El progresismo es una ideología cuya tesis fundamental
podría sintetizarse así:
El ser humano es capaz de alcanzar la felicidad plena (o, al menos,
acercarse indefinidamente a ella) exclusivamente por sus propios medios.
Los medios a los que se refiere
el progresismo son fundamentalmente de dos tipos: técnicos (medicina, química, ingeniería,
etc.) y políticos. Estos últimos se concretan en una acción decidida del Estado
en la economía, en la educación, en regular las relaciones entre los sexos y en
la protección del medio ambiente.
El progresismo, así definido de
una manera tan genérica, ya nos revela sus dos características fundamentales.
En primer lugar, es inevitablemente anticristiano. Y en segundo lugar, es
antiliberal. Empiezo por razonar la segunda afirmación. En algunos círculos
católicos, se confunde liberalismo con progresismo, en el sentido de que
esencialmente serían lo mismo. Si el valor fundamental es la libertad, es
evidente que bastará con liberar al individuo de todas las ataduras
(económicas, políticas, culturales, religiosas) como condición previa para
alcanzar la felicidad. Esto entronca indudablemente con la tesis fundamental
del progresismo que acabamos de formular. Ciertamente, son muchos los liberales
que no ocultan sus coincidencias con el progresismo, aun cuando subrayen las
diferencias, principalmente en el terreno económico.
Así, por ejemplo, determinados liberales
son partidarios de un supuesto derecho de la mujer a abortar, de los
matrimonios entre personas del mismo sexo, de los vientres de alquiler, etc.
Creen que el Estado no debe legislar restringiendo la capacidad de decisión de
las mujeres ni de los individuos en general, en determinadas cuestiones
morales, del mismo modo que no debe restringir la libertad de comercio.
Ahora bien, este razonamiento
parte de una confusión. Una cosa es que el Estado intervenga para evitar que
los individuos puedan entablar libremente relaciones o intercambios entre ellos, que no afecten
a la supervivencia o las libertades de una de las partes o de terceros. Esto lo
rechazan los liberales, a diferencia, en muchos casos, de los progresistas. Y
cosa muy distinta es que el Estado prohíba relaciones o acuerdos entre
individuos que supongan la violación del derecho a la vida o que impliquen lesionar la libertad
de expresión o de objeción de conciencia (como ocurre al imponer el “matrimonio
homosexual”, cuando el legislador trata de sobreprotegerlo contra cualquier
crítica o disensión). En el segundo caso, no es más liberal quien defiende el
aborto, sino menos. Porque todo sistema liberal requiere un Estado que proteja
a los individuos de las agresiones de terceros, y eso incluye a los seres
humanos nonatos, aunque carezcan de
la capacidad de proclamar sus derechos, o más bien especialmente por eso.
Sin la protección de los
derechos, la libertad carece de sentido legal. Es decir, equivale a esa “libertad
de la selva” con la cual los enemigos del liberalismo pretenden
caricaturizarlo. Fuera de la civilización, la libertad se reduce a la fuerza
física. Es más libre quien es más capaz de rechazar o disuadir por sí mismo
otra agresión. En cambio, en una sociedad donde impera la ley, por principio,
la libertad no está ligada a la fuerza individual. La confusión de que hablaba
antes procede de aquí. La libertad no es simplemente hacer lo que queramos,
porque eso nos expondría a perderla en cualquier momento a manos de otros. La libertad
es inseparable de la obediencia a la ley, y eso implica que no cualquier
abolición de una norma basada en la religión o en la costumbre es necesariamente
liberadora, por mucho que sus promotores la presenten así.
Se puede comprender ahora por qué
decimos que el progresismo es esencialmente antiliberal. Es debido a que su
forma de entender la libertad en realidad coincide con la que proyecta,
criticándola, en los “neoliberales”, por utilizar su lenguaje. Pero eso no procede
del liberalismo clásico, sino de su negación o deformación. Aunque incurran en
ella algunos que se consideran más liberales que nadie.
Naturalmente, la cuestión es más
compleja de lo que da a entender esta apretada síntesis, pues los progresistas
se erigen como campeones de la “verdadera libertad”, que tratarían de desligar
del poder económico. En este sentido, coincidirían aparentemente con los fines
del liberalismo clásico. Pero con el subterfugio de denunciar el poder
económico se termina siempre en el mismo punto, la defensa de un poder político
justiciero que se cree con el derecho de robar la riqueza producida por otros,
de maneras más o menos cínicas. Y ello equivale necesariamente a negar el
principio del imperio de la ley, tal como hacen conscientemente los marxistas y
los neomarxistas populistas de nuestros días, que consideran todo orden legal
como una superestructura al servicio de la clase dominante. Las consecuencias
de esta concepción del derecho son sobradamente conocidas: la dictadura del partido
único y los campos de concentración. Es decir, la “ley de la selva” que tanto
critican los comunistas identificándola con el capitalismo, pero que es la que
erigen ellos allí donde consiguen el poder, en su forma más descarnada: una
selva donde ninguna ley limita el poder del Partido, donde el derecho es una
ficción mucho más desvergonzada que en la mayoría de lugares donde existen unas
mínimas libertad de mercado y garantías formales.
