La idea de Dios es considerada por algunos como un bello
cuento edificante o consolador, que las personas educadas y maduras han
descartado hace tiempo como una antigua superstición a la que millones de seres
humanos, por alguna razón, se empeñan en seguir dando crédito. Otros tienen una
opinión menos tajante, aunque honradamente piensan que no hay razones
suficientes para sostener la existencia de un ser semejante, y en cambio sí
tendríamos algunas en contra bastante serias. En este trabajo argumentaré que ambas
posturas (sobre todo la primera) son erróneas.
La teoría de que el universo ha sido creado por un ser trascendente no es demostrable como pueda serlo, por ejemplo, el teorema de Pitágoras. Sin embargo, existen razones muy profundas y nada “sentimentales” (por decirlo así) para sostenerla, comparables tal vez a las de ciertos principios científicos generalmente aceptados, que tampoco pueden ser probados de manera definitiva.
Debido a la extensión del texto que sigue a continuación (21 páginas), recomiendo descargarlo o leerlo en línea en el siguiente enlace:
La teoría de que el universo ha sido creado por un ser trascendente no es demostrable como pueda serlo, por ejemplo, el teorema de Pitágoras. Sin embargo, existen razones muy profundas y nada “sentimentales” (por decirlo así) para sostenerla, comparables tal vez a las de ciertos principios científicos generalmente aceptados, que tampoco pueden ser probados de manera definitiva.
Empecemos por dejar bien claro a qué
nos referimos con el término Dios.
Para ello es preciso señalar dos elementos esenciales. En primer lugar, Dios es
un absoluto, es decir, un ser que
existe por sí mismo, con independencia de cualquier otra cosa. Y en segundo
lugar, Dios es una inteligencia creadora
de todos los demás seres, lo que llamamos el universo. Es fundamental
comprender lo que significa esto último. La creación es un acto esencialmente libre, es decir, que Dios podría no
haberlo realizado, si no hubiera querido[1].
Si eliminamos el componente voluntad,
el término creación sería muy poco
adecuado, y más bien deberíamos entender el universo como una emanación o
manifestación del ser absoluto. Esta concepción no sería distinguible de la
tesis panteísta, que identifica al ser primordial con la naturaleza; lo que,
como señaló Schopenhauer, no es más que una forma elegante de deshacerse de
Dios[2].
Por otra parte, la creación debe ser además un acto inteligente, no caprichoso
o impulsivo. De lo contrario, esta doctrina supondría un innecesario rodeo para
terminar desembocando en el puro irracionalismo, o la tesis de que el universo
existe sin razón alguna. En resumen, aquí entendemos por Dios una inteligencia
creadora o trascendente, esto es,
distinguible del universo.
Es muy importante no perder de vista,
desde este momento, las implicaciones que tendría la existencia de Dios para la
vida humana. Si hay un Dios, esto significa que el universo es racional, pues
es obra de un ser absoluto en el que no cabe suponer ninguna imperfección o
veleidad. Y si hay un Dios, los seres humanos no somos meramente animales, pues
nuestro origen último se hallaría en el pensamiento, no en la materia[3].
Esto permite fundamentar la concepción del hombre como un ser dotado de
dignidad irreductible, con derechos inalienables que serían previos a la
existencia del Estado, y que no está condenado a la mera satisfacción de las
necesidades biológicas.
Pasemos sin más preámbulos a las
objeciones que pueden esgrimirse contra la idea de Dios. Estas pueden dividirse
en dos grandes grupos. Por un lado, tenemos las críticas que cuestionan la
propia sostenibilidad del concepto, y que giran principalmente alrededor de su carácter
antropomórfico, o mejor dicho, antrópico (el primer adjetivo parece más
adecuado para los dioses de las mitologías politeístas). Se nos dice que el
universo no muestra indicios de haber sido diseñado por una inteligencia
análoga a la humana, sino que más bien parece obedecer a principios
impersonales, totalmente indiferentes hacia la suerte de seres tan insignificantes
como nosotros. Y se observa también que el pensamiento humano es una actividad
que carece de existencia independiente de determinados procesos moleculares de
nuestro cerebro, con lo cual no tendría base alguna postular que una
inteligencia de ningún tipo pueda preexistir a la materia.
El segundo tipo de objeciones no se
basa en cuestionar la sostenibilidad o consistencia del concepto de Dios, sino
en considerarlo superfluo. Se nos dice que no es necesario postular la
existencia de una inteligencia trascendente para afirmar la racionalidad de lo
real, ni tampoco para fundamentar la dignidad del hombre. El universo se puede
explicar perfectamente mediante la operación de leyes impersonales y del azar.
Y la ética, especialmente desde Kant, se entiende como una disciplina autónoma,
por contraposición a la heteronomía que supone basarla en unos supuestos
mandamientos divinos.
Cabe observar que la crítica
verdaderamente formidable es la del segundo tipo. Pues para hacer frente a las
primeras, basta con mostrar que el concepto de Dios es consistente, sea o no
verdadero[4].
En cambio, la objeción de que se trata de una idea prescindible (la famosa
"hipótesis innecesaria" de Laplace) requiere algo mucho más difícil,
que es demostrar que sin Dios no podemos comprender el universo ni justificar
la dignidad absoluta del hombre. En lo que sigue, trataré de mostrar la
debilidad de ambos tipos de objeciones.
