El diccionario de la RAE ofrece varias acepciones de “casta”. La primera considera al término como sinónimo de ascendencia o linaje, tanto referido a hombres como a animales. La segunda alude al sistema de castas de la India, a las que se accede por nacimiento endogámico. Una tercera, más amplia, define “casta” como “un grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc.”
En los últimos tiempos, el término “casta” se ha popularizado en España para referirse, de manera despectiva, a la clase política y financiera, acusada de corrupción endémica, y de ser la causante de la crisis económica, o al menos de haberse aprovechado de ella para imponer una agenda de recortes antisociales. Es evidente que dicha clase no permanece separada del resto por su raza ni por su religión. Tampoco, aparentemente, por su ideología, pues suele incluirse en ella tanto a miembros del PP como del PSOE y el resto de partidos parlamentarios; tanto a directivos de cajas como a sindicalistas.
¿Cúal es entonces el elemento definitorio de esta casta que concita tanto rencor, probablemente justificado? No es muy difícil descubrirlo. Lo que tienen en común políticos, dirigentes sindicales y directivos de cajas o de algunas corporaciones es que todos ellos disponen, de manera directa o indirecta, del presupuesto público. Unos porque deciden a través del Boletín Oficial del Estado cómo debe gastarse, e incluso cómo debe obtenerse fiscalmente. Otros, porque mediante subvenciones o tratos de favor, participan también del erario.
Identificada la naturaleza de la casta, es preciso discutir cómo poner coto a sus desmanes. Básicamente, existen tres medios. El primero es la sustitución democrática del personal político, habida cuenta de que el actual no tiene el menor interés por reformar un sistema del cual es su principal beneficiario. El segundo consiste en reforzar el control sobre el sector público, para lo cual es imprescindible restaurar (si es que alguna vez existió) la independencia del poder judicial y los organismos reguladores. Y el tercero es una reducción drástica del volumen presupuestario que manejan nuestros políticos. Me referiré abreviadamente a estos tres procedimientos como “sustitución”, “control” y “reducción”.
Cualquiera puede comprender que la sustitución, por sí sola, no garantiza en absoluto el objetivo reformista que se pretende. Puesto que nuestra casta no se define por razones de linaje, sino por su carácter estructural, es obvio que este persistirá si simplemente cambiamos las caras y los apellidos. La sustitución probablemente es una condición previa indispensable, pero no suficiente.
Por su parte, la necesidad de control suscita un gran acuerdo, pero debemos estar prevenidos contra su equívoca defensa por parte del nuevo partido ascendente, Podemos. Pues cuando sus dirigentes hablan de controles, están apuntando principalmente hacia el sector privado, ¡incluyendo los medios de comunicación! Esta concepción sería de hecho diametralmente opuesta a la que hemos definido arriba, porque supondría ya no controlar más a los políticos, sino, por el contrario, conferirles a ellos mayor capacidad de controlarnos a los demás –por mucho que se adornase con las consabidas escenificaciones democráticas y asamblearias.
Por último, hay que reconocer que la reducción es el medio menos popular de todos. Pues probablemente la mayoría de la gente cree que el problema no es que el Estado maneje un excesivo porcentaje de la riqueza nacional (el 45 % en España) sino que lo gestiona mal, destinando demasiado dinero a gastos suntuarios en lugar de a la sanidad o la educación. Ni siquiera se aprecia un nivel significativo de indignación contra el despilfarro en las televisiones estatales o las subvenciones al cine español. Por el contrario, son muchos quienes creen que el Estado debería emprender una ambiciosa política de inversiones públicas, que promoviera la creación de empleo y el consumo.
Se trata de un error capital, por no decir el error capital. Démosle más dinero a cualquiera, sin que lo haya producido él mismo con su esfuerzo, y tenderá a derrocharlo. Cuando los políticos disponen de más recursos económicos, el resultado son aeropuertos inútiles, universidades de provincia insostenibles, más ayudas que desincentivan hacer las cosas bien, y por supuesto, más tentaciones y oportunidades de corrupción. La experiencia lo ha demostrado una y mil veces. Pero la mayoría se resiste a sacar las lógicas conclusiones, porque en mayor o menor grado espera beneficiarse de un subsidio, una prestación “gratuita” o un polideportivo en su pueblo, por absurdamente costoso que resulte construirlo y mantenerlo.
Muchos culpan a la casta de haber malgastado y robado el dinero público, cuando en realidad son ellos quienes han estado permitiéndolo y alentándolo, quienes se han dejado sobornar durante cuarenta años con el panem et circenses, esto es, con el presupuesto y con “el derecho a hacer lo que quiera con mi cuerpo”, que incluye deshacerse del cuerpo de un ser humano que subsista gracias al cordón umbilical.
Esta clase de ciudadanos es la que pretende agravar el error, entronizando a una nueva casta con tal de que sigan prometiéndoles lo insostenible y lo indecente, incluso en grado superior a lo visto hasta ahora. El estropicio puede ser inenarrable; puede suponer el racionamiento, los cortes de luz, la destrucción de la clase media y la división de la sociedad como en la trágica década de los treinta o como en la Venezuela de los últimos quince años.
Es verdad que el gobierno de Mariano Rajoy utilizará precisamente el miedo, así como el destape de escándalos que impliquen a los dirigentes de Podemos, para que sigamos apoyando a la casta actual, aunque es dudoso que esta táctica le vaya a servir. Iglesias sabe contrarrestar lo primero adoptando una imagen de moderación en función del canal y la franja horaria (como hizo Hugo Chávez en su día, con un virtuosismo interpretativo digno de un Laurence Olivier). Y en cuanto a lo segundo, ni el gobierno central ni los autonómicos tienen la más mínima credibilidad para denunciar malversaciones o tráficos de influencias.
Acabar con la casta no se logrará mediante una simple sustitución de personal gobernante, que incluso puede suponer el advenimiento de una supercasta, como aquellas que rigen en La Habana o en Caracas. Tampoco, evidentemente, se conseguirá manteniendo a los dirigentes actuales como un mal menor.
Es preciso desalojar democráticamente a la clase política actual, pero además debemos combatir la dependencia enfermiza de la casta que padece un gran número de españoles. Ambas cosas se implican mutuamente. Se necesitan líderes que, en lugar de mentiras confortables y promesas irrealizables, se atrevan a soltarle al público las verdades más incómodas, buscando no el aplauso fácil, sino la reflexión y la autocrítica. Líderes que proclamen sin ambigüedades que no existe el gratis total, y denuncien firmemente que abortar no es otra cosa que liquidar una vida humana. Y se necesitan ciudadanos que se respeten lo suficiente a sí mismos para no escuchar los cantos de sirena que les eximen de la responsabilidad inherente a la libertad. De otro modo, no haremos más que sustituir a una casta decadente por una neocasta joven y pujante, y por ello mucho más peligrosa.