Ayer me topé con este titular: "La Fundación Anar alerta del incremento 'preocupante' del maltrato infantil en España". En el primer párrafo del artículo se nos precisa que la tal fundación ha registrado un incremento del 3 % en 2013.
¿Un tres por ciento es significativo o aleatorio? No lo sé. Pero en el último párrafo encontramos, sin comentario alguno, otras cifras que, pese a no merecer el titular, son las que a mí me han llamado verdaderamente la atención: "El 39,9% de los niños y los adolescentes que piden ayuda a Anar viven con sus padres, y el 44,2% en familias monoparentales..."
Lo más probable es que el lector apresurado, si es que ha llegado al final del texto, no vea nada espectacular en esos porcentajes. Pero ocurre que en España sólo un 7 % de menores vive en hogares monoparentales (dato de 2011). Es decir, que aunque las llamadas de teléfono puedan tener algún sesgo que las invalide como dato científico, el volumen de la muestra es tan grande (más de 400.000 el año pasado) que resulta imposible dejar de pensar que la proporción de víctimas de maltrato debe ser muy superior en las familias sin padre o madre, siendo la ruptura de la pareja la causa más habitual.
Ya sabemos que señalar esto es políticamente incorrecto, porque sugerir que la familia compuesta por los niños y sus dos progenitores biológicos pueda ser más beneficiosa para los primeros que cualquier otro tipo de fórmula de convivencia, se interpreta como una manifestación de intolerancia hacia los "otros modelos de familia". Y desde luego, el redactor del artículo se cuida mucho de meterse en semejante jardín.
Un estudio pretendidamente académico, publicado por el Instituto de la Mujer en 2012, fija desde sus primeras líneas el canon ideológico del cual no puede uno apartarse salvo que quiera merecer la pena de escarnio público:
"En las últimas décadas, la sociedad española se ha enfrentado a profundos cambios sociales, pasando de un país cerrado, políticamente conservador y católico con bajos niveles de urbanización, a una rápida y creciente sociedad urbana, más flexible y tolerante."
La misma clase de científicos sociales que analizan extravagantes costumbres de culturas ajenas con respetuosa objetividad, sin permitirse el menor amago de valoración moral, rinden culto al estereotipo más grosero asociando los adjetivos "cerrado", "conservador" y "católico", por un lado (creo que olvidaron "casposo"), y "urbana", "flexible" y "tolerante" por otro, cuando hablan de su propia sociedad. Con estos apriorismos, no sorprende que el estudio concluya que no hay motivos para sostener consecuencias negativas para los niños que viven con un solo adulto, más allá de factores socioeconómicos supuestamente circunstanciales; ni que entre sus propuestas finales incluya que los medios de comunicación deberían contribuir "a lanzar valores en los que se visibilice y se reconozca la variedad de modelos familiares existentes, dotándoles a todos ellos de una misma legitimidad social."
Todo esto suena muy bien porque, ¿quién puede estar en contra de que se apoye a las madres que crían a sus hijos sin la ayuda del padre, por citar el tipo más común de monoparentalidad? Sin embargo, lo que hay detrás de estas bellas palabras es algo más que una actitud de tolerancia y de dejar atrás fariseísmos supuestamente vigentes. El problema es que con este discurso melifluo se acaba escamoteando los puros hechos: que los niños tienen por lo general mejor salud, mejores índices de rendimiento escolar y sufren menos maltratos cuando conviven con sus padres y madres juntos.
Insisto: nadie pretende que las madres o padres sin pareja estable no merezcan todas las ayudas y la comprensión necesarias para criar a sus hijos. Pero si nuestra auténtica preocupación son los niños, y no chantajear al contribuyente con sentimientos inducidos de culpa desde el activismo de las asociaciones de familias monoparentales, debemos empezar por admitir que para la infancia es preferible la familia natural; y por tanto, hacer justo lo contrario de lo que propone el estudio gubernamental de marras en el ámbito de la comunicación: dejar de relativizar e ignorar (culturalmente, legalmente, fiscalmente y de todas las maneras posibles) a las familias compuestas por una madre, un padre y los hijos de ambos.
Y por supuesto, antes que nada hay que derogar toda la criminal legislación inspirada en el feminismo radical y la revolución sexual, que ha favorecido en todo el mundo, desde hace treinta o cuarenta años, algo aún peor que la ruptura de innumerables familias e incluso, si cabe, que el maltrato infantil: la liquidación física de millones de seres humanos en gestación.