El populismo se aprovecha de las
situaciones de crisis para proponer sus soluciones fáciles, de forma no por
evidente menos efectiva. Explota el más que justificado malestar de los
ciudadanos para obtener el voto y, sobre todo, para –ya en el gobierno–
autootorgarse poderes extraordinarios sin apenas resistencia. Porque el
problema que entraña el populismo no es tanto que sus promesas no se puedan
cumplir, o que sus medidas no vayan a producir los efectos que pregona. En
realidad, esto es propio también de los partidos actuales, que llevan décadas
cebando una mentalidad estatista y dependiente.
El salto cualitativo del populismo se halla en el precio que se cobra: al concentrar en el gobierno poderes extraordinarios (al principio, siempre “temporales”) se cae en una espiral en la cual el constante aplazamiento de las soluciones prometidas permite al caudillo de turno gobernar arbitrariamente por tiempo indefinido. Es decir, desaparece el Estado de Derecho, y con él las libertades políticas y económicas. Recordemos simplemente el “¡exprópiese!” de Hugo Chávez.
El salto cualitativo del populismo se halla en el precio que se cobra: al concentrar en el gobierno poderes extraordinarios (al principio, siempre “temporales”) se cae en una espiral en la cual el constante aplazamiento de las soluciones prometidas permite al caudillo de turno gobernar arbitrariamente por tiempo indefinido. Es decir, desaparece el Estado de Derecho, y con él las libertades políticas y económicas. Recordemos simplemente el “¡exprópiese!” de Hugo Chávez.
Los países gobernados por el
populismo son más pobres, porque invertir en ellos es mucho más arriesgado. Son
países en los que los gobernantes juegan con demagógicos controles de precios “contra
los especuladores”, controles que siempre han provocado escasez y miseria allí
donde se han implantado, como está sobradamente documentado desde tiempos del
Imperio Romano. Son países en los cuales la oposición al gobierno requiere un
considerable grado de valentía, incluso física. Y son países donde los niveles
de “mordida” institucionalizada alcanzan el paroxismo; ríanse de la corrupción
que hemos conocido hasta ahora.
Pese a todo esto, el populismo es difícil de combatir, por al menos dos razones. La primera es que las críticas que proceden del régimen partidocrático (la “casta”, en el lenguaje de Podemos) producen justo el efecto contrario al deseado. Cada vez que un representante del gobierno o del PP abre la boca para rechazar a Podemos, probablemente incrementa el número de los potenciales votantes de este último. Muchos ciudadanos no pueden evitar pensar que algo bueno tendrán quienes reciben críticas de una clase política de la que guardan tan mala opinión. El comprensible nivel de irritación contra ella es tal que, para desalojarla de las instituciones, algunos estarían dispuestos a votar a Atila.
La segunda razón de la fuerza del populismo estriba en que, al menos hasta que no alcanza el poder, muchos consideran exageradas las acusaciones y las comparaciones. Se nos dice que España no es Venezuela, se nos recuerda que se trata de un miembro de la Unión Europea, que aquí nadie va a desmontar el Estado de Derecho. Aunque los vínculos de los dirigentes de Podemos con el chavismo sean conocidos, por sí solos no demostrarían que Iglesias, Monedero y compañía pretendan instaurar en nuestro país una franquicia bolivariana.
Sin embargo, si atendemos al lenguaje básico de Podemos, los paralelismos con el chavismo antes de alcanzar el poder son algo más que simple coincidencia. “La casta” es por supuesto un concepto clave, que desempeña exactamente la misma función que la expresión “la cúpula”, utilizada hábilmente por Hugo Chávez para sumar el voto de los descontentos antes de 1998. Se trata en ambos casos de términos transversales, que por su carácter difuso facilitan recabar apoyos de un amplio espectro ideológico. Otros términos esenciales de la estrategia de Podemos son “democrático”, “participativo”, “público” y “proceso constituyente”. Los tres primeros preparan a la población para entregar al futuro poder político una capacidad de intervención más amplia que la actual (ya excesiva) bajo el falaz pretexto de devolver al “pueblo” (es decir, a quienes hablan por él) lo que es suyo. Pero probablemente sea la última expresión, repetida tanto por los dirigentes de Podemos como por el último militante o simpatizante conscienciado, la más decisiva.
Cuando habla de “proceso constituyente”, Podemos se atiene milimétricamente al guión chavista. Al poco tiempo de llegar al poder, Chávez, aprovechando la ilusión todavía intacta que generan los cambios políticos, elaboró, como no se había cansado de anunciar, una nueva constitución que fue votada en referéndum, y que ha permitido al régimen bolivariano sobrevivir a su muerte, reprimiendo a la oposición y arruinando al país.
El procedimiento para reformar legalmente la Constitución española de 1978 se describe en su Título X. Abrir un proceso constituyente como si la Constitución vigente no existiera sería técnicamente un golpe de Estado. Si se consumara algo semejante, por mucho que se escenificara su legitimidad democrática mediante un referéndum, cruzaríamos una línea de no retorno, tras la cual una parodia asambleísta de democracia permitiría al gobierno perpetrar cualquier abuso, abolidos o desnaturalizados la mayoría de los controles en los que se basa la política civilizada. Obsérvese que cuando Pablo Iglesias habla de “controles”, se refiere casi siempre no al ejecutivo, sino al sector privado, ¡incluidos los medios de comunicación!
La estrategia del populismo es obvia. Confiar en que una sociedad europea sea inmune a la patología que tanto ha hecho sufrir a los pueblos iberoamericanos (como si fuéramos intrínsecamente superiores) sería un experimento realmente peligroso.