Quizá lo dicho hasta ahora se
entenderá mejor con el siguiente ejemplo. Todos entendemos que un liberal es
una persona poco amiga de las prohibiciones. Pero al mismo tiempo, nadie
consideraría que es más liberal quien permite la esclavitud que quien es partidario
de abolirla. Es decir, aunque en conjunto el liberalismo es favorable a reducir
todo lo posible las prohibiciones, en determinados casos puede ser,
paradójicamente, más liberal prohibir que permitir. Esto debería estar
perfectamente claro en el caso del aborto. El partidario de legalizar el aborto
no es por ello más liberal, porque sencillamente está defendiendo que el
derecho a la vida de algunos seres humanos (condición de cualquier libertad) no
merece protección. Y no nos vale el argumento de que la discusión estriba,
precisamente, en quién es (plenamente) humano y quién no, pues exactamente esto
mismo era lo que argüían los esclavistas, cuando ponían en cuestión que los
negros pudieran ser considerados seres humanos al mismo nivel que los blancos.
Considerar como “liberales” a los abortistas es una licencia del lenguaje no
menos extravagante que calificar de liberales a los esclavistas, mediante el
peregrino razonamiento de que ellos están a favor de la “libertad” de que cada
uno decida si un feto –perdón, un negro– es un ser humano o no.
En definitiva, el progresismo es
antiliberal incluso cuando parece que coincide con el liberalismo, porque en
realidad esa coincidencia no se produce con el liberalismo clásico, sino con el
delirio prometeico que pasa por legítimo heredero de tal liberalismo –y que más
bien es un usurpador. Y esto nos permite enlazar con la característica
fundamental del progresismo, su carácter esencialmente anticristiano.
El cristianismo no es una
doctrina opuesta al progreso técnico, ni a cualquier mejora social. De hecho, el
cristianismo arraigó en Europa en mayor medida que en ninguna otra
civilización, y casualmente (o no tan casualmente) es en la civilización europea
(lo que incluye, culturalmente hablando, a América) donde se produjo la
revolución industrial que ha cambiado, y sigue cambiando, la faz del mundo, y donde
se han consolidado las sociedades más libres y prósperas que han existido nunca.
Pero el progresismo no consiste simplemente en ser favorable al progreso, sino
que, según se desprende de nuestra definición, lo convierte en la medida de
todas las cosas, en el secreto de la felicidad presente y futura. Y es aquí
donde choca radicalmente con el cristianismo. El primero mide el bien por su
cercanía a una felicidad terrenal autosuficiente, mientras que el segundo lo
hace por la cercanía del hombre a Dios, sólo posible por la mediación de
Jesucristo. El cristianismo no se opone a la felicidad terrena, pero la
relativiza, al considerarla por una parte como un don, como algo que no tenemos
mayor derecho a exigir; y por otra parte, como un mero anticipo
de la felicidad plena, aquella que sólo podemos alcanzar en la otra vida. El
progresista considera que estas creencias entorpecen el pleno disfrute del
hombre aquí en la tierra, incluso aunque concediera, por hipótesis, la
existencia de una realidad trascendente. El cristiano, por el contrario,
considera que al cifrar toda esperanza en el mundo, el hombre se incapacita
para gozar de los bienes ultraterrenos, e incluso es más que probable que de
todos modos tampoco logre disfrutar realmente de aquellos que posee aquí, de
manera tan fugaz como precaria. El hombre más rico del mundo en cualquier
instante puede perderlo todo, o incluso sin llegar a ello perder la
satisfacción que le producen sus muchas riquezas materiales, por la pérdida de
un ser amado o el quebranto de su salud.
Pero nada nos revela más a las
claras el carácter anticristiano (¡y antiliberal!) del progresismo que sus
frutos, y en especial que la ideología de género-homosexualista, auténtica
punta de lanza del progresismo global, junto con el alarmismo climático. Nada
hay más contrario a la concepción cristiana de la naturaleza humana que
sostener que su carácter sexuado es una mera imposición cultural; que pretender
imponer coactivamente (es decir, con toda la fuerza del Estado) en la educación
y en los medios, la homosexualidad como igualmente válida, en todos los
sentidos, que la heterosexualidad; que cualquier acuerdo entre individuos puede
ser considerado una “familia”; que el aborto es un “derecho” de la mujer, sólo
considerable desde el punto de vista de la llamada “salud reproductiva” (casi
siempre, curiosamente, orientada a que la gente no se reproduzca). Y que la
mujer estará oprimida por el hombre (el “patriarcado”) mientras se siga
distinguiendo de él en cualquier aspecto de su conducta laboral, sexual o de
otro tipo.
Todo este cúmulo de aberraciones y
necedades se está imponiendo hoy en las “agendas” de casi todos los gobiernos
occidentales (incluidos los supuestamente conservadores o de derechas) por la
simple razón de que apenas encuentran una contestación elaborada, más allá de una
minoría disidente que raramente recibe atención de los medios, salvo cuando se
trata de deformar y ridiculizar sus concepciones.
Desde luego, no contribuye lo más
mínimo a revertir esta situación el papa Francisco, con sus gestos y algo más
que gestos de aproximación al pensamiento progresista. Pero evidentemente, el
problema no es solamente este papa, sino que amplios sectores de la Iglesia, desde hace tiempo, o
bien están seriamente contaminados por el progresismo –es decir, por una
ideología incompatible con la que supuestamente profesan– o bien creen
erróneamente que la mejor manera de enfrentarse a ella es eludir la polémica,
el choque directo. Ciertamente, son muchos los cristianos que se consideran progresistas
sin ver en ello ninguna incompatibilidad, pero ello sólo pone de manifiesto la
existencia de empanadas mentales comparables a las de esos católicos que
practican el yoga o creen en el tarot. Mantener posiciones ambiguas o contemporizadoras
al respecto no ayuda en nada a difundir el Evangelio, sino todo lo contrario, a
trivializar, tergiversar y convertir su mensaje en una doctrina más del
mercado, que aspira a conseguir seguidores al precio, si es necesario, de
rebajar sus exigencias o incluso de confundirse con otras "marcas" de éxito.