sábado, 15 de agosto de 2015

El cristianismo no es progresista, gracias a Dios

El progresismo es una ideología cuya tesis fundamental podría sintetizarse así:
El ser humano es capaz de alcanzar la felicidad plena (o, al menos, acercarse indefinidamente a ella) exclusivamente por sus propios medios.
Los medios a los que se refiere el progresismo son fundamentalmente de dos tipos: técnicos (medicina, química, ingeniería, etc.) y políticos. Estos últimos se concretan en una acción decidida del Estado en la economía, en la educación, en regular las relaciones entre los sexos y en la protección del medio ambiente.
El progresismo, así definido de una manera tan genérica, ya nos revela sus dos características fundamentales. En primer lugar, es inevitablemente anticristiano. Y en segundo lugar, es antiliberal. Empiezo por razonar la segunda afirmación. En algunos círculos católicos, se confunde liberalismo con progresismo, en el sentido de que esencialmente serían lo mismo. Si el valor fundamental es la libertad, es evidente que bastará con liberar al individuo de todas las ataduras (económicas, políticas, culturales, religiosas) como condición previa para alcanzar la felicidad. Esto entronca indudablemente con la tesis fundamental del progresismo que acabamos de formular. Ciertamente, son muchos los liberales que no ocultan sus coincidencias con el progresismo, aun cuando subrayen las diferencias, principalmente en el terreno económico.
Así, por ejemplo, determinados liberales son partidarios de un supuesto derecho de la mujer a abortar, de los matrimonios entre personas del mismo sexo, de los vientres de alquiler, etc. Creen que el Estado no debe legislar restringiendo la capacidad de decisión de las mujeres ni de los individuos en general, en determinadas cuestiones morales, del mismo modo que no debe restringir la libertad de comercio.
Ahora bien, este razonamiento parte de una confusión. Una cosa es que el Estado intervenga para evitar que los individuos puedan entablar libremente relaciones o intercambios entre ellos, que no afecten a la supervivencia o las libertades de una de las partes o de terceros. Esto lo rechazan los liberales, a diferencia, en muchos casos, de los progresistas. Y cosa muy distinta es que el Estado prohíba relaciones o acuerdos entre individuos que supongan la violación del derecho a la vida o que impliquen lesionar la libertad de expresión o de objeción de conciencia (como ocurre al imponer el “matrimonio homosexual”, cuando el legislador trata de sobreprotegerlo contra cualquier crítica o disensión). En el segundo caso, no es más liberal quien defiende el aborto, sino menos. Porque todo sistema liberal requiere un Estado que proteja a los individuos de las agresiones de terceros, y eso incluye a los seres humanos nonatos, aunque carezcan de la capacidad de proclamar sus derechos, o más bien especialmente por eso.
Sin la protección de los derechos, la libertad carece de sentido legal. Es decir, equivale a esa “libertad de la selva” con la cual los enemigos del liberalismo pretenden caricaturizarlo. Fuera de la civilización, la libertad se reduce a la fuerza física. Es más libre quien es más capaz de rechazar o disuadir por sí mismo otra agresión. En cambio, en una sociedad donde impera la ley, por principio, la libertad no está ligada a la fuerza individual. La confusión de que hablaba antes procede de aquí. La libertad no es simplemente hacer lo que queramos, porque eso nos expondría a perderla en cualquier momento a manos de otros. La libertad es inseparable de la obediencia a la ley, y eso implica que no cualquier abolición de una norma basada en la religión o en la costumbre es necesariamente liberadora, por mucho que sus promotores la presenten así.
Se puede comprender ahora por qué decimos que el progresismo es esencialmente antiliberal. Es debido a que su forma de entender la libertad en realidad coincide con la que proyecta, criticándola, en los “neoliberales”, por utilizar su lenguaje. Pero eso no procede del liberalismo clásico, sino de su negación o deformación. Aunque incurran en ella algunos que se consideran más liberales que nadie.
Naturalmente, la cuestión es más compleja de lo que da a entender esta apretada síntesis, pues los progresistas se erigen como campeones de la “verdadera libertad”, que tratarían de desligar del poder económico. En este sentido, coincidirían aparentemente con los fines del liberalismo clásico. Pero con el subterfugio de denunciar el poder económico se termina siempre en el mismo punto, la defensa de un poder político justiciero que se cree con el derecho de robar la riqueza producida por otros, de maneras más o menos cínicas. Y ello equivale necesariamente a negar el principio del imperio de la ley, tal como hacen conscientemente los marxistas y los neomarxistas populistas de nuestros días, que consideran todo orden legal como una superestructura al servicio de la clase dominante. Las consecuencias de esta concepción del derecho son sobradamente conocidas: la dictadura del partido único y los campos de concentración. Es decir, la “ley de la selva” que tanto critican los comunistas identificándola con el capitalismo, pero que es la que erigen ellos allí donde consiguen el poder, en su forma más descarnada: una selva donde ninguna ley limita el poder del Partido, donde el derecho es una ficción mucho más desvergonzada que en la mayoría de lugares donde existen unas mínimas libertad de mercado y garantías formales.
