Dios. Ser infinito que ha creado el mundo. Algunos creen que
se trata de un personaje fabuloso, y parece que la proporción de quienes
piensan así aumenta con el nivel de formación. Una encuesta realizada en los
Estados Unidos en 2009 reveló que sólo tres de cada diez científicos creían en
Dios, frente a ocho de cada diez de la población total. Esto parece un fenómeno
social nuevo, aunque lo cierto es que no sabemos realmente lo que pensaba la
gente en épocas pasadas, pues no había encuestas, y además era comúnmente
arriesgado confesarse ateo o no creyente. Aunque sea difícil determinar en qué
medida, no hay duda de que el escepticismo religioso ha existido siempre,
especialmente entre las clases instruídas. Esto no intimidó a San Pablo, quien
se preguntó retóricamente:
¿Dónde está el sabio?
¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios
la sabiduría del mundo? (I Corintios, 1, 20.)
Sin embargo, independientemente de si profesamos alguna
religión positiva o no, existen argumentos muy serios a favor de la existencia
de un Creador del universo. Lamentablemente, estos argumentos se han expresado
tradicionalmente de forma poco efectiva, porque estaban dirigidos a un público
que mayoritariamente ya estaba convencido. Acumular supuestas demostraciones de
la existencia de Dios no sirve de nada si cada una de ellas por separado no es
convincente, porque da por supuestas o sabidas ciertas premisas. A
continuación, expondremos el razonamiento fundamental que nos lleva a pensar
que muy probablemente hay un Dios personal[1].
Todo cuanto sucede en el universo está aparentemente sometido
a leyes físicas invariables, como la ley de la causalidad, de la conservación
de la energía, y otras muchas. Decimos aparentemente
porque no tenemos evidencia directa de estas leyes. Hemos observado la
regularidad de los fenómenos naturales a lo largo de incontables generaciones
(los movimientos de los astros, los ciclos climáticos y biológicos, las
reacciones químicas, etc.) y de ello inferimos que obedecen unas leyes fijas.
Pero en realidad no tenemos ninguna certeza absoluta de que continuarán
haciéndolo en el futuro, sea mañana o el próximo minuto. Que algo se haya
repetido millones de veces no demuestra que se repetirá una sola vez más. Dicho
con total franqueza, no podemos demostrar lógicamente, más allá de toda duda,
que el sol saldrá mañana, por muy convencidos que estemos todos de ello. Esta
incertidumbre fundamental está oscurecida por una razón psicológica tan antigua
como el ser humano, y actualmente además por otra de índole histórica, mucho
más reciente. La primera es que los seres humanos estamos tan acostumbrados al
orden cósmico que nos parece algo “natural”, en el sentido de que no nos
preguntamos por qué debería haber algún orden y no simplemente el caos[2].
La razón histórica tiene que ver con el extraordinario desarrollo de la ciencia
en los últimos tres siglos. Los grandes científicos, como Newton y Einstein,
consiguieron relacionar una sorprendente variedad de fenómenos mediante unas
pocas ecuaciones matemáticas. Esto dio pie al malentendido señalado por Ludwig
Wittgenstein en su Tractatus
Logico-Philosophicus, 6.371, y que él llamó “espejismo”: que tales
ecuaciones o leyes pasen por ser la explicación de los fenómenos de la
naturaleza. Pero una fórmula matemática en última instancia no hace más que
describir una serie de fenómenos, sin que en sí misma nos indique que dichos
fenómenos tengan que reproducirse forzosamente del mismo modo en el futuro. Por
ejemplo, se nos dice que los cuerpos se atraen mutuamente con una aceleración
fija en función de la masa y la distancia. Pero acerca de por qué los cuerpos
habrían de estar sometidos a esta ley de atracción, o a ninguna otra, seguimos
tan a oscuras ahora como en tiempos de los sumerios. El propio Einstein
consideraba un misterio que las matemáticas sirvieran para describir el mundo.
Un intento de explicación del orden cósmico es el siguiente.
