Nuestro bienamado mundo
periodístico aguarda con indisimulado alborozo el Sínodo de octubre, pues
parece que de él podrían surgir ciertos cambios en la doctrina católica. Entre
ellos, la aceptación de iure de que
los divorciados que han vuelto a casarse civilmente puedan recibir la comunión.
Digo de iure porque de facto cualquier persona en esa
situación puede tomar cuando quiera la comunión: ningún cura suele preguntar
por su estado civil a quienes se acercan a recibir la sagrada forma, aunque no
los conozca de nada.
Por otra parte, la inmensa
mayoría de personas con pareja sexual más o menos estable, fuera del matrimonio
católico, no va a misa prácticamente nunca. Si en España hay un diez por ciento
de católicos practicantes (es decir, que además de estar bautizados y haber
comulgado una vez en la vida, se reúnen al menos los domingos en la iglesia),
el porcentaje de los que se han divorciado y vuelto a casar sin abandonar la
mínima práctica católica reglada tiene que ser bastante inferior; probablemente
muy inferior al cinco por ciento.
Lo cual no deja de ser bastante
lógico. Si uno desoye las enseñanzas de la Iglesia acerca del matrimonio como
sacramento, no se ve por qué no debería ser como mínimo indiferente ante los
demás sacramentos, en concreto la eucaristía. Con todo, sin duda habrá una
minoría de personas que sufren por esta situación. Personas que desearían poder
comulgar al menos una vez al año (lo que considera obligatorio el Catecismo,
aunque recomiende hacerlo al menos semanalmente) pero que viven en pareja con
una persona distinta de su cónyuge por la Iglesia. Y dentro de estas personas
que sufren, habría que distinguir dos clases. Los hay que asumen este dolor y
lo sobrellevan, confiando en la misericordia divina, participando de la misa
pero sin levantarse para comulgar cuando llega el momento, como por lo demás hacen
tantas personas por otros motivos íntimos; y los hay quienes consideran que no
se merecen ese sufrimiento, porque no entienden que su situación constituya un
pecado. Y aún cabría hacer otra distinción, dentro de este último grupo, entre
los que optan simplemente por tomar la comunión a la brava, aprovechándose del
anonimato, como decíamos antes; y los que, no contentos con ello, quieren que
se les reconozca de derecho, es decir, desean simple y llanamente que se
modifique la doctrina católica a su gusto y conveniencia.
La posición de este último sub-subgrupo
(¿cuántos son, un uno por ciento de la población, quizás menos?) es desde luego
completamente indefendible para cualquier observador desapasionado, sea o no
católico. Pretender que una doctrina con dos mil años debe ser alterada para
adaptarse a los caprichos de una ínfima minoría es claramente injusto, por no
decir elitista y despótico. Sin embargo, esta actitud encuentra una innegable
resonancia en sociedades de cultura católica que hace tiempo que han dejado de
creer en el concepto del pecado; sin el cual, dicho sea de paso, el
cristianismo es por completo incomprensible.
Dentro de la comunidad católica
son muchas e influyentes las voces que, desde hace mucho tiempo, se apuntan a
todas las consignas y reivindicaciones que tratan de conciliar el catolicismo y
el pensamiento progresista, adaptando el primero al segundo y no al revés, como
si les preocupara mucho más la opinión del mundo que el juicio de Dios. Y ahora
estas voces parecen más envalentonadas, desde que tienen un papa que es de su
cuerda, o al menos que no deshace el posible equívoco.
El método propagandístico del
sector progresista de la Iglesia es calcado de los procedimientos del
progresismo en general. Este trata de presentar como extremistas, de la noche a
la mañana, a quienes discrepan de tesis que eran mayoritariamente compartidas
hasta ayer, para lo cual les dirige los epítetos más caritativos:
ultracatólicos, ultratradicionalistas, rigoristas, ultraconservadores... (Véase
un ejemplo.) De este modo, sabe convertir en auténticas demandas masivas lo que
no son más que reivindicaciones de grupos muy minoritarios. Se trata de apelar
al instinto gregario y cobarde de una opinión pública que no quiere pasar por
anticuada y carca. Así ocurrió con el
matrimonio entre personas del mismo sexo. Todo el mundo, hasta dos días antes, fuese
de izquierdas o de derechas, pensó siempre que el matrimonio era por definición
algo entre una mujer y un hombre. Se necesitaron unos pocos años de propaganda
del lobby homosexual en la televisión
y el cine para que, casi de un día para otro, sostener esta misma tesis fuera
algo propio de integristas fanáticos.
En cuanto a los argumentos
propiamente dichos del catolicismo progresista, sus falacias no son menos características. Una es la de los
falsos precedentes. Por ejemplo, en la carta que unos teólogos han dirigido al papa, comparando la cuestión de la comunión de los divorciados con la posición
de los primeros cristianos que rompieron con la obligatoriedad de la circuncisión,
y cuyo triunfo permitió que el cristianismo dejara de ser una secta judía, para
abrirse a todas las culturas. Hoy el cristianismo está extendido por todo el
mundo, mientras que su sector progresista es fundamentalmente europeo, por lo
que su éxito en esta y otras cuestiones no laboraría en pro de la universalidad
(que es lo que significa católico),
sino al contrario, supondría un claro reforzamiento del eurocentrismo.