La crítica del antropismo
La idea de que el universo no muestra indicios de ser obra de
una inteligencia (o al menos de una inteligencia que se sienta concernida por
el ser humano) es al menos tan antigua como la opuesta, que pone de relieve la
profunda sabiduría que subyace en la naturaleza, y subraya incluso la belleza
de la creación. No obstante, hoy el debate ha quedado más circunscrito al
problema del mal. Para muchos la principal razón del ateísmo es la existencia
del sufrimiento. Si Dios existe, ¿por qué lo permite, o por qué no ha creado al
menos un mundo en el que el dolor no alcance los niveles de crueldad que
conocemos? En esta cuestión es preciso distinguir entre la necesidad humana de
comprender y la necesidad de consuelo. Seguramente ningún razonamiento puede
consolar verdaderamente a alguien que haya perdido a un ser querido o que esté
padeciendo un dolor físico insoportable. Sin embargo, no sería válido deducir
de ello que el sufrimiento no tiene explicación. Ante las argumentaciones de
filósofos o teólogos que pretenden explicar por qué Dios permite el mal, una
reacción típica del ateo o agnóstico consistirá en invitarnos, con cierta
sorna, a acudir a un tanatorio, o a un hospital, a explicar esas teorías a
quienes están sufriendo. Esto difícilmente puede considerarse un argumento,
pero aunque lo fuera, podría volverse fácilmente en contra de quien lo
utilizara, porque son muchas las personas que no sólo perseveran en su creencia
en Dios tras una experiencia traumática, sino que encuentran en ella un
profundo consuelo.
Según la definición clásica, el mal
es la privación del bien[5].
La sed es la falta de líquidos, la ignorancia es la falta de conocimiento, y
así sucesivamente. Ahora bien, los seres humanos somos seres limitados, a
diferencia del Creador; por definición, ningún ser creado o relativo es
omnipotente ni omnisciente. De aquí se deduce que imaginar un ser finito que no
estuviera expuesto a ningún mal es una contradicción en los términos. Dios
podría, en efecto, si quisiera, evitar todo mal. El avión al que le fallan los
motores no se estrellaría, la persona que cae al agua sin saber nadar, no se
ahogaría, etc. La consecuencia de ello sería que no tendríamos ningún tipo de
incentivo para aprender a nadar, ni para construir aviones con motores que
funcionaran, ni siquiera aviones de ningún tipo, porque no necesitaríamos
viajar ni hacer el menor movimiento para vivir. Ahora bien, un
"paraíso" semejante, en el que ninguna acción o ausencia de acción
tuviera consecuencias desagradables, imposibilitaría el ejercicio de la
libertad humana, que se basa en que las acciones tengan algún sentido, alguna
utilidad, algún efecto. Ni siquiera tendrían sentido ese tipo de acciones que
llamamos pensamientos (recuerdos, reflexiones, proyectos), y que son los
precursores de la conducta racional. En un mundo sin ningún mal no habría
verdadera actividad consciente, sino que nos hallaríamos dentro de algo análogo
a una película cuyos personajes ni sienten ni padecen, puesto que no son más
que imágenes proyectadas en una pantalla. (Más adelante volveremos sobre esta
metáfora.)
Es dudoso que Dios pudiera tener
motivos para crear un universo así. Pero aunque los tuviera, lo que está claro
es que ese universo no es el nuestro. La pregunta crucial es si, pese a todo el
mal que hay en el mundo, preferimos existir o no. Por supuesto, hay quien
responde en un sentido negativo, y es consecuente con ello hasta el extremo de
quitarse la vida. Pero el suicida y el que cree que la vida vale la pena,
incluso en medio de terribles dificultades, no pueden tener razón a la vez. Uno
de los dos se equivoca, necesariamente.
Se podrá replicar que aunque el
sufrimiento sea inherente a los seres finitos, este podría al menos no
sobrepasar el límite de lo soportable. Pero tal límite es subjetivo y relativo,
por lo que si fuera posible corregirlo sucesivamente, probablemente acabaríamos
por dictaminar como intolerable el pinchazo de una aguja hipodérmica.
En un sentido más general, frente a
los que objetan que el universo no aparenta ser obra de una inteligencia, cabe
preguntar cómo debería ser, según ellos, un mundo diseñado por un ser consciente.
¿Lo hubieran concebido acaso mucho más pequeño, para ahorrarse esos espacios
inmensos que no sirven para nada?
¿Hubieran dispuesto que las órbitas de los planetas fueran circulares, y no
elípticas, como creyó en un principio Kepler? ¿Habrían producido mares y
océanos de agua dulce? Enmendarle la plana a la Inteligencia infinita parece
algo más bien arrogante, por no decir muy poco inteligente.
En realidad, en una contemplación
desprejuiciada, las constantes físicas del universo parecen delicadamente
ajustadas para que en él pudieran surgir formas de vida inteligente. Pequeñas
variaciones en la constante cosmológica, en la fuerza que mantiene unidos los
núcleos atómicos, en la masa relativa del protón o en la intensidad
gravitatoria, entre muchas otras, hubieran dado lugar a un universo demasiado
enrarecido o demasiado denso para permitir la aparición de la vida; o en el
que, por ejemplo, no se hubieran sintetizado en cantidad suficiente el carbono
ni otros elementos esenciales para la química orgánica[6].
Algunos cosmólogos han tratado de
evitar las conclusiones en favor de una inteligencia creadora que se desprenden
de este “ajuste fino”, especulando con la existencia de un gran número de
universos paralelos (el conjunto de los cuales recibe el nombre de multiverso), basados en ecuaciones y
constantes físicas distintas del nuestro. Si este fuera el caso, no habría nada
sorprendentemente improbable en el hecho de que existiera un universo como el
que conocemos, en el cual se dieran precisamente las condiciones adecuadas para
la aparición de la vida inteligente[7].
No se nos
puede escapar que estas especulaciones tienen algo de recurso desesperado. Por
supuesto, no existe ninguna evidencia empírica a favor de la existencia de
otros universos, ni está claro que pudiera haberla. Más adelante volveré a
examinar las concepciones del multiverso, pero por ahora nos basta con poder
afirmar con rotundidad que no existe ninguna incongruencia entre la descripción
actual que podemos hacer del universo conocido y la idea de un Creador, sino
más bien todo lo contrario.
