sábado, 29 de agosto de 2015

De Johann S. Bach a Justin Bieber

Nuestro bienamado mundo periodístico aguarda con indisimulado alborozo el Sínodo de octubre, pues parece que de él podrían surgir ciertos cambios en la doctrina católica. Entre ellos, la aceptación de iure de que los divorciados que han vuelto a casarse civilmente puedan recibir la comunión. Digo de iure porque de facto cualquier persona en esa situación puede tomar cuando quiera la comunión: ningún cura suele preguntar por su estado civil a quienes se acercan a recibir la sagrada forma, aunque no los conozca de nada.
Por otra parte, la inmensa mayoría de personas con pareja sexual más o menos estable, fuera del matrimonio católico, no va a misa prácticamente nunca. Si en España hay un diez por ciento de católicos practicantes (es decir, que además de estar bautizados y haber comulgado una vez en la vida, se reúnen al menos los domingos en la iglesia), el porcentaje de los que se han divorciado y vuelto a casar sin abandonar la mínima práctica católica reglada tiene que ser bastante inferior; probablemente muy inferior al cinco por ciento.
Lo cual no deja de ser bastante lógico. Si uno desoye las enseñanzas de la Iglesia acerca del matrimonio como sacramento, no se ve por qué no debería ser como mínimo indiferente ante los demás sacramentos, en concreto la eucaristía. Con todo, sin duda habrá una minoría de personas que sufren por esta situación. Personas que desearían poder comulgar al menos una vez al año (lo que considera obligatorio el Catecismo, aunque recomiende hacerlo al menos semanalmente) pero que viven en pareja con una persona distinta de su cónyuge por la Iglesia. Y dentro de estas personas que sufren, habría que distinguir dos clases. Los hay que asumen este dolor y lo sobrellevan, confiando en la misericordia divina, participando de la misa pero sin levantarse para comulgar cuando llega el momento, como por lo demás hacen tantas personas por otros motivos íntimos; y los hay quienes consideran que no se merecen ese sufrimiento, porque no entienden que su situación constituya un pecado. Y aún cabría hacer otra distinción, dentro de este último grupo, entre los que optan simplemente por tomar la comunión a la brava, aprovechándose del anonimato, como decíamos antes; y los que, no contentos con ello, quieren que se les reconozca de derecho, es decir, desean simple y llanamente que se modifique la doctrina católica a su gusto y conveniencia.
La posición de este último sub-subgrupo (¿cuántos son, un uno por ciento de la población, quizás menos?) es desde luego completamente indefendible para cualquier observador desapasionado, sea o no católico. Pretender que una doctrina con dos mil años debe ser alterada para adaptarse a los caprichos de una ínfima minoría es claramente injusto, por no decir elitista y despótico. Sin embargo, esta actitud encuentra una innegable resonancia en sociedades de cultura católica que hace tiempo que han dejado de creer en el concepto del pecado; sin el cual, dicho sea de paso, el cristianismo es por completo incomprensible.
Dentro de la comunidad católica son muchas e influyentes las voces que, desde hace mucho tiempo, se apuntan a todas las consignas y reivindicaciones que tratan de conciliar el catolicismo y el pensamiento progresista, adaptando el primero al segundo y no al revés, como si les preocupara mucho más la opinión del mundo que el juicio de Dios. Y ahora estas voces parecen más envalentonadas, desde que tienen un papa que es de su cuerda, o al menos que no deshace el posible equívoco.
El método propagandístico del sector progresista de la Iglesia es calcado de los procedimientos del progresismo en general. Este trata de presentar como extremistas, de la noche a la mañana, a quienes discrepan de tesis que eran mayoritariamente compartidas hasta ayer, para lo cual les dirige los epítetos más caritativos: ultracatólicos, ultratradicionalistas, rigoristas, ultraconservadores... (Véase un ejemplo.) De este modo, sabe convertir en auténticas demandas masivas lo que no son más que reivindicaciones de grupos muy minoritarios. Se trata de apelar al instinto gregario y cobarde de una opinión pública que no quiere pasar por anticuada y carca. Así ocurrió con el matrimonio entre personas del mismo sexo. Todo el mundo, hasta dos días antes, fuese de izquierdas o de derechas, pensó siempre que el matrimonio era por definición algo entre una mujer y un hombre. Se necesitaron unos pocos años de propaganda del lobby homosexual en la televisión y el cine para que, casi de un día para otro, sostener esta misma tesis fuera algo propio de integristas fanáticos.
En cuanto a los argumentos propiamente dichos del catolicismo progresista, sus falacias no  son menos características. Una es la de los falsos precedentes. Por ejemplo, en la carta que unos teólogos han dirigido al papa, comparando la cuestión de la comunión de los divorciados con la posición de los primeros cristianos que rompieron con la obligatoriedad de la circuncisión, y cuyo triunfo permitió que el cristianismo dejara de ser una secta judía, para abrirse a todas las culturas. Hoy el cristianismo está extendido por todo el mundo, mientras que su sector progresista es fundamentalmente europeo, por lo que su éxito en esta y otras cuestiones no laboraría en pro de la universalidad (que es lo que significa católico), sino al contrario, supondría un claro reforzamiento del eurocentrismo.
Otros argumentos están basados en ideas muy populares y extendidas, aunque carecen de toda fundamentación seria. Así, aquello tan socorrido de los matrimonios que fracasan no por culpa de uno de los cónyuges o ambos, sino por una fatal “incompatiblidad de caracteres” de la que no serían más que víctimas, en el fondo. Siempre he sentido una fuerte prevención contra quienes se excusan en aquello de “es mi carácter” para negarse a la más mínima mejora de su conducta o de sus relaciones con los demás. Esta concepción es completamente antitética con el cristianismo, que considera que, con la ayuda de Dios, no hay nada que nos impida absolutamente ser más pacientes, más caritativos, más humildes; menos egoístas en suma, tanto en general como en las relaciones de pareja.
Y no podía faltar, en la citada carta, el viejo truco de traer a colación la economía, expediente muy útil para dividir el campo entre progresistas solidarios y reaccionarios egoístas. Así, resultaría que “una mayoría de católicos” no pone sus bienes a disposición de los pobres, y no por ello deja de recibir la comunión. Aparte de la dudosa moralidad de pretender relativizar unos pecados con otros, llama la atención, en un texto cuyos términos se supone que han sido cuidadosamente elegidos, que se hable de “mayoría”. Seguramente es cierto que la mayoría de cristianos no hacemos lo suficiente para ayudar a los pobres, pero también es verdad que resulta muy difícil fijar con precisión qué es “lo suficiente” en cada caso. Aquí todos somos pecadores, si bien en grados muy diversos. En cambio, tratándose del adulterio no tiene sentido hablar de grados; se comete o no se comete, por lo que la comparación entre una cosa y otra sólo puede llevar a conclusiones absurdas.
En general, el error fundamental de quienes hablan de “misericordia” para justificar un cambio doctrinal de la Iglesia sobre cuestiones de moral sexual se basa en una burda interpretación del Evangelio. Jesús aceptaba el trato con pecadores, salvaba de la pena de muerte a la mujer adúltera y exponía en la parábola del hijo pródigo cómo un padre recibía amorosamente al hijo que había regresado de una vida crapulosa. Y actuaba así porque Dios siempre está dispuesto a perdonar a quien se arrepiente sinceramente de sus pecados. Pero con la mentalidad progresista, al menos en el terreno de la sexualidad consentida entre adultos, no habría pecado alguno que perdonar. Sólo existirían diferentes modos de vida, que deberíamos no sólo tolerar, sino aprobar y poner en pie de igualdad valorativa. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con el evangelio, con la misericordia y ni siquiera con la tolerancia. Perdonar es algo completamente distinto, radicalmente incompatible con no admitir la existencia de pecado. Y consustancial al merecimiento del perdón es que medie arrepentimiento y propósito de enmienda. Hoy casi nadie quiere arrepentirse de nada; no son pocos quienes aseguran orgullosamente no estar arrepentidos de nada de lo que han hecho en su vida. Y así, el problema no son las miles de familias rotas por el egoísmo, de tantos niños que sufren por la separación de sus padres, por el doloroso descubrimiento a edades tempranas de la ausencia de amor entre sus progenitores. No, el problema es que la Iglesia es muy retrógrada.
Los firmantes de la carta al papa rechazan ser identificados con una misericordia “blandengue”, y creen perfectamente asimilables sus reivindicaciones con una misericordia “exigente”. De nuevo, se trata del procedimiento de mostrarse como moderados, como parte de la corriente principal de pensamiento, y relegar a la marginalidad de los extremismos a quienes creen que la exigencia, si es algo más que una palabra vacía, implica la capacidad de sacrificio y de renuncia, que hoy muy pocos parecen dispuestos a asumir.

