Según Oxfam, “en sólo dos años el 1% más rico de la población acaparará más riqueza que el 99 % restante”. Actualmente, este porcentaje (70 millones de personas, en números redondos) ya posee el 48 % de la riqueza mundial.
Los autores sostienen que buena parte del enriquecimiento de esa minoría se debe a la influencia de grupos de presión financieros y farmacéuticos sobre los gobiernos, a costa del interés general. Por todo ello, proponen una serie de medidas que, en resumen, implican aumentar el gasto público y las regulaciones sobre el sector privado.
La noticia de que una exigua minoría controla casi la mitad de la riqueza mundial, y que en breve tiempo disfrutará de más del cincuenta por ciento, ha saltado a los medios de comunicación como la revelación de una obscenidad. La idea popular de que los ricos cada vez son más ricos –insultantemente ricos– y los pobres más pobres se ha visto reforzada con cifras concretas y poderosamente intuitivas. Pero no por ello deja de ser una idea falsa.
Como ha señalado el economista Juan Ramón Rallo, con los datos en la mano, y pese a todos los problemas coyunturales, “el mundo nunca ha sido un lugar mejor”. Desde 1980, la población que sufre extrema pobreza ha pasado del 43 % al 17 %, la desnutrición del 21 al 11,3 %, la mortalidad de los menores de cinco años del 11,5 al 4,6. Han aumentado también notablemente, a nivel global, la esperanza de vida, el acceso al agua potable y al alcantarillado, la alfabetización y la escolarización...
Es verdad que cada vez hay más ricos, y que la riqueza de algunos de ellos se ha incrementado. Pero es falso que cada día haya más pobreza en el mundo. Sencillamente, la tesis de que la opulencia de los unos se origina en la miseria de los otros carece de confirmación empírica. Y bien mirado, esto no debería sorprendernos. La riqueza no es una magnitud estanca ni estática. Las personas adineradas consumen e invierten, crean innumerables empleos directos e indirectos, destinan ingentes sumas a obras filantrópicas. El dinero no se limita a fluir hacia ellas, sino que circula también en sentido contrario, y con profusión.
Sin duda es cierto que algunos ricos se ven beneficiados por los gobiernos, gracias a sus actividades de lobby. (Y no olvidemos a otras minorías, como los agricultores, los ecologistas, los gays y un larguísimo etcétera.) Pero si políticos y burócratas no controlaran un porcentaje tan alto de la economía, su capacidad de favorecer caprichosamente a intereses particulares sería menor.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los estados han venido desplazando al mercado como proveedores de ciertos servicios públicos, hasta el punto de que se ha generalizado la impresión de que no existe otro medio de universalizar la sanidad, la educación o las pensiones. Pero transferir la riqueza desde la sociedad hacia los burócratas no equivale a que aquella se redistribuya; simplemente convierte a una gran parte de la población en dependiente, cuando no en rehén, de la arbitrariedad política, que decide sobre el número de camas de hospital, los contenidos educativos, la edad de jubilación o el monto de esta, en función de criterios ideológicos y ajenos a cualquier lógica sostenible.
Se dirá que sigue siendo escandaloso que un 1 % de la población “acapare” (según el tendencioso término de Oxfam) casi la mitad de la riqueza mundial. Pero, ¿qué debería preocuparnos más, la pobreza en sentido absoluto –que haya gente que no tiene suficiente para comer, para medicinas, etc.– o la desigualdad? Porque se trata de dos cosas distintas. Si A posee una riqueza mil veces superior a B, y la de ambos se multiplica por dos, la desigualdad seguirá siendo relativamente la misma, pero es evidente que la situación de B habrá mejorado radicalmente. ¿Debería molestarle a B que a A también le vaya mejor?
Las desigualdades no se dan solamente en la economía. Se observan en multitud de campos, tanto sociales como naturales. Ello no demuestra que la desigualdad económica sea una necesidad cósmica ineludible, pero sí que tal vez debería sorprendernos mucho menos.
El 1 % más rico de la población tampoco es un club cerrado ni homogéneo. El propio informe Oxfam admite que sólo el 34 % de milmillonarios de la lista Forbes ha heredado una parte o la totalidad de su fortuna. Y entre los setenta millones de individuos que suman el 48 % de la riqueza mundial existen abismales diferencias, desde los 80.000 millones de dólares de Bill Gates hasta menos de un millón. (El número de personas con más de un millón de dólares asciende a 35 millones, según Credit Suisse.)
¿Es un escándalo que haya seres humanos mucho más opulentos que otros? Puede que lo sea, pero a poco que reflexionemos, veremos que se trata de una realidad cotidiana; habitual, sin ir más lejos, en la mayoría de las familias. Los padres suelen ser cien o mil veces más ricos que sus hijos, cuyo patrimonio se reduce a una bicicleta y a una hucha. Se dirá que el ejemplo no vale, pero lo que reflejan propiamente las estadísticas esgrimidas por Oxfam es la riqueza nominal, que no siempre se corresponde exactamente con el nivel de vida.
Solamente por motivos prácticos, deberíamos centrarnos mucho más en la pobreza absoluta que en la desigualdad, un concepto estadístico que se presta demasiado a la manipulación emocional. Aunque sea una tautología, por lo visto hay que decirlo: la pobreza sólo se reduce realmente facilitando la creación de riqueza. Ese 1 % de seres humanos más ricos debería ser visto no con resentimiento, sino como un estímulo, como un motor de progreso.