Otros argumentos están basados en
ideas muy populares y extendidas, aunque carecen de toda fundamentación
seria. Así, aquello tan socorrido de los matrimonios que fracasan no por
culpa de uno de los cónyuges o ambos, sino por una fatal “incompatiblidad de
caracteres” de la que no serían más que víctimas, en el fondo. Siempre he
sentido una fuerte prevención contra quienes se excusan en aquello de “es mi
carácter” para negarse a la más mínima mejora de su conducta o de sus relaciones
con los demás. Esta concepción es completamente antitética con el cristianismo,
que considera que, con la ayuda de Dios, no hay nada que nos impida absolutamente
ser más pacientes, más caritativos, más humildes; menos egoístas en suma, tanto
en general como en las relaciones de pareja.
Y no podía faltar, en la citada
carta, el viejo truco de traer a colación la economía, expediente muy útil para
dividir el campo entre progresistas solidarios y reaccionarios egoístas. Así,
resultaría que “una mayoría de católicos” no pone sus bienes a disposición de
los pobres, y no por ello deja de recibir la comunión. Aparte de la dudosa
moralidad de pretender relativizar unos pecados con otros, llama la atención, en
un texto cuyos términos se supone que han sido cuidadosamente elegidos, que se
hable de “mayoría”. Seguramente es cierto que la mayoría de cristianos no
hacemos lo suficiente para ayudar a los pobres, pero también es verdad que
resulta muy difícil fijar con precisión qué es “lo suficiente” en cada caso. Aquí
todos somos pecadores, si bien en grados muy diversos. En cambio, tratándose
del adulterio no tiene sentido hablar de grados; se comete o no se comete, por
lo que la comparación entre una cosa y otra sólo puede llevar a conclusiones
absurdas.
En general, el error fundamental
de quienes hablan de “misericordia” para justificar un cambio doctrinal de la
Iglesia sobre cuestiones de moral sexual se basa en una burda interpretación
del Evangelio. Jesús aceptaba el trato con pecadores, salvaba de la pena de
muerte a la mujer adúltera y exponía en la parábola del hijo pródigo cómo un
padre recibía amorosamente al hijo que había regresado de una vida crapulosa. Y
actuaba así porque Dios siempre está dispuesto a perdonar a quien se arrepiente sinceramente de sus pecados. Pero con la
mentalidad progresista, al menos en el terreno de la sexualidad consentida
entre adultos, no habría pecado alguno que perdonar. Sólo existirían diferentes
modos de vida, que deberíamos no sólo tolerar, sino aprobar y poner en pie de
igualdad valorativa. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con el evangelio,
con la misericordia y ni siquiera con la tolerancia. Perdonar es algo
completamente distinto, radicalmente incompatible con no admitir la existencia
de pecado. Y consustancial al merecimiento del perdón es que medie
arrepentimiento y propósito de enmienda. Hoy casi nadie quiere arrepentirse de nada;
no son pocos quienes aseguran orgullosamente no estar arrepentidos de nada de lo que
han hecho en su vida. Y así, el problema no son las miles de familias rotas por
el egoísmo, de tantos niños que sufren por la separación de sus padres, por el doloroso
descubrimiento a edades tempranas de la ausencia de amor entre sus
progenitores. No, el problema es que la Iglesia es muy retrógrada.
Los firmantes de la carta al papa
rechazan ser identificados con una misericordia “blandengue”, y creen
perfectamente asimilables sus reivindicaciones con una misericordia “exigente”.
De nuevo, se trata del procedimiento de mostrarse como moderados, como parte de
la corriente principal de pensamiento, y relegar a la marginalidad de los
extremismos a quienes creen que la exigencia, si es algo más que una palabra
vacía, implica la capacidad de sacrificio y de renuncia, que hoy muy pocos
parecen dispuestos a asumir.
Decir, como dicen nuestros
abajofirmantes, que “es discutible que personas célibes pudieran abstenerse de
mantener relaciones sexuales con una persona con la que se convive día y noche
y a la que se ama” es negar a priori que el espíritu pueda dominar a la carne,
lo que equivale a negar uno de los fundamentos del cristianismo. Ya sabemos que
la castidad es muy difícil, y el propio Cristo afirmó, en otro contexto, aunque
sirve igual, que “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mateo, 26,
41.) Pero lo que no dijo Jesús es que, por eso, debíamos dejar de aspirar a la
perfección. Al contrario: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.”
(Mateo, 5, 48.) Sólo si intentamos lo imposible, podremos lograr lo posible, confiando
en la ayuda de Dios. Sólo si no perdemos de vista la referencia de la perfección,
podemos llegar a ser menos imperfectos. Esto es lo que desesperan de conseguir
nuestros extraviados teólogos abajofirmantes; han perdido por completo el norte
acerca de lo que significa verdaderamente el cristianismo, han renegado de su
dificultad inherente. Han olvidado que la puerta de entrada a la salvación es
estrecha (Mateo, 7,13), que el cristianismo tiene poco que ver con lo que le
gustaría a la mayoría. Dudo incluso que realmente sigan creyendo en los dogmas
católicos y que no los consideren, en el mejor de los casos, más que inocuos ornamentos
del buen progresista, de ese barato buenismo que tiene tanta similitud con el
Evangelio como Justin Bieber con Johann S. Bach.