El otro tipo
de crítica del antropismo se basa en el problema de las relaciones entre la
mente humana y la materia. Puesto que todo parece indicar que nuestra mente es
un conjunto de procesos neuronales, explicar el origen del universo recurriendo
a un Creador supondría postular una inteligencia primordial, que pudiera
preexistir a cualquier soporte material, lo que no sería congruente con nuestra
experiencia.
El problema
de imaginar una inteligencia incorpórea ya preocupó a Agustín de Hipona.
Durante mucho tiempo le resultó imposible concebir que pudiera existir un ser
carente de las dimensiones espaciales, hasta que cayó en la cuenta (siglos
antes que Descartes) de que su propia mente, por la cual se representaba los
objetos extensos, era algo distinto de estos[8].
Por mucho
que pudiéramos establecer una correlación milimétrica entre los procesos
moleculares del cerebro y cualquier pensamiento concreto, lo cierto es que
ningún observador externo tendrá una experiencia directa de mis pensamientos.
Si por un imposible ocurriera tal cosa, el observador se identificaría literalmente
conmigo; es decir, dejaría de ser observador. La subjetividad es irreductible a
lo objetivo. Imaginamos, por nuestra propia experiencia, que otros bípedos albergan mentes similares a la
nuestra, pero nunca jamás llegamos a ver “dentro” de ellas.
Esta radical
heterogeneidad entre lo mental y lo físico parece conducirnos al problema,
planteado por Descartes, de cómo interaccionan los dos niveles. Pero
posiblemente se trate de una cuestión mal planteada. Tenemos una experiencia
inmediata de nuestros estados mentales, pero en cambio, acerca de la materia
¿qué es realmente lo que sabemos? Cuando tratamos de definirla, adentrándonos
en sus componentes subatómicos, nos encontramos con que estos se disuelven en
una serie de ecuaciones con variables y constantes numéricas. Y ¿qué son
realmente estos formalismos matemáticos, sino pensamiento?
Si lo material fuera algo primordial
o substancial, resultaría imposible entender por qué es inteligible, o mejor
dicho, qué significa ser inteligible. En cambio, si suponemos que la materia ha
sido previamente pensada, que procede
por tanto del pensamiento, no habría nada esencialmente sorprendente en que
pueda ser repensada después por
criaturas inteligentes[9].
El verdadero enigma irresoluble sería no cómo puede existir una mente sin
soporte físico, sino cómo podría existir lo físico sin haber sido pensado
antes, cuando al analizarlo, se nos disuelve en relaciones intelectuales, en
leyes y parámetros matemáticos.
Después de todo, la crítica del
antropismo se basa en una verdad innegable: el concepto de Dios es análogo a la
mente humana. Pero esta crítica no prueba nada en contra de la existencia de un
Creador porque conceptos como los de leyes o fuerzas de la naturaleza, tan
caros al materialismo, implican también una clara analogía con la psicología
humana. Para erradicar por completo el antropismo, habría que renunciar nada
menos que a establecer leyes físicas y a postular la existencia de fuerzas,
como si la naturaleza estuviera regida por decretos, o como si en los cuerpos
inanimados actuaran principios semejantes a la voluntad. O como si existiera
una mente ordenadora tras todo ello... Lo cierto es que no hay nada más difícil
de explicar, desde una metafísica materialista, que el hecho de que la
naturaleza esté regida (otro término
antrópico) por ecuaciones matemáticas[10].
En resumen, afirmar que el concepto
del Creador es antrópico es una tautología. Pero no hay más motivo para
rechazarlo por ello que para rechazar toda teorización física, que se basa
igualmente en establecer leyes naturales análogas a las leyes humanas.
La crítica de la
“hipótesis innecesaria”
Pasemos ahora a la crítica basada en cuestionar la necesidad
de la tesis teísta, que es donde se han hecho fuertes el ateísmo y el
agnosticismo contemporáneos. Empezaré por el enfoque basado en el principio de
la simplicidad de las teorías, porque nos permite entrar rápidamente en el
meollo del asunto. El razonamiento, muy sencillo, es el siguiente: Si Dios,
causa del universo, es a su vez incausado (o no conocemos su causa), podemos
ahorrarnos un paso y decir que el universo es incausado, o que no conocemos su
causa, sin necesidad de postular ningún ser trascendente.
Este
argumento ignora lo esencial de la definición de Dios que hemos expuesto al
principio. El Creador no sería meramente una causa del universo, como por
ejemplo la masa de la Tierra es la causa de que las manzanas caigan de los
árboles. La diferencia crucial es que la Tierra no puede evitar que las
manzanas tiendan a moverse hacia su centro, mientras que Dios podría haberse
abstenido de crear el universo. Es decir, la idea de Dios introduce algo radicalmente
nuevo en nuestra comprensión de la realidad, que es el concepto de libertad. Por el contrario, en el
supuesto de que el universo fuera causa de sí mismo, la libertad quedaría
lógicamente excluida, porque para decidir no existir habría que existir
previamente. Ni siquiera Dios es libre de no existir; sin embargo, sí es libre
de crear algo distinto de sí mismo,
es decir, el universo; la libertad es trascendente
por definición. Y esto es lo decisivo, porque si, por economía teórica,
prescindimos de la libertad creadora, se abren ante nosotros las dos únicas
posibilidades siguientes:
La primera,
que denominaré irracionalismo,
consiste en afirmar que el universo no es propiamente causa de sí mismo, sino
que en rigor existe sin causa alguna, porque
sí.
La segunda,
que llamaré racionalismo inmanentista,
o simplemente inmanentismo, sostiene
por el contrario que el universo tiene en sí mismo, o en su naturaleza, su
propia causa.
Examinaré a
continuación la tesis irracionalista, pero antes conviene prevenir un posible
equívoco. El irracionalismo no debe confundirse con la posición positivista,
que se puede expresar coloquialmente también como la tesis del porque sí. El positivista afirma que no
tiene sentido hablar de una causa del todo, porque no se trata de una cuestión
que se pueda abordar experimentalmente. Simplemente, en algún momento hay que aceptar
que existe un hecho bruto e irreductible, como es la existencia de algo, y por
tanto es procedimentalmente incorrecto pretender ir más allá.
