viernes, 15 de mayo de 2009

El mal existe, o el motivo para no ser progre

En un típico caso de ajuste de cuentas, un traficante de drogas asesina en Florida, acribillándolo a tiros, a un individuo, junto a su mujer y sus dos hijos pequeños. El cadáver de la madre fue hallado abrazado a los niños, como si hubiera intentado vanamente protegerlos.

En Tabasco, un comando de los narcos asesina con fusiles AK-47 a un comandante de la policía, a su mujer, a sus dos hijos, a otra pariente también con sus dos hijos y a una vecina.

¿Qué tienen en común estos hechos? Entre otras cosas, que son dos noticias que pueden leerse hoy en los periódicos. Más exactamente, los medios se refieren a la condena a muerte del autor del primer crimen, cometido hace tres años, y al relato del segundo, que las autoridades mejicanas dieron a conocer ayer.

Pero lo significativo no es la actualidad de los hechos, sino su carácter casi arquetípico. Acontecimientos así nos recuerdan, todos los días, que el mal existe, que no se trata de una simplificación de Hollywood, donde los malos son malísimos y los buenos, buenísimos.

Ahora bien, el seudoprogresismo imperante no cree en el individuo, ni por tanto en la responsabilidad individual. Siempre trata de encontrar explicaciones sistémicas, sociales o culturales al delito. Según el marxismo canónico, cuya influencia en la izquierda sigue siendo fundamental, el robo existe por culpa de la propiedad privada, y los demás crímenes se derivan en general de ahí. El mal, por tanto, no es un fenómeno de la voluntad, sino de unas estructuras que deben cambiarse. Lo cual, por descontado, suena muy científico y objetivo, de ahí que tantos intelectuales se sientan seducidos por esta visión de la realidad.

Esta concepción se refuerza con la equiparación del delito con otras formas de violencia, como son las de los ejércitos y las fuerzas policiales. Evidentemente, tanto los militares como los policías cometen en ocasiones delitos, pero la ideología seudoprogresista arremete en general contra toda actuación de estas instituciones, sea legítima o no. Así, los atentados terroristas del 11-S o del 11-M se han querido explicar como una respuesta adecuada a operaciones militares de los Estados Unidos y otros países democráticos, que se enfrentan a estados dictatoriales cuando no directamente terroristas, poniendo al mismo nivel las motivaciones y los procedimientos de unos y otros. Como al intelectual progre le repugna hablar en términos de “buenos y malos” (eso no parece “científico”) opta por tanto por cultivar un relativismo pretendidamente superior, en el cual todo queda reducido a ciegas estructuras de dominación que tratan de perpetuarse a sí mismas, y donde la moral no es más que una mera arma discursiva de la burguesía o de las potencias hegemónicas.

En definitiva, el mal para el seudoprogresismo siempre es estructural, y por tanto los únicos malos verdaderos son aquellos que tienen un supuesto interés en mantener las estructuras que realmente originan el mal, a los cuales, a todos los efectos, se les considera como una parte de ellas. O sea, Bush, Aznar… ya saben.

Esta es la razón, dicho sea incidentalmente, por la cual, en los regímenes totalitarios, los presos políticos suelen recibir mucho peor trato que los delincuentes comunes, que en las cárceles y campos de concentración acostumbran a actuar en connivencia con los propios guardianes para amargar la vida a los disidentes. El auténtico malvado, para el seudoprogresista, es el contrarrevolucionario, el reaccionario, no tanto el delincuente común, que es más bien una víctima del sistema, una herencia del régimen burgués anterior.

Y de este tinglado ideológico procede también la absurda doctrina de la reinserción, la idea de que las sanciones penales tienen como principal función, no proteger de los delincuentes al resto de individuos, sino reeducarlos. Nótese la premisa que subyace en esta doctrina: Que la razón última por la cual unos sicarios asesinan a la familia entera de un policía es una carencia educativa.

La doctrina seudoprogresista del mal es una sugestiva teoría, pero tiene un problema: Es falsa, es estúpida, y además es peligrosa. Primero, porque tiende a desarmarnos ante los malvados, a los que se cree que se podrá reconducir siempre con el diálogo y la Alianza de Civilizaciones. Y segundo porque, al negar o ignorar el mal que procede de la voluntad (el único genuino), dicha doctrina conduce a abrazar una fe temeraria en determinados gobiernos o movimientos políticos, que so capa de enfrentarse a las estructuras existentes se convierten en fortalezas o incluso en máquinas de guerra desde las cuales los malvados son mucho más temibles y difíciles de combatir. Sólo la desconfianza hacia el mal que potencialmente late en todo individuo es la que ha originado los sistemas sociales más soportables y exitosos, aquellos que tratan de prevenir la excesiva concentración de poder, no aumentar sus medios con el pretexto de nobles causas, que luego por supuesto jamás se materializan: siempre se puede culpar del previsible fracaso al sabotaje de los eternos reaccionarios, a “la oligarquía y los pitiyanquis”, por utilizar el lenguaje del conocido psicópata venezolano.

Los “malos malísimos” no son sólo personajes de las películas. Existen, por desgracia, y tienen unos inapreciables aliados: los buenos tontos, también conocidos como progres, aunque no todos son tan tontos ni tan buenos.