Decir, como dicen nuestros abajofirmantes, que “es discutible que personas célibes pudieran abstenerse de mantener relaciones sexuales con una persona con la que se convive día y noche y a la que se ama” es negar a priori que el espíritu pueda dominar a la carne, lo que equivale a negar uno de los fundamentos del cristianismo. Ya sabemos que la castidad es muy difícil, y el propio Cristo afirmó, en otro contexto, aunque sirve igual, que “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mateo, 26, 41.) Pero lo que no dijo Jesús es que, por eso, debíamos dejar de aspirar a la perfección. Al contrario: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” (Mateo, 5, 48.) Sólo si intentamos lo imposible, podremos lograr lo posible, confiando en la ayuda de Dios. Sólo si no perdemos de vista la referencia de la perfección, podemos llegar a ser menos imperfectos. Esto es lo que desesperan de conseguir nuestros extraviados teólogos abajofirmantes; han perdido por completo el norte acerca de lo que significa verdaderamente el cristianismo, han renegado de su dificultad inherente. Han olvidado que la puerta de entrada a la salvación es estrecha (Mateo, 7,13), que el cristianismo tiene poco que ver con lo que le gustaría a la mayoría. Dudo incluso que realmente sigan creyendo en los dogmas católicos y que no los consideren, en el mejor de los casos, más que inocuos ornamentos del buen progresista, de ese barato buenismo que tiene tanta similitud con el Evangelio como Justin Bieber con Johann S. Bach.