Dicho sea de paso, el problema del
positivismo es que la tesis “Sólo es válido el conocimiento experimental” no es
a su vez una tesis experimental, por lo que se autoanula. Al positivista de barra de bar que
sostiene, con cierto tono de superioridad, que sólo cree en “los hechos”, basta
con preguntarle cuál es el hecho que
demuestra que sólo hay que creer en los hechos. Por supuesto, dar crédito sólo a
lo fáctico es imposible en la práctica, pues las leyes de la naturaleza, que
irreflexivamente damos por hechos (como por ejemplo la ley de la gravedad, de
la que dependen cosas como que el Sol salga mañana), no son hechos en absoluto,
sino teorías sobre los hechos. No hay
ningún código constitucional cósmico en el que podamos encontrarnos las leyes
de la naturaleza, como nos tropezamos con los hechos, sea un árbol o una
medición en el laboratorio. Alguien que realmente sólo creyera en los hechos debería
empezar por admitir que no cree que el Sol vaya a salir mañana, ni tampoco lo
contrario. Este empirismo radical equivaldría a admitir que cualquier cosa
puede suceder en el minuto siguiente, porque no seríamos tan ilusos como para
creer en esas supersticiones llamadas
leyes de la naturaleza o nexos causales[11].
Podemos apostar a que nuestro positivista (en el sentido descriptivamente
psicológico o ideológico del término, lo que he llamado “positivista de barra
de bar”) retrocedería incomodado ante tal planteamiento.
Ahora bien, el irracionalismo, a
diferencia del empirismo radical, no se limita a creer en los hechos, sino que
es una posición francamente metafísica, es decir, una concepción sobre la
realidad, y no sólo sobre nuestro conocimiento de ella. Lo que afirma el
irracionalista no es que carezca de sentido preguntarse por la razón de la
existencia, sino literalmente que es la existencia la que carece de sentido o de
razón alguna. Dicho de otro modo, que el mundo es absurdo[12].
El irracionalismo presenta un
problema muy grave, y es que, si algo puede existir o suceder sin razón alguna,
cualquier cosa puede suceder o irrumpir súbitamente a la existencia. En
cualquier instante, la aparente inmutabilidad de las leyes de la naturaleza
podría quebrarse. Todo podría
suceder, excepto las contradicciones lógicas[13].
Por supuesto, tal cosa se contradice frontalmente con la experiencia humana del
orden natural de las cosas, pero para el irracionalista esto sería una estricta
casualidad, que no nos daría ningún derecho a esperar nada del futuro. Así que
podríamos también decir que, pese a su carácter intelectualmente repugnante, el
irracionalismo encierra una secreta fuerza: es lógicamente irrefutable.
Como antes hemos visto, la
alternativa al irracionalismo es que exista una causa del universo, y esta
causa sólo puede encontrarse en el propio universo o en un ser trascendente. Si
el irracionalismo es la tesis de que todo es contingente, de que nada existe necesariamente, el racionalismo es la
tesis opuesta: que existe algo necesario,
un ser que es causa de sí, sea el propio universo o el Creador. Ahora bien, que
el irracionalismo sea lógicamente irrefutable, aunque inverosímil, nos sirve de
aviso de que perdemos el tiempo intentando demostrar apodícticamente la
existencia de un ser necesario o absoluto. Esta es la razón por la cual las
clásicas “demostraciones” de que existe un Absoluto o un ser necesario sirven
más para sembrar dudas acerca de algo que, en el fondo, todos creemos (que hay
siempre una razón de las cosas) que no para conseguir su objetivo.
Así, por ejemplo, Tomás de Aquino, en
su conocida como “tercera vía”, o demostración de la existencia de un ser
necesario, sostiene que las cosas contingentes son aquellas que pueden ser
“producidas o destruidas”, lo que significa que tienen al menos un principio en
el tiempo, de lo que deduce que si sólo hubiera cosas contingentes, en algún
momento no habría existido nada. “Pero –prosigue– si esto es verdad, tampoco
ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empieza a existir más que
por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es imposible que algo empezara
a existir; en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso.
Luego no todos los seres son sólo posibilidad [contingentes]; sino que es
preciso algún ser necesario[14]”.
El error de esta argumentación se
halla en partir de una premisa que, aunque seguramente es verdadera, no se
puede dar por probada: que todas las cosas contingentes han debido ser
“producidas” en algún momento, o dicho de otro modo, que todo tiene una causa,
un porqué, una razón. Es decir, Santo Tomás se deja a su espalda, sin
demostrarla, la tesis básica del racionalismo, que no es otra que aquella que
intenta probar. Que todo tiene una razón y que debe existir un ser necesario
es, al fin y al cabo, afirmar la misma cosa; pues su negación, como hemos
visto, sería que todo es contingente. Y aunque los seres humanos seamos
genéticamente racionalistas y nos repugne considerar la alternativa, no podemos
demostrar el racionalismo en el sentido estricto de la palabra demostrar que utilizan los matemáticos.
Esta es la mala noticia. La buena es
que no necesitamos probar una proposición que, en lo más hondo de nuestro ser,
somos incapaces de poner en duda, esto es, que en el mundo las cosas siempre
tienen un porqué y por tanto algo existe por sí mismo. Más aún, intentar
demostrarla es una forma bastante absurda de provocar que las dudas generadas
por una demostración deficiente contaminen el fondo del asunto.
En conclusión, tenemos que el primer
elemento esencial de nuestra definición de Dios, que existe un ser absoluto, es
algo que no podemos demostrar pero que tampoco podemos dejar de creer, a poco
que pensemos en ello. Nos queda ver entonces si ese ser absoluto coincide con
el universo o si es un ser trascendente.
