España oprime a Cataluña. Este es
el dogma central del nacionalismo catalán, sin el cual no podría sostenerse ni
un minuto. Permítanme justificar esta afirmación, antes de ocuparme del dogma
en sí.
Un proceso de secesión territorial
ilegal entraña unos riesgos que nadie puede ignorar. Riesgos de fuga de
capitales, de reducción de inversiones, de restricciones financieras que
repercutirían de manera directa en el aumento del desempleo, en dificultades
para cobrar las pensiones o incluso para retirar depósitos bancarios. Pero el
riesgo más grave de todos es el de un conflicto civil de mayor o menor
intensidad.
Naturalmente, los nacionalistas
culparían al gobierno español de cualquier conflicto que se produjera. Pero el
gobierno no va a emplear la fuerza si no es como respuesta a una violencia
instigada por los nacionalistas, en forma de altercados callejeros o de
resistencia a la autoridad legal. La idea de una secesión unilateral no
violenta es contradictoria en los términos. En algún momento tiene que haber
una desobediencia activa a las autoridades judiciales y policiales, salvo que
la secesión no se quede en mero teatro.
Así pues, la ruptura territorial
puede tener un alto coste, tanto económico como en sangre. Por esta razón,
nadie sensato la apoyaría basándose sólo en un sentimiento de catalanidad. Uno
puede sentirse todo lo catalán que quiera sin necesidad de embarcarse en
ninguna aventura de incierto resultado, sin necesidad de violar las leyes. Y
aquí es donde entra en acción el dogma fundamental del nacionalismo. No basta
con sentirse catalán, sino que ante todo debe existir un sentimiento de estar
sufriendo una opresión insoportable, de estar siendo humillados día sí y día
también por el gobierno central, de que “Madrid
ens roba”, de que la cultura catalana está siendo agredida de manera a
veces sutil pero implacable...
Se equivocan quienes ven el
problema del nacionalismo como una mera cuestión de sentimentalidades, que
deberíamos esforzarnos en comprender. El nacionalismo nunca se puede conformar
con menos que la independencia, y para justificar este objetivo no basta un sentimiento
tan inocente como el que manifiestan aquellos encuestados que se definen como
“más catalanes que españoles”, o “sólo catalanes”. El nacionalismo se basa en
una afirmación sobre la realidad objetiva, y no sólo sobre lo que uno siente. Y
esa afirmación (que España oprime a Cataluña) es inseparable del deseo de
transformar esa realidad.
Ahora bien, basta una mínima
reflexión para ver lo que el dogma nacionalista tiene de cierto. En el aspecto económico, el nacionalismo sostiene que la balanza fiscal territorial es
negativa, es decir, que los impuestos pagados por los catalanes son superiores
a las inversiones y prestaciones públicas que reciben. El cálculo de las
balanzas fiscales es sumamente complejo, y por tanto sujeto a una discusión
interminable. Pero vamos a suponer, por hipótesis, que fuera cierto; que los
catalanes, en conjunto, pagan más que lo que reciben. Lo que quedaría pendiente
de demostrar es que esto sea injusto. Si los catalanes pagan más impuestos es
porque, al igual que ocurre con los madrileños (¡o con los barceloneses en relación al resto de Cataluña!), su renta per cápita es superior
a la media española. Y entre otras cosas, esto es debido a los productos y
servicios que muchas empresas catalanas venden en el resto de España. La idea
de que los catalanes podrían vivir mejor si todos sus impuestos se quedaran en
su comunidad autónoma no tiene en cuenta multitud de factores, pero en
cualquier caso se trata de una mera especulación, no de un hecho. Lo que sí
parece razonable es que catalanes, madrileños, riojanos y andaluces podríamos vivir
mucho mejor pagando menos impuestos, pero los nacionalistas están muy lejos de
prometer algo semejante, y no digamos ya la izquierda antisistema e
independentista.
Más difícil, si cabe, es
justificar la idea de opresión en el aspecto político. El gobierno autonómico
tiene una serie de competencias muy amplias, delimitadas por la Constitución y
las leyes, que han sido votadas democráticamente. Los catalanes han influido
enormemente con su voto en los gobiernos centrales, mucho más de lo que les
correspondería en un sistema electoral estrictamente proporcional. Y salvo en
Defensa y en política monetaria (que tampoco depende ya de Madrid), la Generalitat interviene prácticamente en
todos los ámbitos, en economía, seguridad, sanidad, educación, cultura e
incluso relaciones exteriores. Sostener que Cataluña está oprimida porque desde
el gobierno central se trata de defender, tímidamente y con nulo éxito, el derecho de los
padres a que sus hijos sean educados en su lengua materna, sonaría a chiste, si
no fuera porque recuerda inquietantemente a la actitud de los países
dictatoriales que denuncian como “injerencias” las demandas en pro del respeto
a los derechos humanos.
En realidad, son muchas más las
libertades de los catalanes coartadas por el gobierno autonómico que por el
gobierno central. El primero se opone a la libertad educativa y a la libertad
de comercio (horarios, uso del idioma, apertura de grandes superficies) en
mucha mayor medida que el segundo. En teoría, esto podría cambiar si el
populismo de izquierdas se apodera del gobierno central, pero no parece que la
tendencia en Cataluña sea precisamente opuesta a ese mismo populismo.
El dogma fundamental del
nacionalismo es grotescamente falso. Cualquier persona no fanatizada puede
comprender que carece de relación con la realidad cotidiana. Los
catalanes son tan libres como el resto de españoles, y un poco más prósperos,
en promedio. Podrían ser más libres y más prósperos, acaso, pero no mediante la
implantación de una república catalana, sino gracias al triunfo, en toda
España, de las ideas de quienes creemos que es vital reducir el peso del
Estado, y restaurar el valor cultural de la familia, el mejor baluarte de la
vida prenatal, la infancia y la personalidad no estandarizada. Todo lo
contrario de lo que promueven las hordas antiespañolas, anticristianas y antiliberales
que ya asoman en Barcelona y en Madrid; hordas cargadas de odio y resentimiento, auténticos aliados de toda opresión.