jueves, 13 de noviembre de 2014

La miseria del ateísmo

Acabo de leer la obra de Richard Dawkins El espejismo de Dios [1], publicada en 2006. Dawkins empezó su carrera como profesor de zoología en Berkeley y Oxford. En los años setenta se convirtió en un divulgador científico de éxito al publicar El gen egoísta. En este libro argumentaba que la conducta humana, incluyendo sus rasgos más altruistas o aparentemente espirituales, se explica como el resultado de la ciega propensión de los genes a fabricar copias de sí mismos. Dawkins se inscribe así en la vieja tradición materialista y reduccionista, que trata de comprenderlo todo a partir de principios mecánicos, carentes de finalidad consciente. Actualmente es uno de los más conspicuos propagandistas del ateísmo, a través de libros, conferencias, documentales de televisión e iniciativas diversas.

Dividiré mis comentarios al libro en seis secciones. Las tres primeras, muy breves, exponen aquellas ideas que comparto con el autor, y las otras tres, más extensas, los que me parecen sus errores fundamentales.

I. Aquello en lo que coincido con Dawkins

1. El gen egoísta me pareció, cuando lo leí hace años, un ensayo brillante. Yo era entonces un agnóstico y admirador de Charles Darwin. Sigo admirando a Darwin, y sigo creyendo que todas las especies vivientes han surgido por un proceso evolutivo de millones de años. Tengo mis dudas acerca de que el motor de este proceso sea exclusivamente una combinación de puro azar molecular y de selección natural, pero me sigue pareciendo improcedente -metodológicamente hablando- rellenar los huecos de nuestro conocimiento acudiendo a la intervención divina. No creo que necesitemos para nada este tipo de argumentación para sostener la existencia de un Creador del universo.

2. El autor niega que el sentimiento de reverencia ante la naturaleza, que han expresado tantos científicos, deba confundirse con la religión. Afirma que ciertas expresiones de Einstein y otros grandes hombres de ciencia están más emparentadas con el panteísmo que con el teísmo, y que el primero a fin de cuentas no es más que "ateísmo acicalado" (p. 27). Estoy totalmente de acuerdo con esto. Acepto sin reparos la definición de Dios como "una inteligencia sobrenatural y sobrehumana que, deliberadamente, diseñó y creó el Universo y todo lo que contiene, incluyéndonos a nosotros." (p. 40.) Pues bien, todo lo que no sea creer en un Ser semejante no es realmente teísmo. Es bastante equívoco, al menos dentro de la cultura occidental, hablar de sentimientos religiosos donde no existe una creencia clara en una inteligencia personal distinta del mundo, o como dicen los teólogos, trascendente. Sin dejar esto claro, cualquier debate sólo sirve para introducir más confusión.

3. Pienso también que Dawkins es muy libre de afirmar que toda religión no solamente es falsa, sino además estúpida y dañina. Está en su derecho de definir al Dios del Antiguo Testamento como un "delincuente psicópata" (p. 47), lo que sin duda hará las delicias de sus admiradores. Comparto plenamente con el autor que la religión no debería recibir un trato distinto de cualquier otra ideología. Por principio, soy partidario de que la libertad de expresión no tenga límite alguno, salvo la prohibición de incitaciones explícitas a la violencia, y por tanto soy contrario a que se tipifiquen delitos de blasfemia o similares. (Por supuesto, igualmente me opongo a cualquier censura basada en la corrección política, como la que pretende justificarse para combatir la homofobia, el sexismo, etc.)

II. Aquello en lo que disiento de Dawkins

4. Como señala Antony Flew en su reseña del libro de Dawkins, un intelectual que busque sinceramente la verdad, y no simplemente machacar a su adversario, debe presentar la tesis contraria en la forma más fuerte posible [2]. Todo lo contrario de lo que hace Dawkins. Es sencillamente incoherente afirmar que uno no dirige sus críticas hacia la burda concepción de Dios como "un anciano con barba sentado en una nube" (p. 45), y luego no desaprovechar ninguna oportunidad para presentar el teísmo bajo sus formas más groseramente simplistas y fanáticas. Gran parte del libro se dedica a transcribir declaraciones y a relatar incluso actos violentos de lunáticos fundamentalistas norteamericanos, que defienden la lectura literal de la Biblia y el establecimiento de una teocracia en los Estados Unidos. De hecho, ya desde la primera página, el autor asocia la religión con los atentados del 11-S, con las guerras, las persecuciones, las violaciones de los derechos humanos y toda forma de barbarie. Por supuesto, es tristemente cierto que se han cometido, y se cometen, atrocidades en nombre de Dios; pero para ser justos, ello no puede dejar de constatarse sin señalar tres cosas.