Ahora bien, sostener que el Absoluto
o ser necesario es el universo supone negar que existan seres contingentes, o
lo que es lo mismo, afirmar que las cosas no podrían haber sido o sucedido de
otro modo. El hecho de que frecuentemente nos parezca que podrían ser distintas
se debería a una limitación de nuestro intelecto, como sostuvo Spinoza[15].
A primera vista, esta posición no es
compatible con la moderna física cuántica, en la que el azar indeterminista
juega un papel esencial. Sin embargo, debe notarse que el azar no es un
principio explicativo último, sino que presupone siempre un orden. Si lanzo un
dado sobre una superficie, sólo contemplo seis posibilidades, según qué cara
quede hacia arriba cuando el dado se detenga. No prevemos en absoluto que el
dado desaparezca, que salga volando o que se convierta en un pez dando
coletazos sobre la mesa. Por definición, el azar implica un número sumamente
restringido de posibilidades, al menos en comparación con las infinitas
posibilidades lógicas de sucesos que podemos concebir. El azar puede servir
para explicar un determinado suborden,
pero no el orden fundamental de la
realidad, salvo que nos deslicemos hacia un franco irracionalismo, que por hipótesis
rechazamos.
La cuestión ineludible se puede
plantear, por tanto, en estos términos: ¿El orden fundamental de la naturaleza
es la única posibilidad que existe? ¿Podrían las leyes y ecuaciones matemáticas
que rigen el universo haber sido distintas? ¿Podría, simplemente, no haber
existido nada? Si cualquier alternativa aparentemente lógica a lo existente
pudiera excluirse, el universo sería necesario en sí mismo –sería lo absoluto;
y evidentemente no habría necesidad conceptual alguna de un ser trascendente.
El inmanentismo es la tesis según la
cual sólo hay un orden posible, lo que incluye descartar la posibilidad de la
nada absoluta. Existe una forma de inmanentismo débil muy extendido, que consiste en confundir el orden, las “leyes
santas de la naturaleza” (según la piadosa expresión del ateo Barón d’Holbach[16]),
con la explicación de los fenómenos
de la naturaleza. Esto es a lo que Wittgenstein se refirió como el “espejismo”
que subyace a “toda la visión moderna del mundo[17]”.
Por supuesto, lo que hay que explicar realmente es que haya algo así como leyes
de la naturaleza, y precisamente estas leyes, en lugar de otras.
Dentro de esta visión deficiente
habría que contextualizar las vanas especulaciones basadas en la idea de que el
universo sería una “fluctuación cuántica” de la nada. Por supuesto, la nada
absoluta no puede “fluctuar”, y si lo hace es que no es la nada, sino un estado
físicamente descriptible, que restaría a su vez por explicar[18].
En todo caso, si realmente algo puede surgir de la nada absoluta, sin la
intervención de una razón trascendente, cualquier cosa puede surgir; por qué no
un paraguas o una bicicleta. Pero quienes se entretienen con malabarismos
verbales sobre el universo como un efecto cuántico de la nada reaccionarían
ofendidos ante la insinuación de que su tesis supone renunciar al racionalismo.
Hablando ahora más seriamente, para
que el orden fundamental sea el único posible, habría que suponer dos cosas:
que es imposible que nada exista, y que no hay órdenes alternativos. Empezaré
por la segunda cuestión.
Antes nos hemos referido a las
teorías del multiverso. Una
formulación extrema de estas teorías consistiría en que la realidad agotara
todas las posibilidades lógicas, lo que supondría admitir la existencia de
todos los universos matemáticamente consistentes, probablemente infinitos. Un
inconveniente de esta teoría, paradójicamente, recuerda mucho al del
irracionalismo. Pues si existen infinitos universos (muchos de los cuales serán
estrafalarias variaciones del nuestro, perfectamente válidas desde un punto de
vista lógico), prácticamente cualquier absurdo puede suceder[19].
Sin embargo, el defecto fatal de la
concepción de una realidad lógicamente exhaustiva es que es imposible que todas
las posibilidades lógicas existan a la vez. Un ser A (sea un universo entero o lo que se quiera) puede existir o no.
Pero ambas posibilidades son excluyentes, por el principio de contradicción. Es
imposible una realidad o multiverso en el que A exista y no exista a la vez; o dicho de otro modo, siempre habrá como
mínimo una posibilidad excluida. No afecta en nada a este razonamiento el que
haya diversos seres o universos posibles, o infinitos. Si por ejemplo sólo
existieran tres universos consistentes posibles, A, B y C, el multiverso ABC de todos los universos posibles sería sólo una realidad posible
entre ocho, pues sería también posible que no existiera ninguno de estos
universos (una posibilidad), que sólo existiera uno (tres posibilidades más, A, B
y C), o que sólo existieran dos
(otras tres posibilidades, las combinaciones AB, AC y BC). Cada uno de estos siete multiversos
posibles, al igual que la nada absoluta, excluye la existencia de los demás,
porque los universos no pueden existir y no existir a la vez. En general, para n universos posibles, tenemos 2n
realidades posibles, incluyendo la nada absoluta.
Vamos a suponer, sin embargo, que por
razones muy complejas que escapan tal vez a nuestra capacidad de cálculo, sólo
hubiera un universo consistente posible. En ese caso, como acabamos de ver, aún
habría dos posibilidades lógicas excluyentes, que este universo existiera o que
no; es decir, que hubiera algo o nada en absoluto. Si pudiéramos demostrar que
la nada absoluta es un concepto contradictorio en sí mismo (como han pretendido
muchos filósofos, desde Parménides), este universo sería necesario, y no se
requeriría de la intervención de ningún ser trascendente.