Si el universo no estuviera gobernado por leyes fijas, sería imposible que
hubiera emergido en él vida inteligente, pues no podrían formarse moléculas
orgánicas mínimamente estables. Dicho de otro modo, el universo sería así
porque es el único posible que permite que haya seres inteligentes que se
puedan preguntar por qué el universo es así.
El problema de este argumento es que es falso. Sencillamente,
no es verdad que para que haya vida inteligente sean necesarias leyes que se
cumplan absolutamente siempre. Sería suficiente con que las
leyes físicas rigieran la mayor parte del tiempo, o por períodos muy prolongados.
Por el contrario y por lo que sabemos, son mucho más invariables (y al mismo
tiempo elegantemente simples, como ha señalado Paul Davies[3])
de lo que se necesita para que el universo sea habitable por el hombre u otra
forma de vida inteligente.
No tenemos ningún derecho a suponer que las leyes físicas que
conocemos se mantendrán invariables en el futuro. Cada instante que este
universo persiste en la racionalidad es como si nos tocara la lotería. A no ser
que la persistencia de las leyes naturales obedezca a un propósito de una
inteligencia primordial, la cual habría elegido que exista este universo entre
los infinitos posibles. Esta inteligencia creadora debería ser infinitamente
poderosa, pues de lo contrario su elección entre un conjunto infinito de
posibilidades no sería absolutamente consciente, sino parcialmente arbitraria o
accidental. Llamamos Dios a dicha
inteligencia.
Es curioso que para muchas personas, el hecho de que el
universo obedezca leyes inmutables demostraría que no se requiere postular la
existencia de un Creador. En realidad, sucede exactamente lo contrario. Que el
universo sea inteligible, mucho más allá de lo necesario para la existencia de
seres conscientes, es algo tan sorprendente que sólo puede explicarse
verosímilmente descartando que dicha inteligibilidad sea casual, es decir,
suponiéndola en su mismo origen. Que existan constantes y leyes, es decir, que
ciertos fenómenos se repitan invariablemente, no nos indica que el universo sea
algo autosuficiente, sino precisamente lo opuesto: que un ser trascendente ha
decidido que sea así. La existencia de un orden es por sí misma y ante todo un
indicio de inteligencia. Por supuesto que podemos también explicar el orden
mediante el azar. Pero entonces debemos ser absolutamente consecuentes. Si es
un mero accidente que el universo hasta ahora haya presentado un carácter
aparentemente inteligible, se reconocerá que no hay motivo alguno para que deba
seguir siéndolo ni un minuto más. En cualquier momento lo impensable puede
suceder, que una silla se ponga a volar por la habitación o que, como en la
novela La náusea, de Sartre, una
apacible ciudad provinciana se pueble de monstruosidades. Pensar que ninguno de
estos absurdos puede suceder, aunque Dios no exista, es una pura creencia supersticiosa
en la fatalidad, por mucho que se revista de un carácter aparentemente
científico.
Nadie, ni ateos ni creyentes, cree realmente que el mundo
está a punto de enloquecer a cada instante. A despecho de las modas, todos
somos profundamente racionalistas. La diferencia es que los creyentes tienen
una explicación clara y sencilla de ello: que la inteligencia, el Logos, es el
principio de todo. En cambio, los ateos sostienen que la inteligencia es algo
que surge de un estado previo, por definición no inteligente. Pero entonces, o
bien resulta imposible comprender por qué el universo en su conjunto es
inteligible, o bien hay que descartar que lo sea realmente, negando todo valor
indiciario a la experiencia pasada. En ambos casos, desembocamos en un positivsmo
extremo, que simplemente nos permite considerarnos afortunados de que el mundo
siga siendo, por el momento, regular y predecible.