No se trata de que, con tal de conjurar el peligro de Podemos, haya que seguir votando a los partidos tradicionales. Semejante chantaje emocional (“o nosotros o el caos”) desacredita cualquier crítica que puedan recibir Iglesias y los suyos, por justa y sensata que sea, y por tanto contribuye a aumentar sus apoyos.
En las elecciones europeas celebradas en 2014, formaciones como UPyD, Ciudadanos y Vox, que proponen un regeneracionismo absolutamente alejado de la demagogia irresponsable, obtuvieron sumados muchos más votos que Podemos. Plantear las próximas elecciones como un dilema entre Rajoy e Iglesias sería lo que más convendría al primero, pero sobre todo al segundo, que en este juego suicida es quien tiene más probabilidades de salir ganando. Hay alternativas a este dilema perverso; no estamos condenados a una España donde PP y PSOE se repartan los jueces, ni menos aún a una España en la que Podemos se los quede casi todos. En lugar de ello, pienso en el liberalismo progresista de Albert Rivera y en el liberalismo conservador de Santiago Abascal. Los días que me siento optimista imagino un país en el que la elección se encontrara entre ellos dos.
Pese a todo esto, el populismo es difícil de combatir, por al menos dos razones. La primera es que las críticas que proceden del régimen partidocrático (la “casta”, en el lenguaje de Podemos) producen justo el efecto contrario al deseado. Cada vez que un representante del gobierno o del PP abre la boca para rechazar a Podemos, probablemente incrementa el número de los potenciales votantes de este último. Muchos ciudadanos no pueden evitar pensar que algo bueno tendrán quienes reciben críticas de una clase política de la que guardan tan mala opinión. El comprensible nivel de irritación contra ella es tal que, para desalojarla de las instituciones, algunos estarían dispuestos a votar a Atila.
La segunda razón de la fuerza del populismo estriba en que, al menos hasta que no alcanza el poder, muchos consideran exageradas las acusaciones y las comparaciones. Se nos dice que España no es Venezuela, se nos recuerda que se trata de un miembro de la Unión Europea, que aquí nadie va a desmontar el Estado de Derecho. Aunque los vínculos de los dirigentes de Podemos con el chavismo sean conocidos, por sí solos no demostrarían que Iglesias, Monedero y compañía pretendan instaurar en nuestro país una franquicia bolivariana.
Sin embargo, si atendemos al lenguaje básico de Podemos, los paralelismos con el chavismo antes de alcanzar el poder son algo más que simple coincidencia. “La casta” es por supuesto un concepto clave, que desempeña exactamente la misma función que la expresión “la cúpula”, utilizada hábilmente por Hugo Chávez para sumar el voto de los descontentos antes de 1998. Se trata en ambos casos de términos transversales, que por su carácter difuso facilitan recabar apoyos de un amplio espectro ideológico. Otros términos esenciales de la estrategia de Podemos son “democrático”, “participativo”, “público” y “proceso constituyente”. Los tres primeros preparan a la población para entregar al futuro poder político una capacidad de intervención más amplia que la actual (ya excesiva) bajo el falaz pretexto de devolver al “pueblo” (es decir, a quienes hablan por él) lo que es suyo. Pero probablemente sea la última expresión, repetida tanto por los dirigentes de Podemos como por el último militante o simpatizante conscienciado, la más decisiva.
Cuando habla de “proceso constituyente”, Podemos se atiene milimétricamente al guión chavista. Al poco tiempo de llegar al poder, Chávez, aprovechando la ilusión todavía intacta que generan los cambios políticos, elaboró, como no se había cansado de anunciar, una nueva constitución que fue votada en referéndum, y que ha permitido al régimen bolivariano sobrevivir a su muerte, reprimiendo a la oposición y arruinando al país.
El procedimiento para reformar legalmente la Constitución española de 1978 se describe en su Título X. Abrir un proceso constituyente como si la Constitución vigente no existiera sería técnicamente un golpe de Estado. Si se consumara algo semejante, por mucho que se escenificara su legitimidad democrática mediante un referéndum, cruzaríamos una línea de no retorno, tras la cual una parodia asambleísta de democracia permitiría al gobierno perpetrar cualquier abuso, abolidos o desnaturalizados la mayoría de los controles en los que se basa la política civilizada. Obsérvese que cuando Pablo Iglesias habla de “controles”, se refiere casi siempre no al ejecutivo, sino al sector privado, ¡incluidos los medios de comunicación!
La estrategia del populismo es obvia. Confiar en que una sociedad europea sea inmune a la patología que tanto ha hecho sufrir a los pueblos iberoamericanos (como si fuéramos intrínsecamente superiores) sería un experimento realmente peligroso.
No se trata de que, con tal de conjurar el peligro de Podemos, haya que seguir votando a los partidos tradicionales. Semejante chantaje emocional (“o nosotros o el caos”) desacredita cualquier crítica que puedan recibir Iglesias y los suyos, por justa y sensata que sea, y por tanto contribuye a aumentar sus apoyos.
En las elecciones europeas celebradas en 2014, formaciones como UPyD, Ciudadanos y Vox, que proponen un regeneracionismo absolutamente alejado de la demagogia irresponsable, obtuvieron sumados muchos más votos que Podemos. Plantear las próximas elecciones como un dilema entre Rajoy e Iglesias sería lo que más convendría al primero, pero sobre todo al segundo, que en este juego suicida es quien tiene más probabilidades de salir ganando. Hay alternativas a este dilema perverso; no estamos condenados a una España donde PP y PSOE se repartan los jueces, ni menos aún a una España en la que Podemos se los quede casi todos. En lugar de ello, pienso en el liberalismo progresista de Albert Rivera y en el liberalismo conservador de Santiago Abascal. Los días que me siento optimista imagino un país en el que la elección se encontrara entre ellos dos.