Quizá lo dicho hasta ahora se entenderá mejor con el siguiente ejemplo. Todos entendemos que un liberal es una persona poco amiga de las prohibiciones. Pero al mismo tiempo, nadie consideraría que es más liberal quien permite la esclavitud que quien es partidario de abolirla. Es decir, aunque en conjunto el liberalismo es favorable a reducir todo lo posible las prohibiciones, en determinados casos puede ser, paradójicamente, más liberal prohibir que permitir. Esto debería estar perfectamente claro en el caso del aborto. El partidario de legalizar el aborto no es por ello más liberal, porque sencillamente está defendiendo que el derecho a la vida de algunos seres humanos (condición de cualquier libertad) no merece protección. Y no nos vale el argumento de que la discusión estriba, precisamente, en quién es (plenamente) humano y quién no, pues exactamente esto mismo era lo que argüían los esclavistas, cuando ponían en cuestión que los negros pudieran ser considerados seres humanos al mismo nivel que los blancos. Considerar como “liberales” a los abortistas es una licencia del lenguaje no menos extravagante que calificar de liberales a los esclavistas, mediante el peregrino razonamiento de que ellos están a favor de la “libertad” de que cada uno decida si un feto –perdón, un negro– es un ser humano o no.
En definitiva, el progresismo es antiliberal incluso cuando parece que coincide con el liberalismo, porque en realidad esa coincidencia no se produce con el liberalismo clásico, sino con el delirio prometeico que pasa por legítimo heredero de tal liberalismo –y que más bien es un usurpador. Y esto nos permite enlazar con la característica fundamental del progresismo, su carácter esencialmente anticristiano.
El cristianismo no es una doctrina opuesta al progreso técnico, ni a cualquier mejora social. De hecho, el cristianismo arraigó en Europa en mayor medida que en ninguna otra civilización, y casualmente (o no tan casualmente) es en la civilización europea (lo que incluye, culturalmente hablando, a América) donde se produjo la revolución industrial que ha cambiado, y sigue cambiando, la faz del mundo, y donde se han consolidado las sociedades más libres y prósperas que han existido nunca. Pero el progresismo no consiste simplemente en ser favorable al progreso, sino que, según se desprende de nuestra definición, lo convierte en la medida de todas las cosas, en el secreto de la felicidad presente y futura. Y es aquí donde choca radicalmente con el cristianismo. El primero mide el bien por su cercanía a una felicidad terrenal autosuficiente, mientras que el segundo lo hace por la cercanía del hombre a Dios, sólo posible por la mediación de Jesucristo. El cristianismo no se opone a la felicidad terrena, pero la relativiza, al considerarla por una parte como un don, como algo que no tenemos mayor derecho a exigir; y por otra parte, como un mero anticipo de la felicidad plena, aquella que sólo podemos alcanzar en la otra vida. El progresista considera que estas creencias entorpecen el pleno disfrute del hombre aquí en la tierra, incluso aunque concediera, por hipótesis, la existencia de una realidad trascendente. El cristiano, por el contrario, considera que al cifrar toda esperanza en el mundo, el hombre se incapacita para gozar de los bienes ultraterrenos, e incluso es más que probable que de todos modos tampoco logre disfrutar realmente de aquellos que posee aquí, de manera tan fugaz como precaria. El hombre más rico del mundo en cualquier instante puede perderlo todo, o incluso sin llegar a ello perder la satisfacción que le producen sus muchas riquezas materiales, por la pérdida de un ser amado o el quebranto de su salud.
Pero nada nos revela más a las claras el carácter anticristiano (¡y antiliberal!) del progresismo que sus frutos, y en especial que la ideología de género-homosexualista, auténtica punta de lanza del progresismo global, junto con el alarmismo climático. Nada hay más contrario a la concepción cristiana de la naturaleza humana que sostener que su carácter sexuado es una mera imposición cultural; que pretender imponer coactivamente (es decir, con toda la fuerza del Estado) en la educación y en los medios, la homosexualidad como igualmente válida, en todos los sentidos, que la heterosexualidad; que cualquier acuerdo entre individuos puede ser considerado una “familia”; que el aborto es un “derecho” de la mujer, sólo considerable desde el punto de vista de la llamada “salud reproductiva” (casi siempre, curiosamente, orientada a que la gente no se reproduzca). Y que la mujer estará oprimida por el hombre (el “patriarcado”) mientras se siga distinguiendo de él en cualquier aspecto de su conducta laboral, sexual o de otro tipo.
Todo este cúmulo de aberraciones y necedades se está imponiendo hoy en las “agendas” de casi todos los gobiernos occidentales (incluidos los supuestamente conservadores o de derechas) por la simple razón de que apenas encuentran una contestación elaborada, más allá de una minoría disidente que raramente recibe atención de los medios, salvo cuando se trata de deformar y ridiculizar sus concepciones.

Desde luego, no contribuye lo más mínimo a revertir esta situación el papa Francisco, con sus gestos y algo más que gestos de aproximación al pensamiento progresista. Pero evidentemente, el problema no es solamente este papa, sino que amplios sectores de la Iglesia, desde hace tiempo, o bien están seriamente contaminados por el progresismo –es decir, por una ideología incompatible con la que supuestamente profesan– o bien creen erróneamente que la mejor manera de enfrentarse a ella es eludir la polémica, el choque directo. Ciertamente, son muchos los cristianos que se consideran progresistas sin ver en ello ninguna incompatibilidad, pero ello sólo pone de manifiesto la existencia de empanadas mentales comparables a las de esos católicos que practican el yoga o creen en el tarot. Mantener posiciones ambiguas o contemporizadoras al respecto no ayuda en nada a difundir el Evangelio, sino todo lo contrario, a trivializar, tergiversar y convertir su mensaje en una doctrina más del mercado, que aspira a conseguir seguidores al precio, si es necesario, de rebajar sus exigencias o incluso de confundirse con otras "marcas" de éxito.