Llegados a este punto, conviene desmontar una objeción
clásica. Se nos pregunta por qué existe Dios. Si decimos que no lo sabemos, o
que se trata de algo inaccesible a la mente humana, se nos replica que lo mismo
podríamos decir del universo, y nos ahorraríamos el postulado de un ser del que
no tenemos ninguna evidencia directa. Sin embargo, este argumento implícitamente
está concibiendo a Dios como un objeto inerte, en cuyo caso, estaría plenamente
justificado considerarlo como un ente superfluo. La diferencia entre el ateísmo
y el teísmo, como hemos visto, es que el segundo considera que la consciencia
es la realidad primigenia, mientras que el primero pone en su lugar la materia
u otro principio inconsciente, que se desarrolla por una suerte de fatalidad,
opuesta a la libertad creadora. Pero si la mente humana es un subproducto
irrelevante de este principio material, resulta completamente incomprensible
que el universo sea inteligible para esa mente.
La versión oficiosa de la historia del pensamiento nos cuenta
que habría habido una primera fase de pensamiento mítico, que trataba de
explicar los fenómenos mediante la operación de seres análogos al hombre o a
los animales. En un determinado momento, en las costas del Mediterráneo,
algunos pensadores habrían empezado a conjeturar explicaciones racionales de
los fenómenos, descartando la existencia de propósitos conscientes detrás de
ellos. En realidad, esto oculta la profunda afinidad que existía entre las
antiguas explicaciones mitológicas y las cosmogonías propuestas por los
primeros filósofos griegos. En ambas habría existido un primer principio
caótico, una materia informe original de la que habría surgido el mundo, por
alguna suerte de necesidad o fatalidad ciega, a la que estarían sometidos los
propios dioses. La diferencia es que pensadores como Tales de Mileto,
Anaxímenes o Anaximandro pusieron especial énfasis en la observación
naturalista, puliendo los elementos superfluos y pintorescos de las viejas
mitologías. Pero en esencia mantuvieron el principio materialista que subyace
en el politeísmo.
La inclinación a la cosificación, a explicar la realidad
mediante pautas propias de la materia inerte, podría ser tan antigua como la
tendencia opuesta, que trata de escrutar pautas intencionales, características
de los seres inteligentes, en los fenómenos. Hay que admitir que la idea de que
la segunda inclinación es más primitiva, en el sentido de más ingenua, ha
calado hondo, especialmente en los últimos tres siglos, en que los modelos
físico-matemáticos de la naturaleza han demostrado su potencia intelectual y su
fecundidad tecnológica. Pero no debemos olvidar que conceptos como los de
fuerzas o leyes de la naturaleza siguen teniendo una irreductible carga
antropomórfica. Que el libro de la naturaleza esté escrito en lenguaje
matemático (según la significativa metáfora de Galileo) es algo que damos por
supuesto con despreocupada alegría, sin ser conscientes de sus profundas
implicaciones para entender la verdadera naturaleza de lo real.
El hombre primitivo que imagina seres benévolos o malignos
para explicar sus venturas o desventuras es habitualmente el mismo que cree
poder controlar a tales personajes mediante técnicas mágicas, que
implícitamente presuponen que los procesos causales, es decir, impersonales
(como los que utiliza para cazar, construir herramientas o hacer fuego) pueden
ser más poderosos que los conscientes. A menudo se confunde magia y religión,
metiéndolas dentro del mismo saco de las supersticiones superadas. Pero lo
cierto es que se trata de dos inclinaciones de la mente humana fundamentalmente
antagónicas. La magia tiene mucho también de tosca experimentación, de primer
burdo tanteo de indagación científica. La alquimia y la astrología, con toda su
palabrería, de alguna manera prefiguran la química y la astronomía, les
preparan el camino de un modo análogo a como los juegos infantiles tienen mucho
de ensayos instintivos de las ocupaciones adultas. Tanto la magia como la
ciencia comparten el mismo objetivo: poder dominar a las fuerzas de la
naturaleza mediante técnicas impersonales, basadas en el principio de la
causalidad. Lo único que las diferencia en realidad es el éxito.
