acrítico como lo sería su aceptación sin condiciones. Otra cosa es que el Estado haya utilizado la defensa de la costumbre como pretexto de su coacción, pero se olvida demasiado a menudo cuántas veces utiliza el pretexto opuesto, la defensa del “progreso”.

Otra cosa es que los Estados utilicen la defensa de las costumbres como pretexto para su actividad coactiva, pero tenemos también numerosos ejemplos de lo contrario, de que en nombre la de la “modernidad” acaben invadiendo los derechos individuales, por lo que conviene distinguir una cosa de la otra.

Sin embargo, estoy plenamente de acuerdo en la crítica que Rothbard hace del utilitarismo. Exponer esto se merece otro post.