En primer lugar, los seres humanos constantemente extraemos consecuencias equivocadas de determinadas ideas, independientemente de que estas sean verdaderas o falsas. Si alguien sostuviera que hay que limitar la población con medidas drásticas de esterilizaciones forzosas porque la Tierra es finita, incurriría, en mi opinión, en un disparate, aunque sea evidentemente cierto que nuestro planeta no tiene un tamaño ilimitado. Los terroristas pudieron estrellar unos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York porque "Alá es grande", pero en sí mismo este crimen monstruoso no nos dice nada acerca de la verdad o falsedad de tal creencia básica. Antes de afirmar que el error procede de una determinada idea, y no de otras con las cuales puede aparecer incoherentemente mezclada, o al menos sin una necesidad lógica, deberíamos ser mucho más cautos de lo que lo es el profesor Dawkins.

En segundo lugar, que algunas personas utilicen pretextos religiosos para cometer crímenes y barbaridades no nos autoriza sin más a decir que la religión solamente sirve para justificar tales actos. Esto sería tan abusivo como decir que todos los libros son nefastos, porque algunos de ellos justifican la violencia, el racismo o simplemente defienden estupideces. Ver a las personas reunidas en una iglesia como yijadistas en potencia es como si al contemplar a unos lectores en una biblioteca, nos estremeciéramos pensando en Mein Kampf. Parodiando a los entusiastas de John Lennon (de quien Dawkins recuerda las palabras de su canción Imagine, "imagina un mundo sin religión") podríamos también cantar unidos, con mecheros encendidos en alto: "imagina un mundo sin libros", y sentirnos por ello como unos soñadores imbuidos de noble humanismo.

En tercer lugar, el recelo hacia la religión podría estar justificado si descubriéramos que todos los males e injusticias proceden siempre de alguna u otra creencia religiosa. Pero es evidente que no es así. En el siglo XX fueron asesinadas decenas de millones de personas en nombre del marxismo, que es una ideología consistemente atea. Asimismo, el nacionalsocialismo invocaba conceptos darwinianos como justificación del exterminio masivo de quienes consideraba racialmente inferiores o inútiles. No seré yo quien sostenga, contradiciéndome con lo que he expuesto en el primer punto, que el ateísmo o el darwinismo sean responsables de esas muertes, pero la misma pulcritud lógica que demanda Dawkins para desvincular sus ideas de los genocidios cometidos por los totalitarismos seculares, tenemos derecho a exigirla los teístas cuando tratan de asimilarnos a inquisidores y terroristas.

5. Dawkins no se limita a pintar a su adversario intelectual del modo más tendenciosamente desfavorable, sino que es patentemente incapaz de comprender mínimamente aquellos argumentos que contradicen su pensamiento, así como de barruntar la densidad de significado de las Escrituras. Así, despacha las cinco vías de Tomás de Aquino en tres páginas, considerándolas literalmente "como necias" (p. 87), y cuestiona la validez histórica de los Evangelios con argumentos totalmente desfasados, dando pábulo incluso a la desacreditada teoría de que Jesús ni siquiera existió, aunque sin arriesgarse a darla totalmente por buena. En cuanto a sus comentarios sobre el Antiguo Testamento, son simplemente de una grosería bochornosa, y no sólo ni principalmente por su lenguaje deliberadamente blasfemo, sino por su tosquedad interpretativa, más propia de un niño de nueve años que de una persona culta.

Dawkins, por ejemplo, considera el episodio del sacrificio de Isaac (Génesis, 22) como el colmo de la barbarie religiosa. ¿Cómo puede -se pregunta- un Dios supuestamente justo poner a prueba la fe de Abraham ordenándole sacrificar a su propio hijo? O más precisamente, ¿cómo puede ponerse como modelo de conducta a un padre dispuesto a matar a su vástago -aunque en el último momento un ángel enviado por Yahvé se lo impida? Pero lo que cualquier persona piadosa puede entender al leer el relato no es que uno deba estar dispuesto a asesinar a su propio hijo por Dios, sino que la fe de Abraham en Dios era absoluta. La hermenéutica de Dawkins es tan estúpida (no se me ocurre un calificativo más preciso, y tampoco él es precisamente más delicado) como tomarse al pie de la letra a alguien que exclamara que se comería una vaca, y tratáramos de hacerle comprender horrorizados que su metabolismo no podría digerir tal cantidad de alimento sin graves consecuencias para su salud. Por supuesto, se puede discutir mi interpretación del episodio bíblico, pero el problema con Dawkins es que ni siquiera parece intuir la posibilidad de que exista otra interpretación que la suya.

Otro ejemplo significativo se refiere a un difundido argumento empleado en los debates sobre bioética, que Dawkins cree destrozar en el capítulo 8. El argumento puede resumirse así:

-¿Recomendaría abortar a una mujer tuberculosa, embarazada de un sifilítico, y cuyo primer hijo fuera ciego, el segundo hubiera muerto, el tercero fuera sordomudo y el cuarto también tuberculoso?