La religión, por el contrario, en la medida en que no se
contamina de magia (lo que lamentablemente sucede con frecuencia) no busca el
éxito. Si el mundo material está en el fondo gobernado por un principio
consciente, dos son las consecuencias que podemos extraer de ello. Primero, que
ese principio deberá ser único, pues una pluralidad de dioses presupone ya un
mundo en el que se desenvuelven sus peripecias. El politeísmo, al contrario de
lo que suele creerse, es profundamente materialista, aunque no totalmente.
Tiene tanto de magia como de piedad, si no más de la primera. El paso del
politeísmo al monoteísmo no es, por tanto, una evolución, sino una ruptura (o
purificación) radical, aunque como suele suceder con los cambios más profundos,
no se produjera de un día para otro. Así lo comprendieron los antiguos, que
tacharon a los cristianos de radicales ateos, porque rechazaban a todos los
demás dioses. La segunda consecuencia es que, si la consciencia es el origen de
todo, la búsqueda del éxito técnico ya no se puede considerar el objetivo
último del hombre. Pues surge de pronto la ilimitada esperanza de acceder
directamente al corazón de la existencia, de poder prescindir de todo lo
material, porque ha dejado de ser lo fundamental.
La religión corre siempre dos riesgos. Uno, que ya hemos
apuntado, que retroceda hacia la magia, que degenere en superstición o en algo
mucho peor: en fanatismo, lo que significa utilizarla para obtener poder
político, como es el caso paradigmático del islamismo. Para los yijadistas
contemporáneos, Dios se ha convertido sacrílegamente en el medio de imponer su
brutal dominio material. El otro riesgo es diametralmente opuesto y desde luego
sumamente preferible: que la verdadera experiencia religiosa sea pasto de las
burlas de aquellos que sólo conciben el éxito material como criterio de
valoración.
Tal desprecio puede ser más o menos grosero, pero también
puede revestirse de una cierta apariencia moral. El problema del mal (¿por qué
un Dios omnipotente permite el sufrimiento de inocentes?) ha estado siempre en
el centro de las inquietudes y reflexiones del cristianismo. Pero desde
Voltaire, parece haberse convertido en uno de los argumentos favoritos de los
ateos para cuestionar la existencia de Dios. Aunque no pongamos en duda que
haya un transfondo de sincera perplejidad ética, no podemos dejar de percibir
que juzgar la probabilidad de la existencia de Dios por la presencia del mal en
el mundo tiene cierta conexión bastarda con el criterio del éxito. El intelectual
ateo o agnóstico de algún modo reedita la pregunta sarcástica que formulan los
malvados en la Biblia: “¿Dónde está tu Dios?” (Salmos, 42, 11.) Ciertamente,
nuestro intelectual no se identifica con el malvado, pero tampoco, realmente,
con la víctima, sino más bien con un observador externo. Ese observador externo
coincide con una teórica posición omnisciente y justa, la cual, si Dios no
existe, es una mera ficción. Lo que habría sería meros conflictos de intereses,
en los que los más fuertes vencerían, sin ningún criterio objetivo (es decir,
más allá de consideraciones sentimentales poco “prácticas”) por el cual
deberíamos ponernos del lado del débil. Sólo desde el punto de vista del bien
puro es posible reconocer y condenar el mal puro. Al hacerlo, en cierto modo el
ateo está suplantando a Dios, pero como obviamente no lo es, deduce de ello que
Dios no existe. La paradoja es que sólo se puede llegar a esa conclusión
suponiendo que existe el bien absoluto que él mismo niega, es decir, negando
que el éxito material sea el único criterio válido.
[1] Se corresponde con la “quinta vía” de Santo Tomás de
Aquino. Pero el gran filósofo cristiano la formuló en un lenguaje aristotélico
que hace tiempo que dejó de ser útil.
[2] Esta razón psicológica fue expuesta por David Hume en
el siglo XVIII.
[3] Citado por F. J. Soler en Mitología materialista de la ciencia, Encuentro, Madrid, 2013, pp.
290-291.