Se podría decir que la nada absoluta
es contradictoria, porque si no hubiera la nada, habría al menos la verdad de
que no hay nada. Pero si no hubiera nada, tampoco habría verdad, pues la verdad
es una relación de correspondencia de una proposición con alguna cosa. No puede
haber una verdad y además nada, pues
la verdad siempre es relacional, implica la existencia de algo además de ella
misma. Por tanto, esa contradicción no se daría; sencillamente, si no hay nada,
tampoco hay ninguna verdad ni proposición. Todas las pretendidas
"demostraciones" de la imposibilidad de la nada se basan en variantes
de este argumento; tratan de sostener que el mero hecho de considerar la nada
ya implica aceptar la existencia de algo, lo cual tal vez sea una
inevitabilidad lingüística, pero no un aserto lógico[20].
Hemos llegado a un punto en que el
inmanentismo, es decir, la idea de que lo absoluto es el universo, se revela
como extremadamente problemático. Explorando la idea de que no hubiera
alternativa alguna al universo conocido, descubrimos que no se sostiene
lógicamente. El universo, como ha propuesto Francisco José Soler, sería a fin
de cuentas un objeto, comparable a
cualquier otro objeto contingente, y por tanto no podría tener en sí mismo la
razón de su existencia, como no la tienen un árbol ni un abrelatas[21].
Por eliminación nos vemos obligados a
dejar de hacer remilgos a la idea de un ser trascendente que habría decidido
libremente crear nuestro universo. No está de más señalar que este método
difiere por completo de las “pruebas” tradicionales de que el Absoluto es un
ser personal, y cuyo resultado es similar al de la “demostración” del ser
absoluto que critiqué antes: despiertan incredulidad incluso en los previamente
convencidos. Generalmente esas pruebas se basan en el siguiente silogismo: Una
persona es un ser más perfecto que una cosa inanimada. Ahora bien, Dios es por
definición el ser más perfecto. Luego Dios es un ser personal[22].
Un problema nada soprendente de este razonamiento es que entraña circularidad.
Quien crea que el origen de todo cuanto existe se halla en un Dios personal,
consecuentemente pensará que la realidad espiritual es la más alta. Pero un
materialista coherente no considerará como una verdad objetiva la afirmación de
que una persona es una realidad más perfecta o excelsa que un mineral, sólo
porque sea más compleja (¿cuál es el criterio de perfección?), y aunque quizá
subjetivamente no pueda evitar compartirla. El otro problema es que podría
existir un grado de perfección superior, y distinto al nivel personal,
desconocido para nosotros. En ese caso, Dios no sería un ser impersonal, pero
tampoco personal, sino algo diferente e incognoscible[23].
Aquí, por el
contrario, prescindimos totalmente del impreciso concepto de perfección para sostener que Dios es un
ser personal, lo cual tiene de paso la nada despreciable virtud de permitirnos
desdeñar la peregrina idea de un ser que fuera suprapersonal, sea lo que sea
que esto signifique. Al examinar rigurosamente y descartar en consecuencia la
idea de que la razón del universo sea inmanente, nos vemos abocados a admitir (siempre
que descartemos el irracionalismo) que la razón del universo sólo puede ser un
Absoluto trascendente. Y el único concepto que nos permite ligar este Absoluto
con los seres contingentes, sin que estos dejen de serlo y se fundan con él, es
el concepto de libertad. Sólo un
Absoluto libre (y por tanto personal) puede añadir
algo nuevo a la realidad que no sea parte de él mismo, que no haya existido ya
desde toda la eternidad; sólo un ser libre puede ser auténticamente creador.
Volvamos
ahora a las implicaciones fundamentales de la idea de un Dios trascendente.
Afirmamos al principio que sólo Dios permite comprender el universo y fundar de
manera inamovible la dignidad de la persona humana. Lo primero se ha hecho
evidente, por cuanto sólo una inteligencia capaz de elegir racionalmente entre
distintas posibilidades nos permite justificar por qué existe el universo tal
como lo conocemos y no otro o simplemente nada. Y lo segundo está directamente
relacionado con la libertad creativa que subyace en el universo. Sólo criaturas
a su vez libres, capaces de sobreponerse a su egoísmo animal, son capaces de someterse
a una ética objetiva y no a una mera regulación coactiva de intereses en
conflicto. La moral precede al Estado (y es su fundamento jurídico) sólo si
somos metafísicamente libres.
Cabe en este
momento plantearnos una cuestión, y es si podría concebirse la existencia de la
libertad humana en sentido metafísico, independientemente de la existencia de
un Creador. El análisis de este problema nos ayudará a comprender mejor el
sentido del racionalismo trascendentalista.
Karl R.
Popper, pese a ser agnóstico, sostuvo que el viejo materialismo determinista
había sido superado por la ciencia moderna, y en lugar de una visión del mundo
reduccionista, propuso una teoría emergentista, dentro de la cual se
justificaba con naturalidad la concepción humanista de la libertad. Según el
filósofo austríaco, existen aspectos de la realidad que son irreductibles al
mundo material. Habría el Mundo 1 de los procesos físicos, el Mundo 2 de la
actividad mental y el Mundo 3 de las construcciones mentales (como libros,
teoremas, sinfonías, etc.)[24].
Aunque el Mundo 2 emerge evolutivamente del Mundo 1, Popper sostenía que no
podía ser comprendido en términos físico-químicos ni biológicos. El universo
tendría, por tanto, la capacidad de producir algo verdaderamente nuevo, es
decir, algo que no podía haber sido previsto sólo con las leyes del mundo
físico: sería un universo creador o,
como lo denomina también, abierto[25].
Popper
contrapone su concepción del universo abierto no sólo con el determinismo
materialista, sino también con el teísmo, al que considera otra forma de
determinismo metafísico, basado en el principio del Eclesiastés “nada hay nuevo
bajo el sol[26]”. Para
este pensador, la idea de un ser omnisciente, que conocería incluso el futuro,
equivale a suponer que no existe ninguna auténtica novedad (ni por tanto
verdadero libre albedrío), pues todo lo que pueda suceder preexistiría en la
mente del Creador.