Si la respuesta es afirmativa, se replica:

-Usted habría matado a Beethoven.

Dawkins aduce que estos supuestos antecedentes biográficos del músico de Bonn serían en realidad una leyenda urbana (sin embargo, según la Wikipedia, el padre de Beethoven era alcohólico, y la mayoría de sus hermanos murieron tempranamente  por una u otra causa) pero concede que eso no afecta a la lógica del argumento. Para esta reserva un juicio aún más duro, pues la denomina "la Gran Falacia de Beethoven" (p. 318), considerándola una "estupidez extrema", propia de mentes "ofuscadas por el absolutismo religiosamente inspirado" (p. 321). ¿Y cuál es el razonamiento en el que se basa Dawkins para emitir calificativos tan severos? Según él, si uno condena el aborto porque puede suponer la muerte de un potencial Beethoven, "¡cada rechazo de una oferta de copulación por un individuo fértil es, según esta estúpida lógica 'pro vida', equivalente al asesinato de un niño potencial!" Pero si algo hay aquí increíblemente estúpido (de nuevo, sólo soy una fracción de irrespetuoso de lo que lo es el propio autor) es la lógica que emplea Dawkins. Porque obviamente no tiene absolutamente nada que ver la posibilidad de que Beethoven no hubiera sido concebido con la posibilidad de que Beethoven hubiera sido matado en el seno de su madre. Lo que decididamente resulta asombroso es que una persona que razona de manera tan deficiente pueda siquiera ser considerado algo así como un "flagelo de la religión". Si tuviera más tiempo, me explayaría sobre las opiniones bioéticas de Dawkins (por llamar de algún modo a sus exabruptos), que tienen el mérito de revelar, con su franqueza, los fundamentos despreciables que subyacen en la defensa del aborto libre. Basta con citar sus palabras de que no hay razón para suponer que los "embriones humanos de cualquier edad sufran más que los embriones de una vaca o de una oveja" (p. 318). Si el sufrimiento es el criterio decisivo (y dejando de lado las anticientíficas especulaciones sobre estados subjetivos, que por definición son inobservables), me pregunto por qué deberíamos rechazar el infanticidio indoloro, o la eliminación de los deficientes psíquicos, previa administración de una humanitaria anestesia.

6. Dawkins argumenta que Dios muy probablemente no existe, y que no sólo no tenemos ninguna necesidad de creer en Él para ser buenos, sino que la creencia en una divinidad es algo peligroso, de lo cual habría que proteger a los niños. Comento muy brevemente esto último, sin entrar en su provocación de comparar la educación religiosa con la pedofilía (en realidad, considera más grave a la primera). Dawkins opone radicalmente fe y razón, de tal modo que la primera sería prácticamente "la raíz de todos los males", tal como se tituló un documental presentado por él en la televisión británica. Ello supone ignorar la historia del pensamiento cristiano, que en buena medida se resume como los intentos de conciliar fe y razón. Sencillamente, es una burda mentira que la fe religiosa "no tolera los argumentos" (p. 329). ¡Si fuera así, Dawkins no tendría que dedicar buena parte de su libro a tratar de desmontar argumentos en favor de la concepción teísta! Por lo demás, tener fe en Dios no es estar dispuesto a creer cualquier cosa. (Más bien, como notó Chesterton, sería la actitud opuesta.) Nadie defiende que la credulidad per se sea una virtud. Es evidente que no lo es, pero estamos seguros de que Dawkins no pondría ninguna objeción a que alguien manifestara su fe en el progreso o en la capacidad de la ciencia para proporcionarnos una imagen realista del mundo.

En cuanto a si la creencia en Dios es necesaria para fundamentar la moral, nuestro ateo afirma que los comportamientos altruistas pueden explicarse como "fallos" evolutivos, para acto seguido aclarar que se trata de "benditos, preciosos errores" (p. 239). Pero si nuestros principios morales no son más que un accidente, producto de la selección natural, ¿de dónde procede el impulso de considerarlos "benditos" y "preciosos"? Si la conducta que consideramos moral es un efecto de la replicación genética y la teoría de juegos, ¿cómo podemos valorar moralmente tales fenómenos? Esto sería tan absurdo como pretender atribuir colores a los fotones -cuando sin estos no existen aquellos. Dawkins rechaza escandalizado que la moral pueda fundarse en el temor al Infierno o en la esperanza en el Cielo. Estamos absolutamente de acuerdo (junto con Jesucristo, por cierto: "quien quiera salvar su vida la perderá", etc., Mateo, 16, 25) pero el hecho de que nos repugne reducir la moral a interés es en sí mismo el indicio más claro de que la moral no se deja reducir a ningún tipo de proceso mecánico o de cálculo, de que tiene que ser algo previo, de carácter primordial y subsistente.

