domingo, 3 de octubre de 2010

A favor de Geert Wilders

La mayor tentación de un ideólogo es la simplificación: Hallarse en posesión de una doctrina que le permita, de manera prácticamente automática, clasificar el mundo en dos bandos, los que piensan como él y los que no. Si el ideólogo se considera liberal, es evidente que todos aquellos que se aparten de su doctrina serán considerados estatistas, socialistas (de derechas o de izquierdas) o conservadores (en el peor sentido). Y todo líder político que no le guste, obviamente será un tirano en ciernes, como mínimo.

El problema de esta actitud es que la realidad no se deja simplificar de esta manera. Si dejamos de lado los gobiernos dictatoriales, limitándonos a las democracias de corte occidental, resulta difícil señalar un gobierno cuyas medidas tengan todas -absolutamente todas- el mismo sentido. Lo que existe en realidad son grados de intervencionismo, y no pocas incoherencias en la acción de un mismo gobierno, sea de tendencia más socialista o más liberal. Y si es legítimo y necesario poner en evidencia dichas incoherencias, resulta sumamente contraproducente que a los políticos de tendencia más liberal se los tache de despóticos por sus errores, reales o supuestos, sin tener en cuenta sus aciertos. A la postre, eso sólo beneficia a los verdaderos déspotas.

Jorge Valín ha escrito una de sus soflamas anarquistas contra el tirano Geert Wilders, en la que ejemplifica esto que digo. Para él, cualquier prohibición es inequívocamente dictatorial e injustificada. Niega que "las leyes sean un conjuro mágico que tengan que acabar con los males del mundo", y pone como ejemplo la prohibición de las drogas. Pero él mismo está dispuesto a aceptar prohibiciones como la de matar o robar. Por tanto, el problema no es la prohibición en sí, sino distinguir entre prohibiciones legítimas o ilegítimas. Él tiene para ello una teoría tentadoramente simple, mientras que otros nos basamos más en principios empíricos. En cualquier caso, las proclamas facilonas del tenor de "prohibir no es la solución" están sencillamente de más.

Ciertamente, algunas de las medidas que ha pactado Wilders para la formación del gobierno holandés no son a primera vista liberales: Restricciones a la inmigración, incremento del número de policías, prohibición del burka, etc. Pero Valín no es ecuánime cuando silencia las que a primera vista sí que lo son: Recorte del presupuesto público en 18.000 millones de euros, reducción del déficit, disminución del número de representantes y cargos políticos, eliminación de numerosas subvenciones estatales y protección de los homosexuales frente a las agresiones de musulmanes. ¿Cómo encajan estas medidas con su retrato truculento del nuevo tirano holandés?

Pero lo que sobre todo omite Valín es que los musulmanes en Holanda y otros países europeos están imponiendo de facto sus leyes antiliberales en barrios enteros, y se proponen seguir ampliando su influencia, hasta alcanzar toda la sociedad holandesa. En este contexto, la proliferación de burkas y otros tipos de indumentaria islámica, además de oprimir a las mujeres, actúa como demostración de fuerza del colectivo musulmán, intimidando a los miembros más abiertos a la integración e infundiendo confianza en los más retrógrados.

Como ha señalado Barcepundit, refiriéndose a quienes ven incompatibles con la proverbial tolerancia holandesa las medidas propugnadas por Wilders: "A lo mejor es que los holandeses simplemente están rechazando la posibilidad [si el islam continúa ganando influencia] de ver que se recortan esas libertades que han venido disfrutando desde hace mucho tiempo." Esto no significa darle un cheque en blanco al líder del PVV ni a nadie. Fui de los primeros en criticar la propuesta de Wilders de prohibir el Corán por ser un libro "fascista". Pero aunque pueda cometer errores, debemos valorarlo por el conjunto de sus declaraciones y actuaciones.

Toda medida política tiene su contexto. Sugerir, como hace Valín, y tantos progres de salón, que prohibir en el ámbito público el pañuelo musulmán equivale a prohibir el pañuelo de una monja, supone olvidar que las monjas no lo son por obligación, y además pueden abandonar los hábitos cuando quieran. ¿Pretenderá alguien que las musulmanas son perfectamente libres de vestir o no el hiyab, el nikab o el burka, que no están presionadas por sus maridos, padres o hermanos? Seguramente, Valín nos dirá que esto no es cuestión de nuestra incumbencia, que del mismo modo que no interrogamos a una monja para asegurarnos de que su decisión es libre, no debemos hacerlo en ningún otro caso. Pero ¿por qué será que este argumento me recuerda tanto al que esgrimen todas las dictaduras para eludir las injerencias occidentales en sus asuntos "internos" y poder seguir violando a su conveniencia los derechos humanos? Al final, quienes ven en todas partes represión, abonan el cinismo de quienes la practican, escudándose en que todo el mundo lo hace.

Valín hace otra observación que aunque tiene su parte de verdad, conviene matizar. Dice que es contradictorio criticar el Estado del bienestar, y al mismo tiempo apuntar contra la inmigración porque pone en peligro la sostenibilidad de las prestaciones sociales. Lo que él propone es eliminar el Estado del bienestar "ya". Pero precisamente ahí reside la dificultad que el simplismo de nuestro vehemente anarquista ignora. Como ya señaló Adam Smith, uno de los problemas del intervencionismo estatal es que sus efectos nocivos, con frecuencia, no pueden corregirse interrumpiendo bruscamente determinada intervención, sin acarrear mayores males que aquellos que se pretenden evitar.

Si de un día para otro eliminamos las prestaciones sociales, multitud de ciudadanos se verían sumidos repentinamente en la indigencia, al no estar en condiciones de costearse los servicios médicos o la educación de sus hijos. Otra cosa es que reduzcamos gradualmente el Estado del bienestar, de manera que a medida que el nivel de vida de la población aumenta, gracias a la liberalización de la economía, los individuos puedan ir emancipándose de manera no traumática de la dependencia en que se encontraban respecto a la administración. Una política liberal sensata, que admita la necesidad del apoyo popular, necesariamente debe transitar por ahí.

Mientras tanto, excluir del Estado del bienestar a quienes hasta ahora se han desenvuelto sin él, en sus países de origen, me parece menos injusto que arrebatárselo inopinadamente a los ciudadanos que han planificado sus vidas dando por sentada la accesibilidad a determinados servicios públicos, que tenían garantizados desde que nacieron. Tan poco liberal es el Estado cuando nos proporciona servicios que sería mejor dejar a la iniciativa privada, como cuando se desvincula de cualquier compromiso anterior, sin compensar a los perjudicados por su actuación caprichosa.

Una última consideración. Para Valín, conservador es claramente un insulto. Para mí, no lo es. Conservador es quien reconoce que "no hay filosofía que excuse la falta de sentido común". (Balmes.) El peligro de acogernos con imprudente entusiasmo a una teoría excesivamente simple es que no retrocedamos ante ninguna conclusión, por absurda que se revele a la luz de la experiencia. El anarquismo es claramente una teoría de ese tipo, mientras que el liberalismo, en tanto que históricamente surge de la experiencia, y no de elucubraciones utópicas, es perfectamente compatible con el conservadurismo y hasta se identifica con él en cierto sentido.