Ahora bien, Popper es el primero en
admitir que para comprender la libertad humana, “el indeterminismo no basta[27]”.
Él cree que la libertad se puede entender como una interacción entre los Mundos
2 y 3, y entre estos y el Mundo 1. Para ello, es condición indispensable que el
Mundo 1 sea causalmente abierto, lo
que supone admitir que la existencia de objetos como una catedral o un ejemplar
del Quijote no pueden ser explicados
exclusivamente con las leyes de la física, la química ni siquiera la
neurología.
Esta concepción me parece enormemente
sugestiva. Sin embargo, creo que entra en conflicto con la idea expuesta más
arriba de que la libertad tendría esencialmente algo que ver con que el futuro
no esté escrito. El núcleo de la idea de libertad se encontraría en el concepto
de autonomía, y estaría estrechamente relacionado con la metáfora que concibe
al yo como el piloto de un barco[28].
Una definición de la libertad basada en la impredictibilidad del futuro no sólo
me parece meramente negativa, sino además equivocada. Que una inteligencia finita no pueda predecir de manera
infalible las decisiones de un ser consciente sería una consecuencia de la
libertad (aunque también de otras cosas), no la esencia de la libertad.
Popper utiliza otra metáfora para
distinguir entre lo que denomina determinismo
“científico” (las comillas son suyas, pues no cree que este determinismo
esté justificado por la ciencia) y el determinismo
metafísico. Podemos considerar que, según este último, el tiempo es una
película en la que el pasado y el futuro equivalen a los fotogramas anteriores
y posteriores, respectivamente, a un fotograma cualquiera[29].
Pues bien, el determinismo “científico” no sólo se basa en esta metáfora, sino
que sostiene además que a partir de cada fotograma sería posible, al menos en
teoría, calcular los demás fotogramas de la película[30].
Popper
argumenta convincentemente contra la idea de que el futuro sea calculable según
el paradigma mecanicista de Laplace. Sin embargo, sus argumentos posteriores contra
el determinismo metafísico olvidan, sorprendentemente, su propia distinción anterior.
Según el filósofo, al considerar como válida la metáfora de la película, “el
futuro, al estar entrañado causalmente por el pasado, podía considerarse
contenido en el pasado, al igual que el pollo está contenido en el huevo, con
todos sus mínimos detalles. El futuro se convertía, por tanto, en redundante. Era superfluo.[31]”
Sin embargo, esto es precisamente lo que sostiene el determinismo “científico”,
no el metafísico. (Por lo demás, la metáfora del huevo y el pollo tampoco es
muy feliz, pues nadie considera que un pollo sea “redundante” porque ya esté prefigurado
en un huevo. Entre otras cosas, porque un huevo no puede producir directamente
más huevos, y un pollo sí.)
Son
reveladores también los otros dos argumentos de Popper contra lo que llama el
determinismo metafísico. Por un lado, lo acusa de reducir la flecha del tiempo
a algo puramente subjetivo. Y por el otro, señala que incluso aunque el tiempo
y el cambio sean ilusorios, “una cosa, al menos, estaría cambiando realmente en
el mundo: nuestra experiencia consciente[32].”
Sin
embargo, la metáfora de la película no implica que no exista el tiempo, sino
que el tiempo es una propiedad del mundo físico, y que por tanto, no afecta a
un ser trascendente, que es el auténtico espectador de la película, no
nosotros. Nosotros somos los personajes que están dentro de la película.
Popper
tiene razón al rechazar la metáfora de la película si entendemos que en ella los
personajes no son libres (pues siguen un guión predeterminado). Se equivoca,
sin embargo, cuando asocia indisolublemente el determinismo con la idea del
Absoluto. Esto sólo es así si identificamos el Absoluto con el mismo universo,
en lugar de con un ser trascendente. Y aquí se halla el quid de la cuestión.
Utilizando libremente la propia terminología de Popper, lo fundamental es si
concebimos un absoluto abierto o un absoluto cerrado. El segundo sería el
absoluto del racionalismo inmanentista, en el que el universo es un ente
clausurado, al cual ya no es posible añadir
nada, en el que no sucede realmente ninguna novedad –y que hemos visto que es
lógicamente insatisfactorio. El primero, el absoluto
abierto, es el Creador, un ser perfecto e inmutable, pero constituido de la
capacidad esencial de desbordarse en el
mundo y el tiempo, preñados de acontecimientos y de aventuras.
Reflexión final
La verdadera
alternativa al Dios trascendente no es el absoluto
cerrado, sino que no exista ningún absoluto, o sea, el absurdo. Es el
inmanentismo, y no la idea del Creador, lo que se nos revela como un antiguo sofisma
sobrevalorado. Parménides creyó que el Absoluto se identifica con todo cuanto
existe, porque un razonamiento equivocado le llevó a rechazar que pudieran
existir seres contingentes[33].
Consecuentemente, negó que el movimiento existiera, pues el Absoluto es
inmutable, atemporal. Por supuesto, basta con ponerse a andar, como hizo
Diógenes, para convencerse de que la conclusión de Parménides era falsa. Forzosamente,
una de sus premisas debía descartarse. O bien el Absoluto no existe o bien sí
existe, pero hay más cosas además del
Absoluto.
La existencia del Absoluto no es ni
mucho menos evidente como la del movimiento. Pero es una necesidad de la razón.
Si no hay algo absoluto, si todo es relativo y cambiante, el mundo es
nuclearmente incomprensible, y la libertad humana carece de sentido sin
referencias firmes; es un errar sin rumbo.
Probablemente todo el mundo cree en
el fondo de su ser en la existencia del Absoluto. Pero multitud de ideas
ambientales pueden oscurecer esta íntima convicción y distorsionarla. En última
instancia, las argumentaciones anteriores se reducen a desbrozar el terreno de
ídolos conceptuales para que no nos oculten una verdad que ya se encuentra en
nuestro interior.