Queda, por último, examinar el gran argumento de Dawkins contra la existencia de Dios, que desarrolla principalmente en el capítulo 4. En realidad, es tan simple como sobradamente conocido: Dawkins se pregunta: si Dios hizo el universo, "¿quién hizo a Dios?" (p. 122.) El concepto de un Creador no nos ayuda a escapar de la regresión infinita que pretende zanjar. "No importa -escribe- lo estadísticamente improbable que sea la entidad que queremos explicar [por ejemplo, la vida orgánica] invocando a un diseñador, el propio diseñador tiene que ser al menos tan improbable." (p. 125). Una y otra vez repite la misma idea:

"...el diseño inteligente se convierte en algo que reduplica el problema..." (p. 132.)

"...¿quién diseñó al diseñador?..." (p. 133)

"...la respuesta teísta es profundamente insatisfactoria, porque deja inexplicada la existencia de Dios." (p. 158)

El error de esta argumentación es que olvida el significado del término Dios, para acto seguido concluir que es un término innecesario de nuestras ecuaciones. Efectivamente, si Dios se reduce a ser una causa del universo, podríamos preguntar ad infinitum por la causa de la causa. Pero Dios no se define meramente como una causa eficiente, sino como un ser que deliberadamente ha creado el mundo, pudiendo no haberlo hecho. El concepto de Dios se distingue del concepto de causa necesaria introduciendo un elemento totalmente distinto: la libertad, el autoconocimiento. De lo que se trata, pues, es de saber si esa libertad absoluta es la matriz de toda existencia, o por el contrario, el primer principio, el arjé que buscaban los filósofos presocráticos, sería un ser inerte, carente de autoconsciencia. Dawkins replicaría que lo primero es mucho más improbable. Sin embargo, la improbabilidad surge de que existan muchas posibilidades alternativas. Esto es algo habitual dentro de nuestro universo, pero cuando lo consideramos externamente, en su conjunto, sólo hay dos posibilidades: que su origen sea consciente o inconsciente. Desde el punto de vista puramente lógico, existiría exactamente una probabilidad del 50 % de que hubiera un Dios, igual a la probabilidad de que no existiera, lo cual es mucho más de lo que concede Dawkins. En realidad, en mi opinión la probabilidad de la existencia de Dios es muchísimo más alta, cercana al 100 %, precisamente porque el universo presenta la complejidad característica de los productos de los seres inteligentes. Dawkins sostiene que la evolución puede explicar cualquier complejidad, pero volvemos a lo mismo: ¿la complejidad, el diseño, están en el origen o sólo en el final? No podemos a priori decir que una de las dos cosas es más probable o improbable que la otra, cuando hablamos del origen, donde precisamente sólo habría esas dos posibilidades. Ahora bien, a posteriori, viendo que tenemos un universo complejo, que ha permitido la aparición de vida inteligente, las probabilidades se decantan claramente por que la inteligencia sea el origen de todo. La evolución no explica por sí sola la existencia de cualquier orden, pues una evolución acumulativa sólo puede existir en el marco de un orden dado de leyes físicas invariables. ¿Y cómo se explica este? ¿Por qué hay un orden en absoluto, y no meramente un caos? El orden no es una prueba apodíctica de la existencia de Dios, pero precisamente la inteligibilidad del universo era lo que cabría esperar de una Inteligencia primordial.

Conclusión

El espejismo de Dios es un libro que seguramente, a juzgar por su éxito de ventas, gusta mucho a la clase de lector a la que va dirigido, por su acumulación de irreverencias contra la religión, de la cual presenta una imagen truculenta, estúpida y odiosa. Así, por contraste, los ateos pueden sentirse agradablemente como una especie de aristocracia del espíritu. Pero si eliminamos la retórica laicista y el juego sucio dialéctico, la argumentación central no aporta nada nuevo, más allá de algunas metáforas. El capítulo final, en el que Dawkins trata de convencernos (¿convencerse?) de que la perspectiva de la disolución en la nada tras la muerte no debe inquietarnos, recurre al viejo tópico epicúreo, reeditado por Mark Twain: ¿qué es dejar de ser, sino volver al estado en que nos hallábamos antes de nacer? ¿Y eso debería inquietarnos? A Dawkins parece que no le inquieta. Sin embargo, confiesa sentirse "emocionado" por el momento de avances científicos en que vivimos. Vana emoción, si le restan una o dos décadas por experimentarla, y luego nada; todo será, para él, como si jamás hubiera existido el señor Dawkins ni jamás se hubiera escrito El espejismo de Dios.

[1] Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Espasa Calpe, Madrid, 2007.

[2] Antony Flew, Dios existe, Ed. Trotta, Madrid, 2012.