Permítanme distinguir dos reacciones típicas (desgraciadamente típicas) a los atentados islamistas de París. Tenemos, por un lado, a quienes sugieren una equivalencia moral entre el terrorismo y las intervenciones militares de gobiernos como Estados Unidos, sus aliados e Israel. Un perfecto imbécil (actor, por más señas) afirmó en las primeras horas que "Occidente asesina diariamente". Y un dirigente del entorno etarra ha declarado que "Europa y Occidente han hecho mucho daño al resto del mundo históricamente." Quienes elevan los crímenes terroristas contra personas desarmadas e inocentes a la categoría de acciones de combate (incluso cuando estas últimas puedan ser en ocasiones éticamente dudosas) no sólo distorsionan la realidad, sino que han perdido por completo su capacidad de discernimiento moral. Entre un bombardeo contra objetivos militares que causa víctimas civiles y el asesinato premeditado de estos existe una diferencia esencial que sólo los prejuicios ideológicos pueden difuminar.
Tenemos, por otro lado, a quienes condenan el terrorismo islamista, pero lo desvinculan del islam o bien lo incluyen dentro de un conjunto de fenómenos más amplio o de otra naturaleza. En alguna tertulia he escuchado incluso que los atentados de París no tienen nada que ver con el islam. Por lo que sabemos, quienes no han tenido nada que ver con los asesinatos han sido los católicos, los budistas y los boy-scouts. Esta actitud puede obedecer a distintas motivaciones: algunos aprovechan para cargar contra todas las religiones, y en especial contra el cristianismo. Existen también personas a las cuales les cuesta encajar el yijadismo en su particular cosmovisión "progresista", para la que el Mal siempre procede de unas entidades difusas que llaman "fascismo" o "neoliberalismo", si es que se avienen a distinguirlas. En este subgrupo encontramos habitualmente a aquellos que parecen poner en el mismo plano la indignación por unos asesinatos tan reales como viles y la preocupación por un nebuloso ascenso de la islamofobia, hasta ahora menos tangible que la judeofobia (que afecta desde hace tiempo a Francia) e incluso que el sectarismo anticristiano que suele pasar por laicismo. A menudo, son los mismos que culpan al racismo, la xenofobia o a la marginación económica de que algunos individuos se conviertan en asesinos.
Lo cierto es que las sociedades occidentales son probablemente las que ofrecen una mayor igualdad de oportunidades a todos los individuos, sea cual sea su sexo, raza o religión. Cualquier niño francés, español, alemán o estadounidense que aproveche la escolarización obligatoria puede gracias a ello, en el futuro, acceder a casi cualquier profesión o empleo cualificado. Es evidente que un chaval de clase alta lo tendrá más fácil que otro cuyos padres se encuentren en el paro y que resida en un barrio donde proliferen las drogas y las bandas. Pero en principio, de su esfuerzo, reflejado en sus calificaciones académicas, depende en gran medida que un día pueda escapar de ese ambiente. No sin cierta frecuencia, es a veces el individuo de origen más humilde quien saca más partido de las oportunidades ofrecidas por el sistema educativo, lo cual demuestra que son más decisivas que las circunstancias, e incluso que las cualidades intelectuales innatas.
Sin embargo, desde hace mucho tiempo, en Occidente, y particularmente desde los propios centros de enseñanza, se viene inculcando una ideología que niega radicalmente lo anterior. Desde la más tierna infancia se adoctrina a los ciudadanos en la idea de que la sociedad (aunque quieren decir el Estado) tiene la obligación de garantizar la máxima igualdad material posible de todos. La escuela, desde este punto de vista, no es ya vista como una oportunidad de prosperar, sino como parte de esa realización de la igualdad. Esto lleva a que aquellos que no aprovechan los estudios, en lugar de culparse a sí mismos por ello, desarrollen un resentimiento perfectamente estéril, en el mejor de los casos, hacia una sociedad a la cual culpan de su automarginación.
No es anecdótica la relación entre el radicalismo de la juventud musulmana en Francia y el rap, una forma de expresión cultural surgida en contextos análogos de rechazo de la responsabilidad sobre la propia vida, alimentados por pedagogos y periodistas imbuidos de concepciones izquierdistas. Los mensajes de "crítica social" que supuestamente transmiten los raperos tienen mucho más de cierta clase de protesta onanista, que encuentra una satisfacción narcótica en culpar siempre a otros de los problemas.
Esta concepción, generalizada a las relaciones internacionales, es por cierto la que lleva a criminalizar a Occidente, convertido en el principal culpable del subdesarrollo e incluso de los conflictos que afectan a otras culturas. El cóctel explosivo se completa denigrando todos los días la herencia judeocristiana, desde las cátedras, las redacciones y los parlamentos. Herencia que es precisamente la que está en la base de los valores que hacen de la persona, y no el colectivo, el centro de la existencia.
Así las cosas, es endiabladamente fácil que la juventud francesa de origen magrebí encuentre en la identidad cultural de sus padres y abuelos una forma de profundizar en ese complejo de externalización de toda culpa, y termine en numerosos casos en la radicalización islamista. Y por si esto no fuera suficiente, no faltarán los periodistas y demagogos que vendrán a darles la razón, confirmándoles que se trata de un problema de racismo o de políticas "neoliberales" que les han condenado al desempleo.
Se cierra así un círculo que conduce a las posiciones apuntadas en primer lugar, las cuales relativizan y a la postre justifican el terrorismo. La lucha contra el yijadismo está indisolublemente ligada, por lo dicho, con la recuperación de nuestra propia identidad occidental, que es tanto como decir liberal y judeocristiana. Una identidad (y no deja de resultar una cruel paradoja) que los propios dibujantes de Charlie Hebdo se esforzaron denodadamente por denigrar. Pese a sus errores, descansen en paz.