[1] “El acto
creador es una iniciativa libre.” F. van
Steenberghen, Dios oculto ¿Cómo sabemos
que Dios existe?, Desclée de Brouwer, Pamplona, 1965, p. 203.
[2]
Schopenhauer, Parerga y Paralipómena,
II, V, 69.
[3] No
existe ninguna incompatibilidad de esta idea con la teoría de la evolución, en
contra de lo que pretenden divulgadores como Richard Dawkins o
–paradójicamente– los defensores del “diseño inteligente”. Véase Francisco J.
Soler Gil, Mitología materialista de la
ciencia, Encuentro, Madrid, 2013, pp. 31-113.
[4] Es lo
que lleva a cabo T. J. Mawson en la primera parte de su obra Creer en Dios. Una introducción a la
filosofía de la religión, Siruela, Madrid, 2012.
[5] “No
existe, en efecto, la naturaleza del mal; la pérdida del bien recibió el nombre
de mal.” Agustín de Hipona, La Ciudad de
Dios, Homo Legens, Madrid, 2006, p. 428. Véase también Confesiones, III, 7.
[6] Robin
Collins, “La evidencia del ajuste fino”, en F. J. Soler, Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005, pp. 21-47.
[7] F. J.
Soler Gil, Mitología materialista de la
ciencia, ed. cit., pp. 267-293.
[8] “Mi
espíritu llevaba a la imaginación formas y figuras que veían los ojos y no me
percataba que el poder de la mente, por la que formaba estas imágenes, era algo
distinto de ellas.” San Agustín, Confesiones,
Alianza Editorial, Madrid, 1999, pp. 156.
[9] “La
estructura conceptual que tiene el ser y que nosotros pos-pensamos es expresión de un pre-pensamiento
por el que existen las cosas.” Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2013, p.
128.
[10]
“Después de todo las matemáticas son puro pensamiento, ¿y qué podría enlazar
ese pensamiento con la estructura del mundo físico (...)? (...) La metafísica
naturalista es incapaz de arrojar luz sobre esta profunda inteligibilidad,
puesto que tiene que considerarla como un accidente afortunado. No obstante,
una metafísica teísta puede venir en nuestra ayuda, ya que ésta sugiere que la
razón en nuestras mentes, y la estructura racional del mundo físico (...),
poseen un origen común en la racionalidad del Dios que es el fundamento común
de nuestra experiencia tanto mental como física.” John Polkinghorne, “Física y
metafísica desde una perspectiva trinitaria”, en F. J. Soler Gil, Dios y las cosmologías modernas, ed.
cit., p. 208.
[11] “La
creencia en el nexo causal es la superstición.”
Ludwig Wittgenstein, Tractatus
Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, Madrid, 1991, 5.1361.
[12] En los
textos de historia de la filosofía suele entenderse “irracionalismo” como algo
relacionado con el romanticismo, o la idea de que la razón está supeditada de
algún modo a lo emocional, lo instintivo, etc. Aquí trato de definir una
posición posible, no un movimiento
histórico. De todos modos, creo que autores como Camus o Cioran compartían
dicha posición.
[13] Una
ilustración literaria de esta idea se puede encontrar en la novela de Sartre, La náusea, Alianza Editorial, Madrid,
2012, especialmente pp. 210 y 250-253.
[14] Santo Tomás, [edición de textos selectos],
Gredos, Madrid, 2012, p. 342.
[15] “Una
cosa se llama ‘contingencia’ sólo con respecto a una deficiencia de nuestro
conocimiento.”, Spinoza, Ética,
Editora Nacional, Madrid, 1980, I, prop. XXXIII, esc. I, p. 88.
[16]
D’Holbach, Sistema de la naturaleza,
Laetoli, Pamplona, 2008, p. 468.
[17] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-philosophicus, ed. cit.,
6.371, p. 175.
[18] Ver
Mark W. Worthing, “¿Creó Dios el universo a partir de la nada?”, en Soler, Dios y las cosmologías modernas, ed.
cit., p. 351.
[19] F. J.
Soler, Mitología materialista de la
ciencia, ed cit., pp. 286-293.
[20] F. van
Steenberghen en su obra Dios oculto, ed.
cit., pp. 155-156, trata de demostrar la imposibilidad de la nada para probar
la existencia de un ser necesario. Pero que la nada sea lógicamente posible no significa que no pueda existir un ser causa
de sí mismo; sólo quiere decir que pueden existir seres contingentes.
[21] Soler, Mitología materialista de la ciencia, ed.
cit., pp. 221-239.
[22] “Yo
poseo, en mi humilde condición humana, los privilegios excelentes de la
personalidad. Es absurdo imaginar que el Ser infinitamente perfecto (...) esté
desprovisto de estos privilegios.” F. van Steenberghen, Dios oculto, ed. cit., p. 197. Debo decir que pese mis críticas, se
trata de una obra tan estimable como injustamente olvidada.
[23] Idea
propuesta por Herbert Spencer en Los
primeros principios, Comares, Granada, 2009, pp. 71 y 72.
[24] K. R.
Popper y J. C. Eccles, El yo y su cerebro,
Labor, Barcelona, 1985, pp. 17-19.
[25] Popper,
El universo abierto, Tecnos, Madrid,
2011.
[26] El yo y su cerebro, p. 15.
[27] El universo abierto, pp. 135 y ss.
[28] El yo y su cerebro, p. 119.
[29] San
Agustín emplea con intención similar la metáfora de una canción. Ver Confesiones, ed. cit., pp. 324-325.
[30] El universo abierto, p. 56.
[31] Ibíd.,
p. 113.
[32] Ibíd.
[33] A.
Bernabé (ed.), De Tales a Demócrito.
Fragmentos presocráticos, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 161 y ss.